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Incompleto por Zachriel

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Notas del capitulo:

Capítulo único 

 

                               I

Su bebé se rebullía entre las mantas con las que lo había abrigado, salieron de su choza poco antes de media noche. Había escuchado rumores acerca de él... Le asustaba, pero tenía que intentarlo. 
Palpó el saquillo que contenía todas las monedas de su casa, ya inventaría una excusa para cuando su esposo se percatara del hurto. 
Tocó, por enésima vez, la frente del bebé; caliente, seguía ardiendo en fiebre. Había acudido a todos y cada uno de los curanderos de la aldea. Ninguno pudo hacer más que reducirle el calor por escaso tiempo. Y sus pronósticos desembocaban en la muerte. 
Ella no deseaba que su bebé sucumbiese. No podía, era lo que tanto había deseado como para dejar irlo. Respiró con vehemencia, intentando darse valor, y llamó a la puerta con toques suaves y tímidos. Tenía miedo, mucho. 
La puerta se abrió. 
Ahogó un grito. 
—Debes estar desesperada, para acudir a un brujo. —El anciano que la recibió era un jorobado, con uno de sus ojos cerrados, los dientes podridos y la boca chueca.
Tragó saliva delatando el pánico que la carcomía, sintió cómo el único ojo del anciano la escrudiñó, respiró el olor a acre que despedía. 
Estaba demente, lo sabía, sin embargo, ella quería que su único hijo viviera. A lo largo de los años había tenido múltiples embarazos, pero ninguno se había logrado; no deseaba que la luz de sus ojos se extinguiese. 
—Por favor —rogó. 
El brujo le permitió la entrada a su cabaña, con pasos trémulos ingresó.
Sorprendida, observó que el interior del lugar no distaba mucho de la casa de una persona normal. Una mesita aquí, velas allá, unos ramitos de plantas por allí..., dudó de la capacidad de la persona por un segundo.
—¿Puedes ayudarme? 
—¿A darle una muerte indolora? Por supuesto. 
—No es lo que busco —susurró quedamente, pero estuvo segura de que el anciano la había escuchado. 
— ¿Crees que soy estúpido? —gruñó ofendido—. Tu hijo destila la pestilencia de la muerte. Está más allá que acá, arrebatarle su vida a las parcas no es poca cosa. Una muerte en paz es lo que te ofrezco. 
Calló por minutos, no hallaba su voz. 
—Por favor —suplicó con ahínco y la voz rota, sollozó—, tengo dinero. —Mostró el saquillo con todas las monedas de oro, plata y bronce que encontró. 
El anciano la observó llorar. 
—Ellos no aceptan dinero. 
—Les daré lo que quieran, solo ayuda a mi hijo.
Y sus sollozos rompieron en algo mayor, su hijo se unió a su canción de lágrimas. 
—Dámelo —pidió el anciano, no era de su incumbencia el precio, si a aquella mujer no le importaba, a él menos. 
La madre lo vio con suspicacia.
—Haré lo posible por salvarlo —aclaró. 
Ella lo dio cedió a las manos de aquel brujo su corazón. 
—Quédate aquí —ordenó el anciano, y desapareció tras unas gruesas cortinas. 
El hombre volvió a pedirle su presencia, su sangre, su alma, parte de su vida y ser... 
Todo se nubló. 
El llano del bebé parecía lejano. 
Y luego nada.
Despertó al sentirse observada por unos atigrados ojos. 

                               II

Desde el umbral de su casa, la mujer observaba, con embeleso, al fruto de su vientre. Su hijo de dos años jugaba con uno de los carritos de madera que su esposo había tallado. Sus regordetas piernas caminaban con torpeza, sus bracitos eran tan gruesos que competían con las mismas; su hijo estaba bien, estaba con vida. 
Suspiró alegre, en momentos como aquellos, olvidaba que pronto vendrían por ella, que le arrebatarían la vida entera y la alejarían de su esposo e hijo; no obstante, incluso teniendo aquellos pensamientos lúgubres, a veces creía que todo había sido un sueño; había despertado en su cama con su hijo, incluso con el saquillo de dinero indemne. ¿Qué se suponía que debía creer? ¿Qué todo había sido una pesadilla? 
Se removió entre los brazos de su señor, buscando más calor. Su marido lo entendió y la envolvió entre sus fuertes extremidades.
El niño se acercó, y con sus infantiles rasgos les obsequió una tierna sonrisa, luego, con sus pequeñas palmas aplaudió, una colisión insonora por la incongruencia del choque, sus palmas no se tocaban allí donde deberían. 
Rió. 
Era hermoso.
Era feliz.
Era perfecto. 

                               III

Corrió divertido junto a sus amigos, habían acordado ir al lago blanco a bañarse. Era justo, era necesario después de haber jugado toda la mañana en tierra. Se internaron en el bosque santo. 
Se decía que era el hogar de los buenos vecinos, que se les debía respeto. Lo creía. Él los podía ver, desde siempre. Cuando era niño, pequeños hombrecillos jugaban con él, mujeres de largos cabellos lo acunaban cuando nadie los veía. Aunque dudaba de que los vieran en realidad, en sus diez años se había enfocado en buscar a alguien que compartiera su secreto. Nadie, nadie, nadie. Todos parecían ciegos.
Se conformaban con ver lo material en lugar de lo esencial. Sus necesidades no iban más allá de futuros inmediatos y próximos, nunca parecía importarles más allá. Vivían en una ilusión, en una mentira. 
Observó el lugar por un instante; la cascada caía con sonidos amortiguados, y alimentaba al lago, los árboles rodeaban el lugar, las rocas casi parecían haber sido colocadas estratégicamente para conferirle magia al sitio. 
Se desprendió de sus ropas, dejándose solo un short, que había llevado especialmente para la ocasión, y se zambulló en las cálidas aguas blancas. Nadó un rato sin prestar atención a las tonterías de sus amigos. 
—¡Kahuy! 
El grito arruinó sus soliloquios mentales. 
—¿Qué? 
—Ya es tarde, vámonos. 
—Los alcanzaré en un rato. 
Sus amigos le lanzaron miradas perspicaces, las ignoró y sonrió diciéndoles que estaría bien. 
—Los humanos son asquerosos —se quejó la nereida del lago blanco.
Viró su rostro a ella. 
Su cabello blanco caía lacio en una cascada sobre sus hombros y espalda, su piel teñida de un suave azul brillaba con los reflejos del sol en el lago, y sus ojos de un azul más fuerte lo miraban sonriéndole. 
—Yo también soy humano —señaló como si no fuera evidente. 
—Menos tú. Esas inmundas bestias ensuciaron mi agua con sus desechos orgánicos.
Rió. Kawert detestaba que fueran a bañarse en su lago. Se acercó para sentarse junto a ella, sobre la roca que sobresalía en la base de la cascada. 
—Solo tienes que esperar un poco y se irá. 
—La espera solo hará que lo desee con mayor fervor. 
Silencio. Incluso sin hablar, disfrutaba de las singulares compañías que le ofrecían sus buenos vecinos.
Entonces recordó, había algo que deseaba cuestionar, pero no sabía cómo, así que se lanzó al vacío sin red de protección. 
—Cuando yo, cuando muera, ¿estaré con ustedes? —preguntó con timidez.
Era una cuestión extraña, pero debía plantearla. Siempre, sin día de excepción, tenía sensaciones de no pertenecer, de que debería estar haciendo algo más.
Algo diferente.
Y que algo le faltaba. 
—No debes pensar en esas cosas. No es bueno, y solo te enloquecerá. Cuanto más quieras saber, menos obtendrás. 
Frunció el ceño confundido.
—¿Entonces si quiero vivir en la oscuridad, la luz me quemará? —inquirió y volvió a fruncir el ceño—. Eso no tiene sentido. Yo deseo saber. 
—El conocimiento es peligroso. Acero de dos filos que asesina. No hagas preguntas así, vive lo que tienes. Dale vida a tu vida. 
La nereida lo miró con cariño, su niño, el humano al que había visto crecer y llorar. 
Gotas saladas invadieron su ambiente dulce y cálido, lo supo desde que la primera se mezcló con su agua. Emergió dispuesta a espantar al despreciable mundano que estuviera ensuciando su hogar.
Era un cachorro de hombre. El niño alzó su rostro. Sus ojos negros estaban surcados en lágrimas, rodeados del rojo característico, en la piel de los hombres, de cuando lloraban. Su rostro blanco e infantil adquirió una expresión de sorpresa. Pero más sorprendida estaba ella, esos ojos negros la veían, no pasaban de largo sobre su rostro, realmente la veían, el niño sonrió. 
Hola gimoteó.
Hola susurró. 
¿Cómo te llamas? preguntó el pequeño humano y se adentró un poco más al lago. 
La soltura del cachorro le dijo que no era la primera vez que veía a alguien como ella. En definitiva, no lo era. 
Kawert respondió por inercia.
Soy Kahuy. 
¿No te doy miedo? Se acercó al humano.
Aahc, aahc contestó con una extraña entonación, mientras negaba con su cabeza.
Cogió al niño entre sus brazos y los llevó hasta la roca en la que acostumbraba a sentarse, lo sentó. 
¿Por qué llorabas? 
La pregunta pareció reavivar un recuerdo, el niño hizo un puchero y volvió a llorar. 
Me perdí confesó. 
Y así, por primera vez, ayudó a un humano.
 
—...mientras puedas —completó más para sí que para Kahuy. 
Kahuy no la escuchó. 
— ¿De dónde vienen? 
—De ustedes.
El niño esperó.
—Sus sueños y esperanzas son los que nos dan vida. 
— ¿Y si dejamos de soñar, ustedes desaparecen? 
—Quedan los recuerdos, pequeño. 
Kahuy estuvo a punto de volver a preguntar, pero la nereida lo detuvo.
—Es tarde, debes volver. 
Obedeció, volvió por sus prendas y se vistió. Agitó su mano con suavidad para despedirse de Kawert. 
Sin embargo, no volvió a casa. Había escuchado, de una ninfa, que ciertos entes desfilaban en la noche de walpurgis. Y sabía dónde estaba el lugar. Caminó hasta dar con él.
Era plano el terreno, pero con múltiples árboles, de gran altura que casi podían tocar las estrellas, de troncos esbeltos y lampiños. Sentándose entre la oscuridad se dispuso a esperarlos. 
Entonces los vio. Eran altos, muy altos. Sus cuerpos casi traslúcidos permitían a los rayos lunares atravesarlos, sus piernas eran esbeltas y, conforme se acercaban al tronco engrosaban. Sus brazos eran aún más finos y uniformes, en ningún punto eran anchos, de sus espaldas brotaban largas y delgadas espinas en hilera, el brillo en la punta de cada delataba el peligroso filo de las mismas. Lo único que tenían distinto era la cabeza, algunos poseían cuernos, otros largas orejas como conejos, otros más parecían caballos, y vio también, que unos cuantos poseían rasgos felinos. 
Los observó maravillado, y casi pudo rozar aquello que le faltaba. Eso que sentía haber olvidado y, por ende, que al sentirlo provocaría que hiciera eso diferente. Eso distinto que debía estar haciendo, viviendo. 
Los seres, ajenos a su presencia, caminaron como desde siempre lo habían hecho, pero no todos. Uno de ellos había visto al muchacho, se desvió del camino y fue a su encuentro. 
El niño no se percató de cuando se acercó, pero tampoco se asustó de verlo, por el contrario, parecía...
Flexionó sus piernas para quedar a la altura del humano. 
Kahuy saludó al ser que se había acercado y preguntó su nombre, como respuesta solo recibió un gruñido, supuso que no podía hablar. 
—Zawd —contestó el ser, pero su lengua era tan gutural que no lo entendió. 
Kahuy visitó el mismo lugar, a la misma hora, durante los años próximos; todo para volver a ver aquel ser de ojos atigrados. 

                               IV

Siguió a su hijo al frondoso bosque, hacía pocos años que había empezado hacerlo, y aunque su hijo era más hombre que muchacho no pudo abandonar su costumbre. Y lo comprendió, cuando vio a Kahuy hablar con el diablo desde la primera vez. 
Diablos, eso eran. 
Kahuy, ajeno a su madre, reía, y sentía que su compañero también lo hacía. Llevaba nueve años acudiendo al mismo sitio, para "conversar" con aquel ser perfecto. Los sonidos que emitía no distaban de ser gruñidos y, casi, rugidos. Pero la principal razón por la que acudía, era porque sentía que era lo correcto, no entendía muy bien aquella sensación pero era verdad. Y le gustaba. 
—Me gustaría saber cómo te llamas —declaró Kahuy con voz soñadora.
El diablo decidió que era tiempo de mostrarse.
Entonces Zawd cambió. 
Su cuerpo sufrió una metamorfosis; sus piernas adquirieron un tamaño humano, sus brazos también, las espinas de su espalda fueron reduciéndose hasta quedar en nada, y el rostro felino fue sustituido por uno humano, lo único que se mantuvo intacto, fueron aquellos ojos atigrados. 
—Zawd, mi nombre es Zawd —respondió con voz grave. 
Kahuy casi bailaba de ilusión. 
—Soy Kahuy. 
—Lo sé. 
Algo en el interior del chico se llenó de júbilo con aquella respuesta. 
—¿A dónde van?
—A casa, salimos al mundo exterior esta fecha, pero siempre debemos volver justo a media noche. ¿Te gustaría ir? 
—Por supuesto. —Estaba encantado con la idea. 
Pero la duda asaltó su mente ¿y sus padres? 
La mujer observó melancólica a su hijo, sonreía, y sus ojos brillaban, sus facciones estaban relajadas, él parecía más que bien, parecía completo, se veía feliz. Y tuvo la resolución, escuchó aquella conversación privada a sabiendas que no estaba bien; no obstante, lo agradeció. Abandonó su escondite al ver la indecisión reflejada en el rostro de Kahuy. 
—Hijo —llamó con voz acompasada—. Sé que quieres, y puedes hacerlo. 
—Mamá —susurró sorprendido.
—Debes saber que una vez que cruces no podrás volver —advirtió el diablo. 
Y allí estaba, le ofrecían todo a cambio de todo; Kahuy no sabía que decir... 
Pero decidió. 

                               V

—Al fin te has dignado a visitarme. 
Ahora era una anciana, su rostro surcado en arrugas y los ojos con la vista empañada por el resto de sus días. 
—Su compañía me entretiene demasiado —respondió.
—Cuida bien de él.
—Ya lo hago. 
—Siempre imaginé que sería yo —comentó—, había sido yo quien buscó al anciano.
—Al brujo —corrigió.
La mujer lo ignoró. 
—Esperé mi muerte, tu presencia, pero nunca llegó. Y fue a mi hijo a quien te llevaste.
—Tú aceptaste el precio, y aunque no lo reconozcas, siempre supiste la verdad.
—Tal vez. 
La anciana siguió meciéndose en aquella hamaca, lo hizo por minutos hasta que su vida expiró. 
Zawd se acercó y con suavidad pasó su mano sobre el rostro decrépito cerrándole los ojos. 
Luego volvió a Kahuy. 
Volvió a casa.


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