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Canción de sol por Zachriel

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Prefacio

En dónde vivo aún creen en dioses. 

 

 

I

 

Canela, manzana, lavanda y fresa… ¿fresa? Olfateó de nuevo y, en efecto, había detectado un incienso con olor a fresas. Inhaló otra vez, aunque con mayor profundidad. Sonrió y se preguntó quienes lo adquirirían, y si sería alguna clase de afrenta sutil al dios de los cielos que los gobernaba, porque hasta el momento nunca había visto a ningún sacerdote usando las frutillas de adorno, ni tampoco percibido tan dulce olor en sus cuerpos.

Las fresas eran escasas en su región, por no calificarlas de inexistentes, y solo había tenido el placer de olerlas y verlas de cerca cuando una sacerdotisa blanca las llevó como adorno en el cabello; un par de niños la empujaron y de su cabello se desprendieron dos, cayeron y, como nadie les prestó atención, corrió a ellas aunque estuvieran mallugadas. Los niños recibieron un par de bofetadas del guardia, que acompañaba a la mujer, como castigo y, luego corrieron a casa. Kahella en esa ocasión levantó la fruta y volvió a resguardarse tras la gente rezando porque no llamase la atención. Siendo niña era lo mejor que podía esperar.

Mordió su lengua para distraerse de los recuerdos. La mayoría de su infancia estaba difusa; sin embargo, poseía uno que otro cuadro con una claridad abrumadora... Como por ejemplo: el sentimiento de pérdida. No era como tal un recuerdo, porque no se trataba de una imagen, sino de una sensación que la hacía sentir nuevamente desamparada y que odiaba con toda su alma. La sensación de perder y estar perdida era algo desolador.     

Debía pensar en otra cosa. Las Noches del Sol se acercaban, sí, sí. La ofrenda a Changó. Bailes, bebidas, fruta, comida, estatuillas. Se concentró en cómo la gente apresurada buscaba lo mejor en el mercado para su ofrenda. Incienso, especias y exóticos recipientes. También figurillas de mujeres en posiciones bastante sugestivas complementaba el teatro, Kahella las miró compungida. Ver el barro con forma de mujer la hacía sentir desnuda, sobre todo con aquellas poses. Estúpido, porque si se detallaba en un espejo vería su largo vestido gris cubriéndole de las muñecas a los tobillos; inclusive así, no podía evitar sentirse con la piel expuesta cada que las veía, peor aún si un hombre pasaba su mirada de la  figurilla a ella.

Respiró hondo para tranquilizarse, y centró su atención en los frutos que vendía una viejecilla a un costado; cogió una manzana y pagó por ella antes de arrancarle un trozo con los dientes.

Continuó caminando entre la muchedumbre, un par de niños chocaron contra ella y susurraron un despectivo «estorbas». Volteó para clavarles la mirada aunque sea a sus espaldas porque no tenía permitido gritar ni reprender a un varón. Ninguna mujer lo tenía.

«Varón»

Varón, macho, hombre, varón... Daba lo mismo, ellos eran preciados, y las varonas estaban para venerarlos.

Kahella no lograba concebir la razón por la cual ellos valían más, si tenían dos ojos, dos piernas y un corazón rojo, lo mismo que ella. Estaba segura que poseía mejor visión y era más rápida que muchos de ellos.

Gruñó por lo bajo, le tocó vivir en ese mundo, le tocó vivir esa vida.  

Antes de regresar a lo que hacía, cayó en cuenta demasiado tarde del silencio sepulcral que se había instalado. Miró con cuidado y sí, todos estaban inclinando la cabeza con lentitud para después alzarla.

Giró sobre su propio eje y frente a ella descubrió a un hombre de tez blanca clavándole los dorados ojos tal cual buscase perforarle el cuerpo. Kahella no ladeó el rostro de inmediato como se esperaba, sostuvo la mirada al hombre, pero no fue un acto de rebeldía ni de valentía, los motivos eran más absurdos de lo que alguien podría imaginar: era genuina curiosidad por aquellos a quienes despreciaba.

El cabello rubio del hombre estaba peinado hacía atrás, ninguna hebra salía de su lugar, la ropa era blanca, vestía con una camisa de lino y el cuello V dejaba al descubierto parte de su pecho, sus pantalones eran cortos, llegaban unos diez centímetros arriba de los tobillos. La tela poseía bordados hechos a mano y con hilos de oro y plata. Una prenda podría mejorar muchas vidas si se vendía en el mercado negro, semanas enteras para crear una pieza de su atuendo.

Por el rabillo del ojo fue consciente de que estaba acompañado, una mujer y dos hombres más, los cuatro compartían la piel, tan inmaculada como la leche, y por supuesto, vestían igual que él. Sacerdotes, besados por Changó y recipientes del don de la adivinación.

Casi todos los sacerdotes sentían que la Comunidad no los merecía, aun cuando la misma era hija de Changó y no debería ser ni valer menos que ellos. Casi todos se sentían diamantes, casi todos excepto él. Su mirada se posó en su figura apenas una milésima de segundo. No se trataba de alguien que resaltara, en realidad tuvieron que pasar múltiples encuentros y castigos para que Kahella reparara en él. No lucía bueno ni malo, pero había una particularidad que llamaba a Kahella como podría hacerlo la voz de las sirenas a los ingenuos marineros: él vivía en otro mundo.

Se deshizo de las ilaciones, y alejó la mirada del sacerdote que acompañaba al rubio,  tres de los cuatro la miraban como si fuera menos que un insecto, sintió su rostro arder entre la vergüenza, el miedo y algo parecido a la frustración.  

Entendía que su semblante debía dar al suelo, conocía que era su obligación, pero tan bien lo conocía como sabía que no quería hacerlo.  

Terminó por agachar la cabeza. Siempre lo hacía, y siempre le dejaba un regusto amargo en la boca. Como si diese su brazo a torcer, lo curioso era que ninguna disputa se libraba, y si fuese así más le valía retirarse de la contienda bajo una fingida modestia que escondía el miedo, pues los sacerdotes no perdían. Nunca perdían.   

El hombre bufó y ella luchó contra las imperiosas ganas de mimetizarlo. ¡Él era un timo! El supuesto don era tan falso como Changó.

Kahella pensaba que el dios bajo el cual sus leyes habían sido escritas no era más que el reflejo de la esperanza de los hombres. Esperanza que condenaba a las mujeres a una vida de sumisión y que dotaba a los hombres de singularidades inexistentes y que, por las mentadas, debían las mujeres besarles los pies. No, no. Su esperanza representaba cadenas para ellas, cadenas que las obligaba a actuar bajo sus directrices con la condición de que al hacerlo, serían dignas de Changó. Si te portas bien serás bienvenida por Changó. ¿Y qué era, con exactitud, ese «bien»?

Cuando vio que los pies blancos retomaron la marcha, alzó la mirada y la clavó en su espalda. Era su fiel costumbre al tener los labios cosidos y las manos atadas.

El ajetreo volvió  a su curso pasado el acto.

Ser una sacerdotisa era el sueño de cualquier chica dentro de la Comunidad; aunque la verdad fuese que eran escasas las mujeres que vivían en el Palacio de las Almas, eran las únicas a las que los hombres respetaban, salvo, claro está, que se tratase de un sacerdote. Incluso dentro de la élite existían las jerarquías; primero el Oba y su mujer, luego los sacerdotes con la piel de carbón, las sacerdotisas morenas, los sacerdotes blancos y al último las sacerdotisas blancas.

—¡Kahella! —La voz de Atianey rompió sus pensamientos.

Su amiga corría hacia ella, en uno de sus brazos cargaba una cesta llena de frutos rojos: manzanas, uvas y no identificó los demás.

—Tian —respondió con una sonrisa.

—Vamos, qué esperas. Tenemos que empezar la ofrenda.

Fue tirada por Atianey hasta la casa que compartían. Un sitio pequeño. Las dos familias vivieron amontonadas mientras sus padres estuvieron. Tian era también su prima, y la casa de sus abuelos. Sus padres eran hermanos y cuando ambos contrajeron matrimonio, ambos siguieron viviendo bajo el mismo techo.  

—¿Por qué debemos de ser nosotras las que se encarguen de todo esto? —se quejó cuando su tía abandonó el cuarto que resguardaría el ofrecimiento a dios.

—Porque somos mujeres —contestó Tian como si fuera la cosa más obvia del universo—. Es nuestro deber, Kahella, es nuestro rol. Cada quien tiene un propósito en esta vida, los hombres proveer y proteger, y nosotras los hijos y servir. Menos las sacerdotisas, ellas rompen con las leyes naturales. —Sus últimas palabras resultaron acusadoras.

Tian detestaba a las sacerdotisas porque no cumplían con su primer deber: tener hijos. Las sacerdotisas eran las únicas a las que se  les prohibía procrear, y aunque sin voz tuviesen que yacer a las órdenes de los sacerdotes, si terminaban embarazadas eran apedreadas por los hombres de la aldea: por pirujas. Por indignas del don de Changó. Los hombres, por otro lado, podían procrear y procrear, y se tomaría con indicador de su virilidad. Ni sacerdotisas ni sacerdotes podían jurar votos nupciales, pese a ello, los sacerdotes podían tener una concubina, una mujer a la que proveerían como si fuese su esposa.

Los sacerdotes no solo podían obligar a las residentes en el Palacio de las Almas, también podían tomar sin objeción a mujeres casadas. Pobre de aquella que terminase encinta, bien le iría si tenía un marido que se hiciese de la vista gorda, porque si no correría el mismo destino que las sacerdotisas: ser apedreadas.

Era cruel, incluso si el esposo era testigo de cómo un sacerdote abusaba de su esposa, no intervendría… Y perdonaría el desliz de la mujer si no terminaba embarazada. Eran unos idiotas, eran unos malditos… Kahella no podía sino sentir repulsión por su cobardía, por sus aires de grandeza inmerecidos.

El sueño de todas era ser una sacerdotisa… muy diferente al de ella. Kahella solo pedía la libertad de ser, la misma que por fortuna poseía en mente.  

—Ya, pues yo puedo proveerme de alimento y protegerme —gruñó molesta y arrojó las manzanas que debía acomodar al pie del altar—. Tengo dolores de mujer —mintió y fue a su habitación.

Eran las únicas palabras que la salvaban de los quehaceres de mujer.

Estaba molesta por las palabras de Tian, y aunque no quisiera aceptarlo, estaba más enfadada consigo misma por no someterse y vivir lo que le había tocado. Kahella la que continuamente se enfadaba con el mundo.

«No refunfuñes, cariño, no olvides que tu curiosidad se esconde tras tus arrebatos, tras tus interrogantes, y la curiosidad es mala. La curiosidad puede matarte.»

Las palabras de su abuela resonaron en su cráneo como un recordatorio de todo lo que jamás podría ser. Se tiró sobre la cama y contempló desde la orilla el abismo que era su vida.

En un año tendría que casarse y en honor a la verdad, a sus diecisiete años ya debía contar con al menos algún pretendiente. No había nadie tras ella, sin embargo.

No le preocupaba convertirse en lo que llamaban con desdén una «dejada», pero por sus padres que deseaban que se convirtiera en una mujer casada, le causaba remordimiento la situación. Ese fue su mayor deseo antes de morir.

No supo nada de sus óbitos, todo lo que se le dijo quedaba resumido a un accidente cuando decidieron salir de la Comunidad. Tampoco recordaba nada de ellos, y el último deseo se lo confió la madre de Tian.

—Kahella, ¿vendrás con nosotros a la Noche del Primer Sol? —Tian susurraba, tras la puerta de la recámara, con voz tímida, como si se arrepintiera de haber hecho algo malo.

«El problema reside en mí.»

El Primer Sol... La primera noche en que se bailaba en honor a Changó, la primera noche en que se derrama sangre de animales para honrar a un dios imaginario. Estuvo tentada a rechazar la oferta. Al final accedió porque podría ver a Qilane, una amiga suya. La única además de Tian.  

—Asistiré, pero aún no me arreglo —dijo con voz sosegada.

—No hay problema. Yo te esperaré.

Corrió a enjuagarse el cuerpo, a limpiar la tierra de su piel oscura y a quitar las ramas de su cabello, el agua estaba fría, mas carecía de tiempo para intentar calentarla.

El vestido blanco que debía usar en el Primer Sol se encontraba guardado en el armario, un armario que contenía meramente los conjuntos formales, porque su familia era pobre y nadie podía permitirse grandes atavíos salvo los obligatorios y muchas veces eran de segunda mano o de baja calidad.

Le costó atar los cordones de su espalda, cuando lo logró corrió a buscar la peineta blanca que sujetaría su cabello.

—Estoy lista —anunció al salió de la habitación.

Tian la esperaba sentada mientras bordaba, alzó la vista y le sonrió. Kahella la miró y comprendió lo muy distintas que eran. Kahella era carbón y Atianey era… ¿qué era? Su piel distaba de ser oscura, y tampoco caía en la inusual blancura de los de cabellos áureos. Sus ojos eran rasgados y su cabello castaño, mientras Kahella tenía los ojos redondos y el cabello tan oscuro como el ébano. Tian era alta, y su figura lucía con cualquier prenda que llevara encima, Kahella debía procurarse ropa que no entorpeciera sus pies y que tampoco se le ciñera como una segunda piel. Tian alzaba el rostro y sonreía con júbilo ante su rol, Kahella estaba en el otro extremo y aunque terminase haciendo lo mismo que Tian, primero soltaría  muchas preguntas y quejas. Y Atianey ya tenía dos hombres que la pretendían.

En su aldea había gente con rasgos singulares, aunque los dominantes fueran los de piel oscura y ojos redondos, los mestizos surgían por los adulterios de los varones cada que salían de la Comunidad. Arrebataban los niños a las madres, y los criaban como hijos de Changó. Entonces esos niños o niñas se mezclaban con los aldeanos creando diversos y pintorescos rostros. Algunos muy hermosos.

Tian se colgó de su brazo y salieron juntas al cielo desnudo. La noche era fresca, no la hacía tiritar, aunque sí levantaba los vellos de su piel.

—Dicen que Changó baja durante las ofrendas —susurró Tian al tiempo en que alzaba la mirada a las estrellas.

—¿En serio?

—Es un hombre, la comida y las mujeres son su placer. Madre me dijo que los sacerdotes son hijos directos, concebidos durante las Noches del Sol. Changó baja y elige a la mujer que es digna de llevar su semilla, la escoge en los bailes. La más bella, la más flexible, la más erótica… Solo durante las celebraciones se les permite a las mujeres ser más de lo que son el resto de los días, porque son la ofrenda a Dios.

Kahella se estremeció al comprender el deseo de Tian. Sí, solo durante esas noches se les «concedía» ser más… Sin embargo, pobre de aquella que fuese ultrajada por quien no fuese Changó, porque entonces no servía más como mujer. Si resultaba embarazada se le mantenía reclusa, a espera de que el hijo naciera y los ojos fuesen dorados, porque si no, sus gargantas eran abiertas de oreja a oreja.

Se estremeció y nada tuvo que ver el clima.  

—¿Estás bien? —inquirió su prima al sentir el movimiento involuntario.

—Sí, sí. Solo tengo frío.

—Pronto se te quitará.

 

 


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