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La maldición de Ondina por Tala_Kiishan

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El 26 de Abril a las 20:31 fue la primera vez que le vi después de muerto. ¿Sabes cuál es esa sensación de terror que nace en la base de tu espina dorsal y se va ramificando por todos tus nervios hasta llegar a las puntas de los dedos? Y esa parálisis en el cuello y los hombros que te hace sentarte recto, sin poder girar el cuello hacia ningún lugar. Ese pecho que se ensancha, como si fuéramos palomas en celo o gatos callejeros intentando aparentar ser los mejores. Un terror que anida allí y no quiere viajar a ningún otro lado, que se siente como en casa dentro de tu cuerpo, quizá porque él tendría más miedo del que tú tienes ahora y se siente más seguro.

No sé si alguna vez lo has sentido, pero fue justo lo que viví la primera vez que le vi. A mi amigo, a mi amante, a mi amado Ruiza. El día anterior había muerto mientras dormía. Es cierto que nunca había tenido un aspecto muy sano. Su color de piel pasaba del cenizo al grisáceo y, cuando se levantaba, los labios los tenía demasiado morados, a veces parecían hasta negros. Los dolores de cabeza que padecía constantemente eran terribles y, generalmente, un cansancio extremo se apoderaba de él por las tardes.

Fue de doctor en doctor buscando una cura o, al menos, una explicación. Por aquel entonces la apnea del sueño, si bien era conocida y diagnosticada, no tenía ningún tratamiento eficaz. Cuando descubrieron que podría ser eso le retuvieron en los hospitales cientos de horas haciéndole pruebas y revisiones, pero ni siquiera entre ellos llegaban a un consenso. Uno de ellos sugirió que podía ser la apnea central, ya que Ruiza había ido empeorando progresivamente. Pero él se cansó. Al igual que se cansaba de existir, de reír, de sentir o de lo que fuera que hiciera más allá de las cinco de la tarde, se cansó de tanta consulta sin resultado alguno. Intenté disuadirle, que entrara en razón, pero las peleas le agotaban más de la cuenta y me vi obligado a no seguir interrogándole de esa forma. Quizá lo hice por comodidad, por egoísmo. Era más fácil darle la razón que seguir discutiendo con él todos los días, que convencerle de ir a más médicos, buscar a los más prestigiosos del país, incluso de otro, para poder encontrar una cura, algún método para que no empeorara. Pero no lo hice. Me quedé sentado, viendo como su cuerpo se debilitaba cada día más.

Dos meses más tarde yacía muerto en nuestra cama.

Y poco más de veinticuatro horas después le vi al otro lado de la ventana durante dos segundos, puede que menos.

Mi cuerpo agarrotado me decía a gritos que lo que había visto era real, pero nunca he sido un hombre que se cree cualquier cosa sin analizarla antes. Así que ahí me quedé, durante varios minutos, mirando fijamente la oscura ventana, escuchando el tic-tac del reloj de pared que había heredado de mi abuela, sintiendo como mi respiración cabalgaba sobre mi pecho.

¿Qué podría ser sino una ilusión? La muerte estaba demasiado reciente, mi dolor aún recorría mis venas, mis ojos seguían borrosos a causa de las lágrimas derramadas. Había sido un reflejo del ser amado perdido, nada más. Entonces, ¿por qué no podía moverme de aquella silla?, ¿por qué mis pies se negaban a responderme? Así seguí varios minutos más hasta que mi respiración se tranquilizó, mi cuerpo sintió el peso de la gravedad y dejó de ser como una estatua de mármol.

Caminé lentamente hasta la ventana, pero no había nada en el exterior. Dudoso, decidí ir hacia la puerta, quizá hubiera algo que escapase de mi visión. Un crujido hizo que diera un respingo, pero luego nada más. La oscuridad penetraba por la puerta abierta. Nada había al otro lado que me hiciera pensar que lo que había visto era real.

 

Al día siguiente era el funeral y el entierro. Estuve ausente todo el rato, pensando que quizá había sido un mal sueño todo y que me despertaría para encontrarlo entre mis brazos. Cuando llegó el final de la misa fui hacia el ataúd abierto, como hacían todos, para dar mis respetos. Me quedé de pie, mirándole. Tan guapo que era, tan dulce y tierno. ¿Por qué había tenido que morir así, sin previo aviso? Aunque quizá, si me hubiera fijado un poco más en él, habría podido observar como su cuerpo había ido deteriorándose. Su rostro ahora estaba rosado gracias al maquillaje, sus pómulos parecían incluso carnosos. Junté las manos y cerré los ojos, rezando por su alma. Al abrirlos para verle por última vez me encontré con su mirada fija en la mía. Me agarré fuertemente al brazo de un amigo mío que estaba a un lado. Ruiza seguía mirándome, fijamente, sin apartar la vista de mí. Estaba vivo, estaba vivo y queríamos enterrarle. Mi amigo me acarició el hombro y presentó también sus respetos. ¿Nadie se daba cuenta de que no estaba muerto? Empecé a gritar, a chillar como un loco, quería que le vieran, que vieran como estaba despierto, sus ojos abiertos. Pero nadie notó nada excepcional en el cuerpo inerte de mi Ruiza, nadie. Seguí gritando, llorando desaforadamente. ¿Nadie lo veía?, ¿era posible? ¡Ruiza estaba ahí, mirándome! Pero nadie contempló lo mismo que yo, nadie lo veía. Me cogieron entre un par de amigos y me llevaron fuera. Dijeron que estaba tenso por la situación, que tendría que superarlo, pero que él se había ido, para siempre.

 

Sus ojos abiertos me siguieron durante todo el día. Por la noche, dentro de mis sueños, solo hubo oscuridad y unos ojos rasgados que me miraban con odio y furia.

 

Al día siguiente mi estado anímico era terrible. No podía soportar el peso de mi propio cuerpo. Me costaba andar, incluso respirar. Sus ojos seguían en todas partes, escudriñándome. Pero, como el día anterior, había sido una alucinación de alguien que pierde a su ser querido, no podía ser lo que hubiera anhelado. Todos me lo habían dicho, todos habían asegurado que no había abierto los ojos ni un solo segundo, que estaba muerto.

 

La siguiente vez que le vi fue dos días después. Lo encontré en una calle transversal a la que yo iba. Corrí en su dirección pero cuando llegué no le vi. Me estaba volviendo loco muy a mi pesar y no podía hacer nada por evitarlo.

 

Una visión fugaz, unos ojos abiertos, su cuerpo en la lejanía... todas visiones que me amargaban y dolían en lo más profundo de mi pecho. Fui a mi casa y empecé a llorar sobre las sábanas, enterrándome en su propia ropa.

 

¿Cuando las visiones pasaron a formar parte de mis días? Creo que fue la siguiente vez que le vi, una semana después del entierro. Primero lo encontré en la cocina, sentado en una silla. Su mirada parecía la de un tierno cordero. Me acerqué a él y desapareció. A las horas, mientras estaba sentado en el sofá, con la televisión encendida y mi mente en otro lugar, lo volví a ver. Estaba en una silla de mimbre que había junto a la estantería. Esta vez no me atreví a moverme, tenía miedo de que volviera a escapar. Estaba mirándome, como si quisiera decirme algo. Pronuncié su nombre, pero no dijo nada. Volvía a ser el Ruiza de los últimos días, demacrado, el rostro pálido y una gran delgadez como traje. Ahora podía observar lo que no había hecho esos últimos días. Era el preludio de la muerte, su cuerpo estaba transformándose en un cadáver y había hecho caso omiso. Mientras le contemplaba empecé a llorar. Con todo lo que le había amado, ¿cómo había sido tan deplorable? Frunció el ceño y creo que asintió con la cabeza.

Así que por eso es por lo que veía su imagen en todas partes, porque me estaba culpando de su muerte. Ahora que lo sabía, ¿podría aceptarlo y desaparecería?, ¿o me acompañaría siempre? Esa misma noche, cuando me levanté para ir a la cama, él también se levantó y, ya de pie, se disipó en el aire.

 

Todos los días empezaron a ser iguales. En las habitaciones en las que me encontraba se sentaba en la lejanía, mirándome con odio, con rencor. Cuando caminaba por la calle era como si mi sombra se hubiera alejado unos metros de mí, siguiéndome a todas partes. En el trabajo se situaba detrás de mí y escuchaba unos débiles gemidos.

 

Intenté muchísimas veces contactar con él, hablarle, gesticular algo con el rostro y las manos, pero nunca respondía a nada.

Me encontraba como si estuviera en el purgatorio, intentando lidiar con mis pecados y esperando que me los perdonaran. Pero cada tarde, cuando me sentaba y le contemplaba, me daba cuenta de todo el daño que le había provocado por no querer actuar como debía. Él estaba enfermo, era débil, no podía luchar solo contra su enfermedad. Y, en vez de ayudarle, me desentendí, le arrebaté la ayuda que debería haberle dado. No podía perdonarme a mí mismo, ¿cómo iba a hacerlo su espíritu o quien fuera que tuviera que perdonarme? Era imposible.

Los días se convirtieron en semanas y él seguía ahí, pero algo estaba cambiando. Su cara apenas tenía carne, la piel se pegaba en la propia calavera, creando un aspecto fantasmagórico. Sus ojos casi parecían a punto de salirse de sus órbitas. Sus labios, de por sí finos, parecían pequeñas láminas de carne mal formadas que dejaban entrever sus pequeños dientes. Su cuerpo rozaba la anorexia y sus pantalones, los mismos con los que le habíamos enterrado, estaban con rotos en sus rodillas. Una pegajosa sangre seca sobresalía de los agujeros y sus rótulas eran de un color morado negruzco. Se veía perfectamente la piel desquebrajada y el hueso deformado.

Su postura corporal también era distinta. Ya no se sentaba recto, sino que era como un ser contrahecho al que le faltaba la columna vertebral. Cuando andaba iba arrastrando las piernas como un monstruo salido de las peores pesadillas. Los brazos caían a ambos lados de su cuerpo, como si tuvieran un gran peso en sus muñecas, sin poderlos levantar para nada. La imagen era dantesca y patética. Empezó a darme asco mirarle pero lo único que conseguía era sentir una culpabilidad aún mayor de la que tenía, así que me obligaba a ver ese cuerpo deformado en lo que se había convertido.

Por las noches, en mis sueños, lo único que veía era su cuerpo moverse por un camino aciago, lleno de baches y sombras. Un cuerpo que parecía muerto, donde lo único que parecía vivo eran sus ojos. Sus ojos que, de repente, se agrandaban hasta salirse del cuerpo y mirarme desde todos los ángulos con un odio que superaba lo humano. Empecé a tener miedo de dormir, terror absoluto, así que empecé a ingerir una gran cantidad de cafeína, incluso pastillas. En cuanto cerraba mis ojos los suyos se descolgaban de sus órbitas y me perseguían.

Pero cuando despertaba ahí seguía su cuerpo cadavérico persiguiéndome por las calles, sentado a mi lado mientras trabajaba, comía o leía.

 

Casi había pasado un mes y yo sentía como mi cuerpo empezaba a fallarme. Ya no sabía cuando era de día y cuando de noche, cuando le veía realmente o cuando soñaba con él. Dejé de ir al trabajo e, incluso, apenas salía a la calle. Tenía miedo de que me tacharan como un loco así que dejé de quedar con amigos o compañeros argumentando que me encontraba tan deprimido que no quería ver a nadie. Pero la verdad era que Ruiza me estaba volviendo loco, yo lo sabía, él también.

 

A veces intenté plantearme que lo que veía era real, era su fantasma, pero no podía terminar de creerlo. La mayoría de las veces había pensado que era una ilusión provocada por mi mente pero, entonces, ¿por qué estaba degenerando de esa manera?

 

Al mes y medio mi alimentación se basaba en arroz y agua, no comía nada más, y eso si comía. Era algo que había empezado a darme repugnancia. Cuando lo hacía él se sentaba delante mía y me miraba comer. Podía ver perfectamente su mandíbula a través de una fina capa de piel, su ahora amarillenta dentadura. El pelo, sucio y pegado a su cráneo, le cubría una parte de su frente, pero podía ver como la piel estaba levantada. A veces el ojo parecía que se le iba a caer así que, de una manera desagradable e inhumana levantaba el pesado brazo y, con su muñeca, se lo empujaba hasta que volvía a estar en el sitio que debiera. Generalmente acababa vomitando, así que apenas me alimentaba.

 

Pero, cuando una madrugada me desperté preso del pánico de una pesadilla y le vi en un rincón de la habitación, acepté que no podía seguir así, no podía más. Su cuerpo empezó a reptar por el suelo, crujiendo como si los huesos, a medida que se arrastraba, se fueran haciendo añicos.

Grité, lloré desconsolado, sollocé hasta que mis ojos me escocían tanto que no podía apenas abrirlos.

—¿Qué demonios es lo que quieres de mí?, ¡¿qué es lo que quieres?!

Se quedó quieto, mirándome, parecía que intentaba esbozar una sonrisa con lo que le quedaba de piel en sus labios. Se levantó y desapareció. En el mismo instante oí un ruido en la planta baja, así que salí corriendo de mi habitación.

La puerta de la casa estaba abierta y él fuera, doblado sobre sí mismo, levantando el rostro para verme.

Cogí un abrigo y me puse los zapatos y salí. Cuando iba a empezar a caminar me señaló un objeto en mitad del jardín. Una pala. Una pala que en mi vida había visto.

La cogí y le seguí, andando muy lentamente, tan rápido como él era capaz de andar.

 

Ya sabía antes de llegar que me llevaría al cementerio.

Fuimos donde se encontraba su tumba y se sentó en la lápida contigua.

Empecé a cavar, en mitad de la noche, como si fuera un profanador de tumbas. Mientras excavaba él había empezado a trazar líneas en la tierra con un palo. No recuerdo el tiempo que tardé en llegar al ataúd, pero para aquel momento ya tenía fuera el abrigo y la camisa del pijama. Mi cuerpo estaba rociado por pequeñas perlas de sudor.

 

—¿Esto es lo que quieres? —le pregunté, mirándole. Él levantó la mirada y volvió a hacer aquella mueca que parecía cualquier cosa menos una sonrisa. Me acerqué a él y me fijé en lo que, hasta ese momento, pensaba que eran garabatos sin sentido. Había dibujado un gran corazón y, en su interior, una frase que rezaba “Te amo, Hiroki. Juntos hasta la eternidad”. Sonreí mientras nuevas lágrimas surcaban mi rostro.

 

Tanto tiempo persiguiéndome y, ¿para qué?, ¿porque quería que contemplara su cuerpo?

Abrí la pesada tapa del ataúd y la eché a un lado. Su cadáver parecía un calco a la imagen que había ido mostrándome. Las rodillas peladas y llenas de sangre, la piel amarillenta y pútrida. Sus brazos estaban retorcidos sobre su pecho. En el fondo unas pequeñas lascas amarillentas. Me acerqué un poco para ver qué sería.

Uñas. Eran sus uñas. Vi sus manos, aterrado. Le faltaban varias uñas y, las que le quedaban, estaban partidas. Los nudillos completamente ensangrentados. Horrorizado volteé para ver la tapa. Ahí unos surcos y unas muescas decoraban la parte superior.

Giré para ver al espíritu que me había acompañado durante todo ese tiempo.

—No...no estabas muerto, ¿verdad? —gemí, mordiéndome el labio mientras saboreaba las lágrimas amargas que caían.

No podía creerlo, no quería creerlo. ¿Era posible que le hubiéramos enterrado vivo? Me eché sobre el ataúd, llorando, jadeando. ¿Cómo era posible? ¿Cómo no me había dado cuenta? De repente noté su mano sobre mi cabeza, intentando, sin conseguirlo, acariciarme.

Le miré preso de un espantoso remordimiento, sintiéndome la persona más vil de la Tierra. Sus ojos rojos expresaban una gran tristeza, ya no había ese odio que tuviera con anterioridad. Su sonrisa torcida me perdonaba.

Y sólo había una cosa que podía hacer. Una única cosa para aceptar ese perdón, para que sus deseos se cumplieran.

Acerqué un poco la tapa al ataúd y cogí mi abrigo. Un pie, otro pie. Un pequeño movimiento de aquel cuerpo nauseabundo para dejar el suficiente espacio para poder tenderme a su lado. El abrigo sobre él. Le besé en la ausencia de sus labios y, con un último esfuerzo, agarré la tapa y me encerré con él.

Juntos en la muerte. Juntos donde quiera que fuera una vez muerto. ¿Volvería como un espíritu como él o podríamos ir hacia un nuevo lugar? No lo sabía, pero nada importaba ya a excepción de que estaríamos juntos. Por siempre juntos.

Cuando cerré los ojos lo último que noté fue como la tierra iba cubriendo el ataúd. Nuestro ataúd.

 

Notas finales:

El título de este fanfic, "La maldición de Ondina" procede de un relato mitológico. Una ninfa enamorada de un hombre que le promete su amor y fidelidad con cada aliento que dé despierto. Al cabo del tiempo él le es infiel y ella le maldice recordando sus votos y diciéndole que si alguna vez vuelve a dormir se quedará sin su aliento y morirá.

En términos médicos también existe la Maldición de Ondina. Se emplea para  aquellas personas que no pueden dormir sin que ello supongo un riesgo de muerte (o incluso una muerte directa) debido a que dejan de respirar o respiran a un ritmo mucho más bajo del normal. Es consecuencia de la enfermedad llamada Hipoventilación alveolar primaria.

 

¡Muchas gracias por leer y espero que os haya horrorizado!


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