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¿Onsta la yerbita? por fatfancyunhappycat

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Notas del fanfic:

Los personajes NO me pertenecen. 

Notas del capitulo:

Para Hikari-senpai~

 

Gracias, muchísimas gracias  Miky Solis por ayudarme con esto... la amo. 

PD: El nombre de Miguel es Miguel Alejandro, por eso su madre lo llama Alejandro... no sé. El personaje no es mío, es de la maravillosa Kuraudia.  

Martín tampoco es mío, es de rowein. 

—¡Alejandro!

Su madre gritó desde la cocina, preparaba un plato bastante básico, pero el olor se estaba colando por toda la casa; el olor a carne, huevo y plátanos friéndose llegaba hasta el segundo piso, en donde su cuarto y él estaban.

Estaba experimentando con el bongó que su padrastro le trajo de su viaje a Centroamérica. Ese hombre siempre le traía toda clase de instrumentos porque en Miguel podía ver al joven artista que le hubiese gustado ser, sueño que nunca alcanzó porque, muy diferente a la situación de Miguel, sus padres nunca lo apoyaron.  

—¡Alejandro, que bajes ya, carajo!

¡Cómo molestaba! Estaba muy ocupado. Intentó marcar el tiempo a un lado del instrumento y al otro lado, tocó otro para hacer que entre ambos se complementaran. Su madre gritó por última vez, arruinando su avance.

—¡Alejandro, o bajas tú o te bajo yo de las mechas! ¡Martincito está esperándote!

Oh. Eso cambiaba todo; ¡haberlo dicho antes! Pensó que lo estaba llamando para que le lavara el arroz o cosas por el estilo.

Martincito, Martucho o simplemente Martín era el mejor amigo de Miguel. Se habían conocido a los cuatro en Argentina cuando Miguel se quedó con su padre biológico por unos ocho años. Sus padres eran amigos incondicionales, se habían conocido en la universidad; cuando ellos dos (siendo pequeños) se atrevieron a afirmar que lo eran también, los dos señores se vieron mutuamente y rieron.  Estaba en la sangre.

Su amistad era tan fuerte que Martín pidió que lo dejaran irse a vivir con un tío suyo que residía en Lima solo para seguir viéndose con su amigo y así pasaron otros ocho años. Actualmente tenían 20 años y acababan de entrar a la universidad, ambos estudiaban letras e iban a la misma cede, bajo el mismo horario.

No había cosa que no hubieran hecho juntos.

Dejó el instrumento a un lado y bajó corriendo. Pasó por la cocina cuando bajó de las escaleras.

—¡Alejandro, por la puta madre, acabo de encerar el piso! ¡Yo no voy a lavarte esas medias! —se asomó por el marco, dejando de lado la carne.

—Sí, sí, yo las lavo, mami. —respondió solo para callarla. La hizo enfurecer.

—Respondón y conchudo eres encima. Ya vas a ver un día de estos, te crees la gran cosa porque ya eres mayor de edad y la puta que la parió, pero ya vas a ver… —refunfuñó y siguió cocinando. La señora prefirió no tirarle un cucharón de palo por la cabeza solo porque su carne ya llevaba mucho tiempo encima de la sartén y tenía que atenderla.

Llegó a la sala. Como su casa era enorme, de tres pisos, cada zona en ella era gigante. La sala estaba bien adornada, tenía varios muebles, una televisión de tamaño normal (en esos tiempos tener uno así era un todo un privilegio) y la mesa del comedor ya que era una sala con comedor incluido. Al lado de una ventana enorme, había un sofá de terciopelo azul marino y ahí, Martín estaba sentado mientras que descansaba sus pies encima de la mesa del centro.  Miguel lo miró, renegaba porque luego él tenía que limpiar el sucio que dejaban los zapatos de su amigo encima de la fina madera.

—Oe, ya pe, no seas malo. —señaló con la nariz lo que estaba haciendo. — ¿Si sabes que luego pago pato yo, no?

—Hola, ¿no? —bajó los pies. Dejó una marca de polvo ahí. — Me dolía los pies, culpa mía no es.

Miguel recordó exactamente a qué había venido su amigo. Minutos atrás lo había llamado a su casa para avisarle qué tenía en mente ese día.

—Luego hago que lo limpies tú. —le restó importancia. Quería ir al grano. —Loquito, creo que mejor nos vamos a la azotea o a mi cuarto, que acá no se puede hablar… si sabes a lo que me refiero.

—No, no, no. Primero quiero comer. No creo que quieras dejarme sin comer, mi tío salió. Eso te condena, quiero mi comida.

—Es bistec a lo pobre, huevón, ¿quieres comer eso? ¿No te dolerá en tu corazón de pituco?

—Shhh, sos mil veces más cheto que yo. Y sí, quiero comer eso. Aliméntame, Migue. —empezó a desparramarse del sofá, se le levantó la camiseta un poco. Era muy blanco, lo odiaba por insípido.

—Mamá, Martín está de majadero. —alzó la voz para que se le escuchara. — ¿Hay comida para él?

—Por supuesto que hay comida, pero dile que ya lo vi ensuciando mi mueble y arrugando el mantel ayer y dile también que se cagó conmigo por eso. —respondió la mujer desde el lugar.

Cuando la escuchó, el rubio se acomodó rápidamente, por lo menos tenía vergüenza y eso reconfortaba en algo a Miguel.

Terminaron ambos pasándole trapo a cada jarrón y mueble en la sala, poniendo la mesa y barriendo la entrada… ¿Ven a lo que me refiero cuando digo que no hay algo que no hayan hecho juntos? Hasta eran castigados por la madre de Miguel juntos.

Finalmente pudieron disfrutar del almuerzo. Su madre salió, iba a recoger a su padrastro del aeropuerto y dijo que regresaría luego, muy tarde posiblemente, en la noche.

La comida era algo sagrado para ambos. Nunca hablaban mientras comían, prestaban su boca solo para comer, no para empezar una charla.

Lo que sí hacían era mirarse. Mirarse feo, como si el otro fuera el postre: un postre que deseaban devorar.

Miguel era menos obvio (aunque el sentimiento era el mismo), mientras que Martín simplemente se tiraba sin miedo a las consecuencias que sus actos traerían. Pero específicamente en esa ocasión, se excedió.  

El pie de Martín acarició la rodilla del desgraciado Miguel, eso le quemó la cabeza y no supo cómo reaccionar exactamente.

—Decilo. —ronroneó. Ya había terminado su plato para entonces.

—¿Decirte qué? —Se hizo el desentendido aunque sabía perfectamente a qué se refería. Sintió algo en el estómago que no eran gases ni gusanos intestinales. Se le fueron las ganas de comer, felizmente solo le faltaba un pedazo de carne dura y un poco de arroz.

—Decime que me querés.

Suspiró resignado, desde el momento en el que aceptó la propuesta que le hizo por teléfono, Miguel había firmado su sentencia de muerte.

 

.

 

Ahora estaban en el cuarto de Miguel, tirados en la cama. Martín se dio el gusto de toquetearlo donde quisiera con el vinilo de los Saicos como fondo. Literalmente, no había cosa que no hubieran hecho juntos.

No es que eso no le gustara al morocho, le encantaba. Los sentimientos de ambos eran recíprocos y eso era hermoso; solo que su amigo lo quería formalizar todo de una buena vez mientras que él, en cambio, se moría de miedo.

El trato era que Martín lo dejara fumar marihuana, yerba sanadora y luego así, con un último trippazo comenzarían a ser pareja.

El argentino lo besó en el cuello, succionó un poco y dejó una marca, él gruñó. Sí, querías deshacerte de tu virginidad en ese momento, ya lo entendemos, Martín.

Lo alejó. Finalmente lo iba a decir, pero si lo decía no era por la situación, sino porque necesitaba darle una calada a ese cigarro mal hecho con marihuana. 

—Ya. —dijo de pésima gana. — Ya, Martucho. —suspiró. — Te quiero, muchísimo.  —se atrevió a intentar besarlo y lo hizo, un beso casto. Luego continuó:— Sí, sí, te quiero… pero, a todo esto, ¿onsta la yerbita? 

Notas finales:

Qué interesado eres, Miguel. 


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