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Bajo la luz del farol por DanteX

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Notas del fanfic:

 

 

 

 

Notas del capitulo:

Volvemos de nuevo con otro One-Shot sacado de mi invención y la otra historia que tenía que resubir.

Advertencias:

-One Piece no me pertenece.

-Universo Alterno, parecido al de One Piece pero totalmente distinto.

 

 

Esta vez recomiendo algo de música.

 

https://www.youtube.com/watch?v=1NcIXRUmb9g

 

Esto es todo chicos. Se aceptan reviews ^.^

Las gotas de lluvia se deslizaron sinuosas por sus pómulos. 


Nunca pensó que volvería a ver esa posada, y mucho menos aquella noche. Tragó saliva, notando la garganta como si fuera papel de lija, quizás por el frío o quizás por el miedo. Se preguntó si aquel mismo posadero seguía tras la barra de roble,  limpiando algún cacharro con un trapo blanco y manchado.

Estaba calado hasta los huesos. Él sabía de sobra que si no entraba en la posada "Miel de roble" y hacía frente a su mayor anhelo, a su mayor curiosidad; moriría de hipotermia en la calle, y entonces sí que no le volvería a ver jamás. No podía quedarse bajo la mortecina luz del mismo farol alimentado con aceite.

Se armó de valor. Dio un paso. Dos. Tres. Cuando se quiso dar cuenta ya había abierto la puerta, que se deslizó por la madera con un chasquido. El aire se le congeló en los pulmones.

Estaba exactamente igual. Las mismas piezas de caza colgadas en las paredes, las mismas viejas mesas de roble colocadas en el mismo sitio, las alacenas repletas de alcohol, la impresionante espada de filo negro colgada en el fondo cuyo nombre no recordaba. El olor, olor a nostalgia, a recuerdos.

 

Medio tambaleante y algo enfebrecido por las sensaciones que le embriagaban, anduvo hasta la barra y se apoyó en ella. Alzó la vista, despacio. Aquella noche no fue una ilusión. Si hubiera tenido los dos ojos, los habría cerrado con desesperación, pero uno de ellos estaba cruzado con una cicatriz vertical.

 

—¿Qué hacéis aquí?

 

El recién llegado se giró de golpe, reconociendo al instante la voz fría y cortante que le había hablado. Su rostro se volvió impasible cuando le vio, aunque por dentro parecía un bloque de hielo a punto de romperse.

 

Aunque estuviera sentado tenía una elegancia natural. En la forma de sujetar la copa de vino tinto, en su postura recta y la tensión del momento. Sus ojos, que hacían honor al nombre de la posada brillaban con las crepitantes llamas de la chimenea encendida. Con un movimiento pausado dejó la copa en la mesa y se recostó sobre la silla, inquisidor.

 

—He vuelto. —Su voz sonó ronca por la lluvia. No se atrevió a mantener la mirada, y ni siquiera pudo despegar sus manos de la barra pues pensó que si lo hacía podía caer.

 

Escuchó como el mayor se levantaba de la silla y se acercaba a él. No se movió. Tampoco lo hizo cuando le tomó de la barbilla y le obligó a mirarle. Se le secó la garganta cuando su mirada chocó con la adversa, elevada por la apenas unos centímetros. Llevaba el mismo sombrero.

 

—Os dije que no volvierais a pisar este sitio —susurró. Su aliento impactó contra su rostro todavía húmedo.

 

—Lo he dejado —replicó con frialdad. El agarre pareció relajarse, y la confusión cruzó el rostro del alto por unos segundos—. He dejado la piratería. Voy a volver a...

 

—¿Vais a esconderos como un cobarde?

 

—No es muy diferente a lo que hiciste tú —replicó con mordacidad.

 

Soltó completamente su agarre y le miró como si quisiera fulminarlo ahí mismo.

 

Los segundos se refugiaron en el crepitar de las llamas.

 

~Dos años antes~

 

"Miel de roble" era famosa por los rumores que corrían en los barrios bajos. Se decía que el posadero era un expirata a las órdenes del Gobierno, pero estaba huyendo del mismo por un asesinato no autorizado. La historia se distorsionaba y se modificaba según la zona, según el trovador, pero nunca se apagaba la llama de la imaginación. Se decía que todas las noches en la taberna habían apuestas de borrachera.

 

Por tanto, cuando Roronoa Zoro, capitán de "Three Blade" escuchó los rumores que se cocían sobre esa posada en la cubierta de su barco, no dudó en dirigirse rumbo hacia la Isla Kuraigana. Situada en Paraíso no sería una travesía fácil, pero a él y su tripulación de malhechores les gustaban los retos.

 

Por tanto, después de interminables meses en el mar, la costa salpicada de acantilados les recibió con una cálida bienvenida a pesar de que el clima era húmedo. Amarraron el barco en el puerto y la tripulación se dispersó en busca de juerga, bebida y alguna muchachita. Sin embargo, el capitán pidió indicaciones para llegar a la famosa posada.

 

Se perdió un par de veces, todo hay que decirlo, pero se sintió muy afortunado por llegar antes de que inesperadamente comenzase llover. Se apresuró a abrir la puerta, iluminada por un simple farol.

 

Desde luego, el ambiente era mucho más que bullicioso. Un par de violines y un acordeón tocaban en el fondo del local, las mesas estaban abarrotadas de marineros ruidosos, la chimenea estaba encendida y la pobre camarera serpenteaba tambaleante llevando bandejas con alcohol. Zoro sonrió, definitivamente se lo iba a pasar muy bien.


Anduvo entre la muchedumbre, de vez en cuando escuchando rumores sobre su tripulación, pero nada para montar una pelea. Se sentó tranquilamente sobre un taburete de madera y se apoyó en la barra, esperando por una copa. Sin embargo, una jarra impactó sobre la mesa con un golpe seco.

 

—Te reto aquí y ahora, marimo, mi nombre es Kuroashi Sanji. —Un hombre rubio, con una de sus cejas en espiral (con uno de sus ojos tapado por el cabello) y una pose de galán apareció de la nada. Zoro le miró con indiferencia durante unos instantes y sonrió socarrón.

 

—No serías capaz ni vencer a tu abuela, cejas de remolino —replicó. Las voces del local se fueron apagando cuando el hombre alegó casi en cólera, que esa no era la forma adecuada de hablar sobre una mujer.

 

La camarera de peinado estrafalario de color rosa y negro, lo dispuso todo de forma que los dos competidores se sentaran en la mesa central de la taberna. La gente se arremolinó a su alrededor haciendo las apuestas. Bien era cierto que Zoro tenía fama de gran bebedor, pero al parecer, su contrincante también había ganado muchas competiciones.

 

—Muchas gracias, Perona —alegó el rubio casi con corazones en los ojos, revoloteando a su alrededor—. Eres la bella de las bellas, la más hermo…

 

El local estalló en carcajadas cuando la aludida le dio tal bofetón que cayó de golpe en la silla opuesta a Zoro, que se reía con suficiencia. Tras el numerito, los instrumentos volvieron a tocar y Perona puso una botella de sake y dos vasos sobre la mesa.

 

La competición se alargó hasta medianoche, cuando Sanji cayó totalmente fulminado por tal cantidad insalubre de alcohol, mientras que Zoro parecía no haber bebido ni gota. La gente estalló en aplausos, carcajadas y gritos mientras se llevaban el cuerpo inerte a alguna habitación. El capitán sonrió con el botín que había conseguido, los berries que le tocaban se amontonaron en la mesa y no tardó mucho en recogerlos.

 

Pero lo cierto es que aún quedaba mucha noche por delante, y recordando los rumores que había escuchado, se le ocurrió una idea.

 

—¿Se puede retar a cualquiera? —preguntó al gentío con demasiada calma. Todos asintieron, saliendo muchos voluntarios—. ¡Reto al posadero!

 

Entonces, la taberna sí se quedó en completo silencio, más de uno se puso pálido como la nieve, y la camarera no pudo ocultar su sorpresa. Pasos se escucharon en la planta de arriba, dirigiéndose hacia la taberna. Se escuchó una risa entre la multitud.

 

El posadero bajó elegantemente las escaleras, con una copa de vino en la mano y un curioso sombrero que le tapaba la mitad superior de la cara con las sombras. Zoro no pudo evitar una leve incomodidad.

 

—Acepto —respondió con una voz parecida al terciopelo. Zoro no se achantó, al menos no hasta que tomó asiento y se quitó el sombrero.

 

Nunca había visto aquella mirada, ni siquiera supo si había visto aquella tonalidad en ojos humanos alguna vez. Le dejó con la mente totalmente en blanco. Se fijó en sus facciones marcadas, la barba cuidada, la curva de su cuello, como la blusa blanca resbalaba despreocupadamente sobre su piel contrastando con el azabache de su cabello y la cruz dorada que pendía en su pecho. Observó un matiz burlón en sus ojos por unos segundos, pero fue tan rápido que pensó que lo había imaginado.

 

—¿Cómo os llamáis? —preguntó serio. Zoro salió del trance en el que se hallaba inmerso.

 

—Roronoa Zoro, capitán de “Three Blade” —respondió firmemente y con sorna—. Honrados piratas.

 

—Dracule Mihawk —se presentó el posadero escuetamente. Descorchó una botella de sake con los dientes—. Sois muy osado al retarme, nadie ha conseguido vencerme.

 

—Hasta hoy. —La multitud rió con aplomo, pero el peliverde no les hizo caso alguno—. He venido por respuestas, y voy a resolverlas.

 

—¿Qué clase de respuestas? —preguntó arqueando una ceja, tras haber dejado unos segundos de expectación.

 

—Si gano yo me contarás si son ciertos los rumores sobre esta posada —la multitud comenzó a susurrar, pero fueron acallados con una mirada de Mihawk.

 

—Bien, pero en el caso contrario... haréis lo que yo os pida por el resto de la noche.

 

Zoro asintió con la cabeza, seguro de sí mismo y con cierta curiosidad. Una vez más comenzó la interminable lucha por no caer rendido. Las botellas iban y venían, las horas acariciaban el ambiente. Los marineros se iban, algunos cansados y otros más borrachos que una cuba, e incluso las apuestas cesaron cuando vieron que la competición se alargaba demasiado, encargando el dinero a Perona; que poco después, cuando la taberna estuvo completamente vacía, también se retiró a dormir.

 

Zoro veía borroso, pero se negaba a abandonar. Estaba seguro de que el pelinegro estaba a punto de caer. No pudo ser más erróneo. Hasta él tenía un límite, y cuando vio que ni podría coger el vaso, estrelló la cabeza contra la mesa, derrotado y muy mareado.

 

—No ha estado mal —dijo el posadero, levantándose sin apenas esfuerzo para cerrar con llave la estancia—. Sois el primero que consigue aguantar tanto.


Zoro levantó la cabeza con dificultad y le miró con fiereza. Pero para pasmo suyo, en lugar de las burlas que esperaba, se topó con que le ofrecía el hombro para ayudarlo. Lo rechazó al principio con orgullo, pero al intentar levantarse trastabilló y cayó justo en los brazos de Mihawk, que le sacaba al menos un palmo de estatura. Aceptó la ayuda a regañadientes.

 

Le condujo hasta las escaleras y ambos las subieron. Aunque podríamos decir que Mihawk las subió y Zoro hizo un gran esfuerzo por no bajarlas rodando. En su estado etílico el peliverde no preguntó dónde le llevaba y cuando se dio cuenta de que estaban atravesando el umbral de una habitación, intentó separarse.

 

—Es... espera —mustió ya más recompuesto—. ¿Dónde...?

 

—A mis aposentos —le cortó—. No quiero un borracho en mi taberna.

 

—Yo no estoy borracho. —Zoro consiguió algo de lucidez, por lo que consiguió separarse y apoyarse en el marco de la puerta. Mihawk sonrió complacido, como si fuera la reacción que había estado esperando.

 

—Entonces tengo vía libre para esto.

 

Y le besó. El capitán abrió los ojos desmesuradamente e intentó apartarse de nuevo, pero no lo consiguió pues el mayor le tenía fuertemente agarrado. Poco a poco sus forcejeos menguaron para abandonarse a un abrazo desganado, cerrando los ojos, disfrutando de sentir el contacto de ambas lenguas en una lucha que sabía que tenía perdida de antemano. La falta de oxígeno hizo que se separaran a escasos centímetros.

 

—¿A esto te referías con lo de someterme por una noche?

 

—Estaba pensando en poneros a limpiar la taberna —susurró sobre sus labios—. Pero creo que esto es mejor.

 

Zoro sonrió de medio lado antes de que sus labios volvieran a chocar. Entraron en la habitación, cerrando de un portazo. El peliverde emitió un sonido de sorpresa cuando el mayor lo alzó del trasero para ponerle a su altura y apoyarle en una pared. Sus cuerpos se rozaban, el ambiente comenzó a calentarse.

 

El mayor arrancó la camisa del más bajo tirándola algún lugar del suelo, acarició su pecho, bajó por su cuello, lamió con deleite. El peliverde suspiró ante el acto, y despojó a su acompañante de la gabardina negra y roja que llevaba. Zoro acarició sus hombros, sus brazos, tenía la piel blanca como la nieve, casi le llamaba para que la mordiera, la lamiera…

 

Gritó cuando Mihawk dio una vuelta de ciento ochenta grados y ambos cayeron sobre una cama que había al fondo, al lado de una ventana. Por un momento pudieron mirarse. Al otro lado del cristal, el mismo farol alumbraba con luz tenue a través de la cortina de agua. Zoro vio como los ojos del contrario brillaban desde arriba, el otro se quedó embelesado con la imagen de su acompañante bañado por la luz.

 

Se besaron de nuevo, pero esa vez escuchando el sonido de la lluvia, sintiendo la suavidad de las mantas bajo ellos, aspirando los aromas de ambos que se habían mezclado en un curioso olor a metal, humedad y alcohol. Se besaron despacio, alargando el momento, retirando las últimas prendas que quedaban, sin prisa, meciéndose en el calor que iba aumentando inexorablemente.

 

Le clavó las uñas en la espalda cuando le sintió entrar. No podía respirar y un grito moderado, pero igualmente desgarrado ascendió por su garganta. El mayor paró a sabiendas de que el dolor era insoportable. Pensó que podría estar llorando por el mismo, pero aquel muchacho era más fuerte de lo que pensaba.

 

El sudor perlaba sus cuerpos cuando comenzaron a moverse despacio. El menor gritaba con cada estocada, siendo para él imposible contener la tortura que suponía al principio.

 

—¿Os hago mucho daño?

 

—No —intentó negar, pero la voz le salió insegura y seca—. Si… Sigue.

 

—Mentiroso —acusó el mayor desde arriba. Notó un líquido espeso bajarle por la espalda, sangre de los arañazos. Se acercó a su oído y susurró—: Sólo el principio.

 

Y tal como prometió, los gemidos fueron cambiando poco a poco a verdaderas exclamaciones de puro placer, debido a un punto en su interior y a que el mayor le estaba masturbando con rapidez. El menor rizaba los dedos de los pies y echaba la cabeza hacia atrás de lo intensa que le estaba suponiendo la experiencia. Notaba mucho calor, sudor y un placer que le dejaba con la mente totalmente en blanco.

 

Por otra parte, el mayor nunca creyó poder disfrutar de alguien así. Sus expresiones, sus gritos, lo memorizó todo. Le había calado por completo y descubrió que era una sensación que le gustaba.

 

Un espasmo proveniente de Zoro le alertó de que estaba rozando el límite. Por lo que como pudo, taponó la erección del menor, que soltó un grito de desesperación y frustración. Tenía la cara completamente roja, y los ojos humedecidos de lujuria y deseo.

 

Aumentó el ritmo. Le soltó cuando él estuvo a punto y ambos llegaron al clímax. Mihawk profirió un gemido ronco en el oído del menor, y éste arqueó la espalda para gritar por última vez y caer sobre la cama totalmente rendido. El mayor se separó de él y se tumbó a su lado.

 

Intentaron normalizar sus respiraciones. Zoro no podía siquiera enfocar el techo, pero a pesar del cansancio, sus músculos convertidos en mantequilla emitían placenteros calambres. Se sentía bien.

 

Su cuerpo le pedía a gritos dormir algo. El alcohol en sus venas y el cansancio le estaba pasando factura. Iba a quedarse dormido como él solía hacerlo en cubierta, cuando su acompañante habló:

 

—Yo era Shichibukai encubierto a las órdenes del Gobierno.

 

Zoro se giró en la cama, sin procesar lo que había oído. Su acompañante estaba semi girado, apoyado en la ventana y mirando hacia la lluvia.

 

—¿Por qué me lo cuentas? —mustió cuando se dio cuenta de que había respondido a su pregunta.

 

—No habéis ganado —respondió el camarero con simpleza—, pero tampoco habéis perdido, y soy hombre de palabra.

 

El peliverde se incorporó con cierta dificultad, le dolía cada centímetro de su cuerpo. Escrutó con la mirada lo que parecía que estaba mirando: la luz rasgada por el agua a través del cristal. Y ni aún así encontró la belleza de la estampa.

 

—Tenía lo que se me antojaba —continuó—: riquezas, propiedades... Y a cambio hacía trabajos encubiertos para el Gobierno. Y lo dejé.

 

El posadero se giró para escrutar el rostro de su amante pues pensó que se había dormido. Sin embargo Zoro le observaba intensamente, sabiendo que había algo oculto en sus palabras.

 

—¿Y lo dejaste, así sin más?

 

Mihawk se giró y arqueó una ceja. El capitán sabía que ocultaba algo, pero desvió la mirada al darse cuenta de que no podía mantenérsela.

 

—Hubo un encargo. —El peliverde se sorprendió. No creyó que se lo fuera a contar—. Era un asesinato. Pero me negué por la crueldad del mismo.

 

Mihawk se volvió a girar hacia la ventana mientras encendía un cigarrillo y Zoro se tumbó. No preguntó de nuevo.

 

Había algo en el ambiente. Algo que se movía en el silencio. Como una pregunta muda, un susurro en el aire. No era un silencio incómodo o asfixiante. La respiración del peliverde se normalizó, y se mezcló con el susurro de la lluvia y las caladas del mayor, formando una sinfonía leve y atrevida.

 

Se levantó, se recostó sobre su espalda maltratada. Le quitó el cigarrillo y le dio una larga calada. A aquella distancia, sus ojos brillaban.

 

—Quiero hacerlo de nuevo —susurró en su oído, insinuante, firme—. Bajo la luz del farol.

 

****

 

La catástrofe ocurrió dos días después.

 

Zoro no tenía ni idea de cómo se había filtrado la información. La Marina llegó con armas de fuego a medianoche. Irrumpieron en “Miel de Roble” destrozándolo todo a su paso, pidiendo la cabeza del dueño a gritos. Todos sabían lo que le ocurría a un desertor, y Mihawk lo sabía muy bien.

 

Los había matado a todos. Por suerte había sido un grupo pequeño, convencidos de que el Shichibukai había perdido todas sus habilidades con la espada. Por eso no pudieron reaccionar cuando el posadero desenfundó la elegante espada que colgaba tras la barra. La sangre salpicó las paredes, el techo y el propio espadachín.

 

El Capitán había atravesado la puerta. Había atravesado la lluvia cortante, había llegado a la taberna. Se había apoyado en el marco, jadeante, envuelto en el suave y frío manto del agua. Y comprendió que había llegado tarde.

 

Por eso no opuso resistencia cuando Mihawk le cogió del cuello, en un movimiento que podría haberse catalogado de felino, estampándolo contra la pared con violencia y con la otra mano cogiendo la espada con violencia.

 

Zoro no desvió la mirada. La mantuvo hasta que la presión casi le hizo desfallecer. Sus ojos le atravesaban, le derretían. Negó con la cabeza.

 

—No soy un traidor —mustió con dificultad.

 

El posadero pareció estallar en cólera, le lanzó al suelo y le apuntó con su filo, con la violencia marcada en cada línea de su cuerpo.

 

—Lárgate —exigió, con la voz tan cortante como la espada que sujetaba—. Lárgate y no vuelvas, pirata.

 

No le había hablado de usted. Era la primera vez que le veía perder los papeles, y no le gustó. Se levantó con dificultad y tosió sangre. Pero no iba a huir. Aferró con desesperación sus tres katanas.

 

—¡No soy un traidor! —Gritó.

 

—¡Lo serás mientras sigas siendo pirata! —Y se dio la vuelta.

 

Mihawk escuchó cómo se alejaba. Al fondo de la calle se escuchó un acordeón. Escupió en el suelo, la canción no podía ser más inapropiada. Casi escuchó como el corazón se le hacía pedazos.

 

https://www.youtube.com/watch?v=vxlbVkMj2Js

 

~Fin del flashback - Dos años después~

 

Puede que hubieran aguantado horas mirándose con dolor. Pero la música de un acordeón rompió el silencio. La misma canción, el mismo lugar, pero distintos hombres. Desviaron la mirada, uno compungido, otro con fingiendo indiferencia. Se separaron.

 

El traidor y el traicionado.

 

—¿Por qué no me mataste?

 

—¿Dos años y os atrevéis a venir a preguntar? —Se separó y caminó hacia la chimenea, donde le dio la espalda. El Capitán también había contado el tiempo. Cada minuto, cada segundo.

 

Zoro no se movió. Temió que si lo hacía podría romper el delicado equilibrio de paz que se había instaurado en los dos. Volvió a realizar la misma pregunta, temiendo la furia de Mihawk.

 

Pero no sucedió. Simplemente ignoró la pregunta.

 

Tenía tantas cosas que preguntarle. Cómo consiguió esconderse, cómo evadió la Marina, cómo consiguió mantener la posada sin que...

 

—Ahora que habéis dejado la piratería —le miró de reojo—. Ya no puedo consideraros un traidor, debido a mi posición.

 

El peliverde bufó. Qué tendría que ver una cosa con la otra, se preguntó. Cruzó los brazos. Quiso irse de allí como le había exigido, traspasar la puerta y olvidarle. Pero simplemente no pudo. Agotado se dejó caer sobre una mesa, empapándola con agua. Si al posadero le molestó  no dio muestras de ello.

 

—Habéis sido tan mal espadachín como para que os hirieran en el ojo. —El imponente hombre se había materializado a su lado. No le había escuchado venir. El muchacho acercó una mano a su vieja cicatriz.

 

—No es nada —susurró, no tenía ganas de discutir. Cuando alzó la vista se dio cuenta de que aquella noche, aquellos dos días hacía dos largos años habían sido reales. Que la persona que tenía enfrente era real. Había fantaseado tantas veces con ese momento, pero en aquellos instantes no tenía ni la más remota idea de cómo actuar.

 

Despacio, le contó la historia. La historia de cómo hacía dos años le creyó un traidor, pero que en realidad Zoro había sido el traicionado y no al revés. Explicó que le drogaron y que había revelado el paradero del mayor, un día antes y en su propio barco.

 

—Puedes no creerme —finalizó—. Al menos mi conciencia estará tranquila.

 

Mihawk le apoyó una mano en el hombro, pero no le miró cuando Zoro compuso un gesto de sorpresa. El posadero rió por lo bajo y se dirigió hacia las escaleras. Uno de los dos tenía que dejar su orgullo a un lado, comprendió.

 

—¿Qué era lo que querías hacer bajo la luz del farol?

 

Epílogo: La calma que precede



Aunque les trajeran malos recuerdos, jamás abandonaron la posada. Permanecieron fieles por siempre y para siempre. Hubieron discusiones, hubieron fiestas, hubieron bodas y hubieron rivalidades. Pero siempre hubo música.

 

Hablaron con el hombre que tocaba el acordeón. Llevaba en la calle toda la vida, y aunque su nombre fuera Brook, todos le llamaban El Perro por ser tan fiel a su instrumento, aunque también supiera tocar el violín.

 

Desde entonces su música resonaba siempre en la taberna. A nadie le gustaba el silencio, porque en él se hallaban preguntas oscuras y amenazantes. Sus canciones se entremezclaban como la sangre y el alcohol al son de borrachos compitiendo por el aguante máximo.

 

Volvieron a competir incontables veces, y aunque ambos supieran dónde iba a acabar la cosa, era estimulante no darse por vencido. También tuvieron duelos de espadas, dado que ambos eran espadachines, y tras mucho intentarlo, el peliverde consiguió ganar al menos una vez.

 

Si vais allí, no la encontraréis a simple vista. El cartel de madera que anuncia su nombre está corroído por el tiempo, y casi no se distingue su nombre. Pero hay algo inconfundible que jamás cambiará…


La luz del farol.


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