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Runner por Rising Sloth

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Notas del capitulo:

He escrito este capítulo con todo el cariño que tengo, pero no sé si cumplirá vuestras expectativas. Personalmente me hubiese gustado actualizar unos días atrás para que hubiese coincidido con el día de la visibilidad Bi, pero la vida se me hizo bola. En cualquier caso, como siempre, espero que os guste.

 

 Capítulo 17. Calma

 

Law se trasladó temporalmente con Luffy, por lo que él asumiría la parte del alquiler de Zoro en esos meses; ese dinero sobrante ya era suficiente para pagar las sesiones de terapia, pero de alguna manera que el peliverde no supo, Perona se enteró de la situación y habló con sus padres para que le pasaran un poco más de dinero, así Zoro no tendría que trabajar el verano para pagar el resto de gastos.

–No entiendo por qué tuviste que decirles nada –se peleó con su hermana por teléfono.

–Desagradecido. ¿Acaso vas a encontrar en pleno verano un trabajo que no te exploten los siete días de la semana por una miseria? ¿Sabes lo mal que puede ir eso para tu ansiedad? Piensa un poco más en tu salud mental.

Como siempre, era ella la que tenía la última palabra.

–¿Te sientes culpable por que la gente de tu alrededor te cuide? –le preguntó Shirley en una de sus sesiones. Esa mujer se expresaba con palabras amables, pero certeras como la dentellada de un tiburón.

–No es culpable, es que es algo mio y debería resolverlo yo.

–Sí te doliera una muela, ¿dirías lo mismo?

–Lo resolvería yendo al dentista, una vez.

–Imaginemos que el dentista te descubre varias caries y además te tiene que sacar las muelas del juicio, incluso ponerte aparato. Sería imposible que pudieses arreglar tu boca por ti mismo, por mucho que fuera "algo tuyo", ¿no sería normal que tu familia o tus amigos te ayudaran?

–Supongo que sí... –cedió a regañadientes.

Era más difícil de lo que se imaginaba, no se trataba sólo de sentarse frente a una persona y hablar de tu vida, había sesiones de las que salía mortalmente cansado y derrotado, con la estructura de su cabeza retorcida de todas las maneras posible. Otras, directamente, como una mierda. Por suerte, tenía a Mihawk.

–Luffy y los demás van a quedar en el piso –le comentó después de leer el mensaje que le había dejado su amigo.

–¿Quieres ir? –le preguntó el mayor.

No se trataría de la primera quedada que rechazaba el peliverde; después del día del cine, Zoro comprendió que no estaba preparado para socializar como antes. Sin embargo, empezaban a faltarle.

–Puedo ir contigo –se ofreció Mihawk–, si quieres.

–Es el sábado, ese día tenías una reunión.

–Podemos ir más tarde.

El joven se lo pensó.

–Iré yo por mi cuenta, y si no estás muy cansado...

–También iré. Pero, mientras llego, cuídate. Tienes derecho a no hacer ni soportar nada que no quieras. Y a pedir lo que necesites.

–Sí, papá –bromeó haciéndole de rabiar.

Ya había ido otras veces al piso, a recoger ropa o alguna otra cosa que le hiciera falta; en esas ocasiones, no obstante, sólo se topaba con Luffy o con Law. Desde la noche en la playa era la primera vez que se veía con Todos. Por ello, la media hora de inicio fue algo más que tensa, aunque sin incidentes. Luego, más relajados, empezaron como la otra vez, a preguntarle constantemente como estaba con excesiva preocupación. Zoro resopló por la nariz.

–Parad de una vez, en serio. Si me preguntáis todo el rato como estoy es peor.

–¿Quieres que hagamos como si nada? –preguntó Nami–. Zoro, si te lo guardas todo...

–No me lo guardo todo. Ya no. Es verdad que preferiría que nada de esto hubiese pasado, me siento mejor cuando pienso que no ha pasado, pero así son las cosas. Estoy tratando de asimilarlo a mi manera.

–Pero tú siempre has sido un burro –replicó Usopp–. ¿Cómo vamos a estar seguros de que no estás pasando por una depresión de caballo si no estamos atentos?

–Porque si tengo una depresión de caballo os lo diré.

Y lo anunció de tal forma, tan tajante y con tal confianza en sus compañeros, que a nadie le quedó duda de que lo haría. Algunos se echaron a llorar emocionados, otros a abrazarle, y otros las dos cosas. Mihawk llegó unas horas más tarde, se alivió al ver aquel ambiente y al peliverde integrado en él.

Por otro lado, el verano avanzaba y, aunque no era su intención, Zoro estaba cada vez más instalado en el apartamento de Mihawk. Estaba cómodo allí, con él, se dejaba llevar por lo que necesitaba su cabeza o su cuerpo. La única pega era que su cabeza y su cuerpo no siempre estaban de acuerdo.

Era inevitable que en la convivencia de dos personas sucedieran ciertos accidentes: entrar en el baño cuando uno estaba dentro y desnudo, abrazarse en la cama y empezar a sentir calor en la entrepierna, tontear un poco de más mientras cocinaban y tocar quizás donde no debían. E indudablemente, cada vez que sucedían este tipo de cosas, el peliverde le deseaba, quería tenerlo y que le tuviera. Sin embargo...

–¿Te refieres a un problema de confianza en él? –le preguntó Shirley en otra sesión.

–No, no se trata de él. Se trata de mi. Es como si no terminara de sentirme cómodo.

–¿Puedes definir a qué te refieres con cómodo?

Aguardó un instante.

–Cuando no me martillea la cabeza.

–¿Y te has sentido así alguna vez, fuera de pensamientos intrusivos? No te digo de tu anterior pareja, pero quizás con alguien más.

Zoro no dijo nada.

–¿Te has planteado la asexualidad?

Ahí el peliverde se espantó, como si le hubiesen dicho que era una anémona o algo así.

–A mi me atraen los hombres, y las mujeres.

Ella le observó con esos ojos atravesarían la puerta de una cámara acorazada.

–Quizás me he precipitado, pero sería bueno que pensaras cuándo te has sentido cómodo con alguien. Muchas veces aprendemos a tener sexo para complacer a la otra persona, o expectativas sociales, en pocos casos a nosotros mismos.

Odió esa sesión con toda su alma. Se sintió humillado, mareado. Lo peor es que, quitando el insípido sexo puntual que había tenido con personas que le eran indiferente, no recordaba la vez que hubiese estado verdaderamente "cómodo". Se esforzó en hacer memoria, en vano. No, nadie, ni siquiera...

 

Seis años atrás...

 

Sucedió en uno de esos fines de semana en los que habían ido todos los amigos de Luffy al sótano de la casa de su abuelo. Una reunión como otra cualquiera en la que trasnocharían y se quedarían durmiendo sobre los sofás, o el mismo suelo, hasta el alba. Zoro, con sus quince años, salió de madrugada, necesitaba estirar las piernas y respirar aire puro. Fue entonces cuando se encontró con el pecoso en el jardín.

Ace volvía de fiesta y bostezaba como un hipopótamo. Se saludaron muy secos y, cuando el pecoso desapareció, el peliverde creyó que no volvería. No obstante, Ace regresó. Traía dos cervezas.

–¿Quieres? –le ofreció una.

–Claro.

Hablaron de banalidades un rato, hasta que Ace hizo la pregunta.

–Oye, Zoro, ¿a ti te gustan los chicos?

El peliverde se atragantó con la cerveza. Ace rió.

–Lo siento. Es que a veces me ha parecido que te fijas mucho en Sanji.

–No sé de que me hablas –apartó la mirada, su cara le ardía. Tenía revuelto el estómago.

–A mi sí me gustan –dijo, el peliverde le miró–. Eso creo, no estoy seguro.

–Tienes novia.

–Sí, y creo que no me gusta. No como me gustan los chicos.

Zoro bajó la cabeza.

–Podríamos probar a besarnos –sugirió el pecoso–. Una vez, sólo un beso. Saldríamos de dudas.

Se debatió durante un rato largo, Ace permaneció tranquilo, sin presionarle, sólo expectante. Al final, el peliverde asintió. Se miraron, nerviosos, puede que ni el mismo pecoso pensara que Zoro aceptaría. Hicieron varios amagos de acercar los labios, pero se detenían o volvían a alejar. Finalmente, juntaron sus boca; y se apartaron enseguida como si creyeran que se les iba a caer el cielo encima por un estúpido beso.

Ambos permanecieron en aquellos pocos minutos, que bien podrían ser unos de los peores de su vida hasta el momento, con la cabeza gacha, sofocados y callados como tumbas. Entonces, se echaron a reír.

–Ha sido raro.

–Muy raro.

–Casi no he tenido tiempo de pensar si me estaba gustando.

–Yo tampoco.

–Quizás deberíamos probar otra vez.

–Tal vez...

No fue una intensa historia de pasión que avanzaba cual estampida, fue muy poco a poco, a fuego muy lento. Se encontraban a escondidas y sólo se besaban, ni siquiera se atrevían a tocarse demasiado. Sus pasos iban con tanta calma que el día que uno rozó el pantalón del otro les pilló desprevenido a ambos.

–Está muy apretado.

–Sí.

–¿Quieres que te ayude?

–Vale, pero sólo con la mano.

Incluso llegados a ese punto la lentitud no se rompía, al contrario, se reforzaba. Varios meses pasaron sin más que besos y tímidas caricias por debajo de la ropa. Puede que si Ace no les hubiese acompañado como monitor a aquel campamento escolar en pleno campo se hubiesen tardado más de un año en lo que entendían como "culminar" el acto. Y tampoco fue algo que los dos planeara para esa ocasión.

Una mañana, en un rato libre, los dos se escaparon entre los árboles y empezaron con los besos. El pecoso acarició el pecho del peliverde bajo la camiseta, su mano descendió a su pantalón. Lo desabrochó. Zoro notó esa calidez que envolvía su miembro, ya tan conocida, pero Ace innovó: su otra mano, libre, rodeó el cuerpo del más joven hasta la espalda, la llevó por debajo de su columna vertebral.

Zoro lo apartó, enrojecido hasta las orejas, en cuanto entendió qué se proponía.

–¿Qué haces? –se subió los pantalones.

–Perdón, lo siento –alzó las manos con inocencia–, ha sido un acto reflejo.

Los dos callaron en un silencio tenso.

–Pero quizás, deberíamos intentarlo. Lo de la penetración.

La cara del peliverde se enrojeció aún más, casi parecía un tomate.

–¿Y me lo harías tú a mi?

–Bueno, la primera vez sí, ya la siguiente lo harías tú.

–¿Y por qué la primera vez no lo hago yo?

–Porque tengo más práctica, he estado con más chicas que tú. Mi última novia me enseñó trucos muy buenos para que se los hiciera. Además de que soy mayor, y más alto –de hecho Zoro no había pegado el estirón y Ace le sacaba más de una cabeza.

–No entiendo que tiene que ver eso.

Discutieron un rato, hasta que al final Ace lanzó una moneda. Cruz, empezaba él como pasivo, Cara, empezaba Zoro. Salió cara.

Dos noches después en el campamento se celebró una fiesta. El peliverde se cercioró de que nadie iría a por él, se escapó hasta la cabaña de los monitores, algo más alejada; ahí le esperaba el pecoso.

Fue la primera vez que se veían completamente desnudos, algo que les hizo querer apartarse, pero la litera de Ace no dejaba mucho espacio. Él se decidió antes que Zoro, acarició el cuello del más joven, el cual se contrajo.

–¿Qué ocurre? ¿No quieres?

El peliverde me mordió los labios. Le costaba mucho mantener su mirada en los ojos del otro.

–Es que... –le dolía el pecho, sabía que era algo que tenía que haberle dicho antes–. Me siguen gustando las chicas. Puede que no sea gay,

Ace se quedó muy callado.

–¿Quieres decir que no te gusto yo?

–No, no es eso. Me gustas, pero también las...

El otro gateó hacia él, Zoro se retiró, quedando tumbado en el colchón; Ace apoyó sus manos a los dos lados de su cabeza.

–Entonces, ¿qué más da?

Se besaron, se acariciaron, se rieron cuando alguno se daba un golpe con la parte de arriba de la litera, llegaron hasta el final. Pero los pensamientos del peliverde no dejaron de martillearle.

 

Seis años después...

 

Era incapaz de volver al piso de Mihawk después de esa sesión tan desastrosa. Entre refunfuños dio vueltas por las calles hasta que volvió al apartamento, al suyo propio, no al del mayor. La casa le recibió vacía, se tomó la libertad de sacar una cerveza de la nevera y echarse en el sofá de la terraza.

Asexual, gruñó para adentro, ¿y si de verdad lo era? ¿Con qué cara se lo diría?

Oyó la puerta, seguidamente la risa de Luffy.

–¡Zoro! –saltó sobre él nada más verle–. ¿Qué haces aquí?

–Nada, estaba cerca y me apeteció un trago.

Law apareció detrás de Luffy, le dijo a su novio que se duchara ya que, como la otra vez, los dos venían de jugar al baloncesto. El monito le llamó remilgado, pero le hizo caso. Igual que en veces anteriores, el peliverde y el aspirante a médico quedaron solos.

–Bueno, ¿y hoy que te pasa?

–¿Por qué me tiene que pasar nada?

Law le echó una mirada de "no me vengas con cuentos que el plumero se te veía desde la calle". Zoro buscó las palabras.

–Me han dado a entender que podría ser asexual.

–¿Hum? ¿Y cual es el problema?

Por un momento creyó que se estaba riendo a su costa, pero el ojeroso lo decía en serio.

–Eso mismo, ¿qué pasa si lo soy? ¿qué pasa si nunca más quiero tener sexo con alguien?

–No todos los asexuales se casan con el celibato. Mira a Luffy.

–¿Luffy? ¿Qué Luffy? Pero si os he oído más de una vez, y el parecía disfrutarlo.

–Hombre, eso espero.

Se hizo un silenció en el que el peliverde fijaba sus ojos, como platos, del otro.

–No soy un experto –siguió Law–, pero en su momento descubrí que la asexualidad es más como un abanico, hay algunos asexuales a los que les repugna el sexo, otros que no. Si lo tuviese que exponer de una manera sencilla... Sí, Luffy no siente atracción sexual por nadie, pero al mismo tiempo, el sexo no le molesta, puede practicarlo y disfrutarlo. Es cierto que tampoco le da la misma importancia que el resto de la gente, es más bien como si en una tarde libre no viera la diferencia entre que nos acostemos o juguemos al baloncesto, él se lo pasa igual de bien.

Zoro aguardó un instante. Intentaba entender, se le hacía casi imposible.

–¿Y tú? ¿Cómo llevas estar con una persona así?

–Lo dices como si eso fuese lo más raro que tiene Luffy.

–Eres tú el que me has dicho que no le atrae nadie, eso te incluye.

Law hizo una pausa.

–Al principio no lo entendía, creí que el problema era que estaba saliendo con un niño virgen y sin experiencia, incluso llegué a la falsa conclusión de que yo no le gustaba. Pero él se hizo cargo de que entendiera que, aún sin atracción, quería estar conmigo.

Zoro vió como el aspirante a médico desviaba su atención hacia algún lugar, algún recuerdo que tiró de la comisura de su labio. Law sonrió con una calidez que sabía que sólo iba para Luffy.

–Eso –concluyó– nos ha hecho que no forjemos una relación basada en el sexo, así que nunca fue malo, sólo distinto –se encogió de hombros–. Y en cuestiones de cama pues acabamos llegando a un equilibro.

Zoro aguardó. Se reconocía un poco en lo que había dicho Law; una relación no basada en el sexo, si no en la responsabilidad afectiva y la confianza, lo había conocido gracias a Mihawk.

–¿Y si yo soy de esos asexuales que no toleran el sexo? ¿Qué voy hacer?

–Para empezar, vivirlo sin culpa.

Le miró, una vez más, sorprendido.

–No le debes nada a nadie, menos con tu cuerpo. Si no quieres, pues no quieres. Y eso se te tendría que meter en la cabeza aunque no seas asexual.

El peliverde bajó sus ojos hacia su lata de cerveza. ¿Vivirlo sin culpa? ¿Había vivido alguna vez su sexualidad sin culpa?

 

Tres años atrás...

 

Lo primero que hicieron Zoro y Ace cuando se instalaron en su nuevo piso fue inaugurarlo con una fiesta. Bastó esa primera vez para que el grupo tuviese claro que aquella casa le iba hacer competencia al sótano de Luffy como punto de encuentro; tanto fue así que, al fin de semana siguiente, se rejuntaron otra vez, independientemente de lo que pensaran los anfitriones; más concretamente el pecoso, que tenía sus propios planes. Ya habían llegado un par de personas cuando Ace entró en la cocina a la búsqueda de su compañero.

–¿Cómo estoy?

Zoro se fijó en él: mantenía los brazos en jarra en un vano intento de fingir calma, pero su ropa le delataba. El peliverde no es que fuera un experto en moda, para nada de hecho, pero Ace se había colocado la misma chaqueta y corbata que usó para su graduación de instituto, hacía un par de años, y lo había combinado con unos vaqueros y unas zapatillas deportivas estridentes.

–Pareces un payaso. Literalmente, digo.

–¿¡Qué? ¡Pero si llevo dos horas escogiendo! Lo tuyo nunca será el tacto –masculló eso ultimo.

–Creí que odiabas esa chaqueta, tu abuelo te la colocó a la fuerza y le dijiste que no querías ir disfrazado de pingüino.

–Lo sé, yo también me acuerdo. Pero hoy hago tres meses con él, se ha pasado toda la semana con que me sorprenderá, creo que me va a llevar a uno de esos sitios que tienen tenedor para la ensalada.

–Eso sería conocerte muy poco. Incluso con sólo tres meses.

Ace se deshizo en un sollozo de niño pequeño, se abrazó al cuello de Zoro dejando su cuerpo como peso muerto que casi tira al peliverde si no lo sostiene con su fuerza.

–Me va a dejar por ser un miserable niñato...

–Quizás yo también lo haga –soltó molesto–. Anda, levanta –le apartó con una ojeada–. Quítate la chaqueta y la corbata, lo demás no hiere a la vista.

Ace le hizo caso, Zoro le ayudó a desatar el nudo. Sí, así estaba mucho mejor, más él. La afirmación del peliverde con la cabeza la tranquilizó un poco. Le mostró una media sonrisa.

–Los dos os portáis demasiado bien conmigo.

–No nos estás obligando a nada. Nos lo propusiste y aquí estamos.

–Aún así –se acercó al más joven y lo retuvo entre la encimera y su cuerpo. Se besaron en los labios. Entre risas jugaron a apartarse sólo para volver a abrazarse. Ace le hablo suave al oído–. Entre la mudanza y Marco no hemos tenido un momento para nosotros. Si quieres te reservo el sábado que viene y nos ponemos al día.

–Buff, y yo que quería ese fin de semana para dormir la siesta tranquilo. Mejor que te aguante él.

–Lo que te gusta hacerte el duro –le agarró del trasero y pegó su cintura a la del peliverde–. Después seguro que te la pasas esperándome como un cachorrito abandonado.

–Habla por ti.

Bromearon entre besos y algún mordisco hasta que finalmente Ace se separó de él y salió de la cocina, cruzándose con Sanji en la puerta; lo despidió amigable y con prisas, quería ser puntual y ya iba con la hora pegada al culo. El rubio miró a Zoro.

–Te pedí que sacaras los canapés de la nevera para que se fueran templando, ¿recuerdas?

–Ah, sí –abrió la nevera y fue poniendo las bandejas en la encimera.

–¿De verdad estás contento con eso?

–Oye, falta media hora para que vengan todos, creo que da tiempo de sobra a que se le quite el frío.

–Hablaba de Ace. Hace lo que quiere contigo y luego se va con otro. Sabes que es cuestión de tiempo que se decante por el que quiera con el que esté ahora.

Zoro le miró y frunció el ceño.

–¿Por qué no te vas y te metes en lo que a ti te importe?

El silencio que siguió a esa pregunta fue sólido, intragable. Sanji aguantó el tipo, se encogió de hombros.

–Sí, tienes razón, es tu mierda de vida y tu mierda de relación homosexual promiscua. Haz lo que te de la gana.

El rubio salió de la cocina, contenido para no dar un portazo puesto que Vivi también había sido de las primeras en llegar y nada más la vio en el salón empezó a agasajarla. Zoro se quedó allí, con aquella presión en el pecho. Lo peor es que no se recuperó de aquel enfado y frustrarte impotencia.

Siempre había sido el que más bebía de todos desde que probó el alcohol por primera vez, se aprovechaba del aguante innato que tenía. Esa noche no midió, se traspasó la garganta con todo lo que encontraba, y fumaba. El resultado fue que a alguna hora de la madrugada cayó como un tronco sobre el sofá. En cuanto a los demás, no era la primera vez que veían como su amigo se echaba dormir independientemente de las circunstancias, así que siguieron con sus vidas y conforme avanzaban las horas se fueron del piso, con ellos sus voces, salvo una.

–Eh –notó como le sujetaban el hombro–, ¿es que piensas dormir aquí, cabeza de lechuga?

Se despertó, reconoció la voz de ese cretino, se movió solo para darse la vuelta en el sofá y darle la espalda.

–Vete.

–Vas a coger un resfriado.

–Será mi mierda de resfriado.

El otro no le contestó, creyó que se fue y le invadió de nuevo el sueño.

–Siento lo que te dije antes –la voz de Sanji era lejana, no parecía real–. Me pasé tres pueblos y no tenía derecho. Es sólo que a veces...

Hubo un lapso de tiempo en el que se durmió completamente, no supo durante cuanto, quizás segundos, quizás horas. Volvió ha despertar cuando notó que movían su cuerpo, que le ayudaban a levantarse. Aún medio inconsciente vio la cara de Sanji.

Despertó con su boca contra la boca del rubio.

Le apartó de un empujón y se retiró dos asientos de distancia. Quedaron cada uno a un respaldo del sofá; se miraron, Sanji le observaba tan perplejo y aterrorizado como estaba él. ¿Qué había pasado? ¿Cómo había acabado besándolo? ¿Cómo había sido capaz de besar a ese cocinero de mierda? Después de tantos años, de tanto auto-control... Una simple borrachera le había hecho abalanzarse sobre el rubio. Algo se rompió dentro de él.

–A la mierda.

No pudo más, la barrera que se había forjado desde el día que que Sanji vino con esas galletas de café se derribó de un plumazo. Tomó con sus manos la cara del rubio y atacó su boca. El otro le sobresaltó correspondiéndole. Ninguno se detuvo. Sus lenguas bailaron, se arrebataron el aire el uno al otro. Se apartaron la ropa a tironazos. Desnudos, Zoro llevó su mano a la entrepierna de Sanji. El rubio gimió, pero en vez de dejar que las cosas siguiera así, se impuso. Abofeteó al peliverde y, en ese momento de desconcentración, se puso encima de él y le sujetó las muñecas por encima de la cabeza.

Los dos tomaron varias bocanadas mientras sus pupilas se cruzaba. Sanji sudaba.

–Encima de que me usas, no pienso ser yo el que reciba.

Zoro tomó aire una vez más:

–Como quieras.

Para el peliverde no quedó ninguna duda de que el había llevado al rubio a eso, en contra de su voluntad. Que Sanji le estaba haciendo un favor.

Si tan sólo no le hubiese besado.

 

Tres años después...

 

Caminaba por el paseo marítimo. Luffy había insistido en que pidieran unas pizzas para los tres, pero sabía que el mayor le esperaba con la cena preparada, siempre lo hacía cuando el peliverde tenía terapia, para que recuperara fuerzas.

Se apoyó en el murete que daba a la playa. El mar era una masa oscura que se fusionaba con el cielo nocturno, no se veía nada. Viró su atención de nuevo al paseo, en la gente que iba de un lado a otro detrás de su espalda. Reconoció a dos de ellas: la primera, la más llamativa, aquel tipo rubio extravagante que usaba gafas de sol por la noche, el mismo que creyó que Zoro era un escritor nobel bajo la tutela de Mihawk como editor; la segunda iba con él, una mujer de cabello verdoso que se sujetaba al brazo del tipo rubio como una doncella enamorada, pero que Zoro sabía bien que era una arpía. Monet.

Escondió la cara a un lado antes de que le reconocieran ninguno de los dos y, por suerte, le pasaran de largo. Una vez aquella rara pareja estuvo a una distancia satisfactoria, el joven respiró.

Recordó aquel tiempo, después de su ruptura con Sanji. Qué perdido tuvo que estar para juntarse con gente como Monet. ¿Cuantas veces se había acostado con ella? Tres o cuatro, puede que cinco, y su salud mental cayó en picado. Aquella mujer le sacó una rabia en la que no le gustaba reconocerse, "el animal salvaje" como la propia Monet lo apeló, y si ya de por sí sentía un inmenso vacío esa arpía helada lo acrecentó.

Ni tan siquiera sabía que buscaba exactamente con todo eso, destruirse más de lo que ya estaba, ¿quizá? Puede que lo hubiera conseguido de no ser la ultima persona con la que estuvo en esa etapa. Le resultó extraño el hacer memoria y encontrar en ella cierto confort.

 

Entre cinco y seis meses atrás...

 

El peliverde descansaba en la cama, con los ojos cerrados y la respiración profunda. A su espalda, ella la abrazaba.

–Zoro –le llamó tras un beso en la mejilla.

–Dime –respondió con la voz dormida y sin abrir los párpados.

–¿Tú estas bien conmigo?

–¿Por qué no iba a estarlo?

–Casi siempre parece como si no estuvieras aquí.

Esa vez giró la cabeza para mirarla. Los ojos azulados de Kiku eran tan grandes que podía reflejarse en ellos como un espejo. Zoro se movió para sentarse en el colchón, ella le imitó. Él estaba desnudo, pero la chica se había puesto una bata de cama; nunca se sentía cómoda exhibiendo su cuerpo por entero y cada vez el peliverde y ella terminaban lo que era el acto sexual, Kiku no tardaba ni dos segundos en cubrirse.

–Eso no es por...

–Si prefieres que lo hagamos de otra manera en la cama sólo tienes que decírmelo –se anticipó ella–. A lo de los roles me refiero. No tememos porque hacerlo siempre como a mi me gusta. Es verdad que si soy yo la activa me siento... violenta. Pero no pasa nada, hay chicas cis que lo hacen con arneses y es tipo de cosas. Sólo tengo que dejar mi cabeza a un lado y...

–No quiero que seas la activa –la logró cortar–. O más bien me da igual. No tengo preferencia.

–¿De verdad?

Zoro asintió. Ella se cubrió más con la bata, descansó su espalda en el cabecero de la cama. Al peliverde se le escapó un risa resoplada.

–Tengo demasiadas cargas a la espalda, ninguna tiene que ver contigo. En eso puedes estar tranquila.

Ella le ofreció otra vez sus ojos como espejo, le correspondió la sonrisa.

–Qué bien podríamos estar los dos sin pensar tanto –apoyó su cabeza en el hombro del peliverde–. Qué de cosas podríamos hacer.

–¿Cómo qué?

–Ir a la playa.

–Estamos a menos de cuarenta minutos andando.

–Ya lo sé –le reprendió cariñosa–. Me refiero pasar el día en bañador, sin pensar un segundo en los músculos que se me marcan por mi trabajo de entrenadora, o en mi inexistente pecho.

Zoro se acordó de Kuina.

–Tengo una amiga, nos conocemos desde pequeños pero ahora vive en el extranjero. El primer año de universidad se hizo capitana del club de kendo. A veces regresa de visita, o hablamos por vídeo-llamada. Su cuerpo es tal y como has descrito el tuyo.

–Pero... –se ruborizó–. supongo que ella podrá llevar bikini.

–Las veces que ha coincidido siempre la he visto con un bañador pantalón –se encogió de hombros–. Dice que era mucho más cómodo.

Kiku se ruborizó, con mucha timidez dijo:

–Ahora todavía hace frío. Pero podríamos ir algún día. Tú y yo.

–Sí, estaría bien.

 

Entre cinco y seis meses después...

 

Nunca fueron. Entre una cosa y otra Kiku y él se separaron antes de que llegaran estaciones más cálidas. Eso le hizo recordar a Zoro que, ese día en playa donde se desbarató todo, ella tampoco estaba, no había venido a pesar de que Luffy había invitado a todo el mundo, uno por uno.

Qué tontería, pensó, si ella quiere ir que vaya y ya. No tenía nada de malo, no hacía daño a nadie.

Sus latidos tomaron cierta velocidad. En lugar de intentar calmarse, o reprimir lo que sentía, sus pasos la alejaron de allí, todo lo deprisa que pudo.

 

Unos cinco minutos siguientes...

 

Abrió la puerta del apartamento, encontró a Mihawk de pie, delante de la mesa de trabajo, con las gafas de ver e inclinado sobre el portátil.

–Zoro, ¿qué tal te ha ido? –preguntó a la vez que cerraba el ordenador y se quitaba las gafas–. ¿Tienes hambre? –se incorporó–. El trabajo de hoy ha hecho que se me eche el tiempo encima. Ahora iba...

–Espera. Déjalo, hoy no quiero que hagas nada.

Mihawk le miró de arriba a abajo.

–¿Ha ocurrido algo con la psicóloga? –su tono empezó a tornarse preocupado.

El joven no contestó. Se fijó, también, en el mayor. Se le hacía extraño, notaba su determinación mucho más relajada, pero al mismo tiempo no sentía que sus dudas renacieran. Contemplaba a Mihawk y en él crecía ese deseo de tenerle, sin incertidumbre ni culpa, de manera clara, le quería. No, no era determinación, era algo que le guiaba.

Se perdió en sus ojos dorados y notó como ello relajaba cada parte de su cuerpo. Se acercó en pasos lentos. Se mantuvo frente a él, con los dedos de sus pies a punto de tocarse. Tomo la cara de Mihawk con sus manos, cerró los ojos para besarle.

Fue un beso lento, profundo, húmedo. Cuando terminó se miraron a los ojos. Zoro se abrazó al mayor, respiró en su hombro ese aroma suyo mezclado con el desodorante.

–¿Estás seguro? –le preguntó el mayor, lo había entendido todo.

–Sí, lo estoy. Si tu lo estás.

Fueron a la habitación y, en la cama, se desnudaron el uno al otro. Las manos y las telas se deslizaban mientras ellos se miraban, se memorizaban. ¿Cuánto hacía de la ultima vez que se veían así? Parecía mucho tiempo, y a la vez nada.

Se tumbaron, los dos bocarriba. Zoro tenía los ojos puesto en el techo, pero notaba los dorados de Mihawk hacia él; no dudaba, pero eso le hizo enrojecer. ¿Cómo me verá ahora? Notó cómo el otro se movía, viró hacia él. El mayor le tomó la barbilla, su expresión preocupada se marcó; él también estaba cohibido, ruborizado.

Se sonrieron el uno al otro con ánimo de tranquilizarse. Aún así, el beso que debía llegar no llegaba. Qué extraño. Los besos nunca habían sido un problema; se acababan de besar hacía tan sólo unos segundos. Y sin embargo algo les retenía. Porque eran demasiado conscientes de que un simple beso, en ese instante, les haría cruzar la línea divisora tras la que se habían guarecido tantos meses.

Zoro humedeció los labios. Mihawk se acercó hasta que sintió el aliento del peliverde. Sus bocas se atraparon.

Mientras se dejaban el aire, los roces y caricias se prodigaron, cada vez con menos tientos y más seguridad. Se separaron en una bocanada. Mihawk bajó entre besos y mordiscos por el cuerpo de Zoro. Lo disfrutaba. Se le arqueó la espalda y guardó un gemido entre los dientes al notar como el mayor degustaba su pezón derecho; giró su cabeza. Allí, fuera de la cama y en la esquina de la habitación estaba el espejo de pie.

Observó su propio reflejo, extasiado por las atenciones de Miahwk; observó al mayor, descendiendo por su cuerpo, apartando sus piernas. No retuvo ese gemino cuando lo envolvió con su boca. Se mordió los labios de placer. Una mano del mayor acariciaba su rodilla y se hacía más espacio, la otra se paseaba por sus genitales con total confianza. Sus dedos llegaron a la entrada del joven, Zoro se fijó de nuevo en su reflejo.

–Mihawk, espera.

Se incorporó a la vez que el otro sacaba la cabeza de entre sus piernas. Antes de que se preocupara, el peliverde le agarró del pelo y besó en la sien, a un lado en la nariz, en la mejilla.

–Quiero hacerlo de cara al espejo.

Zoro se sentó a la orilla de la cama, Mihawk igual, a su espalda y con sus piernas flanqueando las de joven. Su brazo rodeó el vientre del peliverde, con suavidad, apartó su rodilla. Mientras el mayor se paraba a besar su cuello, Zoro se observó; se sentía expuesto, más obsceno de lo que hubiese imaginado.

–Me gusta cómo nos vemos –le susurró Mihawk al oído.

La mano del mayor que estaba en su rodilla se deslizó hasta su entrepierna. Mihawk le masturbó mirándole a los ojos, a través del espejó, mirando a los dos. Y a Zoro le gustaba. Sí, le estaba gustando, había elegido estar así con él porque quería estarlo, sabía diferenciar cuando algo le complacía y cuando no. Su cabeza, por fin, se abandonó al placer.

En un gemido ronco desprendió su semen en la mano de Mihawk. Su respiración era agitada, pero no era suficiente, necesitaba más, notaba el miembro del mayor, erecto, pegado a su espalda.

–Quiero llegar hasta el final.

Se levantaron. Zoro se puso a cuatro patas, con las manos sujetas a borde de la cama. Mihawk, de rodillas, tomó su cintura, atravesó su entrada con los dedos provocándole un nuevo gemido. Y uno más alto cuando le penetró.

–Aah...

El colchón crujió con el vaivén, acompañado con los jadeos y suspiros. El sudor le bañaba por entero, la cara le ardía. Alzó la mirada, en el espejo descubrió que Mihawk estaba igual. Se abandonó a él, a sus estocadas. Se liberaba de aquellos recuerdos que se había pasado demasiado tiempo atacándolo, desaparecían, se evaporaban con todo su pasado.

El líquido caliente se desbordó en su entrada. Oyó la voz de Mihawk llamándole. Cerró los ojos con un último gemido mientras su espalda se doblaba en un perfecto arco.

Luego, se detuvieron.

Zoro recuperaba como podía el oxigeno. Estaba algo mareado, sus brazos temblaban; Mihawk salió de él y, acto seguido, el joven perdió el equilibrio. Sus manos se resbalaron de la cama y, con ellas, su cuerpo se precipitó contra el suelo en un contundente golpe.

–¡Zoro! –Mihawk se acercó al borde del colchón–. Mi vida.

El peliverde se dio la vuelta en el propio suelo, con una mano en la frente, donde se había golpeado. Sus ojos fueron con Mihawk. Algunos mechones oscuros le caían a un lado de su rostro, perlado de sudor, enrojecido. Aún jadeaba. Incluso Zoro creyó que tenía las pupilas significativamente dilatadas. Lo quería para él.

De un saltó se impulso hacia la cama, se abalanzó sobre el mayor, abrazando su cuello, atacando su boca. Encima de él, sin separarse de su labios, acarició su cuerpo hasta el muslo de Mihawk; le hizo alzar la pierna, de manera que sus dos virilidades sen encontraran sin obstáculos. Ambos gimieron en la boca del otro por el roce antes de que Zoro se apartara.

Mihawk contempló la sonrisa que le dedicaba al joven, confiada, altanera, estaba ávido por devorarle. El mayor se sintió atravesado, de repente se había convertido en una presa. Él tambíen sonrió, le ofreció su cuello al peliverde para que lo marcara. A continuación, Zoro descendió por su cuerpo; pausado y con regodeo, tomo el miembro de Mihawk, primero lo beso, lo lamió. Un latigazo de placer recorrió todo el sistema nervioso del mayor. Sus jadeos se mezclaron con sus gemidos. Las sensaciones le estaba ahogando. Y aún no era todo. Los dedos del joven le invadieron, se hicieron paso. Le faltaba el aire.

Zoro tosió, se apartó y cerró la boca para tragar. Mihawk se sentó y le agarró de los hombros y degustó el interior de la boca del joven. El beso se fue deshaciendo poco a poco, sus labios marcaron distancia y ellos se contemplaron. Una sonrisa cálida se pronunció en el mayor.

–No me vayas a dejar a medias.

El peliverde no entendió aquella frase hasta el otro se tumbó de nuevo y se le ofreció con las piernas abiertas. Casi se le para el cerebro.

–¿Estás seguro?

–Sí, lo estoy. Si tu lo estás.

Zoro, cauto, gateó hasta que su cuerpo estuvo encima del de Mihawk. No creyó ver incertidumbre en él, aunque sí creyó notarle nervioso, intimidado. Aquella idea le hizo gracia, le hizo adorarle aún más de lo que ya lo hacía. Tomó posición entre las piernas del mayor, se cargó la izquierda a su hombro derecho. Mihawk cerró los ojos y apretó los labios al notar el avance de la virilidad de Zoro en su entrada. El joven se preocupó cuando intuyó que era más de dolor que de gusto. Quiso apartarse, sin embargo, le mayor se apoyó en su codo derecho, mientras que su mano izquierda se aferraba a los cabellos de la nuca del peliverde. Lo atrajo hacia él.

–No seas tan cobarde de echarte atrás, Roronoa –le retó.

Se perdió en el dorado de sus ojos, tan parecidos a los de un ave rapaz. Asintió, comenzó a moverse, lento, con cuidado; no sólo por Mihawk, sino por él mismo, era muy estrecho. Pero el mayor aún lo tenía atrapado por el pelo, se valió de eso para imponer la velocidad. Zoro sentía su nuca arder por los tirones, pero no era nada en comparación con todo lo demás. Se imbuyó de ese presente, de Mihawk, y Mihawk de él. El dolor y el placer se mezclaban, sus cuerpos se hacían uno sólo, sus voces se levantaban. Por más que hubiesen querido, no lo hubiesen podido comparar con nada que hubiesen sentido antes. Fue indescriptible. Fueron arrasados, sucumbieron en un alarido.

Incluso después de que se hubieran corrido, ninguno de los dos fue capaz de percibir sus cuerpos como suyos, como algo que les perteneciera así mismos y no al otro. Mihawk soltó el cabello de Zoro, y Zoro salió de Mihawk; un poco a disgusto, se hubiese quedado de esa manera toda la vida; se descargó la pierna del mayor, se besaron en un inocente toque de labios; el peliverde recostó su cabeza en el pecho del mayor.

–¿Estás bien?

–Eso debería preguntarlo yo.

Deslizaron los dedos hasta entrelazarlos y que sus manos quedara unidas. Por ultima vez, el joven atendió al espejo. Sonrió y cerró los ojos.

Las olas del mar resonaron. Se quedaron tan profundamente dormidos que cuando el gato entró en la habitación y ocupó sus sitio en una esquina de la cama ninguno se percató lo más mínimo.

Sólo existían la calma y ellos.

 

Continuará...


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