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Tren en llamas por Syarehn

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Notas del fanfic:

¡Feliz cumpleaños, Kai! Sí, sé que me atrasé, pero pensaba escribirlo el sábado y por obvias razones no pude.

Espero que quienes lean disfruten de este One-Shot y se animen a dejar algunas palabras.

Un beso. 

TREN EN LLAMAS

. »« .

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“Ahora todo coincide fácilmente de nuevo, como antes, desde donde el tren ha perdido las vías.”

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Feuerzeug de Lacrimosa

 

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Se reclinó en su sofá, repitiéndose que debía dejar de torturarse ante algo que sabía de antemano que ocurriría.  Aquel funesto resultado era inminente desde que decidió sentar cabeza y dejar de vivir con el detective, o apoyarlo en más casos, o dejar de cuidar su alimentación, o simplemente no estar al pendiente de sus impertinencias.

¿Cómo esperaba entonces que Holmes siguiera vivo si éste nunca había sabido cuidarse solo? ¿Qué diferencia habría entre no ver a Holmes por estar ocupado día a día con su esposa a no verlo porque estaba muerto? ¿Era cuestión de consciencias? Él mismo le había dicho a Sherlock en sus arranques de enojo que ya no figuraba en su vida.

Apretó los puños diciéndose que aquello no podía ser. ¡Era ilógico! Sherlock Holmes debió tener un plan para sobrevivir a la caída de las cataratas de Reichenbach, cuyo fondo era una helada masa agua. ¡El respirador de Mycroft le había dado la firme esperanza de que así era! Además, estaban los sospechosos sucesos ocurridos en su casa en los días subsecuentes: en sus escritos aparecían signos y palabras que él no redactaba, algunas prendas suyas desaparecían y Mary decía que el fenómeno de desapariciones llegaba hasta la cocina. Había encontrado la pipa de Holmes bajo su almohada, alegrándolo y perturbándolo a la vez.

¡La incertidumbre lo  mataba!

Aquello le hacía estar seguro de que el maniático detective vivía y que lo torturaba, estresándolo al no poder encontrar nada contundente que se lo confirmara.

El ama de llaves, por su parte, decía simplemente que se trataba de fantasmas.

John deseó exhumar el cadáver de Sherlock pero Lestrade se lo impidió alegando que no profanaría un cuerpo con argumentos propios de una anciana supersticiosa, así que buscó a Mycroft y éste con pesar le dijo que no sabía nada.

Pero  él aun así él sabía que Sherlock vivía y que muy probablemente estaba por allí ocultándose. Quizá todo aquello era parte de su intento de sabotear su matrimonio, de desmenuzar su cordura, de… ¿¡Acaso quería volverlo loco?!

Revolvió su cabello y pensó que salir era lo mejor, estar en casa lo asfixiaba, no por Mary sino por la pesadez del recuerdo de Sherlock. Caminó distraídamente hasta el 221B de la Baker Street, abrió la puerta mecánicamente pues era un hábito bien arraigado. Entró sigiloso y escuchó ruido el piso superior. Subió las escaleras con una inconsciente sonrisa boba en los labios y abrió.

Todo era un desastre, como siempre; el lugar seguía pareciendo una selva, el violín estaba en el sofá como la última vez que lo vio, la ropa seguía regada por donde fuera. Sonrió más ampliamente tomando aquello como una la señal de su regreso. Avanzó a paso firme hasta la habitación y vio Gladston al pie de la cama, mirando insistente hacia el cuarto de baño. Su perro no corrió hacia él como de costumbre, no ladró ni hizo movimiento alguno, parecía atento a los sonidos en la habitación contigua.

—¿Holmes? ¿Qué estás inventado hacer ahora? —intentó sonar indiferente pero no funcionó pues su emoción salió a flote. Miró la silueta acercarse al umbral y dejó de respirar por un momento.

—Sr. Watson, lamento haberlo confundido. ¡Qué sorpresa! —La pastosa voz de la Sra. Hudson le hizo saber que ella había mantenido la habitación en aquel estado.

También supuso que la dama había estado llorando y alimentando al perro, por ello no supo que decirle, no esperaba ni quería verla a ella aunque fuese lo lógico.

—¿Qué… qué tal va su matrimonio? —comentó la mujer intentando amenizar el momento pero con la firme intención de marcharse al concluir la respuesta.

—Bien… —dudó John—. Todo en orden.

—Me alegra que sea feliz, Doctor —comentó la dama, asintiendo para salir de la habitación.  

Watson tomó la pipa de Sherlock de su bolsillo y la encendió aspirando profundo, manteniendo el humo en sus pulmones por el mayor tiempo que le fue posible. Pero dolía; aquella situación le devastaba a paso lento y él se devanaba las neuronas y se rasgaba el corazón pensando en que quizás de verdad estaba muerto.

Miró con pesar el revólver de Holmes sobre su mesa de noche, ese que siempre olvidaba y que él, obligadamente le llevaba para asegurarse de que estuviese bien.

¿¡Cómo había podido llegar tarde esa noche!? Él, que siempre de jactaba de conocer bien al detective, que conocía sus formas poco ortodoxas de trabajar. ¡¿Cómo lo había dejado ir así como así?! Ahora sólo sentía como todo en lo que creía se caía pedazo a pedazo. Ni siquiera notó que había tomado el arma hasta que sintió con intensidad el olor a pólvora. Pasó sus dedos por el gatillo y se sentó en la cama, donde aún se respiraba el aroma de Sherlock.  

John sabía que la ansiedad y dolor que lo atosigaban eran propios de un amigo o un hermano, pero aquella convicción perdía veracidad a medida que la necesidad por verlo lo embriagaba, cuando, sin pensar, ponía la pipa ajena en sus labios en un vano intento, pero no por fumar sino por saborearlo a él en la madera de la pipa. Corroborando su desesperación por tenerlo cerca al dejarse caer sobre las cobijas hundiendo su nariz en la almohada para no perder sufragancia característica.  

Sintió las lágrimas en sus ojos. Era la primera vez que se dejaba arrastrar así por el torrente de emociones, perdiendo el control y murmurando su nombre con tal intensidad que cualquiera habría dicho que había perdido la cordura ¡Y era cierto! ¡La había perdido en el instante en el que lo perdió a él!

Gimió por desesperación, por incertidumbre. Ya no podía seguir así, ¡necesitaba paz! ¡Necesitaba saber con seguridad si Holmes estaba vivo o muerto! Así que pasó la noche allí, deseando apagar el doloroso fuego que le consumía el alma.  

Pero dormir allí una vez a la semana no le traía consuelo. Sobre todo cuando, un mes más tarde había encontrado en su ático un sombrero negro, un poco sucio y medio roto, algo que él jamás usaría pero que caracterizaba a Holmes. Y supo que debía pertenecerle porque tenía el aroma de Sherlock —o eso se obligó a pensar—, así que siguió el instinto deductivo que había desarrollado con el detective y revisó la etiqueta, creyendo que seguía una pista para encontrarlo. Con orgullo notó que la tienda de procedencia radicaba en Edimburgo. Y en el fondo John sabía que era estúpido que Sherlock le proporcionara su ubicación de forma tan obvia pero a pesar de su falta de confianza compró el primer boleto de tren a Edimburgo.

De modo que ahora estaba allí, sentando en un vagón de segunda clase, solo y deseando hallar algo que apaciguara su alma, mirando desinteresadamente por a ventana cuando escuchó una voz, su voz. Se levantó de prisa, casi tropezando al intentar abrir la puerta pero con la firme convicción de que Sherlock estaba en el pasillo, no obstante, al asomarse sólo vislumbró al chico botones que pasaba en ese instante por ahí, haciéndolo brincar por la impresión.

—¿Quién era? —inquirió John acelerado, tomando al chiquillo por el brazo y mirando a todos lados en busca del detective.

—¿Quién era quién, Señor? —cuestionó el chico tratando de ser amable pero el susto y la manera en la que John miraba a todos lados lo intimidaba.

Entonces Watson fijó su vista al final del pasillo donde le pareció ver una silueta que conocía bien. Soltó al chico por instinto mientras murmuraba un «no importa» y se alejaba a grandes zancadas.

Abrió más de una puerta equivocada recibiendo una centena de quejas y ofensas, pero nada importaba si él estaba allí. Llegó a la parte trasera del tren, donde guardaban el equipaje y buscó con la mirada en cada rincón, tirando las maletas para no perder ningún lugar de vista y suspiró cansado cuando notó que allí no había nadie. Quizá debía resignarse, estaba llevando todo muy lejos. ¡Y aun con esa certeza no podía dejarlo ir! Hizo acopio de su autocontrol para contener un grito de frustración. Su cordura pendía de un hilo.

—¿Me buscabas? —Le susurró alguien al oído. John no necesitó voltear. Esa voz, ese aliento, ese roce…, los había estado anhelado por tanto tiempo, tanto. Cerró los ojos deseando que al girarse no se tratara de un sueño o una jugarreta de su mente.

—¿Dónde has estado todo este tiempo? —preguntó John con un halito de voz lleno de ansiedad, aparentemente calmado pero ardiendo en unas llamas a las que no deseaba poner nombre por el bien de su matrimonio.

—En tu casa, en la calle, en la mansión de Mycroft… Mayoritariamente con Mycroft —acotó Sherlock—. Su anciano mayordomo prepara un café vigorizante —exclamó—. Tan cargado de cafeína que enardece los sentidos.

 Pero Watson había dejado de escuchar cuando Sherlock terminó de decir «tu casa».

—¿En mi casa? —siseó John, incrédulo y conteniéndose. Se giró despacio para encarar a su interlocutor. No podía creerlo—. ¿En mi casa? —repitió más alto—. Todo este tiempo tú… —Respiró profundo. — ¡¿Todo este maldito tiempo he estado preocupado por ti y tú estabas jugando conmigo en mi propia casa, idiota insensible?! —gritó, sacando por fin toda su frustración y enojo—. ¿¡Cómo rayos entraste allí!? ¡¿Cómo pude no verte?! ¿¡Cómo pudiste no decirme nada!?

El fuego que le había estado incendiando la sangre desde meses atrás y los nervios comenzaba arrasar con todo, alimentándose del carbón que era la dignación y devorando la cordura de John, quien lo tomó por los hombros a Sherlock, sacudiéndolo con brusquedad. Se sentía ofuscado.

El médico lo miró a los ojos revisando cada detalle en su rostro, en su ropa, en sus gestos, deseaba asegurarse de que era él y se sintió feliz por verlo a salvo, pero también lo detestaba por haberlo hundido en un profundo foso de confusión del que no podía salir. ¡Ya no podía resistirlo más! Todo sus sentimientos encontrados necesitaban salir, de modo que sin pensar, tomó a Sherlock de las solapas y le asestó un memorable puñetazo. El detective pretendió en vano detenerlo pero John estaba fuera de sí, recriminándole su desconsideración y su falta de tacto, su desquiciante juego y su intervención dentro de su «feliz vida marital».

—¡Ya basta, Watson! ¡Contrólate! —exigió Sherlock.  

—¡¡No me hables de control!!

Su única respuesta fue golpearlo, dejándose ofuscar por la ira y el deseo de desquite. Sherlock evitaba responderle pero sin querer le asestó más de un puñetazo. No obstante, el médico le abrió el labio. Rodaron por el vagón evitando caer de él sin dejar de golpearse.

—¡Idiota! —bramó Watson aporreando el pecho de Holmes, pero los golpes perdían intensidad al tiempo que la furia de John decaía.

John sabía estaba por tener un ataque de ansiedad y sólo había una cosa que lograba calmarlo n momentos así: su pipa.  Necesitaba el sabor de la pipa Holmes, era casi como un enajenante. Rebuscó en sus bolsillos mientras Sherlock lo miraba extrañado.

—John —le llamó Sherlock, quedándose inmóvil, cansado de aquello. Sabía que en algún punto el doctor se tendría que calmar, y a pesar de que quería decirle que desaparecer era la única forma de mantenerlos a salvo, no lo dijo.

—¡Cierra la boca, maldición! —le reprendió John sin dejar de buscar, pero no estaba. ¡Su pipa no estaba! ¿Qué iba a hacer ahora? ¡Dios, la necesitaba! ¡Y Holmes no cerraba la boca para que se concentrase en buscar otra fuente que le recordara el sabor de...!

El sabor de la pipa, su sabor. Sus labios.

Y se hizo el silencio cuando Watson selló sus labios con los propios en un beso demandante, necesitado, en el que lo aprisionó entre las maletas y su cuerpo, sosteniendo con fuerza las solapas del traje negro que portaba Sherlock para poder acercarlo más a él.

Sherlock sonrió mentalmente, no había esperado tan efusiva reacción pero no le desagradaba. A decir verdad era perfecto. Más de una vez había querido hacerle entender a Watson que su matrimonio era un error y al parecer ya lo había entendido. Vaya, quién diría que sólo bastaba con arrojarse a un acantilado junto a un megalómano y casi morir en las congeladas aguas de las cataratas de Reichenbach.

Correspondió el beso aunque con menor intensidad, esperando que así el doctor tranquilizara sus ánimos pero únicamente consiguió que John se desesperara más y abriera la boca del detective con una firme mordida en el labio superior, el cual tenía abierto debido a los golpes. El leve pinchazo de dolor le hizo abrir la boca y Watson lo aprovechó, y no conforme con sus labios lo jaló por la corbata para obligarlo a ponerse en pie.

Lo único que pasaba por la mente de John era la imperiosa necesidad de corroborar que era real, que Sherlock no estaba muerto, de saciar su necesidad de él. Sonrió cuando Sherlock se aferró a sus hombros para no caer, y más aún cuando lo arropó  la sensación de cercanía que tanto conocía y la fragancia que había intentado robar de la almohada de su habitación quedó opacada por el aroma de la fuente original, por lo que lo pegó más a su cuerpo envolviéndolo en un asfixiante abrazo.

Sherlock movió la cabeza a la derecha cuando notó la falta de oxigenación en ambos pero Watson le impidió separarse, y tras un breve momento más saboreando su boca fue el propio doctor quien lo dejó ir. Se miraron agitados y el detective se recargó en las maletas, agradecido de sentir aire en sus pulmones nuevamente. John lo observó; estaba tan desgarbado como siempre debido a aquel desfogue pero también se hallaba tan seductor como siempre. Porque el médico no sólo era consciente de la genialidad y perturbación del detective, de su recurrente apatía e indiferencia afectiva hacia el mundo salvo hacia Irene Adler quizá, sino también de su atractivo físico, de sus movimientos felinos, de su mirada atrayente y su voz grave.

Pero eso no era todo, John no sólo conocía bien las manías, desequilibrios, carencias, necesidades y adicciones que el castaño tenía, también sabía cada  virtud, cada gesto, cada mirada. No es que Watson no hubiera notado antes el peculiar encanto misterioso que rodeaba a Sherlock dándole un bizarro pero increíble atractivo, simplemente no había deseado exteriorizar su fascinación por él.

—La bipolaridad comienza a  adueñarse de ti, querido Watson —se burló Sherlock, un tanto impresionado por la actitud efusiva y dominante del, generalmente amable, doctor. Carraspeó acomodándose la corbata para hacerse espacio pues John seguía tomándolo de las solapas y a una distancia mínima.

John tuvo la decencia de sonrojarse pero sentía que al fin había tomado el control del tren en el que viajaba a la deriva. Él sabía que había perdido las vías cuando su amigo “murió” y de verdad había intentado retomar el camino con destino a un matrimonio feliz, teniendo como única pasajera a Mary. Pero el tren no avanzaba, no había carbón para hacerlo arrancar. Y ahora, justo en ese momento, sentía que había carbón de sobra, que las calderas se incendiaban y él, como conductor, ardía dentro de aquel tren en llamas.

—¿Por qué estamos aquí? —inquirió John, en un último intento por no ceder al fuego.

—Porque no podía citarte en otro lado, sería muy arriesgado. Aquí nadie te sigue y el botones está pagado por Mycroft. Todo está asegurado —afirmó Sherlock con parsimonia—. ¿Tienes mi pipa? La dejé hace poco en tu cama para no perderla —soltó, fingiendo que la cercanía entre ambos no le afectaba, así como tampoco lo hacía el ver en los ojos ajenos la desesperación y el enojo que él mismo había provocado.

La peor parte era que ésa había sido su intención.

Sherlock había deseado que John notara lo burdo de su matrimonio y la necesidad mutua de adrenalina, casos, aventuras, la compañía recíproca. Watson era parte de su vida y en ella debía quedarse porque él así lo quería, de modo que sonrió satisfecho al ver sus logros, y habría sonreído más si en lugar de pasarse el día jugándole malas pasadas a Mary hubiese seguido a Watson hasta su antigua casa aquel día, pero eso nunca lo sabría.

—La perdí —contestó John  mientras sentía entre sus dedos la pipa en su bolsillo, pero sin intención de devolverla. Sherlock resopló y el médico sintió el abrazo del aliento de Sherlock en su cara—. ¿En qué estás metido ahora?

—¿Yo? En nada, querido Watson. Me he tomado unas merecidas vacaciones haciendo un par de experimentos para los cuales la presencia de Gladston me ha sido necesaria —concluyó Sherlock con falsa solemnidad, girando el rostro para obtener más espacio para sí, fingiendo mirar hacia a fuera a través de la ventana.

El doctor negó con la cabeza; ese era el Holmes que conocía. Sonrió ante su gesto de repliegue. Luego pensó en Mary, en lo que diría ella si supiera que había besado a Holmes y que deseaba hacerlo de nuevo.

«Ella entendería que lo necesito.» Pensó. Y era verdad, Mary entendía que era la mujer de la vida de John pero era consciente de que Sherlock era fundamental para su esposo. Ella estaba convencida de que John Watson no se consumiría por ella de la forma en que lo hacía por la falta del detective.

John buscó de nuevo los labios de Sherlock y éste accedió a recibirlo una vez más sólo porque sentía que el fuego y la humedad de aquel acto era una experiencia única. Las manos de Watson no se habían separado de la cintura del detective y ahora se colaban entre su ropa para sentir su piel. Sherlock lo dejó hacer resintiendo ya los golpes de la pelea, así como la desesperación de Watson en cada movimiento, en cada roce lleno de pasión y arrebato. Evitó reír al tener la certeza de que aquel momento era una de las esporádicas veces en las que John se dejaba llevar, sintiéndose orgulloso de ser el causante de aquel logro.

Sherlock coló una de sus rodillas entre las piernas de su colega y frotó la insipiente erección del ex militar, aferrándose a sus hombros para deshacerse del saco y luego del chaleco, de los tirantes del pantalón, de la camisa. Nada de eso era necesario y John hacia lo mismo aunque con menos delicadeza y más velocidad, deseando poder sentir algo más que la rodilla del detective. Su fuego interno había devorando ya su autocontrol y ahora desgarraba a lengüetazos su recato y sus inhibiciones.

Aquel ímpetu contagió a Sherlock al sentirse expuesto, con sólo el pantalón encima y un ávido hombre besándole con fiereza animal. Frotaron sus erecciones y John decidió que necesitaba más. ¡Ardía! Necesitaba apagar las llamaradas pero cada movimiento, cada suspiro y cada gemido ahogado de Sherlock avivaban las flamas.

—Holmes —susurró con voz gutural, llena de deseo y anhelo,  enviando lejos la ropa restante de ambos con movimientos hábiles y desesperados—. Holmes.

Sherlock suspiró audiblemente ante la fricción de sus cuerpos desnudos, y bajó su mano sólo para  toparse con la imponente hombría del médico. La acarició sin mucha experiencia, no era algo que hiciera a menudo, pero aun así John gimió de placer, acariciando los muslos del detective, arañándolos y estrujando la piel tersa; estaba seguro de que aquellas piernas se volverían una adicción.

—Deduzco que estás llegando al límite, Watson —murmuró Sherlock, delineando el pecho de John y deteniéndose a estimular sus pezones.

—Deja de llamarme por mi apellido, Sherly —exigió John entre besos húmedos y feroces caricias—. Las formalidades están de sobra. —Sherlock resopló; odiaba que le llamaran “Sherly” pero no hizo comentario alguno.

El médico levantó una de las piernas del castaño y la recargó un poco más arriba de su cintura al tiempo que con la otra mano dirigía su miembro a la entrada del detective. Un quejido de dolor escapó de los magullados labios y John se sintió un poco mal por sentirse excitado ante el dolor de Sherlock. Sin embargo lo merecía, sólo un poco… un poco.  Y comenzó el vaivén de sus caderas, arrancando quejidos más sonoros.

Aquella era su venganza por los meses de incertidumbre.

—¿Dónde está tu amabilidad característica, John? —se quejó Sherlock tratando de no demostrar el dolor entre sus piernas, mismo que parecía su infierno personal.

—En el mismo lugar en el que hace años dejaste tu empatía. —La voz de Watson denotaba el placer que sentía en el interior de aquella cavidad. Era delirante, más aún viendo a Sherlock en aquella vulnerable forma en la que no pensó verlo jamás.

La conversación terminó con un beso rudo que hizo a Holmes recargarse en las maletas y tirar muchas de ellas al suelo. John le levantó ambas piernas para tener más acceso, cargando el peso del detective y lo penetró más fuerte, más rápido, sin contemplaciones. Sherlock se quejó más de una vez entre ironías y sátiras, y aunque él no creía en paradigmas religiosos, sentía que se encontraba en el purgatorio y John Watson era su verdugo. Aunque su perspectiva cambió cuando, con habilidad, el médico tocó aquel punto que le arrancó un grito de placer que ni el sonido de la campana anunciando la llegada a la siguiente estación logró opacar. Desde ese instante el placer aumentaba a cada estocada.

—Abre más las piernas —exigió John, obligándolo a recostarse sobre las maletas para continuar desde otra posición, una en la cual lograba llenarlo más, rozando más dentro y haciéndolo cerrar su recto de forma deliciosa sobre su erección.

Sherlock sonrió de lado, acomodándose para acatar el pedido mientras John agradecía mentalmente la flexibilidad de aquel bronceado cuerpo que lo hacía quemarse en las más candente flamas; su cuerpo ardía volviéndose más receptivo a las caricias e incluso al sencillo roce de sus pieles. Entonces se detuvo y Sherlock enarcó una ceja.

—¿Dejarme en esta necesitada condición es otro castigo? —se quejó Sherlock. Su voz sonaba anhélate a pesar de sus esfuerzos por ocultarlo. John le sonrió con algo de cinismo, saliendo con pesar de su cálido interior, confirmándole así la respuesta—. Espero que no quieras concluirlo después, porque quizá ya no esté dispuesto.

Era una forma muy básica de chantaje pero Watson sabía que un trabajo manual no le daría la misma satisfacción y que, por fastidiarlo, Sherlock era capaz de muchas cosas, así que volvió a tomarlo desprevenido cuando entró de golpe, arrancándole un gemido prologando al detective. No volvió a detenerse, y se dedicó a perderse en el placer que tener a Sherlock –en todos los sentidos– le proporcionaba.  

Sherlock gimió su nombre al llegar al orgasmo y John se dejó caer sobre Sherlock al culminar, recuperando fuerzas y sonriendo por tenerlo vivo.

—¿No dirás «te lo dije»? —cuestionó John, refiriéndose a su relación con Mary.

—¿Por qué reiteraría la obviedad acerca del espantoso error que es tu matrimonio si al parecer ya lo sabes? —rebatió Sherlock. John rodó los ojos buscando cambiar el tema.  

—¿Qué harás a partir de ahora? —Sherlock hizo un ademan despreocupado.

—Viajar hasta donde el tren me lleve —bromeó Sherlock, pero las carcajadas de John lo hicieron mirarlo extrañado.

—¿Aunque el tren esté incendiándose? —murmuró, John, divertido por su propia ironía. De hecho, no esperaba que Sherlock entendiera, pero no era un reconocido detective privado por nada.

—En llamas o no, nosotros decidimos el rumbo.

John lo jaló de nuevo, besando una vez más sus labios sólo que ahora con más calma, degustándolos milímetro a milímetro. El fuego había amainado más no por eso estaba extinto; seguía vivo y estaría latente porque el tren había regresado a las vías y por fin tenía un punto de llegada: Sherlock. Él no era un pasajero más, era su meta. 

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Notas finales:

¡Gracias por leer!


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