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Fiebre de Heno por MissLouder

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Notas del fanfic:

Bueno, tuve dos días libres en la u y después de terminar otra de mis tareas, decidí subir este three-shot. Donde el último cap pero será dedicado a Dégel y Kardia.

Genero: Shonen ai.

Advertencia: Lime.

Pareja: Manigoldo x Albafica, participación de Pefko y mención del gaiden de Albafica.

[Manigoldo x Albafica]

Fiebre de Heno.

Capítulo 1.

Recuerdos.

—x—

—Los llamé porqué es de súbita urgencia que vayan juntos a la isla de los sanadores —les había dicho el Patriarca—. Debido a que la mayoría de sus camaradas han caído ante ese virus, se han agotado las medicinas para ellos. Ustedes son los únicos dorados que no se han contagiado y preferiría que una vez que estén allá, ambos tomen las vitaminas necesarias para evitar el contagio. —Y así había culminado la orden.

Habían arrimado sobre las aguas templadas por el post-invierno, que ya había dicho su adiós. Gracias a la llegada de la primera estación, pequeñas partículas de polen y de moho flotaban por el aire provocando en la mayoría de los santos, una reacción alérgica. Era mayormente conocida como la fiebre del heno y los mismos síntomas eran para todos los afectados: nariz acuosa, estornudos, rinitis alérgica... Y en caso peor, una ligera fiebre. Como era el caso de Sísifo y Dégel, quienes estuvieron a la exposición directa, mientras realizaban sus respectivas misiones. Y sus fiebres, no eran precisamente "ligeras" como había dicho el doctor.

—Es irónico que hasta Dégel haya caído ante ese virus —comentó, mientras esperaban pacientemente que el barco llegara hasta su destino.

—Bueno, el virus de por si es contagioso —respondió su compañero encogiéndose de hombros. Mientras que, cruzados de brazos, observaba las olas danzar por la pequeña abertura impuesta en la madera del barco—. La verdad no me extraña, o sea, Dégel no está blindado para evadir los gérmenes que se expanden por el santuario ante tantos estornudos. Y el grado de su temperatura tampoco le ayuda mucho.

Albafica cerró los ojos unos segundos, cruzado de piernas sobre una gran caja de cargamento.

—Tienes razón. —consideró debidamente.

—Parece que los que hemos sobrevivido y, por sobrevivir, me refiero a que no tenemos esa dichosa alergia —Le miró una sonrisa lánguida para proseguir—: No estamos lejos de caer.

—No si se toma las debidas precauciones, tal y como dijo el Patriarca —contribuyó su compañero, perdiendo su vista en la lejanía de sus pensamientos que parecían estar a kilómetros y, por supuesto, estaba dispuesto a perseguirlos.

—A ver, ¿cuáles? —Esa pregunta tiró de la mente del caballero de Piscis, para regresarla a su cabeza. Volvió su vista y después de pensarlo un poco, terminó por encogerse de hombros.

—Hay muchas formas, Manigoldo. —dijo sin mirarle directamente—. Tantas, que no las diré.

El italiano soltó una risa poco armónica, que fue amortiguada por los oídos de Albafica y fue apagándose a los pocos segundos después.

—Naah, acepta que te da pereza contarlas —Aún manteniendo su rostro ecuánime, el comentario le había hecho sonreír débilmente. Últimamente ése santo había optado la habilidad de hacerle sonreír constantemente.

—Un poco.

Después de lo que pasó a ser una pequeña línea de risas, al momento después, se vio cortada cuando el silencio pasó tijera en medio. Albafica tuvo la necesidad de dirigir su atención a su compañero para ver su semblante, que a juzgar por su personalidad, debía mantener esa una sonrisa burlona.

Sus miradas no tardaron en coincidir, y lo que pasaron de ser segundos, pasaron a ser milenios perdidos entres los recuerdos que afloraron en el subconsciente de cada uno. Manigoldo no dejaba de pensar en cómo la mirada de Albafica tenía esa cualidad hipnótica, que le impedía quitarle los ojos de encima.

Ya no era un secreto entre ellos que se gustaban, más de lo que la palabra compañeros pudiera abordar. Pero Albafica seguía manteniendo distancia por el tema extremista de su dichosa sangre, y bueno, Manigoldo no tardaba en molestarse por la barrera tan absurda que el otro santo le imponía. Ya que en las otras, había logrado al menos, ahuyentar las palabras y robarle hasta la última gota de aliento.

Por un momento, Manigoldo deseó acercarse al cargamento y, cuando menos, brindarle un pequeño beso en la mejilla. Pero sentía los niveles de defensa en su compañero meramente alto. Incluso cuando sus miradas se cruzaban, él inmediatamente la desviaba. Cómo sino fuera mayor vergüenza que la última vez, tuvieron un encuentro casual bajo las sábanas, antes de regresar al Santuario. Donde sobrevivió para recordarlo y anhelarlo por una bendita segunda vez.

Se encogió de hombros develando una gran sonrisa, ya encontraría otra oportunidad, quizás, después de la misión.

Por otra parte, Albafica tenía en claro que ese italiano buscaría una vez más, aprovecharse de su propia debilidad; El abismo de su soledad. No quería cometer el mismo error, y poner en riesgo la salud física de Manigoldo, que ya había sufrido una pequeña debilidad por su culpa... Se negaba rotundamente volver a hacer daño.

Y a pesar de tener en cuenta cada riesgo y advertencia, su cuerpo no suspendía el recuerdo hostil de esa noche. Aún podía sentir los besos ávidos desplazarse por su cuello, esas manos rozando toda su piel blanquecina sin dejar algún rincón sin tocar. Ese modo de poseerle con tanta pasión, que aún le estremecía cada poro del cuerpo. El simple pensamiento le hizo perder la infraestructura de sus obligaciones, dejándole en los escombros esas palabras que todavía le hacían temblar hasta la última neurona del cerebro. Se vio en la obligación de cerrar los ojos, tenía la mente espesa, como si estuviese tratando de pensar en docenas de cosas a la vez. Pero no eran pensamientos los que viajaban a su cabeza sino voces, imágenes, sensaciones, millones de contradicciones…

"Eres tan dulce, Albafica", le había susurrado sobre los labios, mientras enredaba entre sus dedos sus hebras celestes. "Tu piel me encanta… Todo de ti..."

Le dolía la cabeza por cavilar tanto esa situación; había sido débil al dejarse llevar, pero ya era algo que no podía remediar. Fue un hecho contraproducente tanto para Manigoldo como para él y, ahora eso era una anécdota que no debía olvidar.

Recargó su cabeza en la madera a su espalda, dejando salir un largo suspiro. Se sentía algo incómodo al recordar eso, porque muy adentro… sino no fuera por su sangre, sino fuera por ella, podría tal vez… ¿quién sabe? volver a repetirlo. Esas sensaciones que había probado, le habían dejado grandes huellas grabadas en la piel. Incluso si pasaba las yemas de sus dedos por los brazos, los recuerdos no tardaban en acudir a él, suplantando sus manos por aquellas que formaban parte del cuerpo de su parabatai.

—¿Te ocurre algo, Alba-chan? —La pregunta relampagueó en su mente con fuerza haciendo que abriera de súbito los ojos. No sólo al oír ese desagradable diminutivo, sino también por la cercanía en la que había eschado ese tono cantarín—. Tienes las mejillas rojas —Le palpó la frente en busca de cambios en su temperatura—. Hm, no tienes fiebre, aunque tu respiración está algo inestable. ¿Te sientes bien?

Tenía demasiado cerca el rostro de Manigoldo, demasiado, incluso podía sentirle la respiración golpearle en el rostro que, al momento, disparó sus pulsaciones al no saber qué hacer. Si reaccionaba de forma violenta desacreditaría su pobre intento de mantener la calma y, la barrera que lo inhibía, se vendría abajo. Optó por colocarle la mano en el pecho y se levantó de la caja de cargamento al abrir una grieta en ese espacio que lo había acorralado.

—Mi salud en este momento, es lo de menos. Ya cuando esté allá, tomaré algunas de las medicinas —Le pasó por un lado, realizando una caminata esplendorosa hasta la puerta de ese recinto. Observando por el rabillo del ojo la clara mueca de disgusto en el rostro de su compañero—. Vamos, ya llegamos.

Manigoldo suspiró con hartazgo, soltando una palabra altisonante, antes de seguir los pasos del caballero de Piscis. Aún se acostumbraba a los altos y bajos en esa relación, que ya se habían transformado en el motor que los impulsaba.

No tardaron en llegar al muelle, caminando paulatinamente por la rampa. Manigoldo se dio su tiempo en seguir a la par con Albafica, siendo él ahora quien quería distancia. Dándole un gran respiro de alivio al otro, que iba unos pasos por encima de él. Que a pesar de haber restado importancia a su estado físico; ese dolor de cabeza permanecía insistente.

Tocando los dominios de la isla de los sanadores, dentro de una multitud de personas, Albafica alcanzó a ver al pequeño de Pefko, quien como siempre, sonreía ampliamente.

—¡Señor Albafica! —gritó al reconocerle, corriendo con tanta prisa que en un intento en saltar un equipaje, tropezó, rodando los últimos pasos hasta el caballero—. ¡Bienvenido! —finalizó desde el piso. Al parecer no se hizo daño, pensó Albafica.

—Tiempo sin vernos, Pefko —le saludó con una tenue sonrisa—. ¿Te llegó la carta del Santuario?

—¡Sí! —espetó con una emoción palpable, levantándose del piso y limpiándose las rodillas llena de polvo—. Ya las preparé y están en mi cabaña. Pero no las pude traer porque son muy pesadas y son muuuchaaas, ¡y también pesadas! —recalcó, moviéndose de un lado a otro frente a Albafica, que por Athena, había olvidado lo imperativo que era. Aunque bueno, seguía siendo un niño—. ¿Me está escuchando, señor Albafica?

—Ah, sí. Disculpa —dijo, regresando nuevamente de la cámara de sus pensamientos, que no parecía tener las intenciones de soltarlo como a un preso que se desea torturar—. Entonces, vayamos a buscarla, Pefko. Tenemos que llevarla al Santuario, lo más pronto posible.

—¡Ah! —exclamó el chico de repente. Caminando hasta el santo quien estaba a punto de retroceder, sino fuera porque le pasó por un lado—. ¡Otro santo de Oro! —Se acercó a Manigoldo, cuando la armadura de éste brilló ante los ojos del niño.

—Parece que tienes buena vista —dijo Manigoldo detrás de Albafica, con carente signo de elogio—. ¿Y tú quién eres mocoso?

—¡Me llamo Pefko! —respondió con excesivo ahínco—. ¿Usted también pertenece a la orden de Athena? ¿Cómo se llama? ¿También posee una constelación zodiacal? ¡¿Qué signo?! ¿Es amigo del señor Albafica?

«Mierda», pensó el santo ante la abolición de preguntas. Tomó por detrás de la camisa al pequeño y lo alzó del piso sin mucho esfuerzo.

—¿Dónde te apagas, mocoso de mierda? —Hizo una mueca de fastidio y, se podría decir, que hasta se sintió intimidado por tantas preguntas. Incluso cuando lo tenía en el aire, Pefko seguía preguntándole—. Si te das cuenta que me has preguntado lo mismo con diferentes palabras, ¿verdad?

Albafica le pareció un poco sugestiva la escena, había pasado por esa misma sensación de ser avasallado por la gran ola de preguntas acompañada por esa genuina emoción desbordante por parte del niño. Se acercó un poco y llamó a su compañero.

—Bájalo, Manigoldo. —Empezó con bastante serenidad, que fue un poco extraña si se recalcaba en cómo había su último compartimiento de palabras—. Ya te he dicho que no pelees con niños. —puntualizó. Después de una pausa mental, entre ambos santos. Sus miradas volvieron a coincidir donde el italiano acató la petición, y obedientemente, dejó que los pequeños pies de Pefko tocaran el piso—. Pefko, él es Manigoldo de cáncer, mi parabatai.

—¿Su parabatai? —Al niño le brillaron los ojos con una magnificencia pródiga, para luego ser suplantada por una expresión de duda—: ¿Y qué significa eso, señor Albafica?

—Compañeros de armas, mocoso de mierda. —respondió cáncer con desdén—. Vamos, entréganos las medicinas, tenemos prisa.

El pequeño recordó el recado con un grito gutural que lastimó el oído de Albafica, que ya de por sí tenía un insoportable dolor de cabeza… Manigoldo pareció notarlo, pero le pasó por un lado cuando Pefko le hacía un ademán con la mano para que le siguieran, dando repetidos saltos con una exuberante felicidad.

El camino se hizo un infierno para el pobre santo de cáncer, quien había sido elegido para ser una de las víctimas de las preguntas random de Pefko.

—¿Y cómo es su relación con el señor Albafica? —preguntó sonriente.

Manigoldo sintió el disparo de la mirada de su compañero tallarle la espalda, como diciéndole "no traumes al niño". No se giró para comprobarlo, ya el cosmos le era suficiente veracidad.

—Bien, supongo —contestó sin mucho ánimo—. Él es un paranoico y yo un lunático. Estamos hecho el uno para el otro, ¿no crees?

Pefko dejó salir una risa pequeña asintiendo, caminando por un largo sendero con un par de arboleadas a los bordes que no tardaban en finalizarse. El camino empezó a hacerse un poco más empinado, mientras se acercaban al final de los brazos de los árboles, para así visualizar una pequeña cabaña en el borde de una colina. Cuando el pequeño visualizó su casa, herencia de su padre adoptivo, corrió los metros que le faltaban por llegar diciendo que ya les entregaba las medicinas.

Los santos no se molestaron en apresurar su paso, aunque alcanzar al chico no sería tarea difícil. Dejándolos en la privacidad, en teoría.

—Puedo saber, ¿qué pretendes, Manigoldo? —Fue la primera pregunta enviada con ese filo agudo.

—No le dije nada del otro mundo. —simplificó, encogiéndose de hombros.

—¿Por qué continúas en esa idea tuya de torturarme de esta manera? —Se le detuvo al frente, observándole con desdén.

—Y como dije, eres un paranoico —respondió sin inmutarse, mostrándose burlón—. ¿Qué cojones quieres decir con eso?

Dejando descansar las manos en sus caderas, el santo de Piscis suspiró.

—¿No lo entiendes? —Empezó, con más rudeza en la voz de la que le hubiera querido imprimir—. No puede haber nada entre nosotros, Manigoldo, nada. Mi sangre...

—Oh, claro, tu sangre. Entonces, déjame preguntarte algo —atajó, acercándose a pasos lentos olvidando que la situación en que se encontraban, no permitía aberturas para una discusión—. Si no tuvieras tu sangre envenenada, ¿qué harías?

Albafica guardó el aire en sus pulmones. Los recuerdos empezaron a girar a su alrededor, como si las precipitaciones de su última noche estuvieran plasmadas en páginas de cebolla; donde no importaba que tanto intentara anular esas escenas... de todos modos, las seguiría viendo.

—Lo que hubiera hecho o no, actualmente, carece de importancia.

—¡Sólo es una maldita pregunta! —Volvió a interrumpir. Tomando de sorpresa al caballero, cuando midió la distancia que los dividía.

—Mantén distancia —advirtió, retrocediendo un paso.

El italiano no reveló ninguna expresión, ni tampoco se inmutó.

—Sólo olvida lo que pasó entre nosotros, Manigoldo.

—Para hacerlo tendría que estar muerto —respondió finalmente—. Y aún así... —No ocultó su sonrisa jactada de la fuente de su poder.

Albafica entornó los ojos, ya sin dar signos en estar interesado en esa conversación que sólo era un bucle infinito, donde siempre terminaban en el punto donde había iniciado. Esa pasión que Manigoldo le estaba entregando... No, es que simplemente, no podía ser.

—¿Cuántas veces debo repartírtelo? —contestó finalmente—. Mis advertencias son para salvarte.

Nuevamente, obtuvo esa torcida sonrisa como respuesta, ladeando la cabeza unos segundos como si de repente fuera sido esclavizado por una marea de indignación.

—Tus advertencias —repitió Manigoldo con esa sonrisa irónica—. Las cabronas advertencias suelen tener dos efectos, Albafica de Piscis —Su sonrisa seguía siendo tangible, pero ya su voz escupía veneno—. A veces nos protegen, y en otras, nos destruyen. —Se acercó con prudencia, como si se escurriera entres los bordes de las barreras invisibles donde el otro se encerraba, siendo como una babosa al estar a tan sólo diez centímetros de diferencia. Nadie agregó más.

Se sumergieron en el silencio y en un segundo más tarde, dos, quizás tres y Albafica estalló después de que el veneno le contagiara su furia. Tomó de la muñeca a Manigoldo y lo jaló hasta la hilera de árboles que camuflajearon sus presencias. Caminaron unos pasos más, hasta que finalmente perdieron su presencia entre las ramas.

Y de pronto, Albafica se detuvo de golpe. Soltando la mano de su compañero y sin inmutarse. Se hicieron unos segundos de silencio interminables, dolorosos intensos. Hasta que tuvo el valor suficiente y con el avance de los minutos, sus cuerdas vocales pusieron más empeño en aumentar el volumen para dejar salir todo lo que tenía dentro.

—¡¿Qué no entiendes que a mí también me desmorona saber que, no puedo corresponderte?!

«Entonces, si me quieres...», Manigoldo sonrió. Donde su sonrisa fue borrada cuando Albafica se dio vuelta con rapidez y lo estrelló contra un inmenso tronco, donde sus ramas parecían inalcanzables. Le atenazó los hombros con evidencia clara de haber tocado el límite de su paciencia.

—¡Basta de provocarme!

No tenía respuesta para aquella petición y no la había. Optando por cambiar de estrategia y tomar la ofensiva, ensanchando sus comisuras con mordacidad y le empujó hacia atrás.

—Por fin, te desahogas, Alba-chan —le espetó con furia—. ¡Quiero que me digas cómo te sientes, maldita sea!

Y como si chimenea vomitara todo su humo en la mente del caballero de Piscis, nublandole los pensamientos a tal punto de sentirse desconcertado, pero meramente furioso. Tenía la mandíbula tensa hasta el punto parecer que iba a empezar a masticar granito, pero su boca logró abrirse como si una palanca hubiera levantando los labios.

—¡Eres un cínico, y un descarado...! —gruñó, como un perro malhumorado, mientras le miraba con aire desdeñoso, develando cuan cansado estaba de esa situación. Su dolor de cabeza aumentaba, pero era más grande su molestia que su dolor—. ¡Odio esa parte de ti!

—¡¿Ajá, y qué más?! —le gritó, alzando esa ceja que mostraba el poco interés que manifestaba su mueca, acercándose a él como un carnívoro en acecho.

Eso le enfureció más. No sólo le estaba provocando, sino que sentía la evidente burla por parte de Manigoldo. Se sintió presa de esas energías que eran fruto de la rabia, sembrabas por ese insolente caballero. Albafica se mordió el labio, ya con su evidente cólera, fue retrocediendo cuando la cercanía era terriblemente amenazante, hasta que para su mala suerte, otro árbol fue un conspirador en su contra. Una vez más, fue arrinconado.

—Te odio —dijo, casi mordiéndose la lengua—. ¡Te odio por hacer que me arrepienta de ser el santo de Piscis! ¡¿Quién te crees que eres, para hacerme desvaler el sacrificio que hizo mi maestro?!

Se dio cuenta que después de soltar esas palabras, por primera vez en mucho tiempo, el dolor de su alma sonaba amortiguado y lejano. Como si su más grande carga había sido esa terrible encrucijada que le ocasionaba ese italiano.

—¡La persona que está dispuesta a soportar todas tus malditas púas! —Se acercó bruscamente y lo abrazó con fuerza. Albafica luchó entre sus brazos, pero le fue innecesariamente en vano cuando esas abrazaderas se cernieron en su cintura, y sus labios fueron despojados de la libertad. Siendo delineados por los de Manigoldo, cuando los estampó contra los suyos.

Al principio fue brusco, llevando en alto como estandarte, "Si quieres algo, tómalo a la fuerza".

Intentó dejar a un lado el cosquilleo de placer que le bailaba en la lengua, intentando concentrarse para alejar a Manigoldo. Pero la realidad era otra, en vez de empujarlo sus manos que debían estar ejerciendo esa función se aferraron a la espalda del otro; en vez de golpearlo, su cabeza seguía el ritmo que le marcaba, dejando el acceso libre cuando una polizona rozó la suya. Manigoldo le hizo retroceder unos cuantos pasos hasta que el árbol finalmente marcó el fin de los pasos, incrustándolo en él sin posibilidad de escape. Mientras sus manos le aferraban más a él, aumentando el ritmo que llevaban sus bocas.

Se besaban con brusquedad, casi masticando las carnosidades que se degustaban en sus labios, hasta que un jadeo fue transferido a la garganta del italiano. Rompió todas las barreras, sujetándolo con esa férrea pasión, hundiéndose en aquella boca que tanto le delegaba el uso de saborearla. Fue tanta la cercanía y la fuerza de ella, que Manigoldo le tomó por los muslos y lo alzó del suelo.

No pudo tan siquiera distinguir los vértices donde tenía que emplear la distancia, pasó sus manos por el rostro de Manigoldo, sintiendo renacer el calor en su corazón. Sus ojos seguían cerrados, extasiados a medida que un gemido animal, de liberación y entrega absoluta, se escapaba de su garganta. No soportaba estar tan lejos de él, descendió las manos, dejándolas detrás del cuello, incitando a no dejar de besarle. Una parte de su mente lanzaba gritos de alarma, consciente del peligro, pero el ruido de sus pensamientos fueron ferozmente aplacado por los labios de su compañero. Desmoronándose en sus brazos, sintiendo el peso de la armadura estorbarle cuando cruzó sus piernas en la espalda del italiano. Un momento para respirar, y el otro para desechar. Un bucle infinito donde una cadena se rompía e inmediatamente otra se formaba. Eso fue hasta que una imagen le atravesó la conciencia, como si alguien la hubiera golpeado con una inusitada violencia anestesiándole toda la parte neuronal.

Una incandescente luz apareció en su mente, donde poco a poco un mar de rosas rojas bañó totalmente su mente. Se veía parado en medio de las rosas, y entonces lo vio, Manigoldo tirado bajo sus pies en un gran charco de sangre. Su propia sangre. Abrió los ojos con brusquedad al sentir esa sensación viscosa del terror no tardó en trepar por sus piernas, al tiempo que se despegaba del cuerpo de su compañero. Sus pies tocaron el piso con brusquedad cuando concentró la poca fuerza que le quedaba y la dejó salir en sus manos empujando a Manigoldo quien retrocedió, al menos, unos cinco pasos

—No puedo —alcanzó a decir, y tuvo que hacer un esfuerzo ímprobo para no llorar—. No puedo poner tu vida en riesgo —Bajó la cabeza, impidiendo que Manigoldo le viera la deplorable expresión que se había pintado en su rostro. Retrocedió sus pisadas, dándose vuelta para regresar al camino.

—Yo decido que es lo que pone mi vida en riesgo, Albafica. —dijo, esperando que sus palabras llegaran al tímpano de su parabatai. Que aunque se negara, el anterior beso demostró ser la verdad absoluta de sus deseos. Algo tan desbordante, obviamente tuvo que haber tenido participación de ambos.

«Basta... por favor».

«Ambos sabemos… —Le vio alejarse—, que tu mirada dice más que tus palabras».

Cuando se juntaron al camino, Pefko salió segundos más tardes, con dos grandes cajas embaladas con cuerdas, volvió a adentrarse a la cabaña para arrastrar las que faltaban una por una. A pesar de ser simples hierbas, se veía el esfuerzo del niño cuando jalaba las cajas hacia la entrada. Las arrastró como hasta donde su pequeña fuerza pudo, y les hizo seña para que se acercaran con esa cegadora sonrisa.

Albafica caminó hasta él, sintiendo como si sus piernas fueran de mantequilla, y la cabeza ya le daba vueltas. No lograba enderezar sus ideas, ni mucho menos sus pensamientos. Sentía el estómago revuelto, y le picaba la nariz.

—Señor Albafica, ¿se encuentra bien? —preguntó el niño, acercándose con urgencia—. Sus mejillas están rojas… —reparó cuando le detalló el semblante que había evitado que, incluso Manigoldo, percibiera.

Se pasó por la mano por la frente, levantando su flequillo y dejándola allí unos instantes. Su temperatura había subido, eso era un hecho. Sólo quería echarse en su cama cuando terminara esa misión, y lo más importante, estar solo.

—No es nada —Advirtió las medicinas que recién se asomaban por la entrada de la puerta—. ¿Esas son todas?

—Adentro hay dos más —Le señaló la puerta, pero seguía observando al santo—. En serio, señor Albafica, está muy pálido.

—El mocoso de mierda tiene razón, Alba-chan —Una voz vino de atrás del niño, y el santo de Piscis no tuvo que hacer un esfuerzo en reconocerla—. Pareces ya un papel.

—¡Oh, no! —espetó el niño, llevándose las manos a la cabeza—. ¿Será que…? ¿El señor Albafica se habrá…?

—Mi salud es lo de menos —reiteró con firmeza, cerrando los ojos pesadamente—. Llevemos esto al santuario, los santos lo necesitan con urgencia.

Ignorando todas las palabras que replicaban las suyas, Albafica intentó dar un paso más, antes de sentir como la tierra se movía y su vista empezaba a difuminarse. Sintió como su vista parpadeó, desenfocándose al momento. Claramente sus fuerzas le decían adiós, y sus rodillas flaquearon para cuando perdió el equilibrio hasta que un fornido pecho le detuvo el inminente desfallecimiento.

—Y aquí verificamos lo poco que te importa el cuidado contigo mismo —Esas palabras fluyeron hasta su oído con decadencia de volumen.

Fueron sólo unas palabras, que logró entender antes de su mundo dejara de girar. Su corazón se detuvo durante un microsegundo a la vez que sus emociones, ofuscadas, se atropellaban entre ellas tratando de hacerse oír. Voces se ahogaban en el silencio, mientras jadeaba sin cesar.

—¡Señor Albafica! —Se exaltó el niño, corriendo hasta el santo que le tenía en pie—. ¡Necesita descansar!

Manigoldo le sostenía de los hombros manteniéndole de pie, quería alejarlo, pero no tenía la suficiente estabilidad para alejarse ni mucho menos la coordinación.

Intentó decir algo, pero sus cuerdas vocales ya se habían declarado en una huelga. Sintió aquellas manos bajar hasta sus caderas, antes de ver como una nube negra lo envolviera. Y de pronto, se vio abrazado por la oscuridad. Sólo pensando en aquello que tanto se reprimía, pero que deseaba más nadie.

«Manigoldo…»

Continuará.

Notas finales:

La verdad siempre quise hacer un fic donde fuera Mani quien cuidara a Alba, en caso que éste, se enfermara. La sola idea me hace pegar gritos de emoción jaja.

Ahora, empecemos con las aclaraciones ^^:

En el gaiden de Alba-chan, le da a entender a Luko que su salud era lo de menos cuando se hablaba de deber. Aproveché el momento donde Pefko asusta a Albafica con tantas palabras, incluso cuando le dijo que era hermoso y Albafica "...", Joder amo a ese niño xD

Y ya después se dan cuenta que son "primos" ya que ambos fueron abandonados y encontrado por los gemelos Lugonis y Luko;-;

Bueno, es todo por hoy, tengo dos oneshot que subiré pronto. Y quizás actualice los drabbles antes de lo esperado ^^

¡Hasta la próxima actualización!


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