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Runner por Rising Sloth

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Notas del capitulo:

Bueno, segunda actualización de confinamiento. He intentado que este capítulo sea lo menos lioso posible, no sé si lo he conseguido. Como sea, espero que lo disfrutéis, o por lo menos que os sea leve...

Capítulo 14. Conmigo

 

Para cuando Law aparcó su coche, el ataque de ansiedad de Zoro había llegado a unos parámetros estables. Ya no se asfixiaba, aunque su respiración seguía alterada, por mucho que se la contuviera.

–Aún estamos a tiempo de ir al hospital –le dijo tras subir el freno de mano.

El peliverde, con la mano tapando su nariz y boca, sin mirarle, negó con la cabeza. El estudiante de medicina desistió.

Estaban a pocos metros de la casa de Ace y Marco, caminaron hacia el portal abierto y llamaron directamente a su piso. Abrió el pecoso con un gesto amigable; les hubiese saludado con su efusividad característica; sin embargo, enmudeció, nada más vio el ojo morado de Zoro.

–Disculpa las molestias –habló Law–. Pero es el único lugar al que ha aceptado venir.

Sentaron al peliverde en el sofá del salón, donde Marco le atendió el ojo. Podría haber sido un accidente; quizás un resbalón. No obstante, Ace le conocían lo suficiente. Un simple accidente no haría que Zoro no quisiera mirarle a la cara, que tragara saliva continuamente, que le temblaran las manos...

–¿Quién te ha hecho esto?

El peliverde aguardó un instante.

–Es posible que haya sido Sanji –intervino la voz de Law, sobresaltándolo. Zoro se puso aún más pálido–. Yo había quedado con Luffy en ese zulo con terraza que tienen por apartamento estos dos. Aún no era la hora para que terminara su clase así que pensé en ir y esperarle allí. Cuando crucé esquina, y vi el portal, Sanji salía como si hubiese visto una aparición. Ni se fijó en mí, se metió en su coche y se fue. Luego me lo encontré a él así –señaló al peliverde–. He querido llevarle al hospital por el ataque de ansiedad que le estaba dando, pero como he dicho se ha negado. Tampoco quería que Luffy le viera, nos hemos ido lo más rápido que hemos podido.

–Deja de hablar por mi –le gruño Zoro, con una convicción inexistente.

–¿Es eso verdad? –saltó Ace–. ¿Ha sido él el que te ha dejado el ojo así?

El peliverde agachó la mirada, sin respuesta que ofrecer, humillado y culpable. Para el pecoso fue suficiente. Recogió su chaqueta, se la puso en un movimiento. Zoro se levantó y le agarró del brazo.

–¿Qué te crees que haces?

–No voy a permitir que te haga esto –se deshizo de su agarre.

–¡Él no me ha hecho esto! ¡He sido yo!

–¿Y por qué ha salido por patas como un cobarde?

–¡Porque yo le provoqué!

Se hizo un nuevo silencio. Zoro, una vez más, apartó la mirada del pecoso. Ace endureció la mirada.

–¿De verdad esperas que me crea ese complejo de mujer maltratada? Aunque así fuera, una provocación no lo escusa.

–Tú no estabas allí.

Dijo aquella última premisa con mero valor descriptivo, pero al pecoso le dolió demasiado.

–¿Dónde está tu móvil?

–Lo tengo yo –dijo Law, con el teléfono en la mano.

Ace lo agarró, después la muñeca de Zoro. Le puso el móvil en la mano.

–Llámalo, ahora mismo.

–Ace –le volvió a llamar Marco con un tono de sensatez–. Ahora no es...

–¿Y cuándo lo será? ¿Cuándo se le cure el ojo y los dos hagan como si nada? Me niego, me niego en rotundo a que esto vuelva a suceder.

El ojo bueno de Zoro, el que aún podía abrir, estaba fijo en el móvil. Los temblores de sus manos se incrementaron. Ace fue a replicar, pero Marco se acercó en gesto conciliador.

–Será mejor que te quedes unos días aquí. Hasta que se calmen las aguas al menos y decidamos en nuestros cabales que es lo mejor que podemos hacer –miró a su joven pareja.

–Estoy de acuerdo –opinó Law–. Yo iré al apartamento. Te hará falta ropa y un cepillo de dientes, aunque sea.

Zoro contuvo un rebufo. Le estaban tratando como a un inválido y eso no le gustaba nada. Ace afiló aún más los ojos.

–Zoro, no me cabe en la cabeza por qué proteges tanto a ese cretino, pero yo no pienso hacer lo mismo, no en estas condiciones. Te aseguro que, si en tres días no lo haces, seré yo el que corte con él por ti.

 

Siete meses y medio después...

 

Nami se desesperaba. Había quedado con Robin para ir a la biblioteca; ambas necesitaban de algunos ejemplares, sin embargo, la pelirroja fue bastante rápida en encontrar los libros de producción cinematográfica que necesitaba. Hizo un poco de tiempo en la sección de libros de viajes, cartografía y por el estilo. Pero las horas pasaban y su amiga seguía perdida en sus libros.

Finalmente fue en su busca, atravesó varias secciones y la encontró donde la literatura victoriana. Nami lo admitió, verla en su salsa era de lo más tierno.

–Robin, ¿aún no has encontrado lo que buscabas?

–Oh –reaccionó–. Perdona, terminé pronto y vine por aquí. Me he quedado un poco ensimismada. ¿Tienes ya tus libros?

–Desde hace un rato.

–Entonces vamos. Siempre que venimos por aquí la biblioteca me parece más inmensa, el sitio perfecto para...

–Sí, Sí, el sitio perfecto para que un asesino en serie te degüelle el cuello y no encuentren tu cadáver hasta días después –se adelantó al comentario de la morena. Su amiga sonrió.

Una vez fuera se sentaron en la terraza de una cafetería. Y, después de ese rato tan intelectual en la biblioteca, a la pelirroja le pareció correcto que fuera equilibrado con un poco de cotilleo.

–Y Franky y tú. ¿Llegaréis a algún punto concreto alguna vez?

–Hum... No estoy segura. Él me agrada.

–¿Sólo? –pinchó aviesa.

–Me agrada mucho. Pero no sé si es conveniente que me agrade más. Él es muy libre, tanto que no parece importarle que me atraigan las mujeres, pero sus relaciones siempre han sido cerradas. No sé si estoy preparada para un acuerdo de exclusividad, o si él estaría preparado para una relación no tan monogámica.

Nami se quedó sin argumentos. La situación era complicada. Esa idea del poliamor se le hacía bonita, y sabía que era real por las experiencias que le había contado la morena; a parte de la relación que Ace mantuvo con Zoro y Marco. Pero en su caso se le hacían intangible; no se veía queriendo a otra persona como quería a Vivi. Y la parte práctica: una sola relación ya llevaba su tiempo y esfuerzo, qué el dolor de cabeza supondría varías de manera simultánea.

–¿Y a ti? ¿Qué tal con Vivi? Os vi un poco tensas cuando nos fuimos de casa de Jimbei.

–Ah... –hizo una pausa–. No sé. Estuvimos hablando sobre Zoro y Sanji, sobre que Pudding no sepa nada. A ella no le parece bien por Zoro.

–Zoro se está comportando más comprensivo de lo que sería normal en cualquier otra persona.

–¡Tú también! –se dio cuenta de que se había alterado demasiado. Carraspeó en un tono de disculpa.

–¿Te parece justa la situación de Zoro?

–Objetivamente, no –confesó–. Pero también creo que Sanji se merece un poco de tiempo. Sé que me vas a decir que no cuenta, pero... Zoro podría haber cortado con él de otra forma.

 

Siete meses y medio atrás...

 

Ese día pasó lo que Nami nunca imaginó que pasaría: Sanji le había dado plantón, a ella y sólo a ella. Al principio, conforme le esperaba, emergió en ella un motivado cabreo. Luego, al ver que el rubio la dejaba en visto sus mensajes, empezó a preocuparse. Fue a su piso.

Llamó al timbre varias veces, golpeó la puerta otras tantas. Creyó que no estaba ahí; justo cuando estaba a punto de rendirse, oyó unos pasos tras la puerta, notó que la observaban a través de la mirilla. Se volvió a cabrear, esta vez con mucha preocupación.

–¡Como no me abras llamo a la policía para que tiren la puerta a patadas!

Tras unos segundos de suspense. Sanji apareció. Al pelirroja contuvo un grito. Nunca le había visto tan desarreglado, cetrino. Las ojeras se le marcaban negras como el alquitrán. Estaba medianamente sobrio, pero su pestazo a alcohol estaba impregnando lo largo del pasillo. Antes de que Nami formulase alguna pregunta, el rubio le sonrió amable.

–Lo siento, Nami, creo que no me pillas en un buen momento.

Eso, a la pelirroja, le dio igual. Con o sin su permiso entró en el apartamento. Por las botellas, latas y colillas; aparte de más de un cajetín de pastillas; entendió que había dormido poco o nada la última noche.

–Dúchate. Yo limpiaré esto.

–Espera, Nami, no permitiré que una dama limpie la casa de un caballero.

–De caballero tienes poco ahora mismo. Y de mí, que no te quede duda de que luego te pasaré el recibo.

Adecentó la casa y abrió las cortinas para que entrara la luz del día, también le preparó la comida. Tanto cuidado, en una situación normal, hubiese hecho volar a Sanji hasta la estratosfera; aun así, se mantuvo taciturno, con la cabeza gacha. Nami hizo fuerzas de flaqueza para no atosigarle. Cuando vio que, a medio plato, estaba más tranquilo, se permitió preguntar:

–¿Qué ha pasado, Sanji?

El rubio la miró un momento, con una sonrisa amable, agotada, devolvió su atención a la sopa que la joven le había preparado.

–Ayer fui a casa de Zoro. Todo estaba bien, estábamos bien. Le preparé la comida y...

Fue incapaz de continuar.

–¿Os peleasteis?

–Ojalá hubiese sido sólo eso. No sé por qué hizo... –se le quebró la voz–. Se le cayó el plato que le había preparado, o lo tiró... No sé por qué me dijo qué... –se llevó la mano a los ojos, respiró en un intento de no perder la calma. Soltó un sollozo–. No sé qué ha pasado.

A Nami se le humedecieron los ojos. Todos habían visto que la relación de Sanji y Zoro no iba bien, que cada vez se aislaban más de los demás, pero de igual manera no se les veía unidos. Lo que no imaginaba la pelirroja es que la cosa hubiese llegado a ese punto. Abrazó al rubio por el cuello y le hizo hundir la cara en su hombro; Sanji la correspondió, sin lujuria ni segundas intenciones, la abrazó colmado de pena.

Después de eso, pasaron el día juntos. Un día raro, su amigo estaba demasiado distraído, metido en sí mismo, por mucho que Nami se esforzara y le dijera de ver una película o jugar a las cartas.

–¿No has hablado con él desde ayer?

–Le hice un par de llamadas, pero no me cogió el teléfono. Volví al piso, pero no estaba. Luffy tampoco sabía de su paradero, o no me lo quiso decir; estaba enfurruñado porque Law le había llamado para aplazar una cita que llevaba preparando desde hacía bastante.

–Tal vez sea lo mejor. Debes estar más calmado antes de hablar con él.

–¿Servirá de algo?

–Claro que servirá. Habéis sido amigos mucho más tiempo que novios. Los dos sois unos brutos idiotas, pero no tanto como para acabar con un corte y ya.

Sabía que había sido muy ambigua, no obstante, Sanji se mostró aliviado con la idea de que eso no era el final de la relación con Zoro, siguieran de novios o no.

Entonces, sonó el móvil. Ya era tarde para una llamada, por lo que ambos se sobresaltaron. El rubio recogió el teléfono, Nami vio el nombre de Zoro. Ella tomó su mano para darle ánimo; tras una sonrisa de agradecimiento, Sanji descolgó.

–Dime –le tembló la voz.

Se hizo un silencio al otro lado de la línea.

–¿Cómo te encuentras?

Fuero palabras amables, pero la frialdad con la que la pronunció el peliverde dio un escalofrío a Nami.

–No lo sé. ¿Y tú?

–Supongo que bien –no había ningún signo de emoción en su voz.

–¿Quieres... –dudó– que hablemos de lo que pasó ayer?

–Ya no merece la pena, Sanji.

Fue una frase categórica, tajante, lapidaria. En un impulso, Sanji se levantó.

–¿Que me quieres decir? –no obtuvo respuesta–. Zoro, por favor. Tenemos que hablar de esto, ninguno de los dos sabe bien qué pasó.

–Yo sí sé lo que pasó.

Cada frase que decía el peliverde era como un cuchillo.

–Zoro, no me hagas esto. Por favor. Si quieres decirme algo dímelo, pero así no. Vente a mi casa. Todo se desbarató un poco desde que te mudaste con Luffy, estamos estresados con todo. Vente aquí. Zoro...

–No quiero verte Sanji, ni aunque me pagaran por ello. No quiero volver a saber de ti.

Se hizo un último silencio. Sanji soltó una risa, resignado, se le humedecieron los ojos.

–Lo tenías todo preparado, ¿verdad? Cuando fui ayer a ese estúpido piso sabías ya que iba a pasar. Y ahora ni tan siquiera eres capaz de mirarme a la cara y decirme que sobro en tus planes de vida. Eres un cobarde. Eres un jodido cobarde.

La llamada se cortó como si la hubiese puesto bajo el filo de una guillotina. Sanji se derrumbó.

 

De regreso a la cafetería...

 

Robin recogió elegante su taza de café, dio un sorbo, la mantuvo un momento entre sus manos.

–Nami, ¿tú dirías que Zoro es un chico distante?

–Es reservado con sus cosas, pero no lo definiría como distante.

–Cuando os conocí fue la primera impresión que me dio. Alguien hermético, asilado; tan empeñado en mostrar que nada le afectaba que parecía reprimido.

–¿A dónde quieres llegar?

–Creo que debido a que acompañaste a Sanji durante la ruptura, y que Zoro se marchó durante un par de semanas, estamos todos un poco sugestionados. Que Sanji sufriera no significa que Zoro lo pasara mejor.

–Claro, eso ya lo sé. Aun así, la forma en que lo hizo...

–A veces no quedan más opciones que hacerlo de una manera.

Nami vio como su amiga se abstraía en sus recuerdos, algunos desagradables. Tomó una de las manos de la morena, la besó. Robin sonrió como si nada.

–No quiero decir que Zoro y Sanji llegaran a ese punto, pero se nos escapan muchos detalles de cómo fue en verdad su relación.

Nami la observó.

–Algo así me dijo Vivi.

–¿Estabais disgustadas por eso?

–Buff... Fue peor –sonrió triste–. Sé que no me lo dijo a posta, más bien se le escapó: Me echó en cara que no le hayamos contado de nuestra relación a los demás.

–Lleváis bastantes meses. Me sorprende incluso que seas tú la que no quiera dar el paso, teniendo en cuenta que es ella la que saldrá del armario.

–Lo sé, lo sé –removió su café con la cuchara–, pero me asusta. El hacerlo "oficial". Ahora nuestra relación es más libre, más fluida. Comprometerla... O quizás solo soy una vil ladrona que ha robado el corazón de la princesa y lo esconde del resto del mundo para que no se lo expropien.

 

Al siguiente fin de semana...

 

Eran cerca de las siete de la tarde. Mihawk conducía hacia el sitio de presentación del libro. Se aguantó el resoplo. Esa era la parte más cargante de su trabajo. Y, por si fuera poco, estaba haciendo de chófer para el alma de la fiesta.

–No pienso estar ahí toda la noche. En cuanto empieces a firmar ejemplares me largo.

–Vaya, sí que te ha afectado salir con un adolescente –le dijo Hancock–. Se te ha pegado su irresponsabilidad.

–Venga, venga –dijo Shanks desde el asiento de atrás, acompañado por Makino–. En estos eventos la gente se desperdiga fácilmente, nadie se dará cuenta de que Mihawk se ha ido.

–¿Tú crees? –dijo ella escéptica–. Hemos sido la pareja estrella durante una década, a menos que los invitados sean ciegos bien se enterarán de que mi ex-marido se ha fugado.

–Antes no te importaba tanto los cuchicheos de la gente –puntuó el tal ex-marido.

–Evidentemente. Pero a mí me cansan tantos estos eventos como a ti. Además, desde que se supo que no soy una mujer casada los moscardones les cuesta entender un "no" por respuesta. A veces desearía no ser tan hermosa. Podría esperar que con la vejez se solucione algo, pero seamos sinceros, aunque se caiga el color de mi cabello y las arrugas marquen mi cara el mundo seguirá pensando que soy la más bella.

Mihawk había olvidado lo intensa que era su arrogancia.

–Aunque es extraño –habló Makino–. Puede ser la primera vez que Mihawk se marcha de una presentación antes que el escritor.

–Yo no diría, querida, que eso es lo más extraño –comunicó Shanks alzando una bolsa de deporte que el propietario del coche había puesto ahí–, lo extraño es este atillo de playa.

–¡Deja eso! –intentó alcanzar la bolsa, pero el coche se desestabilizó haciendo "eses" y tuvo que retomar el volante–. No registres lo que no es tuyo.

–Vaya, eso sí que no me lo esperaba. Una escapada romántica en la playa. ¿Conmigo fuiste así de apasionado? No lo recuerdo.

–No es una escapada –se defendió enrojecido–. Sus amigos y él han organizado una barbacoa en la playa.

–Creí que estaban prohibidas –comentó Makino, aunque su puntualización quedó eclipsada.

–¡Ajá! –saltó Shanks–. Míralo que se va a meter en una juerga de adolescentes como si no tuviera cuarenta y pocos. Eso es ser valiente. ¡Que no se te olvide el ron con cola! –le palmeó el hombro con entusiasmo.

–Hay más gente de mi edad e incluso mucho más mayor –la vena de la frente se le iba a reventar.

–¿En serio, Mihi? En ese caso deberíamos pasarnos. Que sepan que tú también tienes amigos.

–Hace mucho que no voy a la playa –comentó Hancock.

–Tú tienes que presentar tu libro.

–Oh, por favor, Mihawk. Como si con este cuerpo y esta cara le interesara a alguien de allí lo que escribo. No, lo único que quieren ese que me contonee. Mis lectores de verdad se lo comprarán y punto.

–¿Y eso te parece correcto?

–Soy guapa, ¿qué más da lo correcto?

 

Un par de horas más tarde...

 

Hacía poco que la gente empezó a aparecer. Estuvieron un rato, entre varios, montando un toldo de playa tamaño familiar; hubo quejas, puesto que era mucho trabajo y la luz del día se estaba acabando, pero algo les protegería de la humedad y pondrían debajo unas mesas. Luego, como previnieron la semana pasada, fue a Law el que le tocó armar la barbacoa; cosa que nadie supo por qué puesto que mañoso en ese campo no era.

–Menudo torpe –le pinchó Eustass–. Si alguna vez tengo que entrar en una sala de cirugía espero que no me toques tú.

–Si piensas que lo harías mejor que yo –le mostró una sonrisa gélida–, adelante.

–Eso me lo deberías hacer dicho hace cuarenta y cinco minutos. Trae.

Sus peleas no agilizaron la misión; menos el que Luffy estuviese por ahí revoloteando y de vez en cuando montándose a caballito sobre Law. Al final vino Franky y levantó la barbacoa en un segundo.

–Venga, venga –Zoro le pasó el brazo por el cuello a Law mientras sostenía una jarra de ron con la otra–. Ni te lo tomes tan a pecho, ni que quisieras ser cardiólogo de barbacoas.

–¡Y tú no te tomes tantas confianzas, borracho! ¡Que me asfixias!

Nami analizó al peliverde. Aún rumiaba la conversación con Robin. Recordaba cuando el estudiante de medicina empezó a salir con Luffy; Zoro y él ni se miraban, cada uno estaba en un plano de realidad distinto. Y no se trataba de que el peliverde hubiese cambiado o se hubiese hecho más íntimo con Law, sino que, tras la ruptura, había vuelto a ser el que era antes de salir con Sanji.

Se fijó también en Chopper. Cuando era un crío pequeño y gordito iba detrás de Zoro con gran admiración; fue una de las primeras personas con las que el peliverde se volvió "distante". Ya no era tan así, pero tampoco había recuperado lo que tenían. Quizás la pelirroja le estaba dando de más a la cabeza.

–Nami –Vivi llegó a la fiesta, la saludó tímida. Llevaba el colgante de pluma que le regaló, conjuntado con su ropa de playa.

–Te comería a besos –le susurró y la hizo enrojecer.

–¡Tengo hambre! –se quejó Luffy–. ¿¡Dónde está Sanji!? ¡Cómo siga alimentándome a patatas fritas moriré de inanición!

–Haz paciencia –le dijo Usopp–. Ya has visto como está con Pudding, seguro que no aparecen hasta después de la media noche.

–¡Eso es horrible! –se espantó el monito–. ¡Ahora mismo voy a su casa y me los traigo!

–¡Quieto ahí! –le detuvo su hermano–. ¿Desde cuándo una barbacoa necesita de un cocinero de restaurante? Anda, yo me encargo, dejad que la carne se acerque a mí.

–¿Y la verduritas y vegetales que he traído? –preguntó Carrot.

–También.

Entre aplausos y ovaciones el pecoso fue alimentando a la camada. Y la velada continuó con su normalidad y buen ambiente. La música les siguió de fondo mientras comían, bebían, se metían en el agua o jugaban a algunas cosas de las que había ideado Luffy; entre ellas el voley o el twister.

–No vale, Luffy siempre gana –se quejó Usopp– Un humano normal no puede ser tan monstruosamente elástico.

–Nací así. A Torao le gusta.

Zoro salió del agua, se secó un poco el pelo con su toalla y se la dejó en en el suelo. Así se preparó otro ron.

–Para el carro –se rió Franky–, que va a llegar tu novio y no vas a saber si tienes uno o dos.

–Ni que estuviera como una cuba. Además, puede que no venga.

–¡No dudes de él, Zoro, no dudes! –le traqueteó Brook los hombros–. El amor mueve montañas. ¡Él vendrá corriendo de la presentación sólo para besarte de una vez por todas!

–¡Para de una vez! –se enrojeció.

Se lo calló, pero era bastante consciente de que Mihawk estaría ahora con su ex-mujer. Si aquel encuentro le afectaba como la última vez al mayor, el peliverde, no descartaba que fuera él el que se tuviese que ir antes. O quizás no, quizás Mihawk se lo estaba pasando muy bien en lo que era una pequeña porción de su antigua vida. Espera, ¿eso era celos? Joder, lo que le faltaba.

–¡Eh, mirad! –gritó Luffy–. ¡Ahí viene Sanji! ¡Eh, Sanji, estamos aquí! ¡Por fin vienes! ¡Que Ace ha tenido que quemar la carne en la barbacoa!

Su hermano no le siguió la broma, ni nadie se rió. Desde lejos vieron que Sanji venía solo, a grandes zancadas. El rubio atravesó el campamento, directo hacia el peliverde; le tiró un trozo de tela a la cara; con tanta fuerza y tanta mala leche que al otro se le cayó el vaso de ron. Zoro sostuvo lo que le había tirado. Sintió un arpón directo en su pecho. Era la corbata que le había escogido a Pudding.

–¿Tú de que vas? Tanta gracia te hizo tu jueguecito de mierda que no te lo pensaste dos veces, ¿o qué?

–¿Qué? Oye, fue tu novia la que empeñó.

–¡Ja! Claro, ¿qué te hizo? ¿te apuntó con una pistola a la frente? Te imaginaste que iría como un idiota con esa corbata como si aún fuese de tu propiedad.

–¡Serás imbécil! ¡Pregúntale a ella si tanto te interesa!

–¿Qué le pregunte por qué? ¿Por la corbata o por qué le dijiste que soy un capullo? ¡Dímelo tú mejor! –le dio un empujón–. ¡Venga! –y otro–. ¡Dime por qué soy tan capullo a ver si estamos los dos de acuerdo!

Hubo un tercer empujón, pero no por parte del rubio. Ace se metió en medio y le tiró al suelo.

–Vuelve a tocarle y serás tú el que salga con un ojo morado.

Tanto a Zoro como a Sanji se le pararon los latidos. El rubio le miró y el calor se desprendió de su cuerpo del peliverde hasta dejarle con la temperatura de un muerto.

–Ya me lo imaginaba –se levantó con una expresión de sorna–. No sólo fuiste corriendo a contárselo. También se lo contaste a tu manera. ¿Quieres que le diga yo mi versión? ¿Quieres que le explique exactamente lo que paso, cobarde de mierda?

Ace fue a por él otra vez, no llegó a tocar al rubio.

–¡Zoro! –el grito de Luffy cortó la escena por la mitad–. ¡Sangre! ¡En tu nariz!

Se llevó la mano por encima de la boca y quedó manchada de rojo. No se trataba de un pequeño reguero. Todos vieron como la nariz del peliverde empezaba a sangrar a mansalva, como su vista se nublaba, se mareaba, y uno de sus pies trastabillaba con el otro hasta que sus codos y rodilla cayeron sobre la arena. Le costaba respirar.

–¡Zoro! –volvió a oír la voz de Luffy, muy lejana.

En seguida, se movilizaron, Law llegó el primero.

–Apartad, le está dando un ataque de ansiedad. Si venís a la vez será peor.

–Llevémoslo a otro lado –le secundó Marco–. Necesita respirar.

–¡Quitaos de encima! ¡No necesito nada! –forcejeó–. ¡Dejadme! ¡Estoy bien!

Y, entre aquel caos que le rodeaba, el peliverde le vio. Estaba fuera de la parcela de luz que emanaba de las lámparas; aun así, le reconoció, acompañado de otras tres sombras que no sabía quiénes eran. Mihawk corrió hacia él y le tomó del brazo.

–Ven –dijo autoritario, suave.

Zoro dejó que le ayudaran a ponerse en pie. Permitió que le guiaran lejos de allí.

–¡Luffy! –se alzó la voz de Law–. ¡Que nadie más se acerque!

–¡De acuerdo, yo me encargo! ¡Cuida bien de él!

Nami, igual de conmocionada y preocupada que el resto, atendió a como Mihawk y Law se llevaban al peliverde, acompañados de Ace y Marco. Jamás había visto así a Zoro. Jamás. Desvió su mirada hacia el rubio. Parecía igual de aturdido, traumado y, por primera vez, culpable.

–Sanji –le llamó y le hizo reaccionar–. Es mejor que te vayas.

 

Unos quince minutos después...

 

Salieron de la playa por el paseo marítimo, sentaron a Zoro en un banco y, aunque trataron su hemorragia, su respiración no se calmaba. Entonces Mihawk desapareció un instante, volvió con una caja de pastillas.

–Son sin receta –se las enseñó tanto al médico como al estudiante de medicina. Los dos estuvieron de acuerdo.

–Sería lo que de primeras le darían en el hospital.

Mihawk se sentó junto al peliverde.

–Zoro, mete una de estas pastillas debajo de la lengua. Confía en mí. Hará que te calmes. Tranquilo, es casi como un somnífero.

Tan mal estaba que no hizo ni el amago de porfiar. Se quejó entre dientes de lo mal que sabía. Durante un rato que se le hizo eterno creyó que no servía de nada. Mihawk mantuvo las manos sobre sus hombros. Poco a poco se hizo silencio: en su pecho, en su cabeza. El cansancio hizo más pesado su cuerpo. El mayor le indicó que descansara a cabeza en su hombro.

–La próxima vez le partiré la nariz a ese capullo.

–Ace, si vas a estar así mejor vuelve con los demás –le reprendió Marco.

–Si Sanji sigue ahí es contraproducente –opinó Law.

–Mirad vosotros como lo ha dejado –replicó el pecoso–. Como si no fuera suficiente con que le agrediera.

–Yo le provoqué para que me agrediera, Ace –dijo, con la voz apagada y la cara escondida en el cuello de su pareja mientras éste le abrazaba–. De verdad lo hice. Era en lo único que pensaba.

 

Siete meses y medio atrás...

 

Si era cierto que el rubio se equivocaba en una cosa: Zoro no planeó aquello. Simplemente, algo cambió desde aquella fiesta en el antiguo piso, por mucho que lo quisiese esconder en la más densas de las nieblas.

Ese día, llegó Sanji, como siempre, a la misma hora; estaban solos, le preparó la comida. El peliverde no se recordaba dueño de sí mismo. Desde hacía días sus sentidos le pasaba la información distorsionada. Cuando empujó el plato por el borde de la mesa y este se hizo añicos, él mismo no entendió que pasaba.

La pelea no fue inminente, Sanji creyó que se le había caído el plato e intentó recogerlo.

–No se me ha caído, lo he tirado.

Entonces sí, se gritaron. Se empujaron. Se dijeron barbaridades. La cabeza del peliverde le martilleaba sin descanso, cada vez más despierto, menos autómata de lo que había sido durante esas semanas, durante esos años. Sólo quería echarle, sin importar cómo. Que se largara, que se fuera de su vida. No lo quería ver en ese piso, no quería nada más de él. Le abordó una ira gélida que se impregnó hasta en las pupilas. Una ira que le nublaba aún más, pero que le dio una convicción que creía perdida desde hacía demasiado. Una convicción cruel.

–Eres el digno hijo de tu padre.

Sanji había dado taekwondo en secundaria, llegó hasta cinturón negro. A pesar de que lo había dejado hacía años para dedicarse a la cocina, el movimiento de su cuerpo y sus piernas fue perfecto. Su talón acertó en el ojo de Zoro como una flecha en el centro de una diana.

La niebla se hizo tan densa que le era imposible situar en qué momento se marchó Sanji, cuándo la presión en el pecho le empezó a quitarle el oxígeno o llegó Law.

 

De regreso a aquella noche, mientras Mihawk le abrazaba...

 

Tras una risa herida, tomó fuerzas, miró al pecoso. El rostro el peliverde estaba demacrado.

–Le dije algo imperdonable.

Ace, insatisfecho con aquellas palabras, bajó la cabeza.

–Será mejor que nos marchemos a casa –dijo Mihawk.

–Me he dejado mis cosas.

–Nosotros iremos a por ellas –se ofreció Marco antes de que Zoro se levantara.

–No quiero esconderme. Ya estoy mejor.

–Estás sedado –le corrigió Mihawk–. Cuanto menos esfuerzo hagas mejor –se volvió a Marco–. Decidle a la gente que venía conmigo que siento no poder llevarlos a casa.

El joven gruñó una débil queja. Asintió. El mayor miró a los otros tres en un gesto confiable. Law fue el primero que puso sus pies de vuelta al campamento, a la zaga el fueron Ace y Marco. Zoro se echó de nuevo sobre el hombro de Mihawk.

–Tenía muchas ganas de que vinieras –soltó en una disculpa.

–Habrá más días –le calmó. Se quitó su chaqueta y se la puso por encima. Con toda aquella pesadilla no había dado tiempo ni que el joven se cubriera el torso.

 

En el campamento...

 

Parecía mentira, pero otra pelea se formó en medio de la playa. Luffy se había tomado tan en serio su labor de no dejar pasar a nadie, hasta que recordaba a cierto mago de cierta saga. Nadie había tenido problemas con acatar, excepto Hancock, que para colmo estaba acostumbrada a salirse con la suya.

–¿En qué idioma he de decírtelo, pusilánime? El estúpido de mi ex-marido y su coche están en esa dirección, sólo quiero hablar con él y que me lleve a casa.

–¡Si Torao dice que no pase nadie es que no pasa nadie! ¡Como si estamos así hasta el alba!

–¡Ah! Con valiente panda de payasos se ha juntado Mihawk.

–¡Y tú eres una mujer de lo más desagradable y rastrera!

Hancock soltó un grito de espanto. Sin duda, la primera vez que un hombre, fuera cual fuera su inclinación sexual, se refería a ella de esa manera. De súbito de desmayó. Makino la alcanzó al vuelo antes de que se diera en la cabeza, mientras Shanks reía a carcajadas.

–¡Eh, mirad! –avisó Usopp– ¡Ahí vienen!

–Pero sólo Ace, Marco, y Law –puntuó Carrot con su vista.

–¡Torao! –Luffy fue a él–. ¿Cómo está Zoro? ¿Dónde está?

–Está mejor, necesita descansar, Mihawk se lo llevará a casa. ¿Y qué le pasa a esa? –preguntó por Hancock, aunque poco le importara.

–Yo que sé. Tendría sueño o algo.

–Vuestro amigo nos ha dicho que siente no poder llevaros –le explicó Marco a Shanks.

–Gracias, me lo suponía. Si los dos están bien es lo que importa –se volvió hacia su mujer–. Iré llamando un taxi.

–¿Dónde están las cosas de Zoro? –preguntó Ace con voz neutra–. Voy a llevárselas antes de que se marche.

–Espera –se adelantó Nami–. Iré yo. Las recogeré en un segundo y...

No eran muchas cosas; su ropa, las chanclas, una toalla y una mochila; pero entre todos ayudaron a buscarlas, agruparlas y dárselas a la pelirroja. El pecoso se fijó en Nami, que con paso apurado se dirigía dónde estaba Zoro. Después oteo, por segunda vez, el espacio; ni rastro del rubio.

Suspiró por la nariz y se retiró cerca de la orilla, donde se sentó y se regodeó en su propia culpa.

 

Siete meses y medio atrás...

 

Entró en el salón, vio al peliverde descansaba en el sofá, de lado y de cara al respaldo. Se acercó con cuidado y se tumbó junto a él, le abrazó a la altura del vientre.

–Te he oído cuando hablabas con él –le susurró.

Zoro le miró, con una media sonrisa torcida, con las ojeras marcadas. Ya abría el ojo, aunque seguía amoratado.

–Tenías razón. No podía dejar que pasara otra vez.

Ace se forzó a corresponderle la sonrisa. Le besó y el peliverde se dejó besar. Luego, el pecoso bajó por su cuello.

–¿Y Marco?

–Dice que no le importa.

Zoro no le apartó. Sin embargo, le dio un espasmo. El pecoso percató de cómo lo rechazaba con todo su cuerpo. Se detuvo.

–¿Quieres que me vaya?

–No. Quédate.

Zoro reclinó la cabeza sobre el cojín, con los ojos cerrados. Ace le abrazó más fuerte, palpando así la delgadez de su cuerpo. ¿Desde cuándo había perdido tanto peso?

Durmió con él aquella noche. Se dijo así mismo que consolaba al peliverde; sabía que era Zoro el que lo consolaba a él.

 

De regreso al paseo marítimo...

 

Nami apuró el paso cuando vio dos personas sentadas en un banco.

–Te he traído tu mochila y tus cosas.

Su amigo alzó la cabeza una vez más. La pelirroja le vio muy débil; se dio cuenta, para su horror, que no era la primera vez que veía esa expresión en su rostro. Hacía menos de un año, esa había sido el aura normal de Zoro.

–Gracias.

Mihawk hizo un amago de retenerle, por el contrario, le ayudó a incorporarse. El joven recogió su mochila y se calzó las chanclas que la pelirroja dejó en el suelo. Tanto la chica como el mayor temieron que se cayera cuando se puso la camiseta; su cuerpo se tambaleaba. Se miraron. Nami se lanzó hacia él en un abrazo.

–Pedazo de burro, ¿de qué te sirve guardarte todo esto para ti?

El peliverde quedó mudo, mientras ella le abrazaba más fuerte. Se separó de él con los ojos humedecidos.

–Ahora seguro que Luffy querrá otra barbacoa para compensar esta –bromeó–. Quizás no sea mala idea.

Se despidieron. Mihawk llevó a Zoro hasta el coche. En el asiento del copiloto, el peliverde volvió a cerrar los ojos, eso no quería decir que se durmiera.

–¿Por qué tenías esas pastillas en tu coche?

El silencio nocturno era acompañado del motor el coche. Avanzaban a través.

–Fue durante las primeras semanas que mi ex-mujer me confirmó que no había vuelta atrás. La palabra "divorcio" era irrevocable. Como te dije alguna vez, no era algo que no me esperase, y tampoco creí que me estuviese pasando factura –hizo una pausa–. Un día empecé a sentir un dolor fuerte en el pecho, creí que era un paro cardíaco y fui a urgencias. Se trataba, en realidad, de un ataque de ansiedad y me desviaron a psiquiatría. Me dieron esas pastillas y me sugirieron que fuera a terapia.

–¿Y fuiste?

–Un par de semanas. Me diagnosticaron, no un miedo al abandono, más bien un miedo a la soledad –se rió de sí mismo–. Como ves, a pesar de mi edad, yo tampoco soy un ejemplo a seguir en cuanto a gestionar rupturas.

Creyó que el joven se había dormido por fin. Oyó su voz una vez más:

–Conmigo no tienes que preocuparte por eso. Incluso si no seguimos juntos.

Una sonrisa sincera se formó en la boca del mayor.

–Mejor duerme. Si sigues hablando así querré darte esas pastillas más veces.

 

Continuará...


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