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Amargo San Valentín por antreecks

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Edward se encontraba de pie junto a la ventana del cuarto que compartía con Al, en una modesta pero acogedora posada de Ciudad Este. Observaba por la ventana con la mirada perdida en el vacío, con una toalla en el hombro.

-    Hermano, si no te secas pronto el cabello, te dará un resfriado. – Dijo Al desde su cama, sacando a Ed de sus pensamientos.

-    Tienes razón, Al. Yo sólo pensaba… - ¿Pensaba qué? ¿Pensaba en que sentía tanto esta situación; que sentía que él, su hermano pequeño, no pudiera sentir la agradable brisa de la mañana veraniega; que sentía que tuvieran que vagar por todo el país buscando algo que quizás nunca encontrarían; que sentía tanto que todo esto, que todas las penurias que pasaban fueran sólo su culpa…? – Pensaba que hoy es un hermoso día, ¿no crees? – dijo finalmente con una sincera sonrisa a su hermano. Alphonse ladeó un poco la cabeza, y Ed, aunque no podía verlo, sabía que le estaba respondiendo con otra amable sonrisa. Creyó escuchar un suave “así es”.

Continuó secándose el cabello, se lo peinó en una trenza y luego alcanzó a ponerse una camiseta negra antes de que golpearan la puerta. Los hermanos se miraron extrañados, no esperaban ninguna visita, pero antes de que ninguno pudiera preguntar quién era, entraron a la habitación el coronel Mustang y el teniente coronel Hughes.

-    ¡Qué tal hermanos Elric! – saludó animosamente Hughes sin siquiera cerrar la puerta. – Es un hermoso día, ¿no creen? Hey, Al, ¿por qué no me acompañas a la pastelería de aquí enfrente? ¡Hoy no he probado bocado alguno, Roy me llamó antes de que alcanzara a tomar un mísero té!... – parloteaba mientras tomaba a Al y lo empujaba hacia la puerta, sin hacer caso alguno a las protestas y aleteos de este para librarse del animado teniente y quedarse con su hermano a escuchar lo que tuviera que decirle el coronel. Pero implacable Hughes se lo llevó fuera y cerró la puerta tras ellos, no sin antes guiñarle el ojo disimuladamente a su amigo Roy.

-    No era necesario llevarlo a rastras para que nos dejara a solas. – dijo molesto el rubio, cruzándose de brazos. – Y tampoco era necesario que vinieran aquí, ya nos estábamos dirigiendo al cuartel. – Mustang se limitó a dirigirle esa media sonrisita burlona, que Ed tanto odiaba.

-    Lo suponía, por eso vinimos tan temprano. Sólo quería que habláramos en un sitio más… neutral. – dijo avanzando un paso hacia Ed y buscando algo en un bolsillo interior de su chaqueta.

-    ¿Para…? – preguntó desconfiado Ed, intentando retroceder también un paso, pero su cama se lo impidió.

-    Te traje lo que me pediste. – respondió Roy encogiéndose de hombros y extendiéndole un sobre cerrado al menor, quien lo aceptó de inmediato. – Es información clasificada. Te recomendaría deshacerte de ella después de leerla.

-    Está bien. – fue la escueta respuesta del rubio. Y luego de un momento de pensarlo agregó un casi inaudible “gracias”, guardándose el sobre en el bolsillo. Luego de eso la habitación se sumió en un molesto silencio para Ed, y no tan molesto para Mustang, en el que lo único que se oía era el piar de los pájaros junto a la ventana. - Y bueno… si eso es todo, supongo que nos veremos más tarde en el cuartel, ¿no? – dijo cortante el joven alquimista, dirigiéndose a la puerta y abriéndola para que Mustang lo dejara en paz. Pero el coronel no lo pensaba así, y con esa eterna sonrisita en su rostro, fue hacia Ed y cerró la puerta, dejándolo atrapado entre esta y él.

-    ¿Sabes que día es hoy? – preguntó acercándose un paso más al rubio, por lo que este instintivamente se cruzó de brazos y apartó la mirada.

-    No lo sé, ¿jueves? – respondió molesto.

-    Es catorce de febrero. – dijo el pelinegro, ignorando la respuesta de Ed.

-    Ya. ¿y eso debería significar algo? – sabía lo que significaba, pero a él no le importaba en absoluto. O quizás le importaba demasiado.

-    Claro. – dijo animado Roy. – ¿Acaso no sabes lo que hace la gente normal el catorce de febrero?

-    ¿Qué? – preguntó inmediatamente Ed, indignado. - ¡¿Qué pretendes, eh?! – casi gritó, enfurecido, con las manos empuñadas, avanzando a la vez que el coronel retrocedía y se le borraba la sonrisa de la cara. - ¡¿Acaso vienes a burlarte de mí, a pavonearte por tus conquistas?! ¡¿O acaso bienes a sacarme en cara que no soy una persona normal, que no puedo hacer lo que ellos hacen, que no puedo darme el lujo de celebrar un día porque tengo que vagar por el país mendigando un sueño que parece imposible?! – las lágrimas pugnaban por salir de sus ojos, pero no, se dijo, no ahí, no frente a ese estúpido coronel. Ese no era un buen día, se dijo, no para él, no para Al.  Respiró profundamente para calmarse, y tomó otra vez el picaporte de la puerta para echar de una vez por todas a ese idiota. - ¡Sólo…! – pero no pudo terminar la frase. Mustang lo miraba en silencio con una expresión que no le había visto antes. ¿Qué era? Lástima, se dijo, sólo lástima, era todo lo que podía pensar el coronel, que el era un pobre niño penoso y desesperado. Sólo lástima, se repitió, pero ¿había algo más? El pelinegro no le quitaba los ojos de encima, tan penetrantes tan cargados de… tristeza. No, se dijo, ese tipo no se preocupa por nadie más que por él y su ascenso. Era incapaz de sentir nada por nadie. Pero entonces Mustang se acercó un paso, y otro más, arrinconando al menor contra la puerta, a la vez que suavemente con la diestra apartaba el rubio cabello de su cara, y acercaba su rostro hacia él, hasta poder sentir su suave respiración.

-    No he venido a burlarme, Ed. – ahora con la zurda acarició su mejilla. Ed, atónito, intentó alejarlo, pero parecía que sus brazos fueran de goma; intentó decir algo, pero apenas si pudo entreabrir su boca, sin que ningún sonido saliera de ella. – Sólo he venido a desearte un feliz día de San Valentín, Edward. – susurró tiernamente, mirando fijamente a sus ojos y, luego de un solo instante de duda, atreviéndose por fin a besar esos finos labios que tantas veces había pensado le estaban prohibidos.

Era un niño, se dijo el coronel, mientras aferraba el rostro sonrojado de Ed entre sus manos, notando como este se dejaba llevar por sus besos, que bajó a su mentón, a su cuello, suavemente, acariciando ahora su cabello con la diestra y tomándole la cintura con la zurda. Era sólo un niño, se repitió, sin poder alejarse un solo paso. ¿Cuántos años tenia, quince? Casi le doblaba la edad, pero no podía evitarlo, no podía evitar levantarse y acostarse cada día pensando en él, tan pequeño, pero tan fuerte; tan joven, pero tan seguro; tan maduro, tan determinado a veces que casi lo asustaba; tan… desdichado. No podía evitar recordarlo cada día, desde que lo vio en Rizenbul, malherido... No había podido sacarse esos ojos dorados de la cabeza.

¿Pero qué estaba haciendo? Pensó desesperadamente Ed. Mustang lo aprisionaba contra la puerta, sin dejar de besarlo, y él no hacía nada para evitarlo. ¿Acaso podía ese egocéntrico coronel no ser tan egocéntrico como él pensaba? Quizás se había equivocado todo ese tiempo. Pero no, no lo creía, esta no era más que otra artimaña del coronel para conseguir… quizás qué. O para manejarlos más fácilmente, a él y a Alphonse.

Cuando Ed por fin consiguió dominarse, Mustang ya tenía las manos bajo su camiseta, una en el pecho y otra en la espalda. Y él mismo, sin siquiera notarlo, se había abrazado al cuello del coronel.

Casi se dejó llevar. Pero no caería en el juego do Mustang.

-    ¡Aléjate de mí! – exclamó empujado a Roy con todas sus fuerzas, casi hasta hacerlo caer, provocándole la más absoluta sorpresa. - ¡No vuelvas a hacerlo! ¡No te me vuelvas a acercar o te aseguro que lo lamentarás! – vociferó mientras palmeó sus manos y transmutó su antebrazo metálico en una mortífera cuchilla que levantó contra el coronel, amenazante, haciéndolo retroceder.

-    ¡Espera! – casi suplicó Mustang levantando las manos, intentando calmarlo. – déjame explicar…

-    ¡No quiero ninguna maldita explicación! – lo interrumpió inmediatamente Ed. – no hay nada de ti ni de tus estúpidos planes que quiera saber. ¿Es que me crees tan idiota?  ¿Acaso no te basta con tenernos por el cuello sabiendo lo que intentamos hacer con nuestra madre? ¡¿Qué más quieres?! – toda la tristeza, la impotencia que siempre sentía, sobre todo ese día, pudo enfocarla completamente contra Mustang. Completamente convertida en odio. Aunque algo muy dentro de él le decía que podía estar equivocado.

Mustang se limitaba a negar con la cabeza, sin mudar esa expresión desconsolada.

-    Todo lo que quiero eres tú, Ed. – respondió quedamente. Parecía tan sincero, tan dolido que Ed por un momento bajó el arma, arrepentido. ¿Y si realmente lo quería…?

No, se dijo, se repitió. No. Intenta manipularme, pensó, pero no lo logrará.

-    Puedes mentirle a todo el mundo si quieres, pero a mí no me vas a engañar. – dijo gravemente, volviendo a levantar la daga. Pero ahora Mustang no se veía sólo triste. Apretó las manos hasta que le comenzaron a temblar y volvió a avanzar hacia Ed sin importarle el arma, tan resuelto que el rubio debió retroceder.

-    ¿Por qué, Edward? ¡¿Por qué no puedes confiar en nadie que no seas tú?! – exclamó levantando un dedo acusador.- ¿Realmente piensas que soy así, que quiero manipulare, que quiero hacerte daño? ¿O es que sólo necesitas desesperadamente creerlo? ¿Qué demonios tengo que hacer para que confíes en mí? – terminó casi en un susurro, rogando por escuchar una respuesta que tardó bastante en llegar.

-    Nada, coronel. No hay nada que puedas hacer para que confíe en ti. – y después rogó por no haber tenido que oírla. Sintió que perdía todas sus fuerzas. Sus manos cayeron lacias y sus ojos se cerraron como si hubiera recibido un terrible golpe. Quiso esperar una nueva frase, una nueva palabra, o cualquier cosa, pero parecía que ya nada más tenía que hacer ahí.

Sin más palabras Mustang abrió la puerta y salió de la habitación, sin atreverse a mirar a Edward nuevamente. Apenas había avanzado unos pasos cuando oyó un estruendoso portazo a sus espaldas.

Siguió avanzando por el pasillo, que parecía eterno, sintiendo que se le hacía cada vez más difícil respirar. Al llegar a un recodo debió afirmarse en la pared para no caer, cubriéndose el rostro con las manos al borde del llanto. ¿Por qué precisamente él? Se preguntó. ¿Por qué tenía que haberse enamorado de Edward Elric?

Respirando profundamente se obligó a mantener la calma. Se pasó una mano por el cabello y luego estiró su uniforme, y sintió la pequeña caja que llevaba oculta en su interior. Con un suspiro casi doloroso la sacó de su bolsillo sobre el pecho. Observó con odio la cinta dorada y con más odio aún la pequeña tarjeta que había escrito con su propia mano. La tomó para arrancarla, pero sólo se quedó con la mitad la cual miró apesadumbrado, y por alguna razón la guardó en su camisa.

Sentía aquel paquete como la demostración de su fracaso. Quiso destruirlo, hacerlo pedazos, quemarlo hasta que se redujera a cenizas… avanzó dos pasos y lo dejó caer en un papelero de madera. Luego dobló el recodo y salió de la posada.

Se prometió que así mismo se sacaría a Ed de la cabeza. Y así mismo saldría él de la vida de Edward Elric, quien nunca lo había querido en ella.

 

 

 

Cuando Al volvió a la habitación Ed lo esperaba sentado sobre una cama con su pequeña maleta a sus pies.

-    Hermano ¿qué fue lo que pasó? – preguntó el menor apenas cerró la puerta. – el coronel no se veía…

-    Nada. – respondió inmediatamente Ed. – Me dio información. –añadió agitando el sobre ya abierto. – Debemos irnos, hay un par de ciudades que tenemos que visitar.

-    E… está bien. - Aceptó Al, inseguro, acercándose a recoger la maleta. - ¿Está todo bien, Ed? – su hermano le dedicó una cansada sonrisa.

-    Claro, Al. Tú sabes cómo me revienta… - “ese estúpido coronel” – levantarme tan temprano. – finalizó.

-    ¿Y no debes presentarte en el cuartel? - continuó preguntando Alphonse. – Pensé que esta era una visita informal, por lo que me comentó Hughes…

Ed dio un sonoro suspiro y se pasó la mano por el cabello. Se sentía tan cansado, y el día apenas estaba comenzando.

-    Sí, quizás pueda hablar rápidamente con la teniente Hawkeye y luego nos vamos a la estación, ¿eh?

-    Sí… supongo.

Salieron de su habitación, Ed siguiendo a Alphonse. Al doblar por el pasillo un pequeño destello dorado llamó la atención del rubio. Se detuvo junto al papelero y vio que había un obsequio en su interior.

-    ¿Sucede algo, hermano? – preguntó Al, un poco más adelante en el corredor.

-    ¿Eh? ¡Nada, nada! – sonrió exageradamente Ed, sintiendo como si lo hubiesen sorprendido haciendo una travesura. – Adelántate, te alcanzo en un momento, ¿sí?

-    Está bien.

Cuando se cercioró de que Al no volvería a verlo, sacó rápidamente el obsequio de la basura. Era una caja delgada y alargada envuelta en un papel perlado y atada con una cinta dorada. ¿Quién podría haberla perdido? Del moño colgaba una tarjeta, pero estaba rota, sólo se alcanzaba a leer…

La caja resbaló de sus manos. Súbitamente todo lo que quería era salir corriendo y olvidar esa estúpida caja, pero en vez de ello se arrodilló, rasgó desesperadamente el papel y levantó una esquina de la tapa.

Eran chocolates.

Quiso destrozarla, transmutarla en un montón de desechos o cualquier otra cosa. En vez de ello la cerró y la guardó en su abrigo. Lentamente fue a reunirse con Al. ¿Podía acaso estar equivocado?

 

“Para mi preciado Acero,”

 

 

 

En el cuartel Ed caminaba tras Al todo el tiempo; en caso de que apareciera por alguna parte Mustang, intentaría evitarlo.

Se dirigieron a la oficina compartida de Hawkeye donde estaban también Havoc, Falman, Fuery y Breda, que los saludaron amablemente.

-    Buenos días, hermanos Elric. – saludó la teniente primero Hawkeye. – Edward, ¿vienes a dar tu informe?

-    Sí. – fue la escueta respuesta del alquimista estatal.

-    Bien. Tendrás que entregarlo por escrito, ya que el coronel no vendrá hoy. – ninguno de los hermanos pudo ocultar su sorpresa. Cuando Mustang los visitó en la mañana vestía su uniforme de militar.

-    ¿Está en una misión, teniente? – preguntó Alphonse.

-    Oh, no. Llamó para decir que no se sentía bien. Mañana quizás venga, si prefieres darle tu informe personalmente, Edward. – por alguna razón el rubio sintió que había una doble intención en sus palabras. Pero claro que no, se dijo, la teniente Hawkeye podía ser muy amiga de Mustang, pero no era como él.

-    Prefiero llenar un formulario, si no es mucha molestia. Hay un tren que tenemos que tomar. – mintió.

Rellenó el formulario con unas ideas vagas de lo que habían echo durante los últimos meses y se lo devolvió a la teniente.

-    Eso es todo, ¿no? – preguntó acercándose a la puerta.

Sin nada más que hacer ahí, se despidieron y caminaron hacia la salida. Pero no alcanzaron a avanzar mucho antes de que se les cruzara el teniente coronel Hughes.

-    ¡Edward, Alphonse! ¡No creí que los vería por aquí hoy! – sacó una foto de su pequeña Elysia y acompañó por todo el camino a los hermanos, hasta que salieron del edificio, sin dejar de hablar y de sacar más y más fotos de su pequeña hija. Pero cuando llegaron a la calle se puso repentinamente serio y detuvo a Ed por el hombro.

-    Al, ¿podría hablar con tu hermano por un momento?

-    Hm… claro. – Al vio como Hughes y Ed cruzaban la calle para hablar justo a la salida de un callejón. Parecía que ese día todo el mundo lo necesitaba lejos.

 

-    ¿Qué pasa, mayor? – preguntó Ed poniendo los brazos en jarras y mirando hacia el callejón vacío.

-    ¡Teniente Coronel! – lo corrigió inmediatamente Hughes. Carraspeó y se acomodó los lentes, volviendo a adoptar su tono serio. – Te ves… cansado, Ed. – el joven se limitó a encoger los hombros. – Esta mañana… - Esas  solas palabras bastaron para poner tenso cada músculo del rubio, que trató de ocultarlo cruzándose de brazos y afirmando la espalda en la pared. – No sé, Ed, qué sucedió esta mañana, pero sí sé que ahora uno no quiere volver a salir de su casa y el otro intenta simplemente huir lo más rápido posible. ¿o me equivoco?

-    ¿Qué quieres, teniente coronel? – preguntó muy molestó el alquimista luego de un breve silencio.

-    Quiero ayudarte, Ed.

-    Yo no…

-    Todos necesitamos ayuda, Edward. - el alquimista guardó un imperioso silencio. ¿Ayuda? Habían vivido tres años viajando por todo Amestris, él y Alphonse, solos, buscando conocimientos, buscando respuestas para poder corregir el terrible error que alguna vez cometieron. Tres años solos, sin familia, sin un hogar al cual volver, solo contando con ellos mismos.

Pero, ¿era eso efectivamente cierto?

No, claro que no, siempre estuvieron Winry, la abuela Pinako, ayudándolos, acogiéndolos. Su maestra Izumi, guiándolos, aún sin estar junto a ellos. El mismo Hughes y su esposa, haciéndolos sentir acompañados. El coronel… Sin que lo notara, una sombra de pesar cubrió el rostro de Ed. Si no hubiera sido por Mustang, él nunca habría sido un alquimista estatal, nunca habría contado con toda la información que tenía.

-    ¿Y cómo podrías tú ayudarme, Hughes? – preguntó de forma casi inaudible. El aludido sonrió y se encogió de hombros.

-    Supongo que en este caso no hay mucho que pueda hacer, pero quisiera darte un consejo: huyendo no solucionarás nada. Para arreglar las cosas debes quedarte y luchar, si es que me entiendes. – Ed rió sin alegría

-    ¿Eso es todo? ¿Pretendes que me quede…?

-    Sí, es todo y pretendo que te quedes, porque sé que eres muy listo, Ed, y la gente lista oye los consejos y no se deja llevar por estúpidos prejuicios. – y sin dejar al chico decir otra palabra, cruzó la calle despidiéndose con un guiño.

Al verlo marcharse Al se dirigió donde su hermano.

- ¿Qué quería el teniente, Ed?

- Nada… nada. - respondió éste lentamente. Sin decir nada de momento comenzó a caminar por la calle seguido de su hermano. Pensaba en lo que le había dicho Hughes. ¿Prejuicios? ¿Luchar? ¿Luchar por qué… por quién? Repentinamente se detuvo y se dio cuenta de que estaba otra vez frente a la posada. – Al… ¿te molestaría…? ¿Crees que podríamos quedarnos otro día aquí?

 

 

 

 

Mustang se servía la novena o décima copa de vino cuando Hughes golpeó su puerta. Apenas si juntó las fuerzas necesarias para levantarse a abrirla y volver a sentarse en su sofá.

-    ¿No crees que es un poco temprano para tomar, Roy?

-    Qué más da, hoy no trabajo. – respondió este con una triste sonrisa. Hughes se acomodó como pudo en el pequeño desastre que era la sala de Mustang y dejó que diera un sorbo a su copa antes de hablar.

-    ¿Por qué no vuelves a la posada, Roy? – el coronel ni siquiera despegó la mirada del vino.

-    Ya debe estar al otro lado de Amestris.

-    No lo creo. – Mustang conocía muy bien ese tono. Apartó rápidamente su copa y le dedicó a Hughes una mirada medio asustada, medio esperanzada.

-    ¿Qué le has dicho, Maes?

-    Yo, nada. Pero algo me dice que no desaparecerá tan rápido. – el coronel soltó un suspiro cansado y se dejó caer en el sofá, mirando el cielo de la habitación.

-    No tiene ningún sentido que regrese. Nada tiene sentido.

-    No vas a rendirte sin intentarlo, Mustang. – Hughes hablaba seriamente, tanto así que el coronel se irguió en su asiento para observarlo. - ¿Qué clase de führer serías si lo hicieras?

-    Ya lo intenté Hughes, lo intenté. – Mustang se levantó y se dirigió a la ventana, dándole la espala a su amigo. - ¿Qué más puedo hacer?

-    Intentarlo otra vez. – respondió Hughes, levantándose.

-    ¡Pero él me odia, cree que soy un monstruo! ¡No puedo hacer nada contra ello! – exclamó el alquimista, desesperado.

-    Te olvidas de algo, Roy. – lo tranquilizó su amigo, apoyando una mano en su hombro. – Es un niño, aunque no actúe como tal. Y los niños suelen pensar que hay monstruos hasta debajo de su cama. Lo único que hay que hacer es encender una luz y mostrarles que no hay absolutamente nada.

 

 

 

 

Al estaba sentado sobre su cama mirando como su hermano fingía dormir. Ese había sido un día bastante extraño, y ya se imaginaba porqué. A Edward le afectaban bastante todas las festividades, desde las navidades hasta los cumpleaños, y aunque se esforzara por ocultarlo, ese día sólo había hecho más evidente su pesar. Alphonse suponía que además que por sí mismo, Ed sufría también por él, su hermano pequeño, ya que, aunque no fuese así, Ed se culpaba por lo que había ocurrido, se culpaba porque él tuviera una armadura en lugar de su cuerpo.

Pero definitivamente había algo más. Su ánimo había empeorado drásticamente después de ver al coronel esa mañana, y en el fugaz momento que alcanzó a ver al coronel le pareció que esté no se veía nada bien. Luego Ed había querido marcharse sin siquiera ir al cuartel, y eso que habían llegado apenas la noche anterior, y más tarde decidió quedarse después de su corta conversación con Hughes.

Pero las escasas respuestas que daba a sus preguntas eran del tipo “nada importante”, “sólo estoy cansado” o simplemente cambiaba el tema.

Alphonse se levantó intentando no hacer ruido y se detuvo a observar por la ventana. Aún no se veían todas las estrellas, en realidad era temprano para dormir, pero al parecer Ed ya se había sumido en un sueño intranquilo.

Volteó al oír que golpeaban la puerta. Miró a su hermano, aún dormía. Fue a la puerta y la entreabrió. Era Hughes. Antes de que se pusiera a parlotear otra vez, Al se llevó un dedo a los labios para que guardara silencio, salió al pasillo y cerró la puerta.

-    Mi hermano está durmiendo, teniente coronel.

-    Oh…. Y yo que pensaba invitarlos a una fiesta.

-    ¿Una fiesta?

-    ¡Claro! ¿No sabes qué días es hoy? Vamos a hacer una pequeña fiesta en el cuartel para celebrarlo.

-    Uhm… lo siento, pero no creo que pueda ir, no quiero dejar… - se abrió la puerta tras Al y salió un adormecido Edward.

-    ¿Qué ocurre, Hughes? – preguntó el rubio. El militar notó que tenía profundas ojeras, se veía realmente cansado.

-    Vine a invitarlos a una fiesta, como le decía a Al. Celebraremos el día de la amistad en el cuartel. ¿Quieren venir? – los miró con una gran sonrisa, un tanto forzada.

-    No creo… - comenzó a responder Al, pero Ed lo interrumpió.

-    Yo estoy un poco cansado, pero tú puedes ir, ¿qué dices, Al? – también le dedicó una gran sonrisa y le dio un golpecito en el hombro.

-    No quiero dejarte…

-    ¡Vamos, vamos! No porque yo esté cansado te tienes que perder la diversión, ¿eh? No quiero que te aburras por mi culpa.

-    Mmh… está bien… - respondió Al, casi a regañadientes. No quería que Ed se sintiera peor porque él no quería dejarlo solo. Se fue junto al teniente coronel Hughes. Ed levantó el pulgar para despedirse.

-    ¡Si hay algo bueno para comer, me traes, eh! – le dijo el rubio con una gran sonrisa antes de volver al cuarto.

Dentro, se tendió inmediatamente en la cama, con el rostro hacia la pared, ya sin ni un rastro de la gran sonrisa.

Ahora no sabía qué estaba haciendo ahí. Debió irse por la mañana, cuando se lo propuso. Se sentía un idiota. ¿Qué era lo que estaba esperando? ¿Acaso quería que volviera…? Alguien golpeó levemente la puerta. Debía ser Al, arrepentido de haber ido, o quizás había vuelto para convencerlo de que lo acompañara.

-    Está abierto. – respondió sin voltear. Oyó como se abría y cerraba la puerta, y unos tenues pasos dentro de la habitación. Ese no era Al. Quizás era Hughes el que había vuelto para convencerlo de ir a la fiesta. Volteó sobre sí mismo sin levantarse de la cama. – Sabes, Hughes, de verdad no tengo…

-    Creo que Hughes ya se marchó. – una pequeña llama iluminó la habitación cuando Mustang tronó los dedos para prender una vela junto a la cama de Ed, quien se levantó de inmediato.

-    ¿qué estás haciendo…?

-    Quería darte… esto. – lo interrumpió el coronel, sacando un pequeño costal de su abrigo. Ed lo recibió y lo abrió, y no cupo en sí de la sorpresa. Lo volteó por completo junto a la vela. Por la mesa de noche rodaron decenas de monedas doradas. Tomó un puñado en su mano de automail para estar seguro, sintiendo como la ira lo embargaba.

-    ¿Esto? ¡¿Esto?! ¡¿Y para qué demonios…?! – mientras hablaba apretó las monedas con todas sus fuerzas, pero tuvo que interrumpirse cuando notó que se deshacían en su mano. Volvió a abrir el puño para mirarlas y vio cómo caía entre sus dedos el aluminio arrugado y el chocolate desmenuzado. Mustang soltó una pequeña risita y Ed pensó que se veía tan cansado como él mismo.

-    Eres tan irritable. – Edward no pudo evitar sonrojarse al oír el tono tan familiar que usó Roy, y cuando éste avanzó un par de pasos, él instintivamente retrocedió otro par.

-    Encontré esto en el pasillo. Esta mañana. – dijo rápidamente, para que Mustang no siguiera acercándose. Sacó de su mesa de noche la caja de chocolates que había recogido y se la entregó al coronel, pero él no la quiso recibir. Entonces Ed tomó sólo la tarjeta rota y la levantó hacia Mustang para que pudiera leerla, aunque bajó el brazo cuando notó que su mano temblaba. - ¿Por qué? – preguntó casi en un susurro. -¿Por qué haces esto?

-    Porque te quiero. – fue la inmediata respuesta de Mustang. – Porque te amo. – rectificó acortando la distancia que los separaba y abrazando tiernamente a Ed, quien se ocultó en su pecho.

-    ¿Pero por qué…?

-    ¿Por qué siempre quieres saberlo todo? – lo interrumpió Mustang, y antes de que el rubio pudiera contestar algo más, lo acalló con un suave beso que el menor no se molestó en evitar.

Sin dejar de besarlo, el coronel lo hizo retroceder hasta la cama donde lo  tendió delicadamente. Ed dio un suspiro cuando sintió el peso del coronel sobre sí, se dejaba llevar por sus besos y sus caricias mientras mil pensamientos pasaban por su mente. ¿Realmente lo amaba? ¿No estaría jugando con él? ¿No se estaría aprovechando…?

Repentinamente Roy tomó el rostro de Ed entre sus manos y secó una solitaria lágrima que ni el rubio había sentido.

-    ¿Qué tengo que hacer para que confíes en mí? – preguntó mientras le apartaba el rubio cabello de su cara.

-    Prométeme… que no me harás daño, Roy. – se sintió tan extraño al llamarlo por su nombre.

-    Moriría antes de causarte el más leve sufrimiento. – respondió el pelinegro en un tierno susurro.

-    Prométeme… que estarás siempre que yo regrese.

-    ¿Cuántas veces no he estado para recibirte?

-    Prométeme… que no me volverás a llamar enano. – Mustang no pudo reprimir una risita.

-    No me pidas tanto. – fue toda su respuesta y lo besó nuevamente, ya sin poder ni querer contener la pasión que le provocaba el pequeño rubio, tan sumiso como un gatito, aunque el perfectamente sabía que en cualquier momento podía sacar sus garras.

Lo besó con ternura y pasión, acariciando su cabello, su pecho bajo su camiseta, paseando su boca por su cuello y más abajo, sintiendo oleadas de placer ante cada quedo jadeo del rubio. Cuando el coronel ya estaba decidido a desabotonar su estrecho pantalón, Ed lo detuvo.

-    Roy… - si le pedía que se detuviera, Mustang pensó que tendría que darse una buena ducha de agua fría. - ¿Qué decía el resto de la tarjeta?

-    Oh, no estoy seguro. – respondió el pelinegro con la respiración entrecortada. – Quizás lo recuerde por la mañana. – la respuesta hizo que el rubio se sonrojara aún más, si ello era posible, y sin más el coronel lo besó nuevamente, dejando todo en aquel beso, todo el amor y la pasión que despertaba en él el pequeño alquimista, todas las noches y las mañanas que había pasado pensando en aquel momento.

Sin separarse por un solo momento, extendió la mano para apagar la vela, y poder encender aún más una llama más poderosa que el fuego más ardiente.

 

 

 

 

 

Fin

 

Notas finales:

 

 

espero les haya gustado, se agradecen muho los comments!! (:


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