Despertó en plena noche por tercera vez en la semana, sintiendo el insistente movimiento que lo obligaba a abrir los ojos y girarse con pereza hacia el resultado de sus acciones.
Si, tenía nombre y apellido; Mana D.Campbell, su apreciado y ondulado tesoro.
-Nea… - Susurró quedo el pequeño entre la oscuridad de la noche. Nea sonrió, suponiendo que de seguro su hermano estaba temblando con lágrimas en sus ojos.
-¿Otra vez? – Respondió con suavidad, mientras Mana afirmaba en silencio, sin poder decir nada. –Ven… - Le dijo con el mismo tono de voz, el pequeño se entregó con rapidez a los brazos de Nea, mismo quien acarició sus ondulados cabellos con parsimonia, notando como efectivamente su hermano temblaba y de seguro también soltaba lágrimas.
-Estaba ahí… estabas tú, Nea… - Mana susurró entre sollozos, ocultando su cabeza en el cuerpo de su hermano, víctima de las pesadillas que lo atormentaban todas sus noches.
“Me dijo que cuando estuviera triste… él vendría por mi…”
-Lo sé… fue una pesadilla Mana, estoy aquí, tranquilo. – Nea consoló con suavidad a su otra mitad, agradeciendo que su hermano llorara, que tuviera miedo.
“Cuando las lágrimas cesen, cuando ya no pueda sentir, él vendrá.”
Aquellas palabras eran un tanto del montón de cosas que le atormentaban, tenía miedo, tanto o más que Mana tal vez, de no volver a verlo, de perder lo único que parecía tener luz en su vida.
-Nea… No me dejes… - Voz trémula, al punto del desquicie. Allí era cuando Nea entendía que no estaba solo en el sufrimiento, tal vez hasta el mismo se quedaría algún día sin lágrimas que de derramar, o sin nada que sentir. Él también experimentaba aquellos sueños, pero nada de aquello salía de sus labios, Mana no se enteraría, no de algo tan horrible.
-Eso jamás, Mana. Nunca. – Decisión, era algo que calmaba al niño de cabellos ondulados y ojos tristes. Mirada ilusionada que brillaba con paz y encontraba el hogar cuando la de Nea se le cruzaba. Dedos cálidos, que limpiaban sus temblorosas lágrimas con desinterés y amor, con una tranquila sonrisa.
Eran uno solo y lo sabían, estaban juntos y no lo decían. Sabían las mismas cosas, pero nada de sus labios salía. Solo entre ellos, solo entre sus miradas se escondía el secreto. Aquel que perduró incluso después de que Mana no pudiese llorar, cuando sus sentimientos se secaron, menos el amor que nacía en el pecho de su hermano, tanto como en el suyo.
A Nea nunca le importó morir si “el conde” se lo llevaba. Estaba destinado a sufrir, sí, pero aun después de todo, pudo ser capaz de ver por última vez la mirada que tanto amaba en su vida; esos llorosos obres y la voz trémula que clamaba su nombre con desesperación, pidiéndole que se quedara.
Su vida se escapaba, pero no dejaría solo a su hermano, no. Se lo había prometido. Hacía falta preguntarse entonces “¿Por qué Nea murió con una sonrisa?” Si él lo sabía, Mana también, pero aún no lo asimilaría, no. No era el momento.
“Nea… ¿Tú me odias?”
La culpa es eternamente de ambos, de su destino, pero ¿Odiarlo? Eso jamás, nunca.