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Sociedad Anónima por I am Azor Ahai

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Notas del fanfic:

 

Primera vez que subo a Amor Yaoi, yey~

Me gustaría hacer unas aclaraciones antes de todo. Primero, el fic está ambientado, de momento, en el año 1989, en Manhattan, Estados Unidos, lo cual implica que: los personajes hablan inglés y/o italiano, no japonés, con ciertas excepciones; la gente suele llamarse por sus nombres, no por sus apellidos, y suprimiré cualquier uso de expresiones japonesas del tipo -san, -kun, -chan, y demás.   

También. La Mafia, tanto en Italia como la Cosa Nostra, a pesar de resultarme muy interesantes, y de haber leído bastante sobre el tema, no puedo afirmar que sean de mi entero conocimiento, ni cerca, y mucho menos la rusa o irlandesa, los yakuzas o diferentes agrupaciones, así que, aunque procuraré ir investigando conforme vaya escribiendo, lo más probable es que hayan cosas que quizá no sean muy apegadas a cómo fueron o son en la realidad.  

Y por último diré que este es un fic multipairing, tendrá insinuaciones y relación de muchas parejas, sin embargo, ninguna se desarrollará muy abiertamente, el romance (no sé si siquiera puedo clasificarlo así) será algo meramente secundario, pero habrá, quizá más que todo en fashbacks y esas cosas que en presente.   Creo que eso es todo, las cosas que vayan surgiendo las iré poniendo en los demás capítulos.   

Espero que sea de su agrado y lamento cualquier falta de ortografía.  

Kuroko no Basuke pertenece a Fujimaki Tadatoshi.  

Los hechos aquí relatados no fueron ni son reales, la trama es meramente ficticia sin ninguna base en alguna historia real. Cualquier parecido es coincidencia.   

(Siempre había querido poner eso :v)

 

Cuando Shuzo abrió el periódico aquella mañana del diez de noviembre, no tuvo ni la menor sospecha de todo lo que se avecinaba. Que aquel sería el día más importante de su vida. El otoño no tardaría tanto en llegar a su fin, y, a juzgar por las bajas temperaturas que ya rondaban Nueva York, aquel invierno se llevaría a más de un mendigo. Sin embargo, en aquel momento, había algo más importante que unos cuantos tipos congelados.
 
La portada del diario rezaba, con grandes letras negras y ocupando casi toda la hoja: «Ha caído el muro».
 
No esperaba ver aquello tan pronto, quizá un par de meses más tarde, sin embargo, tampoco podía decir que la noticia le sorprendía. Las grietas de la Unión Soviética eran visibles para cualquiera con una mínima de sentido común. Y ahora, que el muro había caído, solo era cuestión de tiempo para que los demás países también sintieran deseos de liberarse del yugo comunista.
 
Pero se encogió de hombros y pasó la página. Eso no pasaría mañana ni pasado. Cuando llegara el momento se preocuparía por algo más grande, pero por el momento se conformaría con seguir traficando las mismas cantidades de droga y demás a la Unión Soviética. Desde que había llegado al poder la guerra fría no había interrumpido sus acciones en lo más mínimo. Siguió leyendo el periódico, sin saltarse ni un solo artículo, para alguien como él era recomendable conocer cualquier cosa que estuviera sucediendo, la mayoría ya eran de su conocimiento, Akashi se los había susurrado desde el día anterior, pero siempre era bueno ver como la prensa tergiversaba las cosas. Si hablaba con un policía debía de aparentar.
 
Cuando terminó de leer el periódico, se levantó para servirse café, de la pequeña y modernísima máquina que estaba en la esquina de su oficina. Y luego, con un suspiro de fastidio, volvió a su escritorio a concentrarse en el papeleo y demás cosas que debía de hacer ese día. Shuzo era un hombre muy ocupado, tenía acuerdos que firmar, llamadas que hacer o recibir, empresas que hundir, personas que mandar a matar o a amenazar, y sobre todo, mantener un ojo sobre sus diversos negocios y asegurarse de que todo marchara bien.
 
Miró el reloj que colgaba en la pared. Era hermoso y elegante, hecho todo de mármol con las agujas de oro y diamantes y unos kanjis escritos, que, se suponía, decían «Paz y Prosperidad». No estaba seguro, era Seijuro quien hablaba japonés, no él. Había sido un regalo de los Yakuza en honor a la convalidación de su acuerdo, para el tráfico de estupefacientes.
 
Dicho reloj marcaba las 9:17. Por unos segundos pensó que Seijuro se tardaba. Akashi siempre llegaba a su oficina a las 9:15 am, en punto, siempre con una exactitud que casi sacaba de quicio a Shuzo. A veces estaba apenas cerrando el periódico cuando la puerta se abría, otras se estaba sirviendo el café. Seijuro se servía una también y procedía a informarle de cualquier cosa que hubiese sucedido en el bajo mundo. Pero entonces recordó que ayer en la noche había tomado el avión rumbo a Orlando, a hacerse cargo de unos cuantos asunto peliagudos, que era mejor que fuesen tratados directamente. Además, Shuzo sabía que, en lo que era intimidar, pocas personas podían hacerlo tan bien como Seijuro con sus ojos de colores, o incluso cuando ambos eran rojos, intimidaba como él solo.
 
Todo transcurrió tan normal como siempre hasta eso de la una y treinta de la tarde, cuando se detuvo para ir a tomar el almuerzo. Se montó en su lujoso auto de último modelo y su chofer comenzó a conducir. Las coquetas y decoradas calles de la Pequeña Italia reverberaban de vida, todos los negocios tenían sus puertas abiertas, y la gente entraba y salía, haciendo compras o charlando. Algunos también se habían detenido a comer, porque si los italianos eran conocidos por algo era por su buena cocina y su gran estómago. Y aunque ahora los nacidos en Italia fuesen ya pocos, todos allí llevaban aquel país en el corazón. Mucho más que su actual hogar.
 
También había bastantes autos en las calles, y el suyo debía de detenerse constantemente. Se dispuso a contemplar el paisaje, aunque fueran las mismas calles de siempre, a cada parpadeo había algo distinto. Observó, por entre ese centímetro que siempre usaba abierto en ambas ventanas traseras, al chico de la venta de periódicos de la esquina, que le dedicó una sonrisa y agitó un ejemplar del New York Times por encima de su cabeza, para luego seguir gritando los titulares. Shuzo desvió la vista a la otra calle. No le gustaban las sonrisas. Quizá fuese porque él era un hombre de poco sonreír, pero le daban cierta desconfianza. Ryota solía pasarse la vida sonriendo, algunas veces, cuando estaba aburrido, hacía entrar en confianza a las personas antes de matarlas. Y también estaba Seijuro, con su sonrisa blanca y pura. Shuzo estaba seguro de que Akashi disfrutaba molestándole con su desconfianza a las sonrisas, lo recordaba perfectamente, en sus años más jóvenes, sonriéndole tranquila y dulcemente después de algún trabajo, con las manos y rostro salpicados de sangre y todavía alguna navaja en las manos. El contraste de la sangre roja contra la blancura de sus dientes y piel creaban un espectáculo macabro.
 
Hizo una mueca y bajó del auto. Sus cabellos negros caían ligeramente sobre su rostro, tenía una expresión y una manera de andar que le distinguían de cualquier otra persona. Propios de alguien más poderoso de lo que se pudiera imaginar.
 
Era, después de todo, el hombre más poderoso de los Estados Unidos de América, el país que lo había visto crecer y llegar a ser lo que era hoy en día: Il Capo de tutti Capi, jefe de la Cosa Nostra. Tenía en sus manos más poder que él mismísimo Reagan, más que dios.
 
Pero eran ya casi las dos, y hasta el hombre más poderoso puede sentir hambre. Aquel era su restaurante favorito en la Pequeña Italia, regentado por italianos, servían la mejor comida que se podía encontrar en Manhattan y, quizá, en todo el mundo. El restaurante estaba directamente bajo su jurisdicción, el dueño era su amigo, un hombre honorable y respetuoso que siempre se encargaba de que tuviera lo mejor en su mesa, ya fuese en el restaurante, casa u oficina.
 
Uno de sus guardias le abrió la puerta, y Shuzo caminó a paso ligero hacia su mesa. Siempre vacía y jamás utilizada por otra persona que no fuese él. A Shuzo no le gustaba compartir lugar, y era algo que el hombre sabía perfectamente. Aquella mesa era perfecta, el mejor lugar del restaurante, suficientemente fresco en verano pero suficientemente cálido en invierno, con una vista discreta hacia la puerta, pero sin que fuese muy notoria. Seijuro un par de veces le había dicho que era más quisquilloso que una princesa, Shuzo lo había mirado mal, Seijuro era la única persona en el mundo capaz de hacer bromas a su costa.
 
Pensó momentáneamente en Fabio, su hermano de leche, muerto hacía ya años. Shuzo estaba seguro de que Fabio, de estar vivo, también le gastaría bromas o se burlaría de él. Pocas veces pensaba en Fabio, pero cuando lo hacía lo invadía una sensación extraña. No era tristeza, tampoco nostalgia. No sabía darle nombre, pero era una sensación que solo lo invadía en aquellas ocasiones. Se preguntó qué sucedería con Fabio si siguiese vivo. Si de alguna manera se hubiera salvado de las balas que lo dejaron como un colador. Probablemente seguiría llamándole Zapatito y murmurando cosas que asustarían a cualquiera. Negó suavemente, no, Fabio era demasiado descuidado. Si no hubiese muerto aquella navidad lo habrían matado un poco después, o después, o después. Ni siquiera Shuzo hubiese podido protegerlo.
 
Decidió dejar de pensar en su hermano de leche al tiempo que le dejaban la comida sobre la mesa. Y su mente se trasladó a situaciones más actuales. La reunión que tenía con Ian Robertson, cabecilla de la banda irlandesa más poderosa del momento. Los problemas que les estaban generando las prostitutas al negarse a trabajar hasta que no se les reconocieran los derechos que, según ellas, merecían.
 
Chasqueó la lengua y se terminó el vino de un solo trago. Pensar en las pérdidas millonarias que le ocasionaba el que las putas suspendieran sus labores le hacía sentir un poco molesto. Colgaría a Masako la próxima vez que la viera.
 
Uno de sus guardaespaldas volvió a abrirle la puerta y Shuzo se encaminó hacia el auto. Jaló de la manija y se agachó para meterse dentro del automóvil.
 
Entonces algo lo tiró hacia atrás.
 
La bala se sintió fría mientras lo atravesaba mientras le entraba por el pecho y le salía por la espalda. Shuzo cayó hacia atrás, ante la mirada incrédula y aterrorizada de sus guardaespaldas, que comenzaron a buscar como locos al culpable, pero solo habían transeúntes aterrorizados que ya comenzaban a emprender carrera, antes de que los alcanzara un bala a ellos también.
 
Shuzo supo que solo había cinco personas capaces de ser el culpable de su muerte, la bala había pasado limpiamente por el centímetro abierto de la ventana de su auto, que estaba completamente blindado. Y el culpable no debía estar cerca.
 
Aquel era el día más importante de su vida. Era el día de su muerte.
 
El impacto contra el pavimento se sintió muy extraño, no le dolió. La gente decía que antes de morir se ve pasar toda la vida frente a los ojos, pero los suyos no veían más que el cielo grisáceo coronándolo todo. Sí recordó seis rostros. Pasaron por su mente a la velocidad de la luz justo en el momento en el que chocó contra el suelo. Seijuro, Shintaro, Daiki, Ryota, Atsushi y Fabio. Su hermano de leche. Y uno de los restantes, aquellos prodigios que tan lealmente le habían servido, era su asesino.
 
Y murió, con el cielo nublado sobre su cabeza, el pavimento bajo su cuerpo y una pregunta en la cabeza.
 
¿Quién le había asesinado?
 
Y mientras su cuerpo, aún cálido, se desangraba en la acera, y los tranquilos neoyorquinos charlaban, hacían las compras, tomaban un café o se comían algo, los helados vientos de la guerra comenzaban a soplar.
 
Y en el quiosco de periódicos de la esquina, un niño gritaba: ¡Ha caído el muro! ¡Ha caído el muro! Mañana gritaría sobre la muerte de Shuzo Nijimura.

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