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Uno más por AChildMore

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Notas del fanfic:

Death Note no me pertenece.

CAPÍTULO UNO

 

  Aquel salón de clases resultaba una verdadera mescolanza, no muy diferente de lo que era el resto de mi vida en ese entonces. La habitación era inmensa, de principios de siglo, con techos de cuatro metros de altura y unas magníficas y enormes ventanas que daban hacia la pared de ladrillos y hacia el cañón de la chimenea de la planta de calefacción vecina, vista que carecía del más mínimo interés. Un área considerable de la habitación había quedado separada mediamente unos anaqueles de acero gris, que usaban para guardar libros de la biblioteca del personal del distrito escolar. Y la parte restante en forma de L, era mía. Había ventanas a todo lo largo del ancho y extenso brazo de la L, frente a las cuales estaban las sillas y mesas de trabajo. El espacio era suficiente, yo había dado clases en condiciones de mayor estrechez, pero la distribución era muy extraña. Y, a menos que yo permaneciera de pie, como un centinela, en el punto en el que los brazos de la L se unían, no podía vigilar la puerta que se encontraba en el otro extremo. Sin embargo, lo más excéntrico era la decisión que había tomado el distrito de combinar un salón de clases para niños desequilibrados con una biblioteca para el personal.

  Éste iba a ser el primer salón de clases autónomo para niños con trastornos emocionales que funcionan oficialmente en el distrito, desde que se pusiera en vigor la ley de readaptación social, durante los años setenta. A mí, el entrar de nuevo a un salón de clases, aquella mañana de finales de agosto, después de haber estado lejos de la enseñanza durante casi seis años, me había provocado una profunda sensación de déja vu. Parecía como si hubiera pasado una eternidad desde que me había retirado y, al mismo tiempo, como si nunca me hubiera ido.

  Yo no tenía intenciones de volver a dar clases. Había estado fuera del país casi dos años, en Inglaterra, en donde trabajaba como escritor de tiempo completo, y mi propósito era regresar a esa vida, a mi casa de piedra y a mi perro. Pero ciertos asuntos de familia me habían traído de regreso a Estados Unidos, y me enredé en ese interminable papeleo que se debe seguir para obtener una visa británica permanente. Así, un mes de espera se convirtió en tres y luego en cuatro, sin una perspectiva clara de que algún día fuera a llegar la visa. Entonces, ya molesto, viajé para visitar a mis amigos y familiares.

  Una tarde me llamó la amiga de un amigo. Yo no la conocía, pero ella dijo que había oído hablar de mí. Estaba al tanto de mis contratiempos. Al parecer, ellos también tenían un problema y quizás nos podríamos ayudar mutuamente. Uno de sus maestras de educación especial se había enfermado. Faltaban diez días para que empezara el curso y no tenían quién la reemplazara. Me preguntó si me interesaría dar clases como maestro sustituto, y que no importaba que yo fuera hombre.

  Respondí de inmediato que no. Deseaba estar libre para partir en el momento en que recibiera mi visa. Pero la mujer no se desanimaba fácilmente. Si mi visa llegaba pronto, dijo, que yo podría marcharme. Y, de ser necesario, encontrarían a alguien más.

  Al final, accedí. Sería una buena manera de ocupar mi tiempo.

  Así, tras una eternidad de no dar clases, un intento fallido de hacer un doctorado, varios años en la investigación privada, una temporada como psicólogo clínico y los años que pasé en el extranjero escribiendo, aquí estaba de nuevo, ante una mesa convertida en mi escritorio de maestro y atestado de toda clase de objetos.

  Contemplaba a través de la ventana el cañón de la chimenea, monótono y gris bajo el sol del verano, cuando alguien llamó a la puerta.

— ¿Mail? —preguntó una voz.

  Desde el lugar donde estaba sentado no podía ver quién era, de modo que me puse de pie. Una de las secretarias asomaba la cabeza por la puerta.

— Llegó uno de tus niños —explicó—. El padre está en la oficina principal.

  Aquel viejo edificio ya no se usaba sólo como escuela, sino que albergaba las oficinas administrativas del distrito, que en su mayoría estaban en el primer piso. Tenía todo el segundo piso para mí solo, dado que el resto de las habitaciones se usaban como bodega. De hecho, había sólo dos salones de clase en el edificio: el mío y uno para niños pequeños con leve retardo mental, dos pisos más abajo, en el sótano. Ese primer día de clases, los pasillos se hallaban en un inquietante silencio. Seguí a la secretaria hasta la amplia oficina principal, que se llenaba de vida con el golpeteo de las máquinas de escribir y el murmullo de las computadoras. Junto al escritorio de la recepción, un hombre se encontraba de pie. Era una persona que sin duda llamaba la atención. El hombre debía medir como un metro setenta y cinco. Tenía un aspecto suave y delicado, tenía los ojos color azul profundo, bastante prominentes, que le daban un porte fuerte, casi arrogante. Su cabello era rubio claro, con un corte que le llegaba hasta los hombros. Aunque lacio, se veía áspero y revuelto, como la melena de un león.

— Buenos días —saludé, al tiempo que tendía la mano—. Soy Mail Jeevas.

  El hombre no se movió. Su ropa era informal, pero en su semblante no había nada relajado. Hasta el último de sus músculos estaba tenso.

  Hubo un silencio, en el que decidí bajar mi mano, y la metí en uno de mis bolsillos del pantalón. Yo no tenía idea de quién era.

— Tendrá que disculparme —continué—. La señora Amane quien debía dar esta clase, tuvo que ser hospitalizada de emergencia y yo la estoy sustituyendo... Debe admitir que...

— No puedo bajarlo del auto —interrumpió el hombre.

  No dejaba de mirarme. Si bien su expresión no era precisamente hostil, tampoco era muy amistosa. Me estudiaba con ese tipo de escrutinio descarado que no suele tolerarse entre adultos.

— Bien, sí necesita ayuda para bajarlo del auto con mucho gusto yo...

— No estoy seguro si usted está calificado para esto —volvió a interrumpir el rubio.

Ese comentario en verdad me ofendió, pero decidí mantenerme firme.

— Bien…Es común que usted desconfíe puesto que soy nuevo y no conoce mi forma y capacidad de trabajar. Pero le aseguro que sí estoy muy calificado para esto —Contesté tranquilamente, pero firme.

  De repente, lo ojos del hombre se llenaron de lágrimas y todos los músculos de su mandíbula se pusieron tensos.

— No —exclamó entre dientes—. Hasta luego —después de decir eso se volvió y abandonó la oficina.

Miré con incredulidad hacia la entrada vacía de la puerta. Al darme vuelta, descubrí que las tres secretarias me observaban.

— ¿Pueden creer esto? —pregunté—. Ni tiempo me dio de saber quién era.

— Keehl, el Sr. Keehl —respondió una de las secretarias—. Es nuestra versión particular de "Dallas."

 

~o~

 

  Mi segunda estudiante llegó poco después de que regresé al salón. Era Lisa Lindal. Con ella venía su madre, una joven de unos veinticinco años. Su cabello corto y envaselinado formaba púas delgadas y de aspecto húmedo que le cubrían toda la cabeza. El maquillaje de los ojos, una combinación de gruesas líneas de delineador y sombra perlada, le hacía parecer como una Cleopatra.

  En contraste, Lisa se veía dulcemente anticuada, con un vestido de tartán rojo sin mangas; debajo del vestido llevaba una blusa blanca escarolada.

— ¿Soy la primera en llegar? —preguntó—. ¡Qué bien! Podré coger primero todo lo que quiera.

— ¡Pórtate bien! —advirtió la señora Lindal—. Este señor se encargará de ti. No des problemas, como en la otra clase.

  Lisa ya estaba en el otro extremo de la habitación. Había abierto la alacena que estaba bajo el fregadero y empezó a sacar todo de su interior.

— Ya me voy —avisó la madre—. Adiós.

  La niña ni siquiera levantó la vista.

  Lisa tenía ocho años y presentaba el tipo de perfil que era casi obligado en este tipo de salones de clase: cociente de inteligencia en el límite inferior, escasa capacidad de atención y una excesiva agresividad. A lo largo de su breve trayectoria escolar, prácticamente no había logrado nada. No sabía leer ni escribir y apenas comprendía las matemáticas más elementales.

— ¿Quién más va a venir? —preguntó de pronto Lisa—. ¿Va a haber más niñas?

— No, por ahora, supongo. Sólo serán tres niños, para empezar.

— Bien.

Lisa tomó un lápiz y trató de hacer un pequeño agujero en la cubierta de la mesa.

La puerta se abrió de golpe y entró mi tercer alumno.

  Mikami tenía once años y había pasado casi toda su vida internado en instituciones. La historia de sus primeros años era horrible: una letanía de abandonos y abuso. Después, estuvo una temporada en el hospital psiquiátrico del estado. Hacía 18 meses, un matrimonio de psicólogos había conocido a Mikami durante su estancia de trabajo en el hospital. Se enamoraron de él, de su manera de ser, curiosamente adorable, y decidieron convertirse en sus padres adoptivos, en un intento por darle una familia normal. Sin embargo, los problemas de Mikami superaban lo que el amor, por sí solo, podía corregir. Se le diagnosticó esquizofrenia infantil y su pronóstico de mejoría era muy limitado.

  Los dos padres adoptivos de Mikami venían con él esa mañana, y entre ambos lo arrastraban. El niño se resistía y gritaba.

— ¡No, no! ¡No me lleven ahí! ¡No! ¡Auxilio! —vociferaba.

  Una vez dentro, se soltó de las manos y corrió hasta el extremo del salón.

— ¡Uh, uh, uh! —lloraba,  y de un salto se subió a la mesa.

— Mikami, bájate por favor —le ordenó la madre adoptiva, con un tono suave y paciente—. Las mesas no son para subirse. Por favor, bájate.

— ¡Uh, uh, uh —Mikami saltó de la mesa y se metió debajo de ella. Sonreí a sus padres. De inmediato sentí por ellos un afecto sincero.

— Creo que estaremos bien — Les comenté.

  La mujer me devolvió la sonrisa y pude ver su alivio. No supe si se debía a la confianza que expresé al decir que realmente estaríamos bien o a la perspectiva de librarse de Mikami por seis horas.

  Debajo de la mesa, Mikami aullaba como simio enloquecido.

— Ese niño está loco —expresó Lisa, con seriedad—. ¿Ya lo sabías? ¿Sabías que iba a estar loco?

Asentí.

— El otro no va a estar loco, ¿O sí? Quiero decir, el niño. Él va a ser mi mejor amigo.

— Todavía no lo conozco, así que no lo sé. Pero no va a tener los mismos problemas de Mikami. Todos somos diferentes.

— ¿Mikami? —repitió con énfasis—. ¿Mikami? ¡Caramba!, qué nombre más estúpido. Por algo está loco. ¡Oye!, tonto Mikami, ¿Qué tal te va ahí abajo?

— ¡Lisa!

— ¡No me llame Lisa! ¡Llámeme Linda!

— ¡Uh, uh, uh!

— Bien, de acuerdo, Linda. Vamos, Mikami, sal de ahí. Vamos a sentarnos en una silla.

La puerta se abrió sorpresivamente y, antes de que yo pudiera sacar a Mikami debajo de la mesa, apareció el señor Keehl, quien sujetaba con la mano la nuca de su hijo.

— Hola de nuevo —saludé, y le sonreí. Mikami aullaba como un demente.

El señor Keehl empujó a su hijo hacia adelante.

— Hola, Nate. Me da gusto que, después de todo, hayas podido venir a la escuela.

  Nate no me veía a mí, sino a través de mí. Su expresión era totalmente vacía.

— Ven. Te enseñaré dónde está tu sitio.

  Le puse la mano en el hombro y lo solté de la tenaza de su padre. Linda apareció de pronto junto a mí.

— ¡Hola, tú! —le dijo a Nate—. ¿Quieres ser mi mejor amigo?

  Nate giró la cabeza y se tapó los oídos con las manos.

— ¡Chispas! —murmuró Linda—, está loco, igual que él.

  Me volví hacia el padre, el señor Keehl, quién tenía un aire horrorizado.

— Estoy seguro de que Nate estará bien, señor Keehl —lo tranquilicé—. Las cosas siempre son un poco difíciles los primeros días de un nuevo año.

  Asintió y luego abrió un pequeño estuche médico.

— Aquí están las cosas de Nate. Los analizadores, la insulina y todo lo demás. Puse algunos dulces más, en caso de un choque diabético. ¿Sabe usted qué hacer? —inquirió.

— Sí, ya me explicaron. Pero la enfermera de la escuela vendrá a ponerle las inyecciones durante algunas semanas.

— ¡Ah!, por cierto —añadió—. Llámeme Mihael.

— Lo siento, señor Mihael.

— 'Señor', no —me corrigió, sacudió la cabeza y subrayó—: Doctor Mihael.

Sentí cómo me ruborizaba.

— De acuerdo. Lo siento.

Nate era un niño muy peculiar. Cuando volví de acompañar a su padre a la puerta, lo encontré en el mismo sitio en que lo había dejado. Tomé una silla que estaba junto a la mesa y se la mostré. Se sentó. Sus movimientos no eran mecánicos. De hecho, se movía con una gracia sorprendente, pero no parecía haber nadie en su cuerpo. Durante la mañana, sólo hizo lo que le indicaba. De lo contrario, permanecía donde estuviera, con la mirada perdida al frente y sin contraer un sólo músculo.

Notas finales:

Esta historia esta basada en la vida real,queridos amigos, 'Just Another Kid'  de Torey Hayden. La saque de un libro que leí 'Libros condensados' y esas cosas. Tuve que cambiarle un poco algunas cosillas, pero todo lo demás va igual que la historia del libro, y las personalidades que se muestran no fueron cambiadas,de hecho se parecen mucho. Disculpen si encuentran algún error ortográfico. En fin, hasta el próximo capítulo. Oh sí, también tengo este fic en Fanfiction. ¿Review?


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