Introducción
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Le dio dos fuertes besos en las mejillas al despedirse. Ambos dejaron una huella carmín en su rostro, y entre risas, las limpió con cuidado, empero sin resultado del todo esperado. Un rubor falso se desarrollaba en las mejillas de su hijo, y sumando los labios gruesos y carnosos, las pestañas largas, y la vocecilla de hermoso retintín; ella tuvo que admitir que se veía aún más femenino.
Su esposo venía diciendo que eso no era del todo bueno, que Francis era hombre, y que nacer muy bello le podría representar una gran infructuosidad, pero nada podía hacerse; de todas las niñas del curso, su hijo era el que brillaba con más intensidad. Un diamante en una mina de carbón.
Sonaba horrible, pero aun en la inmadurez de su hijo; él solía reírse ante el hecho del que fue consciente desde muy pequeño, y argumentaba que nadie se comparaba con él. Y cómo cuántos niños se morían por ser sus amigos.
Temía que algún día el pobre recibiera malos tratos, o que llegara al límite de ser golpeado por su lengua larga y poca cortesía; o peor aún…
—Me tengo que ir, prométeme que te portarás bien.
Su hijo sonrió lleno de alegría, y a diferencia del niño que estaba justo a su lado —llorando por soltar el pecho materno— se mostró lo suficiente preparado para comenzar su vida en pre-escolar.
«Todos me amarán», parecía decir, y con la preocupación propia de una madre primeriza, se preguntó si de verdad sería así.
—Debes cuidarte. —Volvió a repetir cuando se levantó, arregló su falda y quiso disponer su marcha.
Aunque justo en el movimiento de arreglar sus ropajes, sin querer dio un codazo a la mujer que estaba en su espalda.
Ella levantó la mirada entre descolocada y molesta. Pero, al final, sin gana de hacer una escena, asintió ante su disculpa subsiguiente y en cambio dijo:
—Mira ese niño, no llora porque su mamá se va, ¿ves? Debes imitarlo.
—Pero…
—Ya eres grande, ¿no? Hazme caso, o si no te cambiaré por él.
El niñito moqueó un poco más, pero de forma precavida enfocó su vista al modelo y rival a enfrentar. Primero con los ojos fuertemente abiertos, y luego, en lento proceso, notó cómo aquellas orbes se entrecerraron.
Rápidamente se soltó del calor materno, y sin palabras de despedida ni ninguna otra tertulia; en-rectó su espalda y a efusivos pasos se adentró al aula. A diferencia de su hijo, el niño presente parecía todo un niño desgreñado, y con un modelo de conducta más errático y menos delicado. El modelo de infante que siempre causaba problemas, el que tal vez su esposo hubiera deseado.
Y aquel mozalbete, tan solo al entrar se antepuso ante su hijo, y lo miró con ansiedad y cautela. Francis pareció ignorarlo, el chiquillo tan solo lo observó en mutismo.
—Ojalá Arthur se lleve bien con su hijo, ¿no? —Le preguntó la madre del niño, y Marianne* no tuvo más que asentir y desear lo mismo.