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Corazón cristalizado por Pookie

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Notas del capitulo:

Death note no me pertenece, es obra de Tsugumi Ōba y Takeshi Obata.

La mecánica del corazón es propiedad de Mathias Malzieu.

Advertencias: ninguna, por ahora.

 

Los días en este pueblo alejado de la mano de Dios, son fríos. Siempre lo son, pareciese que el sol se hubiese enfadado eternamente con este pequeño pedazo de tierra, negándole por siempre el calor con el cual agasajaba a los demás. A mí nunca me molestó, me gustaba el sentimiento refrescante del viento contra mi rostro. O de los pequeños copos de nieve que se derretían en mi piel.

Nací en este pequeño pueblo, hace ya dieciocho años. No conocí jamás a mi padre, y mi madre era una mujer de mal vivir, la cual me abandonó apenas me tuvo, dejándome como alguien deja una ropa vieja. No le guardo rencor, después de todo, yo también me hubiese abandonado.

Me crio la mujer que me recogió afuera de la pequeña iglesia, ese día nevaba fuertemente y si no hubiera sido por ella, tal vez me hubiese muerto congelado, con apenas dos horas de vida. Era una mujer de complexión dulce, de gestos cansados pero amables. Ella me cuidó hasta que la muerte, celosa de nuestro cariño, me la arrebató de mi lado. Dejándome sólo con sus ropas y sus recuerdos en cada rincón de nuestro hogar.

Cuando era muy pequeño, entendí que no era igual que todos los demás. Mi cabello era de un color níveo, un  blanco transparente que reflejaba cada tono del cielo siempre nublado. Beatriz, la amable mujer que me salvó, me decía que mi cabello podía reflejar el tono más claro del cielo, hasta el más oscuro de la noche. Mientras  acariciaba mi cabello antes de la siesta me decía que cuando el sol finalmente volviese a aparecer por nuestro pueblo, tendría un lindo tono amarillo en mi cabeza. Yo jamás pude imaginar que el sol fuese amarillo, era un color extraño para algo que estaba en el cielo, pensaba que era como la luna: blanca.

Pero no sólo mi cabello era diferente, mi corazón también lo era. Se decía que cada cien años, nacía un niño con partes de su cuerpo hechos con un material distinto; algunos tenían piernas de palo, otros, ojos de piedras preciosas. En mi caso fue algo interno, mi corazón estaba hecho de cristal, un delicado y rompible cristal. Beatriz siempre me decía que no tenía que dejar que nunca nadie supiese de mi corazón porque la gente, a veces, usaba tus puntos débiles en tu contra, dañándote.

Jamás vi mi corazón débil como algo malo. Era simplemente diferente, tal vez jamás podría correr mucho, o caerme muy fuerte, pero todo lo demás era normal. Eso solía pensar para quedarme dormido sin miedo, de que nada podría dañar jamás mi frágil corazón, estaba negándome constantemente mi realidad. Necesitaba pensar que jamás nada me dañaría si yo no lo permitía, y si somos sinceros ¿quién permite que te dañen a conciencia? En ese tiempo, pensaba que nadie era tan tonto para dejar que alguien pudiera romper tu corazón, y bueno, me equivoqué.

Es bastante escalofriante lo que alguien puede dejar que te hagan, sólo por amor.

Lo que alguien puede hacerte cuando lo amas.

A los quince años descubrí lo que era tener pena por primera vez, Beatriz enfermó terriblemente. Ese año el invierno había sido inclemente, más de lo usual; las tormentas de nieve duraban semanas y las constantes lluvias parecían nunca acabar. Fue cuestión de tiempo para que mi ya cansada mamá muriera, dejándome con miles de lágrimas en mis ojos, y un dolor resonante en mi corazón hueco. Sentí una pequeña grieta, como si algo hubiese golpeado tan fuerte, desde dentro, que el cristal se fragmentó levemente.

En ese momento descubrí que tu corazón sí podía romperse. Sí lo sometías a constantes pesares, a constantes penas, éstas simplemente comenzaban a golpear tu corazón desde dentro hacia afuera, en un intento de escapar. El corazón de los demás niños era más fuerte que el mío, estaban hechos de músculos fuertes y poderosos, construidos para soportar miles de pesares y millones de dolores. Pero el mío no era así, el que yo poseía era frágil, era rompible.

Por eso después de la muerte de la que había sido la única persona en vida, decidí controlar mis emociones. Más por necesidad que por otra cosa. Ya había una grieta en mi corazón,  y yo no quería que se rompiese.

Fui alejándome de los demás niños, y comencé a enclaustrarme en mi casa, con los recuerdos como únicos y fieles acompañantes.

Pensé que mantendría mi corazón a salvo de todo pero, de nuevo, me equivoqué.

A los dieciocho años descubrí el temor ante la inminente destrucción de mi corazón, sentí el pavor de que alguien me cautivase lo suficiente para poder entregárselo sin más, y por sobretodo, descubrí lo que el amor de verdad significaba.

A esa edad me enamoré de la persona cuales cabellos sí reflejaban la luz del sol, incluso sin que estuviera presente en el basto cielo siempre nublado.

El niño de cabellos dorados cautivó cada parte de mi ser, haciéndome olvidar por un momento de que mi corazón no podía amar con tanta fuerza porque podía romperse.  

 

 

Notas finales:

De seguro deben estar pensando:"Oh, ¿por qué escribes otra historia si aún no terminas Paradojas?"

Y yo les digo: inspiración, esposas. Este libro sacó toda la inspiración de mí, y tenía...tenía que plasmarla en algún antes que explotara. 

Este capítulo es una prueba, si gusta, lo continuaré. Si les parece muy cursi, entonces puedo dejarlo como un oneshot. 

Nos leemos en dos semanas más, mis hermosas esposas, las quiero.


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