—¡Ahhhh! ¡Mi mano se va a podrir!
«Idiota», pensaba Kaede Rukawa nada más escuchar la queja del escandaloso pelirrojo que desgraciadamente tenía por compañero de equipo. Sacó un pañuelo blanco de uno de los bolsillos de los shorts rojos que conformaban el uniforme utilizado por el equipo de baloncesto de la Preparatoria Shohoku en el encuentro disputado con el Instituto Kainan.
—Me pregunto si la estupidez es contagiosa —declaró en su habitual tono monocorde mientras limpiaba con el pañuelo la indeseada presencia de «gérmenes fanfarrones y atolondrados».
Ese comentario con tintes de mordacidad fue dicho en una voz lo bastante alta como para recibir de vuelta alguna réplica. Sin embargo, él no escuchó los habituales «Zorro estúpido» o «maldito Rukawa» provenientes del otro chico. Es más —de acuerdo a la fugaz mirada que le dedicó a su némesis—, el Torpe parecía concentrado en frotar vigorosamente su mano, como si Rukawa lo hubiese infectado con algún tipo de virus o algo por el estilo.
Por alguna razón, eso le molestó.
¿Por qué tenía que sorprenderse por estar molesto? Kaede ya tenía asumido y procesado en su cabeza que Hanamichi Sakuragi lo odiaba a primera vista por causa de esa chica por la que eternamente hacía el tonto sin ningún resultado, esa chica de la que no recordaba —y tampoco es que tuviese el interés de recordar— su nombre: la hermana del Gori… Capitán, se corrigió, negándose a que se le pegara la manía del pelirrojo de estarle poniendo motes a quien se le pusiera en frente. Por supuesto, ese sentimiento de odio era mutuo: Ese idiota vivía sacándolo de quicio como nunca nadie lo había hecho, llegando al punto de responder a sus insultos e incluso, a los golpes. ¡Hasta se veía a si mismo molestándolo tan de repente! Era la primera vez que le prestaba tanta atención a una persona y no tenía la menor idea de porqué.
El entrenador Anzai les había pedido que cooperaran mientras Akagi no estaba, es cierto. Pero… ¿Era necesario hacerlos tocarse las manos como si fuesen críos de parvulario? Además, ¿Por qué sentía que mientras más se restregara, sus dedos cosquilleaban al recordar ese fugaz momento donde rozaron sus manos? ¿Y a que venían esas chispas entre ellos nada más tocarse por obligación? Seguro era por la antipatía que ambos se tenían… ¿O tal vez algo más?
Pero… ¿Qué?
No lo entendía y tampoco quería entenderlo.
No tenía necesidad de hacerlo, mejor no dedicarle más tiempo del necesario a su repentino desvarío mental. En lo único rojo que tenía que concentrarse es en el balón, no en lo que opinara de él un atolondrado que se llamaba a si mismo «genio» y que a duras penas sabía driblar un balón. Él tenía que estar enfocado en anotar las canastas que faltaban, ¡nada más!
Guardó el pañuelo y volvió a mirarse la mano. Todavía ese extraño cosquilleo que no abandonaba su sistema. Apretó la traidora mano en un puño y si alguien pudiese observarlo de cerca, se fijaría en la mirada que le dirigía a esa extremidad, como si la estuviese regañando por no estar en equilibrio con lo que decía su mente.
Por ahora, lo dejaría estar. Tenía que empatar el marcador a como de lugar.