… prólogo…
Un día gris
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Rusia, 2015.
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Amenazaba con llover en cualquier momento cuando Viktor Nikiforov salió del automóvil. Tenía lentes negros a pesar del clima, sin un rayo de sol, y el traje negro le sentaba como un guante. Y guantes, también los llevaba, cortos que aferraban sus dedos como una segunda piel ocultando sus uñas, sus dedos, y más específicamente, aquello.
Del asiento delantero del automóvil salió un muchacho. Era asiático, ni tan atractivo como Viktor, y ni tan desarreglado como para no merecer estar a su lado. Tenía lentes cuadrados con rebordes azules en los marcos, y su corbata también era azul, un azul claro y desvaído. Parecía la corbata de alguien que no podría comprarse otra.
Viktor se quitó la levita negra y la cargó en su brazo. Un solo paso por detrás suyo, el asiático caminó, alejándose de la calle, del vehículo, e internándose en el edificio con el ruso.
Viktor Nikiforov. Los murmullos en el casino se hicieron fácilmente audibles. El Heredero de la Rússkaya Máfiya, heredero del imperio Nikiforov, forjado por años por la familia de Aleskéi Nikiforov: si había alguien poderoso en Rusia, ese era Viktor.
Avanzó entre las multitudes, fielmente seguido por el muchacho de ojos rasgados. Se mantenía en silencio, con ambas manos en los bolsillos de su levita gris. Parecía un niño pequeño siendo guiado a un mundo de adultos. Inclusive, algunos apostadores le miraron mal; ¿qué se creía aquel niñato para adentrarse al Imperio? Y el japonés no levantaba la mirada, con una expresión que derivaba entre el aburrimiento y la petulancia.
Viktor saludó, besó mejillas, regaló monedas. Era poderoso, brillante, inteligente, cargado de una energía feroz que descolocaba a muchos. Cuando colocó una moneda en un tragaperras que escupió pequeñas moneditas plateadas, dejó que otras personas recogieran el dinero en fichas y se volvió con el asiático, que tenía total expresión de aburrirse.
—Vámonos, Viktor —el pedido del hombre, en un fluido ruso, congeló a quienes le hubiera oído. Algunos contuvieron el aire. ¿Viktor Nikiforov se enojaría? ¿Tendría un arrebato de ira digno de su familia? ¿Le pondría una bala en la frente, en el entrecejo, y un hilo de sangre correría por el rostro de niño?
—¿Te aburres de mí, Yuuri? —preguntó el ruso, apoyando la mano en la espalda del chico. Él chasqueó la lengua.
—De ti, nunca podría —una extraña sonrisa atisbó sus labios—. Sí de esta gente entrometida.
Habían cambiado el ruso por el japonés en una articulación de palabras susurrantes. Viktor soltó una jovial carcajada y lo guió hasta un ascensor al final del casino, que los llevaría hasta la oficina del jefe, desocupada en esos momentos.
Yuuri sacó las manos de sus bolsillos una vez en la caja espejada que subía los pisos. Viktor contempló como el japonés sacaba un cigarro liado a mano y lo mordía. No necesitó más para sacar su encendedor y deslizar la flama justo debajo de la punta del cigarro. Después de que Yuuri expulsara el humo, que relajó su cuello y espalda, y consiguió que su postura se irguiera haciéndole crecer algunos centímetros, le dedicó a Viktor una sonrisa curvada.
—Spasibo.
Viktor inclinó ligeramente su cabeza. El ascensor se detuvo un piso antes del pedido y abrió sus puertas. Cuando el hombre trajeado les vio, palideció y retrocedió, agachando la cabeza.
—Mis disculpas —formuló en un ruso hosco—. No sabía. Subid tranquilos.
Viktor sonrió y saludó mientras las puertas del ascensor se volvían a cerrar y eran guiados a su piso. Yuuri estuvo allí, fumando el cigarro de tabaco negro, cuyo humo se torcía en las comisuras de sus labios como una sonrisa cruel.
Salieron en el piso de la oficina. El casino-hotel era popular. Muy popular. Tampoco esperar menos del Imperio.
La oficina estaba cerrada con llave. Viktor sacó del interior de su chaqueta una pequeña llave dorada y la introdujo en la cerradura para abrir las puertas de doble hoja y revelar la oficina a la cual nadie entraba además del Jefe y de dos personas más.
Todos quienes desearan una entrevista con el Jefe de la Rússkaya Máfiya se encontrarían con él en el casino. Aleskéi les recibiría, escucharía sus peticiones y lo consideraría. Pediría que expusieran bien sus casos, luego los pasaría a papel y los archivaría en la oficina. Viktor leería todas aquellas peticiones, siempre con fotografías y números telefónicos, y lo consideraría mucho antes de llevárselas al Jefe.
Pocas veces el Jefe mismo se dignaba a pisar el Imperio. Pero esta era una vez especial.
Con el cigarro liado a mano entre los dientes, el humo flotando a sus lados como un suave suspiro de ángel, Yuuri Katsuki tomó asiento en el cómodo sillón que había instalado, algún tiempo atrás, en su oficina. Se quitó los lentes y se echó los mechones negros hacia atrás, liberando su rostro del aspecto aniñado e infantil, haciendo sus rasgos reconocibles.
Cuando Aleskéi y Viktor consideraban que valía la pena, aquella era el rostro que las personas veían cuando conocían al Jefe de la Mafia Rusa.
—¿Lo has oído? —preguntó Viktor, quitándose los guantes negros y dejándolos sobre el escritorio, rodeándolo para acercarse al muchacho que contemplaba los papeles con expresión aburrida.
—Si he oído, ¿qué?
Las palabras eran pronunciadas en japonés. Era mucho más fácil pasar desapercibidos.
—Te han llamado mi chófer.
Yuuri chasqueó la lengua.
—Son nuevos, ¿verdad? —una sonrisa curvó sus labios mientras apagaba el cigarro sobre un cenicero de cristal—. Ya aprenderán.
Viktor rió, cerrando los ojos en el proceso.
—Debe ser por esa corbata. Te he dicho que la quemaras y que consiguieras un traje nuevo.
La ceja de Yuuri se alzó, incrédula. Viktor soltó una risita.
—Pero, ¿quién lo creería? Un japonés manejando la mafia rusa.
Yuuri sonrió, satisfecho. Viktor buscó su mano derecha, aquella expuesta de su lado, y la tomó entre sus dedos, admirándola. Aquella mano, fina y blanca, con las uñas perfectamente arregladas y los dedos delicados, con un fino decorado en el dedo anular.
—No importa lo que la gente crea de ti —susurró el hombre, con una sonrisa en los labios—. Yo me quedaré a tu lado y nunca me iré.
Y besó el anillo, aquel anillo que decoraba la mano de su prometido, que le enlazaba con el que estaba en su propio dedo, en su propia mano, comprometiéndolos.