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Te quiero conmigo por Zabar

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Notas del fanfic:

¡Hola! Después de mucho pulir y pulir acá tengo una versión más o menos definida de esta historia. Esperé hasta llegar a los diez capítulos para comenzar a publicar, pero no lo conseguí... era mucho más fuerte que yo. Así que acá estoy, publicándolo, esperando un poco de apoyo. 

Muchas gracias por leer y por favor, no cuesta nada dejar un comentario, y me haría muy pero muy feliz. :) 

Notas del capitulo:

Muy bien, acá les dejo el primer capítulo :) Espero que les guste.

Capítulo 1

              No voy a decir que estaba enamorado. Simplemente me gustaba. Lo veía pasar junto a mi hermano, Franco, con el pelo medio largo castaño claro y los ojos marrones achispados. Cuando le daba el sol, achinaba los ojos, y supuse que cuando reía también se le achinaban, pero nunca lo había visto reír.

No sabía qué me gustaba de él. Tal vez era que tenía los gruesos tomos de libros que compraba en Estambul —el anticuario del centro— y los leía en la puerta del colegio mientras esperaba que sea la hora de hacer educación física. Yo lo miraba, cuando tenía que mirar a mi hermano.

Él tenía dieciséis cuando lo conocí. Acompañaba a Franco porque lo dejaba en el auto, y de paso le hacía la pata esperando mientras sus profesores se desocupaban. Franco era nuevo en el colegio ese año, y no conocía a nadie. Nos acabábamos de mudar. Y Franco, tan social como siempre, a mitad de año seguía sin hablarse con nadie a menos que fuera por trabajos grupales.

Le pedí a Franco que averiguara su nombre. Me dijo, después de varias semanas en las que no me había olvidado de verlo desde lejos, que se llamaba Julián.

Julián.

Esa cara bonita de pómulos altos y labios esculpidos tenía nombre. Lo miraba todo el tiempo. Tenía un bonito lunar bajo del ojo derecho, y manos grandes, con uñas prolijas. Usaba un anillo en forma de serpiente en el dedo meñique de la mano derecha, y cintas en la muñeca en forma de pulseras. Tenía un collar de cordón con las Reliquias de la Muerte. Escuchaba música clásica. Era tranquilo. No salía. No tenía idea de si tomaba. Le gustaba leer desde clásicos hasta novelas juveniles.

Puede que suene como un acosador, pero me gustaba. Me gustaba, y no me animaba a hablarle. No me animaba a decirle hola, o preguntarle (porque no era tan caradura) cómo se llamaba. Sólo lo veía. Y, al parecer, él no se daba cuenta, siempre con los ojos enterrados en las profundidades de las páginas amarillentas y los auriculares reproduciendo los sonidos del universo, la magia del piano de cola y la majestuosidad de los violines.

Entonces, un día, todo se desmoronó.

Eran los primeros días de clase del último año de mi hermano. Después de un año de mirar en silencio a Julián, pensé que no se me iba a presentar la oportunidad de hablar con él, hasta ese momento.

Estaba fumando en los bancos de enfrente del colegio, en la fotocopiadora. Estaba esperando que Franco saliera así lo llevaba a casa. Me había mandado un mensaje que por favor lo fuera a buscar, que había tenido un problema.

Ni me imaginé qué problema había sido.

—Lo agarraron a la entrada —me dijo Julián, mi querido Julián, cuando me trajo a mi hermano hasta el auto con un ojo morado y el labio partido—. Ni idea quiénes eran.  Franco dice que tampoco sabe, pero no le creo.

Fulminé a mi hermano con la mirada mientras él refunfuñaba entre dientes.

—¿Quiénes eran, Franco? —pregunté. Franco negó con la cabeza—. ¿Quiénes eran? —insistí.

—No eran del colegio —dijo en voz baja. Vi como Julián buscaba en su mochila y sacaba una polvera. ¿Qué hacía con una polvera? Se la pasó a Franco que lo miró como si estuviera loco.

—Tiene espejo. Ponetelo en el ojo.

Franco agarró la polvera y la abrió. Cuando se fue poniendo en el ojo morado, el color fue disminuyendo hasta quedar de un color bastante artificial, pero no morado. Seguía levemente hinchado y enrojecido, pero por lo menos no parecía que lo hubieran cagado a trompadas.

—Soy Julián —me dijo él, con las manos en los bolsillos del jean lavado—. Soy un compañero de tu hermano.

—Suponía —dije, poniendo mi mano frente a él—. Yo soy Facundo.

Sacó una de las manos del bolsillo y la aceptó.

Franco estuvo listo.

—Julián, ¿por qué no te alcanzamos hasta tu casa? —dijo de golpe Franco—. Me dijiste que no vivías lejos.

Julián se puso pálido.

—No, está bien. Tengo que pasar por Estambul… quedé con la señora de ahí para que me mostrara sus revistas de arte nuevas…

Arte. Le gustaba el arte. Quise decirle algo, como que qué tipo de arte le gustaba, pero Franco insistió.

—Te alcanzamos hasta allá, entonces.

Julián asintió con la cabeza, aunque su semblante seguía pálido, se subió al asiento trasero del auto aceptando la polvera de vuelta. Franco tenía cara de pocos amigos, aunque pareció sumergirse en una conversación con Julián que no tenía pérdida. Hablaron sobre los trabajos, sobre la profesora de Dibujo, sobre el profesor de Literatura. Julián tenía una voz bonita, fluida, y las palabras parecían salir de su boca como hechizos. Me atraparon. Y a pesar de que intenté poner atención al camino, manejaba casi como autómata, hasta que llegamos a Estambul. Julián se despidió de mi hermano y de mí, y lo vi entrar al anticuario pasándose las manos por el pelo.

Franco bufó.

—Que loco este pibe, tener maquillaje en el morral.

Yo me reí porque no me quedaba de otra.

 

 

            Tal vez no me presenté bien. Mi nombre es Facundo Garibaldi. Tengo veinte años, y estoy segundo año del profesorado de Literatura en el Rojas. Me descubrí homosexual hace más o menos tres años, terminando el secundario. Después de terminar el secundario, me hice un año sabático para viajar por el país de mochilero y sacar fotos, mientras que me metía en relaciones esporádicas con otros mochileros; muchos eran buenos conmigo, otros sólo me trataban como método de experimentación.

La cosa es que, lo que siempre había pensado que era un defecto en mí, resulto ser la realidad. Y estoy bastante orgulloso de ello.

Bastante, aunque aún no me animo a salir del armario.

 

            Volví a ver a Julián otra vez cuando citaron a mis viejos al colegio. Yo fui con ellos. El director nos explicó que habían golpeado a mi hermano en la puerta del colegio, y que en ese colegio no podían tolerar la violencia de ese modo; que habían llamado a la policía, y a la ambulancia, pero que los que lo habían golpeado se habían ido con rapidez. Que mi hermano estaba en el baño con un profesor, y que ya vendría la ambulancia para llevarlo.

Mi vieja se puso mal. Tuvo que hacerse un paf para el asma, y mi viejo pareció querer romper algo. Pero ahí estábamos, diciéndonos que el colegio daba todo su apoyo en lo que quiera que estuviera pasando, pero que no podían soportar que ese evento se volviera a repetir.

Cuando salimos, mi hermano estaba agarrándose la cabeza, sentado en uno de los raros sillones de la recepción.

—¡Franco! —mi mamá se tiró a sus brazos, lo abrazó, le llenó la cara de besos como si no fuera a volver a verlo, como si se fuera a la guerra. Franco se apartó de ella.

—Mamá, estoy bien.

—¿Por qué no nos contaste? ¿Por qué no nos dijiste? —preguntó mi viejo, tal vez algo violentado. Franco se mordió el labio.

—Es que… pensé que podía manejarlo.

Chasqueé la lengua.

—¿Quiénes son? —preguntó mi vieja—. ¿Quiénes le pegan a mi bebé?

—Mamá, ¡por Dios! ¡No soy ningún bebé! ¡Puedo manejarme solo! —gritó, soltándose del agarre de mi vieja. Yo suspiré.

—Franco, vení.

Franco me miró con sus grandes ojos azules, tan azules como los míos y los de mamá. Él se levantó, aunque hizo una mueca, y mis viejos nos dejaron alejarnos a solas.

—Tenés que decirme. A mí, al menos. ¿Quiénes son? Ya es la segunda vez —le miré, la culpabilidad en los ojos y pasé saliva—. Es la segunda vez, ¿verdad?

—Puede que sea la cuarta.

Tomé aire y lo solté muy lento.

—Franco, ¿estás  loco? ¿Por qué no nos dijiste? ¿Estás…? —entonces, vi como Julián se acercaba al trote por la puerta, con la mochila de mi hermano en las manos. Al verme hizo una mueca.

—Franco, acá te traje tu mochila —dijo—, tengo que volver, ¿o querés que me quede?

—¿Vos sabías? —encaré a Julián—. ¿Vos sabías lo que le pasó a mi hermano?

Julián retrocedió un paso.

—Yo no… —miró a mi hermano, y después se agarró de la nuca, visiblemente nervioso—. Bueno, puede que me lo haya contado.

—Franco —arrastré el nombre en un reto—. ¿Por qué…?

—¿Y qué te importa a vos? —Franco me sorprendió con su tono de voz, alto y firme—. ¿Qué les importa a ustedes? No saben nada de mí, de mi vida, de mis amigos. No tienen idea de quién soy, qué me gusta. ¡Son la peor familia que podría tener! ¿Por qué tendría que confiar en ustedes?

Parecía agitado, dolido, herido. La mirada traicionada en su cara dejaba en claro que hacía un tiempo largo que venía pasando esto. Aunque el llamarme aquel día parecía haber sido un grito de ayuda, que yo no haya insistido y le haya dado su espacio pareció ser un error fatal.

Julián se removió, incómodo.

—Fran, no creo que tengas que… —empezó Julián, pero Franco lo calló.

—Yo digo y hago lo que quiero, Julián. Voy a cumplir dieciocho en junio. Y me voy a ir a la mierda de esa casa, vos ya sabés. A un lugar donde esté con los míos. Donde me entiendan.

A este punto no entendía nada. ¿Qué le pasaba? Quise preguntar, pero justo llegó mi viejo, con los ojos bien abiertos detrás de los lentes de marco de carey, y se acercó como un toro.

—¿Cómo que te pensás ir de la casa? ¿A dónde vas a ir? No tenés plata, no tenés trabajo, y para peor, te están cagando a palo gente que no conocés. ¿A vos te parece que estás en posición de elegir irte por tu cuenta? ¿Qué vas a hacer, si no sabés ni lavarte los calzoncillos solo?

Franco enrojeció. Me puse en medio.

—Papá, Franco va a ser mayor de edad, no podemos hacer nada si él quiere irse —intenté un vano de ponerme del lado de mi hermano, que funcionó mal.

—Ahora no hagás que te interesa, pelotudo —dijo, con furia, y agarró la mochila y del brazo a Julián—. Vámonos, Julián. Esperemos a la ambulancia afuera.

Julián me lanzó una mirada de disculpa desesperada y siguió a mi hermano rumbo al patio. Yo me agarré del pelo, frustrado, y mi viejo quedó ahí, helado, como si lo hubieran apuñalado. Me dirigió una mirada fría y se dio la vuelta para irse con mamá, que lloraba.

 

 

            Así como suena parecemos una familia de bien, pero tengo que destacar algo: mi familia es una familia rota.

Mi viejo se la vive afuera, trabajando. Mi vieja se la vive adentro, limpiando, ordenando, comprando por las cadenas de televisión y hablando por teléfono con aquellas lejanas amigas que quedaron viviendo allá, en Lomas de Zamora, donde vivíamos antes. Fin de semana de por medio agarra su bolsito, una muda de ropa, y se va a la casa de alguna de sus amigas para pasar con ellos, al mismo tiempo que mi viejo agarra su caña de pescar y se va al Dique, a aumentar su paciencia prácticamente inexistente.

Mi hermano y yo solíamos ser muy cercanos. Nos llevamos tres años, y de chicos éramos Batman y Robin,  inseparables. Solíamos jugar en el tremendo patio de casa hasta que ya era de noche y nos comían los mosquitos. Lo compartíamos todo a medida que fuimos creciendo: desde los juguetes hasta la ropa.

Siempre creí que, a pesar de aquel año lejos de mi familia, seguíamos siendo unidos.

Pero me di cuenta de que me equivocaba.

 

 

            Mi hermano tenía un esguince en la muñeca y varias costillas magulladas. No tenía nada en la cabeza, y le recetaron reposo y analgésicos. Mi vieja pasó por la farmacia conteniéndose las lágrimas.

Llegamos a casa y mi hermano se encerró en su pieza. No bajó a cenar y tampoco aceptó cuando mamá le subió la comida. Así que hice lo que nunca me hubiera enorgullecido de hacer: entré a su Facebook.

Tengo la contraseña de mi hermano. No porque le haya hackeado la cuenta, o porque quiera, sino porque yo se la elegí. Él eligió la mía, y yo elegí la suya. Era un buen plan para  que no nos entraran adivinando nuestras contraseñas por nuestros gustos. Así que eso hice: entré, y me puse a ver sus mensajes.

(Sé que es una invasión horrible a la privacidad, que me merezco yo que me caguen a golpes, pero no podía soportarlo. No podía soportar ver a mi hermano tan mal y no poder hacer nada para apoyarlo).

Tenía unas ventanas de chat activas. Entre ellas estaba la de Julián.

“Qué quilombo el tuyo” decía Julián, escribiendo bien, con una ortografía impecable. “¿Estás seguro que te vas a ir? No te tratan mal”.

“Es peor que te ignoren” decía mi hermano, sorprendentemente para mí escribiendo bien. Ya no escribía más abreviado, y me di cuenta de que sí, de que era peor que te ignoraran. “Vos no tenés idea de lo que vivo en esta casa desde que empezó el año”.

“Pero, Fran, vos sólo te buscás los problemas” escribía Julián, y casi podía imaginármelo escribiendo con una expresión de paciencia que nadie de mi familia tenía. “¿Por qué no salís del armario?”

Me atraganté con la saliva.

“Salir del armario? Vos estás loco!” tipeó rápido Franco. “Tenés idea de cómo reaccionarían todos? Mi hermano no lo aceptaría nunca. Y mi viejo… mi viejo quiere que me case. Quiere que estudie un profesorado como mi GRAN Y PERFECTO HERMANO y que me case y que tenga una familia como la de ellos, hipócritas mentirosos”.

Contuve el aire esperando la respuesta de Julián.

“Vos no sabés lo que piensa tu hermano” dijo Julián “Vos no sabés lo que piensan tus viejos”.

“Si sé” la respuesta de Franco fue más rápida “Obvio que sé. Cómo van a querer a un enfermito en la familia? A un trastornado?”

“Te gustan las vergas, Franco. No matar gente” Julián tipeó, y casi podía imaginármelo poniendo los ojos, esos bonitos ojos, en blanco. “Probá. Decíselo a tu hermano. Probá suerte. Te podés sorprender”.

“Vos me hablás en serio?”

Pensé, por un minuto, que Franco lo iba a mandar a la mierda. Pero cuando Julián mandó el “Sí!” casi pude ver a mi hermano agarrándose del pelo, frustrado, confundido.

“Vos decís que le diga ahora?”

“¿Ahora? ¿No es un poco tarde?”

Miré la hora. Eran casi las doce.

“Facundo siempre se queda hasta tarde estudiando”.

Me sorprendió que lo supiera.

“Entonces, andá. Antes de que te arrepientas”.

Mi hermano dejó de escribir y yo cerré rápido el Facebook. Cerré la computadora, agarré un libro que había estado leyendo (que le había visto a Julián que leía, “Ojos de fuego” de Stephen King y me tiré en la cama.

Casi dos minutos después escuché que tocaban la puerta.

—¿Quién es? —pregunté. Sentí a mi hermano dudar del otro lado.

—Soy yo, Facundo. ¿Puedo pasar?

Me senté en la cama, todavía con el libro en las manos.

—Pasá.

Facundo entró. Tenía el labio hinchado, y la venda de la muñeca parecía brillar. Intenté apartar la vista de esas imágenes para dejar el libro y ladear la cabeza.

—¿Te dignaste a salir de tu pieza?

Franco frunció el ceño, pero suspiró.

—Tengo que hablar con vos.

—Hablá.

—Es importante.

—Te escucho.

Tal vez estaba siendo demasiado indiferente, pero no tenía muchas ganas de admitir que había estado mirando en su Facebook, sus mensajes privados, cosa que jamás había hecho antes. Acababa de romper una regla bien explícita entre hermanos.

Mi hermano dudó, y decidí atacar, ser el hermano que en verdad era en vez del hermano que él creía que era.

—Disculpá, ¿no querés sentarte? —le dije, señalando a la silla de la computadora. Franco me miró como si me hubiera loco—. Esto parece ponerse largo.

Franco asintió y fue, arrastró la silla del escritorio hasta la punta de la cama y se sentó al revés, con las piernas abiertas y el mentón apoyado en el espaldar.

—Los pibes esos… —dudó— me golpean porque estoy saliendo con alguien. Con un familiar.

Levanté una ceja.

—¿Por qué no me dijiste? ¿Cómo se llama?

Se mordió el labio, un tic nervioso que mi hermano y yo compartíamos.

—Pablo.

Parpadeé. Me hice un poco el pelotudo.

—¿Pablo?

Él asintió.

—Sí, se llama Pablo, y lo conocí el año pasado, a final de año, en shopping, en Hana… ya sabés, la tienda de anime. Yo… no sé, me gustó.  Tiene quince. Y es muy simpático. Muy dulce. Es… una cosa increíble. Me enamoré, Facu. Y él se enamoró de mí. Pero sus hermanos se dieron cuenta, y quieren que lo deje, dicen que estoy enfermo, me quieren sacar lo puto a golpes, y a él también lo golpean, y le sacaron el internet, y hablamos cuando él se queda a la tarde para educación física… va a mí mismo colegio, a la mañana. Es… es divino, Facu. Yo lo quiero. Te juro que lo quiero.

Cerró los ojos, que temblaban. Todo él temblaba, y me sentí horrorizado de mí mismo. ¿Tanto miedo me tenía? ¿Tan mal pensaba de mí? Me levanté, y Franco se encogió en sí mismo, como si fuera a echarlo a patadas.

Me puse atrás suyo, le apoyé las manos en los hombros.

—Mi primera vez fue con un hombre —le dije—. Se llamaba Cristian. Después me metí con otros más, y no te puedo decir que sé mucho sobre el tema, pero espero saber un poco más que vos. Te puedo ayudar cuando quieras… porque espero que no la hayas puesto todavía. O, no sé, que te la hayan puesto.

Se dio vuelta mirándome con los ojos más grandes que vi en la vida.

—¿Me estás jodiendo? —preguntó, helado—. ¿Me estás jodiendo? —repitió, como si no lo hubiera escuchado. Negué con la cabeza.

—No, no te jodo. Es verdad. Es decir, ¿por qué te jodería con algo como eso?

Mi hermano soltó una risa con una nota de histeria. Y después se largó a llorar.

Le palmeé la espalda, le revolví el pelo. Me abrazó como hacía tiempo que no me abrazaba; desde que teníamos nueve y siete años, y había tormenta, y Fran me abrazaba con fuerza mientras escondía su cabeza en mi pecho, sollozando.

—Hey, tranca —le alcancé un pañuelo de mi bolsillo. Esto lo hizo llorar todavía más—. Tranca. Está bien. Calmate, Fran, por favor.

—Es que… creí que no… creí que vos no… —se limpió la cara con las manos, se sonó los mocos con el pañuelo—. Tenía tanto miedo, Facu. Tanto miedo.

Me reí.

—Sí, me di cuenta. Pero quedate tranquilo. Estoy con vos en todas.

Se rió él, con una risa quebrada, y me dejó que le pasara las manos por la espalda mientras se calmaba. Diecisiete años,  y se veía como un nene, todavía inocente, llorando de miedo.

Pero no hay edad para dejar de tener miedo por cosas de la vida.

—Facu, gracias —me dijo después—. No tenía idea de que vos también…

—¿De que a mí también me gustaba el negro de whatsapp? —bromeé. Fran me dio un empujón—. Está bien, entiendo. Sí, somos más parecidos de lo que cualquiera diría.

Su expresión fue un poema. Le limpié la cara como si volviera a ser mi hermanito, lo que nunca iba a dejar de ser.

—Entonces —dudó— ¿tenés novio?

—No, aunque me gusta alguien —le dije, mientras me tiraba en la cama—. Y no vas a adivinar quién.

—Obvio, no conozco a tus amigos —puso los ojos en blanco como si fuera lo más obvio del mundo mientras se sentaba a los pies de mi cama, la silla olvidada.

Le sonreí.

—Pero no es un amigo mío.

Parpadeó, y después una sonrisa salvaje cruzó su rostro.

—Ah —dijo, como si lo entendiera todo—. ¡AH! ¡Jodeme que te gusta Julián!

Le saqué la lengua.

—¡Nooo! —dijo, riéndose—. No, no podés ser tan rebuscado, Facundo. No. No podés.

—¿Por qué no?  —tenía una sonrisa en la cara, pero Franco negó con la cabeza.

—No vas poder salir nunca con Julián —dijo, poniéndose serio—. Haceme caso. No te ilusionés. Buscate a alguien de tu edad, o no importa que no tenga tu edad, pero a alguien que… no sé, que pueda corresponderte. Julián… no, es un caso aparte.

Suspiré.

—¿Qué, tiene novia?

Franco negó con la cabeza.

—Julián viene con una responsabilidad encima. Yo que vos me lo sacaría de la cabeza y ya —se desperezó, bostezando—. Che, Facu, me voy a dormir. No le digás nada a los viejos, ¿dale? De eso me encargo yo.

Asentí con la cabeza y lo dejé irse con un escueto “dormí bien”. Mientras tanto, las palabras de mi hermano me daban vuelta en la cabeza. “Julián viene con una responsabilidad encima” me repetía una y otra vez, y no era capaz de sacar qué tenía Julián que lo hacía venir con una responsabilidad. No me imaginaba para nada. No me imaginaba absolutamente nada de lo que, en un futuro, podía pasar.

 

 

            En realidad, quiero ser escritor. Estudiar el profesorado de Literatura fue sólo un camino para saber más de lo que amo. Pero eso no lo sabe nadie. Nadie sabe que cuando estoy solo escribo poemas, o que tengo bocetos de mis cuentos y novelas en los cuadernillos que supuestamente tengo que usar para estudiar. Es mi secreto.

Y como yo, Julián también tenía un secreto, y mucho más grande que el mío. 

Notas finales:

Muy bien, espero que les haya gustado el primer capítulo. No tengo fechas de actualización, pero prometo ser regular con ellas; como mínimo una vez cada dos semanas. (Sí, prometo, prometo...) A medida que vaya publicando voy a ir escribiendo, y cada vez que necesite corregir algo lo voy a avisar en el capítulo mencionado.

Espero de corazón que les guste la historia. Por favor, si me dejan comentarios, sería muy feliz :) 

Gracias por leer, ¡hasta la próxima! 


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