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Runner por Rising Sloth

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Notas del capitulo:

It´s not the last episode.

Lo siento, me ha vuelto a pasar. Así que volvemos a tener un penúltimo capítulo, sólo espero que por última vez y que de verdad pueda terminar este fic en el número 21 :,)

Capítulo 20. Lucidez.

 

Tras un silencio analítico, Shirley apuntó nuevamente en su libreta.

–“Tengo miedo de que el quererle me impida tomar las decisiones que debo tomar” –repitió ella, fijó su vista en el joven–. ¿Has pensado en qué significa esta frase en realidad?

–No creo que haya mucho que pensar.

–Inténtalo.

El peliverde la miró con recelo. Resopló.

–No quiero que se me nuble el juicio como me pasó con mi anterior pareja. Que se me nuble tanto que pasemos años haciéndonos un daño irreparable.

La mujer apuntó de nuevo.

–Volvemos a lo mismo –dijo por fin–. Desde la primera sesión te has culpado gravemente de ser una personas con emociones. Es normal creer que si sintiéramos menos, si fuéramos robots con un ordenador por cerebro que nos calculara siempre la mejor opción, la vida sería más fácil. Pero lo cierto es que nuestras emociones pueden llegar a ser mejor que ese cálculo.

Zoro puso esa cara que Shirley reconoció: o el joven no se estaba enterando o no se quería enterar.

–El problema con tu anterior pareja no fue que le quisieras, sino que eráis dos personas desajustadas. Tus emociones, lo que sentías día a día te estuvieron avisando de algo. De hecho, ellas te salvaron porque nunca conseguiste anularlas por completo.

A pesar de que la psicóloga hablaba con lógica, que daba sentido a las cosas que había vivido, el peliverde se resistió a aceptarlo.

–Entonces, si el miedo que tengo es miedo a sentir ¿qué pasa con las otras emociones que tengo ahora? La vergüenza, el enfado, la culpa. Se supone que también me están avisando de algo.

–O quizás sean parte de ese mismo miedo y te estén dando desproporcionadas alertas debido a tus pasadas experiencias. Las emociones desajustadas y mal gestionadas pueden resultar incomprensibles o contraproducentes, pero en estos meses has conseguido herramientas para escucharlas, regularlas y actuar en base a eso. Por mucho que temas que tus sentimientos vayan a arrastrate de nuevo se han convertido en tus mejores aliados.

Ella hizo una pausa y, en una sutil ruptura de su estoicismo, sonrió amable.

–Debes de estar tranquilo. A estas alturas, con todo lo que sabes de ti y lo que has progresado, es imposible que te ocurra lo mismo. Sabrás tomar las decisiones que debes tomar.

Él correspondió la sonrisa, forzada, padeció más aprensión que alivio.

 

Un día más tarde, a la noche...

 

La noticia sobre la marcha de Law se extendió rapidez. Entre todos se decidió, sin el consentimiento del propio homenajeado, que le organizarían una fiesta de despedida en el piso de Luffy y Zoro. Se trató de una velada tranquila; incluso si vinieron hasta los amigos de enfermería de Law. Quizás, a nadie se le olvidaba que aquello era una despedida, que era como si exiliaran al joven ojeroso al otro lado del charco.

El único que parecía inmune a ese aura era Luffy. Se comportaba tan enérgico, entusiasta y optimista como siempre. Parecía inconsciente ante aquella separación, como si realmente le diera igual. O como si ya hubiese dado a Law por perdido porque, con todo su jolgorio, para más de uno fue obvio que la pareja no se miraba, no se tocaban. Parecían vidas ajenas en realidades distintas.

Una vez la noche avanzó, Law se fue y Luffy con él, pero ni siquiera se puede decir que se fueran juntos; el ojeroso lo dejaría en su casa de su abuelo y ya está.

Tras eso, los invitados se evaporaron. Zoro despidió a Nami y Vivi, casi las últimas en irse, y cerró la puerta. A parte de él, sólo quedaban dos personas más en la casa. Encontró a Ace en la cocina, lavaba los platos olvidando que ni era su piso ni había sido su fiesta. El peliverde se acercó a su lado y con un trapo secó los platos que el otro iba dejando en la pila.

–Cuando vivíamos juntos –le comentó Ace– sólo me ayudabas con los platos cuando tenías algo que contarme.

–Dilo por ti. Cada vez que fregabas era porque habías tenido alguna bronca con Marco. Hasta los rayabas de tanto frotar.

–Exagerado –rió. Luego, espero unos segundos–. Oye, ¿cómo está Mihawk?

Zoro volvió a la última conversación que había tenido con su novio, recordó que desde entonces no habían hablado, hacía cerca de una semana; el mayor ni si quiera sabía de la beca de Law, ni de su marcha. Ace, por su parte, se le quedó mirando, a Zoro se le veía afectado.

–¿Tan grave ha sido?

El peliverde apartó la cara, con el ceño fruncido resopló, dejó los platos, se sentó en la mesa. Estuvo un rato con una mano en la cara.

–Me ha pedido que me case con él.

Al principio, Ace creyó que era una broma, por mucho que Zoro no tuviera gracia ni ingenio para hacerlas de verdad, creyó que era una broma.

–¿Qué te pidió qué? –se le atipló la voz.

–Como lo oyes.

–Pero, ¿De manera formal? Es decir: cena elegante, rodilla en el suelo y anillo. ¿¡Anillo!?

–No, no, no tanto. Nos despertábamos de la siesta y de repente me lo soltó.

–Ah... ¿Y qué le dijiste?

–¿Crees que si le hubiese dicho que sí estaría aquí contigo lavando los platos?

El gesto del peliverde se afligió más. El pecoso soltó el estropajo, se secó las manos y se sentó en la silla libre.

–Debe de estar muy chapado a la antigua. Ya sabes. A ti y a mi no nos sale decirle a nuestras parejas que nos casemos, no en serio, con todas las cosas que tenemos que hacer... Pero es posible que para Mihawk lo normal y de base sea casarse y formar una familia.

–Tu novio es mayor que él, nunca habéis hablado de algo así.

–Pues...

Se oyeron unos pasos.

–Eh –apareció Marco por la puerta–. ¿Qué hacéis aquí con la noche que hace?

Los dos jóvenes dejaron pasar los segundos con la mirada puesta en el señor mayor rapado cual piña.

–Marco –le llamó su joven pareja–. ¿Alguna vez has pensado en pedirme matrimonio?

Y el tal señor mayor pasó de parecer una piña a ser un absoluto tomate.

–¿Pero qué tonterías dices? ¡Estás loco!

–Ah, que no quieres.

–¡Claro que quiero! Pero tienes veintitrés años, la carrera sin terminar y no hablemos de un trabajo estable. Yo tengo mi vida sujeta pero la tuya ni ha empezado a formarse una idea en tu cerebro. ¡Decide que quieres y ya si acaso me lo pides tú a mi!

Ace se fue enrojeciendo mientras el otro hablaba.

–Entonces, estás esperando a que te lo pida yo.

–No –se aturrulló–. No del todo. Pienso que si alguna vez se te ocurre tiene que ser en un momento en que te sea tan viable como a mi.

–Oh...

A pesar de que le separaban varios pasos ambos fueron envueltos en un aura de calidez vergonzosa.

–Si mis problemas os interrumpen mucho me voy con ellos a otra parte –les cortó un amargado Zoro.

La pareja se recompuso y los tres se fueron a la terraza. Zoro explicó mejor, tanto para Marco como para Ace, lo que había sucedido. El pecoso repitió un par de veces que era raro, que Mihawk parecía una persona consciente de la edad y la etapa que Zoro estaba viviendo; Marco aguardó.

–¿Mihawk y tú hablasteis?

–¿Sobre qué?

El mayor dudó.

–Es posible que tenga que ver con sus verdaderas intenciones, aún así... Es que no creo que sea correcto que yo lo hable contigo, y puede que me equivoque. –en un gesto de barbilla el peliverde le indicó que hablara. Marco se resignó–. No le gustó el beso que le diste a Ace.

Los ojos abiertos del joven evidenciaron que esa era la primera vez que tenia noticia de aquello. Alternó su mirada entre las dos personas que tenía delante.

–Espera, el beso que le di a Ace en su casa. Pero eso no fue... Creí que quedó claro lo que significaba. Lo hice delante de él para que no se le fuera la cabeza. Incluso le pedí permiso.

–Los celos siempre juegan sucio. Además, si analizamos la situación, Mihawk no tenía muchas alternativas con las que negarse.

Al peliverde se le fue yendo el color de la cara. La concepción de toda esa situación se le estaba revolviendo en su cerebro.

–¡Joder! –se levantó airado de la silla. Dio vueltas alrededor de la terraza–. ¿Por qué no me lo dijo? Si tanto le molestó, ¿por qué no vino y me lo dijo? Se supone que yo era la caja fuerte de la relación.

–Esa misma noche os avisaron de que había pasado a la sección oficial del festival –recordó Marco–. Con lo cauto que es no le debió parecer que fuese oportuno.

Zoro volvió al momento en que recibió los audios de Luffy, lo feliz que se sintió, lo pleno, tanto que quiso compartirlo con Mihawk y en un arrebato besó y le dijo que le quería; el primer “te quiero”; ¿eso no contaba? ¿de verdad no importaba que incluso en una vorágine como aquella lo quisiera a su lado y de la mano?

–Zoro –notó la mano de Ace en su hombro–. Nada de esto es irreparable.

–Tiene razón –secundó Marco–. Quizás no pensaste que Mihawk entendería aquello de otra forma, pero tampoco hiciste nada horrible.

Poco a poco, el peliverde regresaba a la realidad, aún con la presión en el pecho. Intentó respirar.

–¿Y si no es eso? ¿Y si hablo con él y todavía quiere que me case con él?

–Lo que importa es si quieres tú –apuntó el pecoso–. Incluso si tuvieses su edad y la vida asentada, si no quieres no hace falta hacerte un millón de escusas. No es un favor que le debas, y desde luego lo último que querrá él es que lo hagas obligado.

Se fijó en la mirada amable de Ace, se intentó cobijar en sus palabras, seguir anclado a la realidad con ellas. No podía. Aunque seguía lucido, la bruma oscura le llegaba por los tobillos.

 

A la mañana siguiente...

 

Mihawk decidió abrir los ojos después de otra noche de duermevela. Pasó su mano por la parte de la cama que se extendía vacía y fría a su lado. Tomó aire y se enfrentó a un nuevo día.

Desde fuera, seguramente no se entendería la gravedad de lo que había sucedido; una discusión de pareja, nada más; no obstante, era consciente de que en esta ocasión era distinto. “Tengo veintiún años”, se le repetía una y otra vez en estómago, pecho y sien, como un disco rayado que no era capaz de apagar.

El silencio y ausencia de Zoro no hacía sino empeorar las cosas conforme pasaban los días.

–Mihawk, ¿qué ha pasado? –le preguntaron a la tarde.

Alzó la mirada y fijó la viste en su amigo pelirrojo. Antes de que abriera los labios, Shanks le cortó:

–No me vengas con escusas. Hace poco me dijiste que querías un tiempo de reposo hasta luego de la presentación del libro. Falta semana y media para que lo presentemos y ya hemos avanzado con el nuevo manuscrito lo que a un ritmo normal hubiesen sido meses. Para colmo, es más que evidente que Zoro lleva sin pasar por esta casa varios días.

–El también tiene su vida.

–Seguro. Pero lleva todo el verano metido aquí como una planta de interior, y de la noche a la mañana desaparece. Sin olvidar la sensación rara que tiene este apartamento, tan rara que hasta el gato está raro.

No es que estuviera raro, es que desde que Zoro se fue le daba la espalda a su dueño con reproche.

–Mihawk, ¿qué ha pasado?

Esa vez el tono fue más serio, severo, un papel que el pelirrojo no solía tomar. De hecho, se podía contar con los dedos de una mano las veces que Shanks había hecho de “padre” en la relación de amistad que mantenían.

–Sólo fue un discusión.

–¿Y si sólo fue eso porque no lo habéis arreglado todavía?

Cansado, Mihawk se quitó las gafas y cerró la tapa del ordenador. Alargó un silencio incómodo mirando por el ventanal hacia el mar.

–Le pedí que se casara conmigo.

La línea de pensamientos de Shanks se quedó en punto muerto cerca de medio minuto.

–¿Qué?

–No me hagas repetirme. El ya me rechazó y suficientemente humillado me siento.

–Pe... Pero... Mihawk, ¿qué esperabas que te dijera?

–No lo sé –se levantó sólo para sentarse en el sofá–. Desde luego no esperaba un “no” tan absoluto.

–¡Pero si es un crío! Mucho me asombra que tenga dos dedos de frente para decirte que no. Casarse... ¿Cuándo? ¿El año que viene? ¿Pretendes que un veinteañero se aprenda lo que son bienes gananciales o que se meta en una hipoteca que no puede pagar? Quizás quieres que llegue a los treinta con un crío de ocho años a la espalda. ¡Dios, necesito una cerveza! –fue a la cocina y volvió dando un trago largo.

–¿Has acabado ya?

–No. Veinte años, Mihawk. Tú en su situación lo verías igual que él.

–Cuando me casé con Hancock ella no era mucho mayor que Zoro.

–Ah, claro, aquello que salió tan bien.

–Y Makino y tú. Ella también era una veinteañera cuando se lo propusiste.

–Y con el tiempo ambos coincidimos que fue un error. Ella salió adelante, terminó sus estudios y consiguió dedicarse al trabajo que quería, pero eso fue porque no se rindió con todo. Nuestro matrimonio le sentó como un yunque esposado al pie, y lo sufrimos los dos.

El pelirrojo se sentó más calmado dio otro trago largo.

–Eso no me lo habías contado –dijo con reconocida sorpresa.

–Eran otros tiempos –le quitó importancia–. De lo que se trata ahora, lo que de verdad no entiendo, es como tú, precisamente tú, no has recapacitado sobre algo como esto.

Mihawk suspiró por la nariz.

–Era lo que sentía.

El sonido del timbre cortó la conversación. Los dos adultos se miraron, Mihawk hizo el amago de levantarse pero Shanks le detuvo. El pelirrojo abrió la puerta y, como temió Zoro apareció tras ella. A pesar de ser una persona contenida, la expresión del joven era clara, tan extraña como el aura de esa casa: preocupación que rozaba el temor, tristeza afilada, ¿resignación?

–¿Está Mihawk?

Antes de que el peliverde terminase la pregunta, su amigo ya estaba de pie. Shanks entendió que con su mirada de rapaz le pedía que se fuera.

–Estaré en el bar de la esquina.

El golpe de la puerta que se cerraba hizo la presión más sólida. En esos días separados no habían olvidado la grieta que se formó entre los dos, pero ahora, de nuevo ante ella, se les hacía inmensa.

Un maullido hizo reaccionar a Zoro. El gato se restregaba y le ofrecía la barriga sin pudor. El joven se agachó y le estuvo rascando. Hasta el gorrón peludo le arañó.

–Ah... –se quejó el joven.

–¿Estás bien?

Mihawk se acercó a él y tomó su mano con cuidado.

–Sí, es sólo un rasguño –dijo el joven incómodo.

Los dos se miraron paralizados, el mayor le soltó la mano. Observaron como el gato se iba al dormitorio, no sólo sin un ápice de arrpentimiento sino que además indignado.

–Discúlpale –le pidió el mayor–. Te ha echado de menos estos días.

Otra mirada y ambos agacharon la cabeza. Ni siquiera podían tocarse. Zoro se sentó a un lado del sofá, Mihawk en el otro. Se oía como el mar cobraba fuerza con el viento.

–A Law le han dado una beca para estudiar en el extranjero –logró decir el joven–, se irá en una semana.

–Lo siento por ti, seguramente le echaras en falta.

El peliverde se contuvo una mueca. No sabía si eso último había sido un reproche o se lo había imaginado.

–Le hicimos una fiesta de despedida. Cuando terminó me quedé con Ace y Marco. Hablamos –agrupó las fuerzas donde no tenía–. Marco me contó que...

Mihawk no le miraba, incluso apartó más la vista. La presión en el pecho de Zoro empeoraba.

–Si quieres, puedo no volver a hacerlo. Besar a Ace o a ninguna otra persona que no seas tú. No me importa, no es algo que suponga un sacrificio –tomó aire, cada vez se sentía más pesado–. Pero me preocupa que no sea suficiente.

Ahora, era el mayor el que observaba a un joven que miraba hacia la ventana.

–Que yo no bese a Ace no significa que deje de ser importante para mi. Eso mismo podría decir de Luffy o cualquiera del resto del grupo –se giró serio hacia el otro–. ¿Lidiarías bien con eso?

A pesar de que costaba respirar a cada segundo. Mihawk sonrió amable, triste.

–Puede que no.

Zoro aguantó el envite. Aguantó firme incluso si su voz se quebró un poco.

–¿Por eso me pediste que me casara contigo?

–Te lo pedí porque quiero estar contigo.

–Ya estás conmigo.

–¿Durante cuanto tiempo?

Mihawk se levantó, le dio la espalda.

–Zoro, ahora mismo, si todos somos importantes para ti, no sé que me diferencia de los demás.

El peliverde notó el dolor en el pecho, apretó la mandíbula. Se levantó. Mihawk le interrumpió antes de que abriera la boca.

–¿Eres capaz de decirme que me diferencia a mi de Ace, Law, o de cualquier otro?

El joven alzó la barbilla, afiló la mirada. Le atacó el dolor, sonrió.

–Sí tú no eres capaz de verla no vale la pena que yo te lo explique.

Lo vio, vio como le acaba de hacer un daño inmenso al mayor. No podía revovinar. Desvió la mirada a un lado.

–Recogeré mis cosas ahora.

–Como quieras.

Había pasado casi todo el verano en aquella casa, por lo que se sorprendió cuando no encontró más que dos pares de mudas y una mochila de deporte donde guardarla. Aún así, todo aquel momento se le hizo una tortura eterna, Y sabía que para Mihawk también; ninguno de los dos dijo nada, se aguantaron las nauseas, el dolor en el pecho y mantuvieron la boca cerrada.

Cuando Zoro abrió la puerta para irse, se echaron una última mirada, un gesto de adiós. Ni si quiera se atrevieron a acercarse por miedo a que la necesidad de abrazar al otro echara por tierra lo que acababan de decidir.

La puerta les separó de forma definitiva al cerrarse.

Zoro regresó andando a casa, con sus cosas cargadas a la espalda, sin detener el ritmo de sus piernas, si poder respirar del todo bien. En ningún momento bajó el ritmo de su caminata, en ningún momento. Entonces llegó al portal, alzó la vista hasta el final de las escaleras.

Se le formó un nudo en la garganta. De su respiración alterada salió una bocanada, un sollozo. Derrotado se sentó en el primer escalón. Dejó sus codos sobre sus rodillas y tapó la cara con sus manos.

A la psicóloga se le había llenado la boca con que sus emociones eran sus aliadas, pero lo único que sentía en ese momento era la culpa de no poder corresponder al hombre que le había entregado tanto, de ser incapaz de darle lo único que le había pedido. Se sentía un fraude, condenadamente sólo, y que se lo merecía. Pero sobre todo sentía que quería volver con él.

–Mihawk, has hecho que desee no haberme curado.

La bruma negra no le había envuelto, se había quedado a sus pies, y no sabía que era peor. La lucidez era horrible.

 

Continuará...


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