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Runner por Rising Sloth

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Notas del capitulo:

Bueno, pues esta vez fue una actualización rápida, y quizás algo corta... ¡Hala! ¡A disfrutar!

Capítulo 10. Un mes

 

Zoro se echó con las manos el pelo hacia atrás, hasta que estas llegaron a su nuca, exhaló de gustó. El agua de la ducha caía más fría que tibia sobre su cuerpo, le espabilaba y quitaba toda esa modorra con la que no era recomendable que fuese al pequeño rodaje con sus compañeros de clase. Se sentía muy bien después de esa sesión de sexo tras el desayuno, creyó que no se podía sentir mejor; sin embargo, por encima del chapoteo del agua, sonó lo que para él era una muy conocida canción.

¿Sabes una cosa, compañero?

Que sin ti yo no soy nada, que por ti me parto el cuello

Y gracias a tu confianza mi garganta un día dejó de ser un agujero.

Esas letras le traían al a cabeza muchos desastres surrealistas en los que se vio envuelto a causa de Luffy. Por ello, cada vez que aparecía, generalmente con ellos dos muy borrachos, una pulsación en sus pechos les decía que no había más remedio que cantarla. Entonces se miraban y comenzaban, según Nami, a graznar la letra.

De manera mecánica pensó que fue Ace el que la puso, pero recordó que el pecoso no había dormido esa noche en el apartamento que compartían; su relación con ese médico rapado en forma de piña, ¿Marco era? iba viento en popa y cada vez pasaba más tiempo en su casa. Quizás era una señal para ir buscando otro piso, después de todo, Luffy se graduaría en breve en el instituto y seguía empeñado en que su primera vivienda lejos del ala de su abuelo fuese con el peliverde; como piratas, decía. Aunque era consciente de que el monito podía cambiar de idea, ya que últimamente le había dado por coquetear, casi imitando a su hermano, con un estudiante de medicina; era la primera vez en la vida de Luffy que mostraba ese tipo de interés por alguien, entre los amigos daban por hecho que sería siempre así de asexual.

Fuera de la bañera, se secó rápido con una toalla y fue sin demora a por sus calzoncillos, calcetines y pantalones. Vestido así, de cintura para abajo, salió al salón donde estaba la persona que se había tomado la libertad de coger su portátil para escuchar música.

–¿Qué haces con eso puesto? Dijiste que era música para vagabundos.

Sanji, tumbado en el sofá y todavía en calzoncillos, liberaba una calada de su cigarro hacia el techo.

–Ha empezado a sonar nada más he encendido tu ordenador. Si dejas la sesión suspendida siempre te cargas la batería, lo sabes ¿verdad?

–Sí, sí. Cada vez que me lo dices.

Sus zapatillas deportivas estaban al lado de la mesa, las recogió y se sentó en un hueco de asiento que le dejó el rubio para calzarse; antes, aprovechó para plantarle un beso al otro, quien correspondió con uno igual, así como con una mirada sugerente. Sanji le tomó la cara entres sus manos, jugaron con sus leguas y algunas mordidas. Zoro se detuvo y separó un poco para contemplarle. Sonrió con deseo, con el mismo de su compañero.

–Tengo que irme –dijo apenado mientras acariciaba el pecho del aspirante a cocinero.

Las finas manos del rubio seguían en su rostro, la izquierda, la que no sostenía el cigarro ente sus dedos, bajó por su cuello, subió de nuevo, hasta sus cabellos, le hizo bajar la cabeza. Se añadió un beso más.

–Si te sigues haciendo el estrecho te voy a tener que abrir de piernas otra vez.

El peliverse, arrogante, se rió entre dientes. De reojo vio que en el cenicero al lado del portátil quedaba medio canuto.

–Eh, Peloarbusto –le traqueteó la cabeza el otro cuando se lo encendió en la boca–. Que te habías metido en la ducha para espabilarte, ¿recuerdas?

–Puedo ir espabilado y relajado, Cejadoblada. ¿Quieres?

Sanji resopló.

–Eres una mala influencia –le soltó y ambos se incorporaron, sentados en el sofá.

–Oye, que está hecho con tu maría y con tus manos.

–Sigue siendo culpa tuya –dejó el cigarro y tomó el porro. Fumó–. Debería buscarme una pareja que me sumara más. Una preciosa chica de acento extranjero que le encante la ropa delicada y huela a flores.

–Y con las tetas del tamaño de un aeropuerto, supongo.

–Bueno, en eso los tuyos no están mal –le agarró un pectoral–. Los tienes turgentes.

–Te la estás ganando –le amenazó, enrojecido.

El rubio se rió, quedó con los ojos fijos en la pantalla, en el vídeo que iba escribiendo la letra de la canción conforme la voz ronca del cantante las pronunciaba.

Juntos recorrimos carreteras, escenarios y tugurios

Nos mataron muchas veces, pero siempre fuimos libres

Y al final lo hemos demostrado, nuestro sueño era posible...

–A veces pienso que esta canción habla de nosotros dos –dijo y le pasó el canuto–. Podría ser "nuestra canción".

–O no –se encogió de hombros, dio una calada profunda–. Sabes que esta canción me recuerda a Luffy.

–Atiende a la letra, ¿no crees que nos pega más a nosotros dos?

–Hum...

–Vale, está bien –resopló–, arbusto de mierda, si prefieres tener una canción con el niño simio antes que conmigo, adelante.

Zoro se sorprendió, le miró de arriba a abajo mientas Sanji se sumían en su enfurruñamiento. El peliverde mostró una media sonrisa jactanciosa.

–¿Estás celoso?

El rubio le devolvió la mirada, con los ojos entrecerrados. El peliverde se rió.

–Eres idiota. Hay canciones para dar y regalar, escoge otra.

Sin palabras y suave, tan suave que todo lo demás desapareció, Sanji le quitó el canuto de los labios, dejándolo en el cenicero, acarició una vez más su rostro, besó dos veces su comisura. Así, poco a poco, entre roces cariñosos y abrazos, le manejó como si fuese un muñeco, tumbó el cuerpo del peliverde sobre el sofá. El rubio se colocó encima.

–Eh –hizo Zoro, entre beso y beso, un amago porque se detuviera–. Que me tengo que ir.

–Sólo es un trabajo de clase. Pasa de él.

–Es un rodaje.

–De un sketch de no más de tres minutos.

Notó como desabrochaba el botón de su bragueta, como bajaba la cremallera. Y sus dedos por encima de la tela de los calzoncillos. Un corto y ronco gemido se quedó entre sus dientes.

–Sanji, de verdad, tengo que...

–Si lo tuyo ni siquiera es la cámara –le susurró–. Quédate conmigo, ya montarás lo que ellos graben.

Zoro agarró la muñeca de Sanji y sacó su mano del pantalón de un tironazo. Le intentó achantar con una de sus miradas más afiladas, pero el aspirante a cocinero no se lo tomó como una señal de que era recomendable detenerse. Sino como un juego. Siguió a pesar de que el peliverde ya forcejeaba y se quejaba. Llegó incluso, mientras mordía uno de sus pezones, hasta bajarle los pantalones y acercarse a su entrada.

Zoro lo apartó de un empujón, ayudado de sus de sus dos brazos y una pierna. Con fuerza, Sanji acabó fuera del sofá.

–¿¡Ahora vas de cretino o qué!?

Le gritó con furia, pero esta se cortó en el acto. Sanji se había caído al suelo, y en la caída su brazo se había golpeado contra el borde de la mesa. Se lo agarraba con bastante dolor y tenía pinta de que en breve le saldría un oscuro cardenal.

–¿Estás bien?

–¿A ti te qué te parece? –le soltó con ponzoña.

–Oye, que has empezado tú.

–Y por eso no has tenido otra cosa que joderme el brazo con el que cocino.

Se observaron enfrentados. Zoro apartó la mirada, en silencio se reajustó los pantalones, se calzó las zapatillas, se levantó; en una silla tenía su camiseta, chaqueta vaquera y mochila.

–¿En serio te vas a ir después de esto? –le preguntó mientas terminaba de vestirse.

–Tengo que ir al rodaje, después hablamos.

Le oyó chistar, ponerse en pie.

–Me dijiste que no te importaba ser el pasivo. Alardeaste diciendo "no soy tan frágil como para pensar que eso me hace débil" –le imitó con sorna.

–¿Qué tiene ver eso ahora?

–Que este es el resultado de esa mentira. Era cuestión de tiempo que te pusieras histérico porque fuese yo el que tocara a ti.

Sus palabras le atravesaron, durante unos segundos se quedó sumido en el brazo herido de Sanji. Tragó saliva y, con toda la calma que pudo, salió de la casa. Sintió que huía, que era débil.

 

Cerca de dos años después...

 

Mihawk se despertó de cara a la lámpara del techo. Como siempre, el silencio de la madrugada sólo era opacado por el oleaje, esa noche picado. Y algo más. Giró la cabeza a un lado. Era sutil, casi imperceptible; Zoro, de lado y de espaldas a él, dormía inquieto.

–¿Miau? –maulló el gato en la cama cuando Mihawk se acercó al peliverde. Su dueño le pidió silencio con el índice delante de la boca.

El peliverde espiraba fuerte, alterado, como el mar. Acarició su brazo desnudo, del hombro hasta el codo; bajó hasta su cuello y dio pequeños besos. Quería que, aún lejos de la vigilia, supiera que estaba ahí para él. Pero Zoro se retorció, como si se quisiera alejar de ese contacto que tiene en él más un efecto de molestia que de cobijo.

Con el mismo cuidado con el que se acercó, el mayor guardó las distancias. En sus ojos dorados aún se reflejaba el joven. Si Zoro fuera tierra, sería una que, cuanto más cavaba, más se endurecía.

 

Al día siguiente...

 

Habían preparado un buen desayuno aquella mañana de jueves, con nada que envidiar de los típicos buffets lujosos de los hoteles. Zoro devoraba con salud, lo que, después de la noche pasada, hizo que Mihawk se relajara un poco.

–Este fin de semana ya hará que llevamos un mes saliendo –comentó el joven como si tal cosa.

–Vaya, tan despistado para todo menos para llevar la cuenta. ¿Tantas ganas tienes de un mesiversario?

–Sólo me sorprendía que duráramos tanto –refunfuñó.

Mihawk sonrió entretenido.

–Tampoco es mala idea que hagamos algo mañana. Sin que se salga de lo normal, digo.

–Podríamos ir al cine, como siempre, y luego a cenar a ese sitio, el de la playa.

–Y quizás algunas copas en ese otro sitio.

–Estaría bien. Después a casa.

–Sin regalos.

–Porque sólo llevamos un mes.

–Un mes nada más. Los regalos si acaso cuando llevemos seis meses.

–Si llegamos a los seis meses.

–Y al año un viaje.

–¿A dónde?

–Londres, Venecia...

–En Irlanda se bebe muy bien.

–A Irlanda pues.

 

Al día siguiente, por la noche...

 

Tal y como acordaron, en cuanto Zoro salió de trabajar, se fueron al cine. Se metieron en la primera película que les venía bien para que no se les hiciese muy tarde; una en chino mandarín con subtítulos en inglés que a los cinco minutos el peliverde decidió que mejor que su pareja la disfrutara por los dos, que él tenía mucho sueño; y luego a ese restaurante en el paseo de la playa; esta vez nadie confundió a Mihawk con su padre, o por lo menos nadie se lo indicó. Finalmente, regresaron a la terraza de aquel hotel.

El ambiente era muy parecido al de la anterior ocasión, aunque esta vez, y quizás eso era lo que dejaba un regusto extraño, era que sí iban como pareja. Los sentaron en los mismos taburetes, en la misma mesa alta de la otra vez. Todo normal, en apariencia.

Mihawk atendió a Zoro. Como aquella especie de celebración la habían empezado nada más el peliverde salió del teatro, sólo le había dado tiempo a echarse desodorante y colocarse otra de las camisas del mayor. Quizás debió traerle otra, esa se la ponía mucho, de hecho, por eso la escogió, pero si se acercaba algún conocido no le pasaría desapercibido ese detalle. No era que tuviese un problema concreto, pero si le ponía nervioso que alguien empezara a hacer preguntas indiscretas o morbosas y que desafinara esa agradable velada.

El joven, por su parte, vigilaba su alrededor. ¿Qué pasaría si ese tipo de las gafas de sol hacía acto de presencia? La primera vez le confundió con un escritor principiante, pero una segunda era sospechoso. ¿Cómo actuaría Mihawk esa vez? Pasaban mucho tiempo juntos, tanto en la casa como en la calle, pero si aún en la casa no había problemas para demostrarse cariño dentro de los límites establecidos, en la calle ni siquiera se habían dado de la mano ni una sola vez. Y ya era un mes que iban saliendo.

Como si los pensamientos de ambos hubiesen sido señales de humo, apareció:

–¡Mihawk! ¡Qué sorpresa!

Otra vez, ese tipo rubio y exageradamente alto, con gafas de sol, ¿tendría algún problema en la vista? Se acercaba con confianza. Mihawk, de nuevo, se adelantó a recibirle y se dieron la mano.

–El martes estuvo tu ex-mujer por aquí, con sus hermanas. Os las apañáis muy bien para no encontraros.

–Siempre hemos sido organizados.

El tipo se rió con cierto sadismo.

–No te pongas tan a la defensiva, se rumorea por ahí que andas emparejado.

Zoro vio como la tez pálida del mayor se volvía aún más blanca. O quizás lo imaginó.

–Estoy moviendo mis hilos para enterarme –siguió el tipo–. A menos que tú quieras darme la primicia ahora.

–A veces no sé si eres un periodista de élite o un simple cotilla.

Y volvió a carcajear entre dientes. Su risa se apagó paulatina y, cuando el peliverde se quiso dar cuenta, el tipo no le quitaba los ojos de encima, con una media sonrisa que le dio muy mala espina.

–Ahora que me acuerdo, también se dice por ahí que la persona con la que sales ahora es mucho más joven que tú.

Ninguna respuesta, nadie contestó.

–Doflamingo –le llamaron a su espalda. Otro tipo venía hacia ellos, con melena negra engominada y tirante hacia atrás, con un puro en la boca–. ¿Vas a quedarte ahí toda la noche?

–Ahora voy, querido –se volvió hacia Mihawk–. Nos vamos a la zona vip, tengo que hacer tratos con algunos peces gordos por cierta información. No te preocupes, no tiene que ver contigo.

–Me imagino.

Se despidieron y el tipo rubio se fue donde el engominado, los dos juntos a la zona vip. Mihawk contuvo un resoplo lo que sus pulmones permitieron y se sentó de nuevo junto al joven.

–La próxima vez voy a matar a Shanks, no puedo creer que haya permitido que me convierta en un cotilleo de mesa.

Zoro quiso entenderle, se esforzó por ello. Aunque comprendió, como la semana pasada, que el mayor tenía sus motivos para enfadarse, la sensación de que después de un mes, más de un mes, Mihawk era incapaz de presentarlo como su novio se le hizo demasiado pesada.

–¿Estás bien? –le preguntó con sus ojos dorados en un gesto de preocupación–. ¿Quieres que nos vayamos? Ese hombre es un pesado, pero no creo que vuelva.

El peliverde en un movimiento brusco, empinó el codo y se tragó de una su copa de vodka; copa, no chupito. Se rajó la garganta en una exhalación.

–Estoy bien.

 

Entre media hora y tres cuartos después...

 

Dejavú: había bebido demasiado. Por suerte, Mihawk se había controlado, y con cordura sugirió marchar. Zoro se enganchó con el brazo al cuello del mayor por orden de éste, que lo guió hasta el ascensor.

–Qué raro, algo tiene el alcohol de aquí. Mihawk, a mí nunca se me sube tanto, te lo aseguro.

–La cantidad también es un elemento a tener en cuenta.

–¿Estás enfadado? He jodido nuestro mesi... mesi... ver... –se trababa.

–No has jodido nada, pero es mejor volver a casa antes de que te dé un coma etílico.

–Eso no existe. Lo he comprobado.

Le ayudó a sentarse en el asiento del copiloto y le puso el cinturón de seguridad. Se subió por su lado al coche, lo arrancó con las llaves. No le dio tiempo a poner la primera marcha cuando el peliverde habló.

–Si te hubiese dado un beso delante de toda esa gente me habrías apartado.

Mihawk le observó, atónito. Por la forma en que lo dijo no se diferenciaba entre una pregunta y una premisa. Zoro ni le miraba, siguió:

–Sanji lo hizo la primera vez que le besé delante de nuestros amigos –se rió cansado, con pena–. Se enfadó tanto, nos gritamos tanto... Y después lo de la canción...

Se llevó la mano a la frente como si le doliera la cabeza. El coche permaneció con el motor encendido, sin que Mihawk se atreviera a hacer o comentar nada. Zoro profirió una última risa. Apoyó sus codos sobre sus rodillas y dobló la espalda para cubrirse la cara con sus manos. El mayor se atrevió, acarició su espalda. No hubo gesto de rechazo, pero tampoco pareció que hiciese un efecto positivo.

–¿Quieres que te lleve a casa?

–Me da igual. Lo que menos te cargue.

Condujo sin tener mucha idea de hacia dónde dirigirse; dio varias vueltas de las que Zoro, en su estado, no fue consciente. Al final, el joven se quedó dormido, el mayor pensó que era mejor llevarle a su propio apartamento; en realidad, el pensamiento de que si dejaba al peliverde en su piso y éste se levantaba solo a la mañana siguiente, después de lo que le había contado, le retorcía el pecho y estómago.

–Zoro –le llamó una vez aparcó en su portal y abrió la puerta del copiloto–. Zoro, hemos llegado –tomó su hombro con cuidado.

El joven gimió molesto. Se frotó los ojos. Mihawk le ayudó a levantarse, de igual manera a la que salieron del hotel entraron en la casa del mayor.

–¿Miau? –preguntó el gato.

–De puta pena –respondió el peliverde.

También le ayudó con el pijama.

–¿Hoy también vas a chupármela? –bromeó, divertido, sobón, y a la vez algo amargado.

–Estate quieto.

Por fin, el peliverde quedó tumbado en la cama, con la manta por encima y la luz apagada. Mihawk se quedó en el salón, leyó hasta que se quedó dormido en el sofá, unas horas antes de que saliera el Sol.

 

Al medio día del día siguiente...

 

Abrió los ojos. El dolor de cabeza fue inmenso, le taladraba acompañado de un pitido. Se situó poco a poco. Aunque lo recordaba todo, en su mayoría, se desorientó en la habitación de Mihawk, ¿no dijo algo de que le llevaría a su casa? Hizo memoria más a fondo. Se alarmó. No, que no fuera verdad lo que le había dicho, que no fuera verdad que le hubiese hablado de Sanji.

De un salto se despegó de la cama y corrió al salón. Vacío, toda la casa estaba vacía, salvo por el gato, que no se preocupaba en exceso por la ausencia de su dueño; para nada, dormía estirazado en el sofá. Resopló, se dejó caer en la silla al lado del ventanal, donde Mihawk trabajaba. De reojo vio su móvil en la mesa, apagado y seguramente sin una gota de batería. Tenía una nota pegada con cinta adhesiva: "He salido a hacer la compra. Vuelvo pronto".

Sensato, creyó que lo mejor era tranquilizarse antes de que el mayor volviera. Lo intentó. Fue a la cocina a tomarse unas pastillas contra el dolor de cabeza, desayunó poco y con lo poco que encontró, tomó una ducha, se vistió con muda limpia. Todo bajo control.

Fue superior a sus fuerzas. Abarcando ese amplio abanico entre apurado e histérico, salió a la calle. Le buscó, entró en supermercados aleatorios, se perdió. Al final, resignado, volvió a la playa; por muy mala que fuese su orientación, si la seguía podría reconocer el camino de vuelta a casa de Mihawk. Anduvo molesto, resacoso y preocupado por el paseo marítimo. Puede que fuese casualidad o destino, pero de esa manera fue como lo encontró.

Le vio sentado cerca de la orilla. Se extrañó, creyó que lo confundía con otra persona. Se adentró en la arena.

–Mihawk –le llamó con cautela.

El otro se volvió un tanto sorprendido.

–¿Te encuentras mejor?

–Sí. Tengo resaca, pero estoy bien. ¿Qué haces aquí?

–Fui a hacer la compra –señaló una bolsa a su vera, resguardada en su chaqueta–. Hace rato que debí haber vuelto, pero no podía. Así que me quedé aquí hasta que sí pudiera.

Se asentó un silencio incómodo. Mihawk viró de nuevo al mar, Zoro le echó valor y se sentó a su lado. El Sol calentaba y la brisa helada les daba de cara.

–Ayer lo eché a perder, ¿no?

–No digas estupideces. Si alguno de los dos debe asumir alguna responsabilidad por el desarrollo final de la noche ese debo ser yo –hizo una pausa. Tomó aire. Resopló–. Cuando apareció Doflamingo quise quitarme la conversación de encima cuanto antes. No quería que nos incomodara, que me incomodara y eso te afectara. No me di cuenta de que, aunque no negué nada, tampoco confirmé –le miró a los ojos–. Renegar de ti fue último que hubiese querido hacer.

Zoro agachó la mirada en una mueca.

–No fue para tanto. Yo no debí de decirte nada de lo que te dije.

–¿Lo de Sanji?

El peliverde notó un vuelco, no esperaba que Mihawk pronunciara su nombre.

–Eso menos que nada –arrastró las palabras–. Yo no soy de los que se van haciendo la víctima.

Las olas del mar, y un par de gaviotas, así como unos pescadores no muy lejanos, fue lo único que se oyó durante un rato quizás demasiado largo.

–Dijiste algo de una canción. ¿De qué se trataba?

–Nada, una tontería de pareja. Ahora ya da igual.

–Pareció importante cuando lo mencionaste.

Zoro se mordió el labio, apretó los puños.

–No era más que una tontería. Él... Había una canción que siempre ha sido una especie de banda sonora para Luffy y para mí. Desde pequeños, cada vez que hacíamos una trastada, esa canción estaba ahí. Sanji quiso apropiársela. No ocurrió, ni tampoco sucedió nada grave por ello.

–¿Pero?

–Si me preguntasen en qué momento lo que teníamos se empezó a caer abajo sería ese. Aunque no fuera el más evidente, ni el peor, ni hubiese pasado más allá de una conversación de pareja. Fue la verdadera señal, y no quise verla.

Mihawk le contempló. Todavía, con la gravedad que le había contado esa anécdota, sentía que le ocultaba algo importante, esencial, que explicaba ese odio, ese resentimiento hacia sí mismo, y esa culpa.

–Zoro, si ayer me hubieses besado en la terraza del hotel, no te hubiese apartado.

Los rasgos del peliverde se suavizaron, sus ojeras propias de una resaca se acentuaron; le sonrió.

–¿Incluso si lo hubiese hecho delante del tipo de las gafas y su amigo del puro?

–Puede que hubiese sido una estrategia más efectiva para que nos dejaran en paz.

Una risa sutil, natural, tímida, salió de los dos. Zoro se fijó en la mano de Mihawk que tenía más cerca, sobre su rodilla. Extendió su brazo y la tomó. A continuación, fue el mayor el que terminó de enlazar sus dedos con los del joven. Ambas manos, unidas, quedaron sobre la arena. Así, a pesar de que desde el paseo marítimo cualquier los podía ver.

–Esto no está mal, ¿eh? –comentó el peliverde–. Además, es pronto para besarnos delante de la gente.

–¿Me estás retando?

–No, no, sí sólo llevamos un mes. Ni que fuéramos de esos gays libertinos.

–De resaca dices cosas impropias de ti.

–Entonces prepárate para cuando volvamos de Irlanda.

 

Continuará...


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