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Utopiosphere por sawako1827

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Notas del fanfic:

Los personajes no me pertencen. Todos los derechos a Haruichi Furudate

El viento que recorre la pradera es calmo y apacible. Produce vida con su movimiento al pasar y sonidos que retumban en la armonía, siguiendo la danza del vaivén. Así, las hojas chocaban unas con otras, liderando las resonancias del lugar con su armonía de colores lima y aroma a clorofila. En aquel espacio, las pequeñas danzantes están sujetas por troncos de antaño, adornados por vetas de años acumulados. Su textura rugosa contrasta con la delicadeza rosada de las flores que brillan por la resolana del sol; o el resbaladizo musgo de las rocas.

 

En aquella estancia el aroma dulce del néctar es transportado por el mismo viento, conectando todo el lugar con la misma esencia. Esta brisa, sopla con una dulzura materna, como una caricia de movimientos cuidados. Un aire cálido, como si saliera de pulmones fosilizados y la boca como una cueva.

 

Los pétalos se arremolinan y se elevan cuando él -o ella- aparece. Porque nadie sabe su género con exactitud, siquiera si tiene uno solo. Los mortales del pueblo aledaño lo caracterizan como una divinidad, y le rezan para la prosperidad de sus cultivos. Y aunque al principio no sabían como llamarlo, Madreselva lo habían nombrado. Un nombre genérico, su opinión es si le preguntan; más no le molestaba y lo tomaba con cariño.

 

Pocos son lo que lo han visto, debido a su descuidos. Su presencia no es invisible, pero tampoco normal. Porque de su cuerpo emergen praderas enteras y tiene curvas como un valle entre montañas. Su cabello son largas lianas, adornadas con flores blancas como perlas maduras; y éstas se extienden, tiñendo su cabello cuando toma una forma humana.

 

Pero la luz que de él emerge, se pierde cuando toma esta forma y en lugar de blancas perlas, el gris ceniza toma su lugar. Aún así, mantiene su largo y su resplandor se queda en la blancura de su piel. Sus rasgos permanecen finos, como un trazo calculado de algún experimentado artista. Cada detalle en su figura, era una salpicadura de placer visual y deslumbrante.

 

En ese momento, aquella (ahora pequeña) entidad, camina como si danzara entre la suavidad del césped matutino. Parpadea un poco, y enfoca la vista hacia el vasto horizonte rocoso que se extiende entre la mesura de las cumbres.

 

Aquel no era un lugar de fácil acceso, por eso mismo allí residía, desde que tenía memoria. Tiempo que no valía la pena contar, pues eran demasiados, superando todos los dedos de diez mil hombres. Escalar la más imponente de las montañas era difícil, sí, pero no imposible. Y así es como esta hilarante porción de naturaleza viviente, conoció a la primer persona que logró demostrarle con simples palabras, la belleza del mundo más allá del suelo nuboso.

 

Era un mortal de piel morena y cabello tan oscuro como un carbón. De una sonrisa tan gentil que le resultaba enigmática y portador de una impotencia que contrastaba con su trato cuidado.

Esta persona, no reaccionó como esperaba. Se sorprendió, de ello no hay duda; pero segundos bastaron para tenerlo a sus pies, inclinado en una marcada reverencia para demostrar un profundo respeto.

 

—Levantate, no soy un Dios para que me demuestres tanto respeto. —Soltó palabras en un tono afilado como un cuchillo, pero como maniobrista experto, no dio en su cabeza aunque la rueda girase.

 

—Entonces… ¿qué eres? —Contestó el humano, sintiéndose pequeño aunque supera su altura por centímetros.

 

—Solo un simple guardián del lugar.

 

El hombre no devoró ni una sílaba de la excusa que el ajeno había soltado, pero a sus ojos era obvia la realidad que quien estaba frente suyo, no era una persona común y corriente. Aun así, algo se movía dentro suyo, una extrañeza que se hacía notar con el pasar de los segundos. Le despertaba ciertas emociones que no sabía clasificar, pero que identificaba con el instinto; y por curiosidad se quedó allí, junto al extraño “ente”, mucho más de lo que cualquiera lo hubiera hecho.

 

—Soy Sawamura Daichi. —Se presentó de pronto. —Siembro y cosecho bambú, ese es mi trabajo. —No estaba seguro a donde quería llegar, pero su nombre, aunque sea conocer el nombre del otro, le bastaba.

 

Pero la respuesta nunca llegó. Solo una mirada intensa, pigmentada de confusión.

 

—Uhm ¿Y cómo te llamas? —Insistió el inocente mortal.

 

—No lo sé, no tengo nombre. Nunca me han dado uno oficial. —Sus palabras salieron como la primera brisa del invierno, tan fría y notoria, llena de soledad.

 

A Daichi se le acongojó el corazón, pues aquella soledad la sentía como propia.

 

—Entonces ¿puedo darte uno? —Preguntó atreviéndose ante aquella divinidad, e imponente a su manera, se mantuvo firme.

 

—¿Darme un nombre? ¿A mi?

 

—Por supuesto que si, todos merecen uno. —Al humano se le desinflaron los hombros, en señal de relajación, mientras plasmaba una pequeña sonrisa para que el otro lo imitase y disolviera aquella tensión. —Aunque me gustaría darte un nombre que se adecúe perfectamente a ti. —El ajeno no respondía, pues la situación era aún desconocida para su entendimiento. Sin embargo, no quitaba su vista del morocho mortal. Daichi dirigió su vista a su alrededor, flujos de luces naranjas se topaban con la superficie del ecosistema. El ocaso estaba presente y eso significaba que debía volver.

 

Con un suspiro miró a su acompañante, sonriendo de nuevo.

 

—Se hace de noche y debo volver. Pero te prometo volver mañana y los días que le sigan también. Entonces te conoceré y por fin te pondré un nombre.

 

El sol se puso con la partida de aquel hombre, a sus pies dejaba las huellas de la oscuridad de la noche y el espíritu natural volvió a sentirse solo. Porque ningún humano había entablado conversación alguna con él. Le temían como le respetaban, y por mucho tiempo pensó que aquello estaba bien, mas nunca se convenció.

 

Se acercó a los brazos de unas enormes raíces expuestas, y allí se acuclilló. Fundiéndose con el tronco del árbol y dar inicio a su letargo.

 

Pronto lo despertarían los primeros haces de luz del día, sacándolo de la profundidad de los sueños y el descanso nocturno. Sus ojos se abrieron y las hojas se arremolinaron a su alrededor para acoplarse a su figura, dándole forma. Se levantó, con las flores silvestres adornando su rostro y las perlas del rocío en las lianas de su cabello.

 

—Buenos días, naturaleza. —Susurró levemente y acarició el suelo con suavidad, para que, segundos después, surgieran pequeños pimpollos que crecerían con los días.

 

Los cristales del rocío aún brillaban con intensidad, el sol aún se elevaba lentamente sobre el cielo. A su vista, parecía que estaba bajo sus pies. Así que mientras el astro de fuego se levantaba por sobre su cabeza, pasó toda la mañana jugando con zorros y liebres salvajes. Y cerca del mediodía, Daichi volvió a aparecer.

 

Volvió a repetir la profunda reverencia, y el espíritu no podía evitar ponerse nervioso.

 

—Vamos levántate. Ya te dije que no soy un Dios.

 

—Lo sé. —Dijo recomponiendo su postura. —Pero, ayer me dijiste que eras el guardián del lugar ¿verdad? Tú eres quien vuelve fértil la tierra para nuestros cultivos. En el pueblo es una tradición rendirte culto, Madreselva.

 

Y aquel quien representa la naturaleza esbozó una sonrisa de ironía.

 

—¿Ese será mi nombre oficial?

 

—Por supuesto que no. —Dijo Daichi con la gentileza marcada en su rostro. —Dije que tenía que conocerte primero. —Sonrió aún más para transmitirle un poco de confianza a su acompañante.

 

****



Así fue como todo comenzó, primero eran sonrisas sinceras con tonalidades de timidez, no tardaron en acercarse cada vez más, y por primera vez el tacto que Daichi percibió era suave como se veía, incluso cuando las hojas vestían su cuerpo.

 

Sawamura aprendió cada pequeño detalle de aquel paraje montañoso, cuyo espacio no era gigante y se preguntaba si su divino acompañante no se sentía agobiado. Pero la “madreselva” aclaró sus dudas gentilmente cuando el humano preguntó. Amaba ese pequeño espacio, y realmente no lo cambiaría por nada, porque lo sentía suyo y parte de él.

 

Pasaba el tiempo sin medición, y un día Daichi le preguntó sobre su origen a cambio de contarle el propio. Aun si su historia no cubriera un tercio de la historia ajena, el espíritu la escuchó con gusto y respondió del mismo modo.

 

—Sé que tengo alguna conexión con los grandes dioses, alguna gota del mar de sangre divina que son ellos, entiendes. Solo estoy seguro de muy pocas cosas, como que: hay más como yo en otros lugares del mundo, lugares beneficiados por las ofrendas del pueblo; nosotros seríamos alguna clase de recompensa para ustedes, misioneros que protegen su tierra y bienestar. Otra cosa, sería mi nacimiento; hubo otros espíritus que me visitaban en mis primeros días, aquellos que me enseñaron mi misión y propósito de vida. Ellos me explicaron que literalmente nací de un pedazo de esta misma tierra.



****

Aquella conversación logró incrementar la confianza en ambos.

 

Los días seguían pasando y sus sentimientos iban cambiando, el uno a otro se volvieron irreemplazables para la vida de cada uno y cada vez se necesitaban un poco más. Daichi llegaba a quedarse varios días dentro de la montaña y en aquellas noches la textura rugosa del espíritu se transformaba en suaves pétalos de rosa.

 

—¿Alguna vez recorriste la montaña para llegar al río aledaño? —Preguntó una tarde de cielo azul y nubes de algodón.

 

—Alguna vez, creo. Pero ya no suelo superar el límite del bosque.

 

—¿Quieres acompañarme?

 

—Estaría encantado.

 

Daichi tomó la mano humana de la naturaleza y lo guió dentro del páramo boscoso. Esquivando ramas y piedras filosas, una hora llevó recorrer aquel tramo serpentino. Entrando al claro incandescente, el flujo del río se alza a la vista cuando los ojos se acostumbran.

 

El paisaje cambia, pues el agua se presenta vivaz y refrescante, ruidosa y transparente como un cristal en una cueva. La flora es diferente también y hasta la misma naturaleza, se siente en otro mundo.

 

A fin de cuentas, había sido un pájaro enjaulado durante tanto tiempo.

 

Pero ahora siente sus alas más grandes que nunca y no puede evitar soltar una risa sincera cargada de revitalizante felicidad.

 

Aquello fue el desbordante para ambos, cuando sus miradas se cruzaron el brillo era diferente, algo había cambiado dentro de los dos. Un sentimiento tan puro que hasta aclaraba los días nublados.

 

Pasaron toda la tarde allí, aprendiendo de su nuevo paraje azul y verde. El aroma que se percibía de ese lugar era a tierra mojada endulzada por árboles de jazmín que limitaban el bosque.

 

—He estado pensando mucho en tu nombre, desde la última cosecha. —Comenzó a hablar el mortal, recostado en un colchón de césped, tomando la mano ajena como un preciado tesoro. —Y venir aquí, junto a ti. Finalmente me hizo confirmarlo.

 

El inmortal se levantó de su lugar, mirándolo casi con desespero. Era el momento que había esperado por tanto tiempo que las palabras no salían, no se formulaban; solo quedaba expresarse con la mirada. Daichi se levantó también y fijó su vista en el ajeno.

 

—Sugawara Koushi. —Dijo por fin, luego de una pausa que parecía eterna. —Sé… que no es la gran cosa. Pero, en verdad, espero que te guste.

 

El recién nombrado no había reaccionado con rapidez, pero solo segundos pasaron cuando sus brazos rodearon al que era ligeramente más alto.

 

—Pero qué dices, si en verdad me gusta mucho. —Los algodones en el cielo, que para ese entonces estaban tornándose grises, comenzaron a disolverse como si fueran azúcar en un vaso de agua.

 

—¿En verdad te gusta? ¿No mientes, verdad?

 

—No… —Susurró apretando su agarre. —Por supuesto que no. Gracias, Daichi.

 

—No me agradezcas. He cumplido mi mayor deseo.

 

A Sugawara no le cabía tanta rebosante felicidad, sentía que podría saltar y correr para liberar energía, quería hacerlo. Pero más deseaba seguir en los brazos de su querido humano, aquel que con poco, logró ganarse el corazón de la tierra y la vida entera.

 

Y Daichi también se liberó, se dejó guiar por sus instintos. Así que posó sus labios suavemente sobre los de Suga y su interior se sintió explotar. Como un cúmulo de sentimientos que rebotaban por cada poro, que se activaban por cada célula y recorría el cuerpo entero por cada átomo.

 

Un beso dulce como la miel, así fue el primero. Pero luego de ese hubo un segundo, un tercero y después dejaron de contar. Se dejaron llevar mucho más, Suga con el cuerpo amoldado al de un humano, se dejó entregar por un mortal.

 

Descubrieron que aquello que surgía tan fuertemente desde su interior era un sentimiento incomparable que a Suga le gustó llamarlo Amor.

 

Tan fuerte era, que el sentimiento perduró largos años. Aun sin vivir juntos, Daichi disfrutaba de sus paseos por la montaña con su amado en la meta. La cumbre del preciado tesoro. Su larga vida fue así y no necesitaban de nada más.




****

 

Pero Daichi era un humano.



Y un humano es un mortal, un ser de vida finita.

 

Por eso, cuando llegó la hora, Sawamura dejó de ser capaz de bajar de nuevo. A sabiendas de que su vida estaba terminando, prefirió quedarse allí; y caer en el profundo sueño de la muerte para descansar junto a su amado por lo que restara de eternidad.

 

Suga podía sentir como la roca viviente de su corazón se resquebrajaba cuando la vitalidad de Daichi lo abandonaba cada vez más. Minuto a minuto, segundo a segundo. Ni un mísero instante se apartó de su lado.



****

 

Al final, el humano dejó de respirar.

 

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Es por eso que siglos después, a Suga aún lo mencionan como Madreselva, porque su verdadero nombre lo mantiene guardado especialmente para sí. Y solo cuando la brisa cálida se alza sobre el acantilado de su ecosistema, deja ir sus nombres completos. Como el canto de alguna esperanza perdida.

 

El cielo llueve cuando derrama lágrimas, y se nubla cuando recuerda. Por eso, sin ser capaz de afrontar la soledad nuevamente, se enterró a sí mismo en una cueva de la montaña septentrional. Sumiéndose en un sueño profundo, pero consciente.

 

Si algún día su querido mortal volviera a nacer… Solo él podrá despertarlo.

 


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