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Runner por Rising Sloth

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Notas del capitulo:

C´est fini

Capítulo 21. Día a día.

 

Zoro se echó agua fría en la cara un par de veces. Se secó con una toalla a la vez que cerraba el grifo.

–Qué sueño hace... –dijo en el tercer bostezo de hipopótamo de esos últimos cinco minutos. Aún así se notaba más espabilado.

Fijó un instante la vista en su propio reflejo, algunos mechones de flequillo mojado le caían sobre la frente. No es que tuviera algo que se pudiese considerar ni melena, pero hacía tiempo que no se cortaba el pelo. Se encogió de hombros, ya vería que hacía a la vuelta de ese viaje.

Salió del cuarto de baño y atendió a la persona que todavía dormía en la cama doble de aquella habitación en ese parador rural. Sonrió y, con cuidado, se subió al colchón y gateó hasta él.

–Eh –le susurró suave en el oído–. Que te quedas dormido.

Le acarició con la nariz y le besó su mejilla. El otro profirió un gruñido leve, abrió un ojo hacia la ventana, luego hacia él peliverde. Se le escapó una risa resoplada.

–¿Cómo estás despierto? –le acarició el pelo–. Ni siquiera ha amanecido.

–Eras tú el que quería que madrugáramos para hacer la ruta –le besó en los labios, en la comisura, en el cuello.

–Eso no explica por qué tú estás despierto –recogió la cara del peliverde y atrapó su boca.

–Porque quería aprovechar antes de que abrieran el buffet del desayuno.

Zoro se apartó un poco, cruzó los brazo y se quitó la camiseta de una ante la mirada de su pareja. Le sonrió a la vez que recibía su sonrisa, notó las caricias de sus manos sobre su pecho, el peliverde tomó una de sus muñecas y la besó.

A veces se le hacía raro estar ahí, con él, en esa realidad; y sin embargo era cierto, todas las decisiones que había tomado atrás le habían llevado a ese momento.

 

Tres años antes...

 

Shanks se detuvo, con las llaves del piso de Mihawk en la mano, frente a la puerta, tomó aire. Había cierto halo de repetición en el aura; eso lo había vivido con anterioridad, cuando supo del divorcio de su amigo. Tras un resoplo, giró el cerrojo.

La casa estaba bien, tal y como la había dejado. Ni lámparas echas añicos contra el suelo, cristales rotos o cojines acuchillados, ni un mísero papel arrancado de su libro o arrugado; juraría que ni tan siquiera las sillas de trabajo habían sido movidas un milímetro desde que se fue; en eso se diferenciaba bastante de lo que había sido el final de su ruptura con Hancock. Pero Mihawk sí parecía el mismo de entonces.

Se había sentado en el sofá con una botella de vino y una copa, la cual rellenaba ante los ojos de Shanks. Su actitud no dejaba ver más allá, fue porque el pelirrojo conocía suficiente de él que sabía que se estaba hundiendo. En un acto reflejo buscó al joven.

–No está –habló Mihawk con el peso de una lápida.

–¿Se ha ido?

–Junto con sus cosas –dio un trago amargo.

Sintió el dolor con el que lo dijo. Quiso acercarse a él.

–Shanks, necesito estar sólo. ¿Podemos seguir con el trabajo otro día?

Desprendía aquella soledad, esa tan inmensa que la compañía de otra persona la haría absoluta. No era la primera vez que le veía así, ni la segunda.

–Llamame si necesitas cualquier cosa, lo que sea. Vendré, incluso si son las tres de la mañana.

Mihawk respondió con una sonrisa tan excelentemente fingida que se le hizo natural; no tanto cuando se fijó en la expresión de los ojos. Shanks dudó, no quería dejarle: a la vez le daba la sensación de que su amigo le repelía.

Poco a poco, retiró sus pasos, desde la puerta le observó una ultima vez y cerró a su espalda. Dejó que la gravedad aplastara el pecho de Mihawk.

 

Cerca de una semana más tarde...

 

Estaban y no estaban en ese aeropuerto. La idea de la inminente marcha de Law se hacía cada vez menos creíble y más presente al mismo tiempo. Al final, los segundos llovieron con demasiada rapidez y al aspirante a gran doctor no le quedó más remedio que dirigirse a la puerta de embarque. Llegó el momento de las despedidas.

Cora, después de que ofreciera su infinita lista de recomendaciones variadas por millonésimas vez; a la que su hijo adoptivo contestaba con paciencia, y cada vez más irritado hasta que le rugió; fue el primero en abrazar a Law con fuerza y revolverle el pelo. Luego, siguieron los demás, entre apretón de manos, palmadas en la espalda, besos en la mejilla, más abrazos y lloriqueos.

–¡Espéreme, doctor! –se desconsolaba Bepo, un estudiante de enfermería amigo de Law–. Cueste lo que cueste, tarde lo que tarde, iré con usted.

A Zoro se le hizo raro cuando llegó su turno, cuando el ojeroso estaba frente a él. Los dos se quedaron callados, el peliverde no sabía muy bien que decir. Law, por su parte, resopló por la nariz.

–Haz el favor de no poner esa cara de como si me fuera a morir. Me cambio de país, no desaparezco en el tiempo y el espacio.

–¿Eh? ¿A mi qué me cuentas? Si eres tú el que va con esas ojeras de luto.

Law sonrió, se le acercó y con el brazo que tenía libre de equipaje rodeó el cuello de Zoro para atraerlo hacia sí mismo.

–Lo siento –le susurró–. No sé qué ha pasado estos días, pero sé que no he sido el experto psicólogo que necesitabas.

El peliverde sonrió y correspondió el abrazo.

–No te preocupes, suficiente tienes con lo tuyo.

Los dos se apartaron. Law desvió sus ojos hacia la última persona que le quedaba por decir adiós.

Luffy, desde que había puesto un pie en la terminal se había dedicado a hacerse el payaso hiperactivo de un lado para otro, con gamberradas que por compasión Usopp y Chopper le siguieron. Ahora permanecía muy callado, con la cabeza gacha. La gravedad se hacía más pesada a su lado.

–Luffy –le llamó Law.

El aludido alzó la cabeza, sus ojos estaban humedecidos. Le sonrió.

El aspirante a gran doctor correspondió aquella sonrisa con la misma tristeza. Parecía que la cosa terminaría así, con ellos dos a metro y medio de distancia.

El chico se descolgó la mochila y rebuscó entre los tratos que traía, sacó de ellos un pequeño libro, un cómic que algunos reconocieron de su adolescencia. Law, aunque no había estado con ellos en el instituto, también lo reconoció.

–Quédatelo, Torao, y cuando te lo leas vienes y me lo devuelves.

El ojeroso recogió el pequeño cómic sin dejar de mirarlo. Se mordió los labios, los ojos humedecidos de Luffy se le contagiaron, con ellos miró al chico, dejó caer el equipaje de su hombro al suelo y le abrazó. Le aferró con todas sus fuerzas, hundiendo la cara en su hombro. Luffy, con las manos temblorosas, correspondió, se aferró a la espalda de su sudadera y cerró los ojos.

Pasaron varios segundos así, hasta que, desde algún sitio donde las personas carecían de empatía, se dio el aviso para el vuelo de Law. Antes de apartarse, el ojeroso besó la cara y boca del chico, le susurró algo que nadie más escuchó. Luffy le besó a él. Tan sólo un poco más, que el tiempo se detuviera un poco más.

La espalda de Law se alejó y se perdió en el gentío del aeropuerto. Luffy siguió en pie, sin apartar la vista, como si esperara que su silueta reapareciera. Siguió allí, como si no supiese hacer otra cosa.

Nami se acercó a él con cuidado, puso una mano en su hombro.

–¿Quieres que nos vayamos?

Él la miro. Asintió.

Los que habían venido se despidieron y organizaron en el regreso a casa.

–Cora –le llamó Usopp–. ¿Te vienes con nosotros? Ya somos cinco, pero si nos apretujamos un poco cabemos todos en el coche.

–No, no os preocupéis, pediré un taxi –dijo y se fijó en Luffy–, sigues invitado a mi casa siempre que quieras.

–Vale –sonrió bastante apagado–. Gracias, Cora.

–A ti. Has cuidado de Law más de lo que te imaginas.

Subieron al coche y el narizotas condujo fuera de aquel sitio donde a cada segundo se oía un avión despegando hacia algún lugar lejano.

–¿Y Eustass? –preguntó Chopper–. No ha venido. Creí que él y Law...

–Cualquiera sabe qué relación tuvieron esos dos –comentó Nami–. Supongo que ha preferido hacerse el duro.

Zoro se sentaba en el asiento del copiloto. Atendía poco a lo que hablaban, le interesaba menos. Se fijó, a través del retrovisor, en su amigo. Luffy miraba ausente por la ventana, con la frente apoyada en el cristal; su imagen era la de alguien a quien le habían quitado hasta el último órgano vital, excepto por sus ojos que seguían humedecidos.

El peliverde vio como al chico, en un hipido, se le desprendían las lágrimas. Se volvió hacia atrás con urgencia.

–Luffy.

Eso hizo que todo el mundo, incluido Usopp que conducía, se volviera hacia el monito. Éste se encogió al verse observado. Puede, y solo puede, que intentara fingir que no pasaba nada, sonreír; fue superior a él. Las lágrimas se le cayeron en un torrente, con más hipidos y moqueando se agarró el pecho. Así se abrazó así mismo y hundió la cabeza entre las rodillas.

–Quería que se quedara conmigo. Quería que me llevara con él.

Nami le abrazó, Chopper extendió lo que pudo sus brazos hacia él. Usopp pretendía decirle cosas que le levantaran el ánimo. Zoro, desde su posición, sólo miraba.

 

A la tarde...

 

Una vez había llegado al portal, Zoro cargó a Luffy en brazos desde el coche hasta el piso, seguido de los demás. El chico rodeó angustiado su cuello con sus brazos.

–¿Quieres comer algo? –le preguntó Nami una vez lo sentó en el sofá.

Luffy se negó, incluso cuando llegaron Ace y Vivi a la hora del almuerzo con una decena de cajas de pizzas. Por primera vez en su vida tenía el estómago cerrado.

Se esforzaron por aportarle algo de normalidad. Se sentaban a su lado y charlaban. Sacaron las cartas y otros juegos, pero Luffy no estaba allí. Alguien puso una película y, tras no más quince minutos, el chico se levantó y se fue para su cuarto. Su hermano se asomó poco después y le vio tirado en su cama; quizás dormido, quizás no.

Las horas siguieron pasando, nadie se atrevió a irse. Aún charlaban, habían dado buena cuenta de las pizzas y sacado las cervezas de la nevera. Volvieron a jugar a las cartas. Ninguno sabía muy bien que estaban esperando. La casa se hacía cada vez más silenciosa.

Sonó el timbre.

–¿Hum? ¿Alguien ha pedido la cena? –preguntó Usopp.

Nadie, parecía. Nami fue y abrió la puerta. Dio un sobresalto.

–Pudding.

Al virar, todos la encontraron a la chica de coletas castañas. Zoro la observó de arriba a abajo, no entendía que hacía ella en ese “aquí y ahora”.

–¿Qué haces aquí? –se adelantó Ace–. Si ese cretino ha venido contigo...

–No –se adelantó–. Sanji no está, he venido sola. Es... –recogió dos bolsas grandes que había en el suelo, se las ofreció–. Nos enteramos de lo de Law; no nos imaginamos lo que está pasando Luffy. pensamos que le beneficiaría comer sano.

El pecoso no cedió.

–Así que te está utilizando para dar pena.

–Ace –Zoro alzó la voz, hasta se había puesto en pie–. Déjala tranquila.

El pecoso, de mala gana, se retiró. El peliverde fue donde Pudding y agarró las dos bolsas de comida.

–Siento lo de la corbata –dijo ella por fin–. Y lo desconsiderada que he sido en todo.

–Es igual –dejó que Usopp y Chopper recogieran las bolsas–. Tú no sabías nada.

–Sanji está preocupado de verdad por Luffy, no espera que le deis las gracias, mucho menos que esto compense cualquier cosa que haya hecho. Simplemente no podía quedarse de brazos cruzados.

Se oyó un portazo, Ace se había encerrado en la cocina.

–Será mejor que me vaya.

–Pudding –la detuvo Nami–. ¿De verdad sigues con él?

Ella se tomó tiempo para su respuesta.

–Supongo que os deberé parecer una imbécil, o que me tiene manipulada –negó con la cabeza–. Sanji me lo contó todo y soy consciente de lo que he decidido. Además, él ya vio lo peor de mi y lo aceptó sin dudar.

–Él no es tu responsabilidad. Pudding, si Sanji te ha hecho algo...

–Si me hubiese hecho algo no estaría frente a vuestra puerta hablando por él –hizo una pausa–. Entiendo que no creáis esto, pero él está pasando ahora mismo por un punto de inflexión. Quizás cambie o quizás siga igual, mientras lo intenta he decidido estar a su lado.

–Ese “mientras” puede durar una vida entera. ¿Y si fracasa? ¿Y si te hace daño?

Pudding sonrió con esa ternura suya.

–Tiraré su cadáver a los peces.

Fue como si aquella visita les zarandeara. De repente ya no estaban sólo a la espera y guardia de su amigo, se les añadía heridas malamente cerradas que se abrían de un tirón. Law no estaba, Sanji había sido relegado, Luffy padecía un coma emocional. Nadie sabía cuándo terminaría ese instante.

Era insoportable.

 

De madrugada...

 

Eran cerca de las cuatro de la mañana. Incluso si Usopp roncaba a pierna suelta en el sofá junto a Chopper, el conjunto del apartamento permanecía en silencio; casi parecía que había cierta calma.

Zoro miraba al techo desde el suelo del salón, en un saco de acampada visto que las dos chicas se habían agenciado su cama. Sabían que necesitaba descanso y lo había intentado, pero eran varias las horas que llevaba dando vueltas. Vigiló un momento a Ace, que dormía en un segundo saco, no se le iba la cara de preocupación ni siquiera en fase REM.

Desistió.

Cuando salió a la terraza, ésta, se le presentó deshabitada. Allí el silencio recogía más protagonismo. Fue donde el sofá, abrió la lata de cerveza que traía desde la cocina y observó de nuevo aquel espacio vacío, la silla en la que se solía sentar Law. Aún era pronto para que la nostalgia le invadiera de aquella manera, tal vez.

–Tampoco podías dormir.

Desvió su mirada hacia la puerta, Nami estaba allí.

–Tenía sed –dijo él y dio un trago.

–Me imagino –le enseñó otra lata–.¿Te importa si te acompaño?

–Como quieras.

La joven se sentó junto a Zoro, abrió la lata de cerveza y dieron un discreto brindis. Durante los próximos cinco minutos no se dijeron nada el uno al otro.

–¿Y tú? –preguntó ella por fin–. ¿Cómo te encuentras?

–Aguantando el tipo, como todos.

–Pensé que la visita de Pudding te habría afectado.

–Me ha afectado –reconoció–. No tanto como crees, ni mucho menos como antes.

Nami dudó de lo que iba a decir a continuación:

–Hace semanas que ninguno de nosotros sabe de Mihawk. Hoy ni siquiera le has llamado.

El joven aguardó, apretó la lata entre sus manos. Cómo le costaba decirlo en voz alta.

–Ya no estamos juntos.

–¿Qué? –gritó en susurros–. ¿Desde cuándo? ¿Por qué no has dicho nada?

–Sucedió a la vez que Law dijo que se iba, no me pareció oportuno.

Nami fue a decir algo. Se calló así misma con varios tragos indignada. Exhaló. Reflexionó con una mirada de pena resignada.

–Lo siento mucho. Sé que él es importante para ti. Que lo ha sido en todo el tema de Sanji.

–Ya, ojalá él también lo supiera.

Nami observó su silencio, sus reservas.

–Es complicado –Zoro miró un momento al cielo estrellado–. No entiende lo que significa para mí, se cree que el que tenga yo otras personas importantes eso relega a él de mi vida.

–¿Habéis roto por eso?

–Es lo que me dijo él, casi con esas mismas palabras.

–Eso es una cretinada.

El peliverde se encogió de hombros. Nami rebufó.

–Parece mentira. Quiero decir: pensé que Mihawk era ese tipo de persona que está por encima de los celos de pareja.

–Hasta ahora no me imaginé que fuera así de inseguro, quizás he sido yo el que lo ha transformado.

–No, Zoro, no digas ese tipo de cosas. Todos tenemos nuestra parte de celos e inseguridades, Mihawk debe aprender a tratar con ellas como cualquiera.

El peliverde esperó durante unos segundos.

–Me pidió que me casara con él.

En una reacción parecida a la que tuvo Ace, Nami le miró creyendo que era una broma, la seriedad del joven bastó para que entendiera que no era ningún tipo de mentira.

–Como podrás comprobar le dije que no.

–¡Obvio!–se llevó la mano a la frente–. Cada día que pasa agradezco más esto de ser lesbiana. Si tuviese que aguantar a un tío que por inseguro quiere que nos casemos, buff... Valiente gilipo...

–Creo que has bebido demasiado.

–Tú no eres quien para decirme eso –le señaló con el dedo. Volvió a su estado de reflexión–. Quizás no sea la más indicada para hablar porque estoy en esa etapa en la relación con Vivi en la que no dejamos de hacer planes de futuro. Pero casarnos ahora... Lo sentiría como si empezáramos la casa por el tejado.

–Yo ni si quiera sé si quiero ese tejado –soltó lapidario–. Podría haberle prometido que algún día lo querría –hizo una pausa, dio un trago–. Sería absurdo que continuáramos con algo que tarde o temprano tendríamos que echar abajo.

Ella meditó.

–Es una lástima. Me refiero a que, desde el principio, habéis tenido peleas y habéis aprendido a equilibraros de manera natural. Algunos os hemos admirado mucho por ello.

Si dijera que aquellas palabras no se infiltraron en su pecho con un halo de esperanza hubiese mentido, pero éste aún dolía y recapacitar sobre esa idea solo lo hacía peor. Esa esperanza no le suponía ningún bálsamo sino todo lo contrario. El propio Mihawk se lo había dicho, a largo plazo no soportaría no ser la única persona importante en su vida, se harían un daño peor que el que se le clavaba ahora en cada parte de su cuerpo. Se le nubló la mirada, la apartó de la chica.

–Zoro –oyó el tono preocupado de Nami–. Zoro, ¿estás llorando?

Con rapidez, se limpió los ojos con la manga.

–Estaré bien.

Dio varios tragos seguido bajo la atención de la pelirroja.

–Oye, que también te puedes replantear lo de casarte ¿eh? –bromeó ella con maldad con un par de palmaditas en su pecho–. Tal y como están las cosas, un matrimonio por braguetazo es una buena opción de vida.

–Ya me preguntaba cuanto tardarías sacar lo del braguetazo –le habló con retintín.

Nami se rió y consiguió que el peliverde lo hiciera con ella, un poco. La joven, llena de pena, le sonrió comprensiva; le acarició el pelo, dejó la mano sobre su mejilla. Luego suspiró, se abrazó al brazo del peliverde y reposó la cabeza sobre su hombro.

–Eh, no estoy tan mal –intentó él quitar hierro–. Tal vez hasta me convenga una temporada solo.

Nami aguardó un momento.

–Cuando salías con Sanji estuviste sólo. No sin pareja, sino realmente sólo.

Zoro sintió la presión en el pecho, en la garganta.

–Creí que lo estaba –reconoció él–. Aunque hubiese gente a mi alrededor.

Nami se aferró más a él.

–Te aislamos tanto que incluso ahora te ves incapaz de decirnos que has roto con Mihawk.

–Ha coincidido con todo esto de Law –repitió.

–Ya... –alzo la mirada con ojos entrecerrados–. Y si te pasa otra cosa que vuelve a coincidir con lo que le pase a otra persona, ¿tampoco nos dirás nada?

Él apartó la mirada un instante. Fijó de nuevo su atención en ella.

–Tú también te callaste lo de Vivi.

–Eso es distinto.

–¿Por qué? Entiendo lo de no hacerlo público, pero lo de contárnoslo a nosotros... Seguro que ni se lo dijiste a Robin, lo descubrió ella por su cuenta.

El peliverde consiguió así que la pelirroja se ruborizara.

–Sí, supongo que tienes razón –apoyó de nuevo su cabeza en el hombro del joven–. Somos idiotas.

Bebieron un buen rato en silencio. El frío de la noche se tornó algo desagradable, se arrebujaron el uno en el otro.

–Oye, Zoro, ¿crees que Luffy también será así de idiota? Digo: igual de idiota que nosotros dos.

Se miraron preocupados. Sabían que su amigo era distinto, que no era de los que se aislaban y que si quería algo de alguien lo decía sin problemas. Sin embargo, este arco de su vida no parecía igual que los anteriores.

Nami se levantó del sofá, tomó la mano de Zoro para que éste le siguiera. Juntos, sin soltarse, atravesaron el salón lleno de gente durmiendo. Llegaron a la habitación de Luffy. Él estaba sobre su cama.

Nami fue la primera, se metió en el cuarto y se tumbó a la espalda del chico, le abrazó por el estómago y hundió la cara en su nuca. Zoro aguardó un segundo, ocupó el hueco de cama libre, de cara a Luffy.

Durante varios segundos no sucedió nada, pensó que era un error, que la falta de Law sería lo único que ocuparía el pecho de Luffy durante mucho tiempo. Que le sobraba. Entonces, notó como el chico enlazaba sus dedos con los del peliverde; vio como su otra mano recogía la de Nami.

La humedad en sus ojos, el pinchazo en el pecho y garganta volvieron, pero distintos, más cálidos. Como si le aportara un sobreprotector confort que le ayudaba a dejarse llevar por el sueño.

A veces echaban de menos cuando eran ellos tres y nadie más. No sabían nada del mundo y se les hacía inmenso, aterrador; a la vez era todo más sencillo, como si no hubiese nada que no encontrasen solución. Aquella época se hacía lejana, cada vez más. Por ello, cuando se dieron cuenta de que ellos tres permanecían en el presente, respiraron mejor, aunque fuese un corto instante.

 

Unos días más tarde...

 

La noche cobró vida sobre el último piso del hotel. La presentación del libro había sido un gran éxito y los asistentes se relajaban haciendo uso de la barra libre. Mihawk, en una mesa al lado de la balaustrada, observó las luces de la ciudad y el puerto. Era dolorosamente extraño estar allí sin Zoro. Tomó aire antes de soltarlo por la nariz, bebió de su copa.

–Valiente cara de miserable que traes –apareció Hancock con otra copa en la mano–. Aún es pronto para que la gente se de cuenta de que el libro de Shanks es una basura, relájate un poco.

–No hay nada en este mundo que me conmueva más que tu amabilidad.

Ella sonrió, con arrogancia se echó el pelo hacia atrás y, sin que nadie la invitara, apoyó su copa en la mesa de Mihawk. Se hizo la distraída, en realidad tenía muy presente su alrededor.

–Basta con que me acerque un poco a ti para que la gente vuelva a cuchichear sobre nosotros.

–Das por hecho que es de nosotros sobre lo que cuchichean.

–Ah, eso es algo que los hombres nunca entenderéis, las mujeres siempre sabemos cuándo nos miran. Sobre todo una mujer como yo.

Mihawk puso los ojos en blanco.Bebió, mantuvo su desinterés hacia la conversación y hacia Hancock en general, una estrategia que no era compartida por la otra.

–¿Y cómo es que ese chico de pelo verde no ha venido contigo? Asumí que esta noche sería cuando harías la presentación pública.

–Asumiste mal. Me sorprende hasta que te importe.

–Menudo mal humor que traes. Ni que te hubiese dado la patada.

Mihawk la enfrentó, la atacó con las peores de su mirada. Hancock quedó inmune, tal y como si fuese piedra. Él, cansado, se rindió y empinó el codo.

–Fue una ruptura de mutuo acuerdo.

–Claro, de mutuo acuerdo te mandó a la Luna. ¿Qué ocurrió en realidad?

–Nada que no se supiera desde el principio –gruñó cansado–, no podemos salvar la diferencia de edad y vemos la vida de manera distinta, eso es todo.

–Por desgracia te conozco lo suficiente como para saber que no es eso.

Él la observó con reproche, seguidamente se fijó en su propia mano sobre la mesa. Recordó haberla tenido así hacía no mucho, cuando fingía con el peliverde que eran “sólo amigos”, en ese momento la mano del joven había estado muy cerca de la suya, recordó el roce de sus dedos. La pena de su pecho se enfatizó. En aquella ocasión fue el propio Mihawk el que apartó la mano por miedo a que lo descubrieran.

–Era inútil, desde que nos vimos por primera vez lo sabíamos. Fue muy fácil que nos cruzáramos el uno con el otro, pero correr juntos es otra cosa, por más que lo intentemos no podemos ir hombro con hombro. Nuestro ritmo va descoordinado.

–Así que me mentiste.

Alzó su mirada dorada hacia la mujer. Contuvo un sobresalto al encontrar la expresión gélida de Hancock.

–Me dijiste que entendías lo que había hecho fracasar nuestro matrimonio, sabía que no podía ser cierto. Ahora se hace evidente cuando sueltas esa sarta de estupideces.

–No sabes lo que estás diciendo.

–Estuve casada contigo una década, sé de sobra lo que estoy diciendo.

Fue como una mordedura de cobra.

–¿Crees que no le quiero –se defendió él–, que no es importante para mí?

–Creo que adoras perderte en tu mundo de autocompasión.

Sintió que le faltaba el aire, que se le nublaba la vista. Ella seguía.

–Cuando vi el numerito que disteis en la playa pensé que habías cambiado, que habías aprendido a querer a alguien y no arrimarte al que sea con tal de tapar tu soledad. Me equivoqué. Aunque mejor para ti, el dolor se te pasará y en seguida encontrarás otro parche.

–Yo no soy así.

Salió aquella frase de su boca como un ruego. Hancock le dedicó un gesto de desprecio.

–¿Sabes cuál es la única diferencia importante ente ese chico y tú? Que el único que se ha esforzado por progresar, por estar bien para que estéis bien, es él.

En una demostración de su belleza y elegancia, Hancock se terminó la copa, la dejó sobre la mesa y dio la espalda a ex-marido. Sus tacones se alejaron, no se volvió hacia él ni una sola vez.

Mientras tanto, Mihawk, negó su propio colapso. Hundió toda aquella conversación, todo lo que sentía, en un pozo de alquitrán. Se terminó su copa, fue a por otra más fuerte.

 

Algunas horas más tarde...

 

¿Desde hacía cuánto que no vomitaba en un baño público? Más de veinte años seguro. Y ahora con el traqueteo del ascensor lo haría otra vez.

–Eh, aguanta por lo menos hasta salgamos del hotel, campeón.

Para colmo, Shanks estaba siendo, de nuevo, el responsable de los dos. Se había echado el brazo de Mihawk a los hombros y lo había cargado lejos de las miradas de los invitados; en especial de la de Doflamingo, ese periodista retorcido ya estaría pensando en el titular.

–Siéntate –le indicó el pelirrojo una jardinera de piedra a las puertas del edificio–. Llamaré a un taxi.

Su amigo sacó el móvil e hizo la gestión en poco menos de treinta segundos. Por lo que entendió, a duras penas, el taxi llegaría en unos diez minutos.

–¿Te encuentras mejor? –le asistió Shanks sentado a su lado–. ¿Tienes frío? ¿Quieres vomitar otra vez?

Notaba la calidez de su mano frotando su espalda. Cerró los ojos, aquella caricia del pelirrojo contrastaba con la humedad nocturna.

–Mihawk, hay algo que no te dije el otro día.

Su voz le llegaba mermada, pero la reconocía y la comprendía.

–Es algo que siempre he visto y nunca dije nada porque creí que... Eres la persona con más fortaleza que conozco, aún así, lo fuerte que seas o la capacidad que tengas de soportar no significa que las cosas no te hagan daño como al resto, que te hagan mella o te erosionen –hizo una pausa–. Si yo me hubiese enfrentado a la misma cantidad de soledad que tú puede que me hubiese vuelto loco.

Se detuvo cuando sonó el motor de un coche. El vehículo pasó de largo y la calle quedó habitada por ellos dos.

–Mihawk, no te voy a dejar solo. Nunca. Así que si alguna vez sientes tanto temor que le pides a tu pareja de quince años...

–Veintiuno.

–... que se case contigo, recuerda antes que yo siempre voy a estar ahí, con una llave de tu apartamento para entrar cuando se me antoje.

Fue capaz de sonreír.

–Si así es mi cabeza, ¿cómo puedo permitirme estar con nadie?

Shanks esperó.

–Creo que echar de tu vida a una persona que quiere estar a tu lado es tan horrible como retener a una que se quiere marchar.

Le miró con aquella presión el pecho. Shanks le apartó un mechón de la cara.

–Nadie niega que tienes que hacer un trabajo a fondo con tu desastre de cabeza, pero si los dos queréis estar juntos es vuestro derecho.

–Aunque seamos dos hombres y nos separen varias brechas generacionales.

–Oh, venga, Mihawk no seas tan retrogrado.

Los dos rieron. El gesto de Mihawk volvió a su seriedad.

–Ya es demasiado tarde.

–A penas han pasado unos días.

–Me rechazará.

–Es posible, pero vale la pena que habléis.

El taxi los interrumpió. Ambos se levantaron y el pelirrojo le acompañó hasta que estuvo sentado en el asiento trasero.

–Gracias, Shanks, por todo.

–No me las des todavía, queda mucha noche por delante y una barra libre con la que perder la compostura delante de nuestros distinguidos invitados.

–Ni se te ocurra.

–Claro, como tú ya te has divertido por los dos.

Resopló con infinita paciencia. Se despidieron. El taxi se perdió en la noche.

 

Dos días más tarde...

 

Zoro salió de su habitación, medio dormido y rascándose la barriga por debajo de la camiseta. Cierto escándalo le había despertado, nada más pisó el salón no le costó descubrir qué era: Luffy había arramblado con todos los tuppers que trajo Pudding, por lo que se percibía a simple vista. De hecho, le había pillado justo con las manos en la masa, y en la boca. El chico, con los carrillos hinchados de croquetas, tragó de una.

–Perdón.

–¿Por qué te disculpas? Ya me extrañaba que no los saquearas en cuanto te lo dijimos.

–Es que son de Sanji.

–Los hizo para ti –se sentó en el sofá, a su lado–. No tiene que ver conmigo.

Luffy se comió otra croqueta, le ofreció a Zoro. El peliverde las miró, negó con la cabeza.

–¿Cómo te encuentras? –le preguntó al monito.

–¿Yo? Bien. Como siempre, ya sabes: le echo de menos, mucho, pero os tengo a vosotros. Si lo pienso, él me preocupa más. Torao se fue solo.

–Se las apañará. Es un tío listo.

Luffy soltó una pequeña risa.

–Me acabo de acordar de algo que me dijo el día de la fiesta de despedida. Algo así como “Zoro es apañado, un poco simple, pero apañado”. Creo que me estaba diciendo que no le importaba que saliéramos juntos.

–Me he perdigo algo.

–Es que cuando empezamos él y yo Torao estaba muy celoso de ti. Cada vez que se pronunciaba tu nombre se le cambiaba la cara –se rió–. Llegó a decirme una vez que si cortábamos podía salir con cualquiera menos contigo.

–Ah, vaya, así que era eso. Y yo que recuerdo que él me contó una cosa distinta –le dio lástima no tenerlo delante para reírse de él en su cara de mentiroso.

–¿Y tú, Zoro? ¿Cómo estás?

–Voy tirando. También le echo de menos.

–Si quieres nos enrollamos –le dijo con una mano en su hombro, muy serio, con cara de tonto.

–No, gracias. Con soportarte como amigo tengo suficiente –se incorporó–. Voy a ver qué desayuno. Ah, antes de que se me olvide. ¿Has visto mis auriculares?

–¿Los azules que te regale? –metió la mano debajo del culo, rebuscó en el sofá–. Están aquí, toma. Aunque me los puse antes, creo que están rotos ya. Sólo se escucha uno.

–Mierda, tendré que ir a comprame otros.

–Pues como con todos los auriculares.

Zoro los observó en su mano un par de segundos. La verdad es que no le apetecía cambiarlos, podía seguir con ellos una temporada más, hasta que ya no se oyera ninguno de los dos.

Resopló. No, no podía seguir así.

 

Unos minutos más tarde...

 

Empezó a chispear conforme caminaba hacia el centro comercial, se colocó la gorra y la capucha de la sudadera encima; entró así en el edificio.

Subió por las escaleras mecánicas hasta el último piso, donde los distintos departamentos de productos se juntaban en un espacio diáfano. Dedicó su atención plena a las estanterías de los auriculares. Lo cierto es que eran todos demasiado discretos, excepto por unos de color naranja.

Recordó como le había llamado Mihawk la primera vez: el chico de los auriculares naranja, igual que durante todo ese tiempo para Zoro, él había sido el hombre de gorra negra, porque cuando se cruzaron por primera vez en la playa Luffy aún no le había regalado los azules que se acababan de estropear.

Alargó el brazo para recogerlos, no los alcanzó, una mano se interpuso chocó contra la suya. Giró la cabeza hacia la persona que había intentado quitarle los auriculares. Sanji.

El rubio parecía tan sorprendido como el peliverde, estaba pálido como un muerto.

–Disculpa, con la gorra y la capucha no te había reconocido.

Se dio la vuelta y se fue. Su presencia se evaporó, aunque nunca por completo.

 

Cinco minutos más tarde...

 

Salió por la puerta principal del centro comercial, se quedó bajo el techo saliente del edificio. El chispeo casi que se había convertido en diluvio. Se sentó en uno de los bancos libres que había a la entrada, observó la lluvia.

Se preguntó si Sanji se habría traído paraguas, el encuentro había sido demasiado fugaz y no le había dado tiempo a fijarse en ese detalle. Si la respuesta era que no, significaba que seguía allí, esperando a que escampara, el peliverde sabía que un divo como él no permitiría que se le mojara la camisa italiana de turno.

Sacó el móvil y buscó su nombre. Se lo pensó. El pitido del contestador sonó bastantes veces antes de oír su voz.

–Dime.

–¿Dónde estás?

–En la puerta trasera del centro comercial. ¿Y tú? ¿Sigues aquí?

–Sí, en la puerta principal.

Oyó una calada al otro lado de la línea, se estaba fumando un cigarro, casi podía verle.

–¿Cómo está Luffy?

–Aún se está acostumbrando. Tu comida le ha sentado bien.

–Gracias por dejar que Pudding os la diera. Me dijo que Ace no estaba muy contento con aquello.

–Nadie estaba muy contento ese día con nada.

–Lo sé, sé que Law también era importante para ti.

Lo dijo sin reproche, sin rencor, como si describiera algo tan natural como aquella lluvia. El peliverde sintió algo en el pecho y en la garganta. Oyó una nueva calada.

–Zoro, yo...

El sonido de la lluvia se hizo más presente, casi olía el humo de su cigarro.

–No quiero que me perdones. Sé que no merezco que me perdones, pero sí quiero que sepas que siento todo lo que te he hecho –sonaba cierto temblor en su voz–. Creo que una parte de mi quiso desde el principio que todo estallara. Aún así no lo hacía, una y otra vez volvíamos al mismo punto, incluso después de que rompiéramos la cosa no terminó de desplomarse por completo.

Ambos esperaron mientras la lluvia los aislaba de lo demás.

–Yo también fui parte de aquello.

–Eras parte de aquello, y jamás provocaste algo que mereciera la manera en que me comporté. Que te quede claro: nada de lo que te hice tuvo que ver contigo, sólo conmigo mismo.

Fue extraño escucharle aquello. Hacía tiempo que necesitaba esas palabras, incluso si no sabía que las necesitaba. Ahora que las tenía no sabía ni cómo debía sentirse. Recordó la fiesta de despedida del piso, entendió que Sanji también lo recordaba.

–Casi acabo contigo.

–Eh, no te des tantos aires –se obligó a reír un poco–. Yo fui el que lo empezó todo.. Si no te hubiese besado quizás ahora no estaríamos así.

Al otro lado de la línea se produjo un silencio extraño; no tenso, solo extraño.

–¿Cuando dices que me besaste?

–En el antiguo piso que tenía con Ace, en el sofá.

–Zoro, tú no me besaste.

–¿Hum? ¿Qué dices? Claro que te besé.

–¿Cómo ibas hacerlo? Dormías como un tronco. Se hubiese detonado una bomba en tu culo y tú sin inmutarte.

–Me estás diciendo que nuestras bocas se juntaron por arte de magia ¿o qué?

–¡Te estoy diciendo que me quise hacer el príncipe y besarte mientras estabas frito!

–¿¡Cómo ibas a hacer tú eso si era yo el que llevaba enamorado de ti desde la secundaria!?

Se hizo una nueva pausa, otra en la que al peliverde se le enrojecieron hasta las orejas.

–Zoro, espera. Zoro, ¿eso es verdad?

–Supongo –resopló avergonzado y con la mano en la cara.

–Si tú estabas enamorado de Kuina, después vino Ace.

–Ace se dio cuenta de que me gustaban los hombres porque no te quitaba el ojo.

Hubo una pausa larga.

–Siempre creí que era un sustituto de Ace porque te estaba dejando por Marco. Que esa noche, simplemente, me tuviste a mano y yo dejé que me tuvieras.

–Y yo que tomé ventaja de la compasión que sentías por mí. Que te obligué.

Sanji aguardó un instante, se le escapó una risa cargada de pena, de nostalgia.

–Desde secundaria –repitió las palabras del peliverde–. A estas alturas es un poco ridículo pensar que eso hubiese cambiado algo, pero... Me hubiese gustado saberlo.

Zoro sonrió, supo que él también sonreía.

–Parece que amaina.

Cierto, desde el cielo caían columnas de luz cada vez más anchas. El diluvio remitía y volvía el chispeo.

–Se acabó nuestra charla.

–Sí. Cuídate.

Sin prisa colgaron la llamada, sin un adiós o un hasta luego. Sin una promesa de que algún día volverían a algo parecido a lo que tenían antes de ser pareja. No podían, era demasiado pronto, demasiadas heridas que aún supuraban y quizás nunca sanasen del todo.

Zoro respiró, sacó sus auriculares nuevos, unos de color verde que antes encontró casi escondidos al fondo la estantería. Se los puso, subió el volumen de la música y caminó mientras la lluvia se hacía a un lado.

 

Dos semanas más tarde...

 

Era temprano cuando sonó la alarma del móvil. La apagó e hizo un esfuerzo horrible por levantarse. Entre la serie de cosas que habían sucedido, de un tiempo a esta parte, había perdido la manía de ir a correr diariamente, así que decidió que tenía que recobrar el hábito. Todavía se le hacían cuesta arriba esos madrugones, aunque después de poco más de una semana sentía que se le hacía más leve.

Se preparó un café, se vistió, se ató bien las zapatillas y bajó las escaleras hacia la calle.

A través del paseo marítimo su respiración era constante, equilibrada, sus pisadas seguían avanzando sobre las losas del suelo. A un lado el romper de las olas en la arena, al otro un par de esporádicos ruidos de vehículos que madrugaban antes del colapso del tráfico. El sol salía y evaporaba los rastros de la humedad de la mañana en su cuerpo.

Se sabía el camino de memoria, lo podría hacer con los ojos cerrados. Eso hizo, hasta que, por detrás de la música de sus auriculares, le llegó el sonido de unas pisadas familiares.

Le encontró, un hombre que cubría sus ojos con la visera de su gorra negra. Ambos avanzaron, sin detener su ritmo, se cruzaron el uno con el otro, sin tan siquiera dirigirse una mirada de soslayo. El joven lo perdió de vista, avanzó aún más, sin embargo, su respiración ya no era la misma, con la mano en el pecho se detuvo.

Se giró. Aún podía verle, él también se había detenido, miraba al cielo como si lamentara algo. Mihawk, se volvió, rápido; a pesar de la distancia supo que sus ojos dorados apuntaban hacia él como una flecha. Y Zoro vio como corría, como pretendía rebasar la distancia entre los dos. El corazón ganó pulsaciones por segundos, mientras tanto, el tiempo alrededor de él se ralentizaba. ¿Por qué? ¿Por qué venía ahora hacia él? Comprendió que hasta que no llegara no lo podría saber, entendió que no podía dejarle las cosas tan fáciles.

Zoro echó a correr, rápido, cada vez más rápido, cada vez más rápido. Ganando terreno por momentos, o eso creía.

–¡Idiota! –oyó su voz–. Nunca me has ganado una carrera, ¿te crees que por un simple sprint no te alcanzaré?

–¡Que te den!

El mayor tenía razón, en muy poco ya le pisaba los talones. Por contra, esa vez, Zoro jugaba en casa. Se lo pensó media milésima de segundo y saltó al otro lado del poyete de piedra, sobre la arena de la playa.

–¡No me retes, Roronoa!

Se dirigió para la orilla, consciente de que por mucho que Mihawk odiase la arena eso no lo detendría. Ya lo oía detrás suya, su mano agarró el hombro del joven como un ave rapaz. Aún así, Zoro no se detuvo, y él tampoco. Siguieron adelante, el uno al lado del otro, hombro con hombro, igual que dos piezas sincronizadas.

O al menos así fue durante un rato, puesto que el agarre del mayor le hizo perder el equilibrio al joven al borde de un desnivel de arena. Los dos rodaron por suave cuesta hasta caer al mar.

Zoro sacó la cabeza del agua, tosió. Se fijó en Mihawk, el mayor también tosía, aun sentado en la arena bajo la orilla.

–¿A ti que mierda te pasa? Te has vuelto gilipollas, ¿o qué?

–¿Gilipollas? Como si no fuera yo el que acaba empapado cada vez que se cruza contigo, niñato.

–Ah, claro, esto ha sido culpa mía. ¡No haberme perseguido como un jodido acosador!

–¡Habló el que pudo!

De repente entendieron que estaba empapados hasta la ropa interior, mirándose el uno al otro con ojos entrecerrados y gritándose. A ambos se les escapó una risa, resoplada y entre dientes. Se sonrieron, pero en breve sus gestos volvieron al tono serio. Zoro se puso en pie, vio su gorra flotando, la recogió y se la devolvió.

–Gracias.

–No hay de qué.

El joven le dio la espalda y caminó donde el agua no cubría. Subió el escalón.

–Zoro, espera –le alcanzó el mayor, aún en la parte baja del desnivel, y le tomó del brazo–. Espera, por favor.

El peliverde le devolvió la mirada. Mihawk resopló por la nariz, le soltó el brazo.

–Lo siento. Siento todo lo que te dije.

–Ya, ya sé que lo sientes –respondió cansado–. Tampoco tienes que darle más vueltas, si eso era lo que piensas no hay nada que hacer.

–No me estás entendiendo. Yo... –se presionó el tabique de la nariz–. Esto es muy difícil.

La orilla siguió su vaivén mientras el mayor buscaba aquellas palabras que se le resentían. Mihawk alzó sus ojos hacia él.

–Hay cosas de mí que no te he contado, con las que no he sido totalmente sincero. A veces siento como si mi cabeza se convirtiese en un laberinto con todas las salidas cerradas –hizo una pausa–. Cuando empezamos a salir no importaba, yo tenía ese laberinto y tú tenías tu celda. Pero te liberaste –sonrió–. Y en vez de alegrarme me aterroricé.

Mentiría si dijera que esa declaración no le sobrecogió un mínimo. Delante suya, en ese instante, era evidente lo mucho que a Mihawk le estaba costando decir aquello.

–Me sentía bien pensando que me necesitabas –se mordió los labios, se rió entre dientes–. Por ello, cuando descubrí que yo ya no te hacía falta, que te habías salvado tú solo, se me vino el mundo encima.

El sonido del vaivén de las olas lo rodeó unos segundos.

–Ni si quiera sé lo que quieres decirme con todo esto, Mihawk.

–Pretendo explicarte que cometí un grave error. Zoro, no quiero separarme de ti.

La presión en el pecho del joven se incrementó.

–Un ataque de sinceridad no cambia nada. ¿De verdad crees que después de esto será distinto? A lo mejor tenemos buenas épocas, pasan semanas, meses, o años si somos optimistas, y de repente me vuelves a decir que no te sientes importante para mí. ¿Cómo voy a cargar con algo así?

Mihawk aguardó.

–Tú no tienes que cargar con nada, soy yo el que tiene que lidiar con su cabeza. Y lo haré, iré a terapia, a grupos de apoyo, leeré libros de autoayuda si hace falta. Cada vez que tenga alguno de estos pensamientos no te los volveré a ocultar para que no se enquisten.

Le apartó la mirada, caminó un trecho. Se sintió mareado. Oyó los pasó en la arena del mayor detrás de él.

–Mihawk, yo te prometí que incluso si no estábamos juntos no te iba a dejar solo. Quizás pienses que soy ese tipo de personas que no cumplen sus promesas.

–Sé que cumplirás tu promesa. El problema es que no es suficiente para mí, no es algo con lo que me pueda conformar. Porque, a pesar de todos mi miedos e inseguridades, de mi laberinto, si algo tengo claro es que quiero que estés a mi lado.

Zoro le devolvió la mirada.

–Puede que nunca quiera casarme. Que nunca entre en mis planes.

–No importa. Yo fui el imbécil que te pidió matrimonio sólo porque temía que me dejaras.

–Y seguiré teniendo personas importantes para mi, personas a las que nunca apartaré.

–Igual que yo. Una es una gorgona que alguna vez fue mi mujer y otro un amigo que quiero como a un hermano pero que en algún momento deberé quitarle las llaves de mi casa. Entenderé si no quieres soportarlos.

Una débil risa subió por la garganta del joven, se le humedeció la mirada.

–Puede que nos hagamos tanto daño que acabemos el uno con el otro.

Mihawk tuvo que sonreír.

–Para que eso suceda tendrían que pasar muchas cosas antes. Sabremos verlo, entendernos si llega el momento de separarnos. Zoro, lo último que deseo es que lo que siento por ti se convierta en una cadena de obligación.

Observó a Mihawk, y vio a través de él. El mayor se mantenía firme, en un aura segura. Con esas, no se le escapaba como temblaba, dudaba que fuera únicamente porque su ropa siguiera mojada. Y su expresión. Había tomado todo el valor que tenía para presentarse en esa playa, cruzarse con él, perseguirle, hablarle. Ese valor era tan fuerte como el terror que descubría en él.

Terror, entendía aquello, el terror a decir algo tan sencillo como “me gustabas desde la secundaria”, el terror de querer a alguien y que eso te pasara una factura impagable. Y ahí estaba Mihawk, superando aquella barrera, diciéndole esas cosas. Algo se desmoronaba en su pecho. Le quería, quería todo lo que él implicaba.

De nuevo oyó un plato que se hacía añicos contra el suelo. Una bruma negra a la altura de sus tobillos.

Reaccionó. Se ancló a la realidad, a los hechos que de verdad habían sucedido y no a su catastrófica imaginación. Mihawk, aunque el mismo se quitara el mérito, había sido el que le había ayudado a salvarse así mismo, el que le había apoyado y cobijado, sin él no habría llegado hasta donde estaba. No había sido perfecto, pero ahí estaba reconociendo sus errores. Había cometido un error y lo estaba reconociendo. Tan sólo uno en comparación con todo lo demás.

No era iluso, sabía que no sería el último, los dos cometerían muchos más. ¿Y qué? ¿y si ellos dos eran así, capaz de discutir y equilibrarse de manera natural? Sólo que en esta ocasión todavía les quedaba que encontraran el cómo.

Le miró, observó todo lo que era, todo lo que había hecho por él, todo lo que había conseguido ser gracias a él. Sabía que no se lo debía, aún así quería quererle, porque valía la pena. Por el momento valía la pena.

Y cuando no valga, pensó hasta divertido, siempre puedo tirar su cadáver a los peces.

Sin que pudiese evitarlo, en la boca de Zoro se formó una sonrisa. Su mirada seguía húmeda. Hubo un quiebre en su voz:

–Vale.

Mihawk abrió de par en par sus ojos dorados. Había oído bien, ¿no?

–¿Vale?

–Vale –confirmó.

El mayor soltó el aire que había estado reteniendo, sus piernas flaquearon. Se cayó de culo sobre la arena. Se cubrió la cara con una mano. Sus temblores se hicieron más fuertes.

–¿Mihawk? Mihawk, ¿estás llorando?

–No te preocupes, en seguida se me pasará.

A Zoro le hizo gracia, le dio ternura. Se acercó, se arrodilló delante suya. Abrazó al mayor y, éste, correspondió. Hundió el rostro en el hombro del joven. Recordó todas las veces que Zoro había ido a por él, sin importar en que momento o con quién estuviera, le había escogido a él, tal y como estaba haciendo ahora, en esa playa.

–Te quiero tanto.

El pecho del peliverde se llenó. Aferró a Mihawk entre sus brazos. Estuvo a punto de que se le saltaran las lágrimas.

–Ya era hora de que me lo dijeras tú a mí, idiota.

 

Tres años después...

 

Sus manos escribieron ese último párrafo. Resopló por la nariz y se fijó en la hora: La una y media de la madrugada, justo a tiempo. Se quitó las gafas y se preparó un café. Cuando se sentó de nuevo delante del ordenador le recibió el timbre de una videollamada. Descolgó y, tal y como si había acostumbrado, le recibió una entusiasta cara de mono.

–¡Torao! ¡Buenos días!

–Buenas noches, en todo caso –le sonrió.

–Si tienes un café en la mano.

–Porque aún me queda mucho trabajo antes de que amanezca. ¿Cómo es posible que todavía no te aclares con las diferencias horarias?

–¡Y que lo digas! –se oyó la voz de Usopp por algún lado. Apareció en la pantalla con un plato lleno y una taza que puso a Luffy por delante y éste devoró sin culpa–. Da gracias a que entiende que el desayuno es igual a “hablar con Torao”.

–Ya veo. Y Zoro, ¿aprovecha que no tiene que ir a la universidad para seguir durmiendo?

–¡Que va! –respondió Luffy–. Tenía unos días libres y se fue con Mihawk, Ace y Marco por ahí.

–A un parador rural –matizó Usopp por algún lado, sin que nadie se lo pidiera–. Se ha pasado una temporada rara, creemos que le va a pedir a Mihawk eso de vivir juntos. Mucho ha tardado. A parte de que no sé ni porque alquilamos este piso los tres juntos cuando casi ni vive aquí.

–Sigues cabreado porque Kaya te dijo que era muy pronto para iros juntos a un piso.

–¡Yo no estoy cabreado! ¡Escucho y respeto sus opiniones como un novio respetable!

–Sí, pero te cabrea.

Empezaron a discutir, a esas alturas, Law no evitaba que le diesen más risa que cansancio.

–Así que un viaje de parejitas –sorbió su café–. No le pega nada.

–Ya, yo quería ir... –se quejó el monito, masticó–. Ace invitó hasta Nami y Vivi, que no han ido porque están muy ocupadas. A mí ni se le ocurre.

–Porque no tienes pareja, atontao –dijo Usopp.

–¡Atontao, tú!

Law suspiro una risa.

–Luffy, si sigo trabajando así puede que en verano esté más libre. Había pensado volver unos meses por allí. Me apetece.

El chico pasó de estar medio concentrado en su desayuno, medio concentrado en su bronca con Usopp, a dejarlo todo y colocar su absoluta atención, con los ojos bien abiertos, sobre el ojeroso.

–¿De verdad? –preguntó hasta con un pitido en la voz.

–Sí.

–¿No me estás mintiendo?

–No.

Lo siguiente fue que Luffy agarrara el ordenador, lo alzara y se pusiera a dar piruetas sobre sí mismo con él. Evidentemente se le había olvidado que el portátil no era suyo sino de Usopp.

 

Mientras tanto...

 

Los pies de Mihawk avanzaban por la pronunciada pendiente. En breve coronó la cima, inspiró el aire de la montaña.

–¿Hum? –miró a un lado y a otro–. ¿Zoro?

El silencio del bosque fue el único que le respondió.

–Estoy aquí –apareció el joven de unos matorrales–. Creí que había visto un jabalí, pero solo era una roca.

–Ya –resopló–. En primer lugar: una persona con menos orientación que un niño de tres años en un centro comercial no debería salirse del camino de una ruta de senderismo.

–¡Oye, sin pasarse!

–Y en segundo: Si de verdad ves un jabalí no vayas a por él si no quieres morir.

Zoro desvió la mirada con un mohín infantil que indicaba que iba hacer lo que le daba la real gana, cosa que hizo que a Mihawk le diera un tic en la ceja izquierda. Tomó aire.

–Venga, vamos.

Caminaron los dos a buen ritmo, juntos, hombro con hombro, a través del silencio del bosque.

–¿Crees que Ace y Marco se indignarán demasiado por dejarles atrás?

–Es verdad que organizamos este viaje para cuatro, de todas formas, no creo que les moleste un día cada uno por su cuenta.

–A parte de que les gustará dormir más.

–Tú también podrías haber dormido más.

–No me arrepiento de nada.

Los árboles se hicieron a un lado y el camino se ensanchó. Llegaron a los límites de una gigantesca hondonada ocupada por un enorme lago, tan tranquilo que parecía un espejo. Una brisa de aire les acarició el rostro de frente, suave y limpia. La luz del día apenas había asomado, el ambiente era fresco. Tan sólo existían la calma y ellos.

Se permitieron un descanso, dejaron sus mochilas sobre la hierba y se sentaron sobre ella. Compartieron una cantimplora de agua y contemplaron aquel paisaje. Mihawk inspiró.

–Me quedaría así toda la vida.

–Yo también, un rato –le sonrió–. Luego me iría, hay muchas cosas que quiero hacer.

El mayor correspondió la sonrisa del joven. Zoro se perdió un instante en el dorado de sus ojos.

–Esta mañana he pensado lo increíble que es que esté contigo. Hace tres años éramos unos simples desconocidos que se cruzaban en la playa por la mañana. Y fíjate.

–Te entiendo. Y mira que casi lo fastidio yéndome al Parque Shabondy para no verte.

–¿Eh? ¿Qué quieres decir?

–¿Nunca te lo he contado?

–¿El qué?

Mihawk hizo una mueca, sus mejillas cobraron cierto rubor. Entendió que era demasiado tarde.

–Recuerdas que dejaste de ir a la playa por un esguince que te hiciste, ¿no?

–Vagamente –él también se enrojeció.

–Yo no lo sabía, no sabía por qué de repente no aparecías por el paseo marítimo. Le dí tantas vueltas que de las cosas que pensé, una, fue que el último día que me había cruzado contigo me habías pillado mirándote y te había molestado.

Zoro lo recordó, su primer intercambio de miradas, por el que se comió tanto la cabeza, por el que llegó a la misma conclusión que el mayor.

–Al final me harté de mí mismo. Me dije que no podía estar esperándote todas las mañanas angustiado porque me reprocharas que te miraba de más. Prefería madrugar y regresar al parque Shabondy. Lo último que me imaginaba es que te encontraría allí.

El enrojecimiento de Zoro resplandeció. A la vez, se mordió los labios, pero ni eso, ni su mano en la boca, retuvo el ataque de risa que le dio.

–Tampoco es para que te rías.

–No, no lo entiendes –se limpió la cara, hasta las lágrimas se le habían saltado de la risa–. Mihawk, cuando me recuperé de ese esguince y no te encontré por la mañana en la playa me volví loco. Conforme pasaban los días peor. Cambié de horario para ver si aparecías y cuando vi que no, fui cambiando sitios para correr por toda la ciudad hasta que acabé en el parque Shabondy.

Mihawk necesitó su tiempo para comprender lo que el joven del decía. Poco a poco, el ataque de risa se le contagió.

–¿Pero qué nos pasa? –dijo riéndose.

–Somos imbéciles, eso nos pasa.

–Tú podrías haber sido un caza fortunas.

–Y tú estar relacionado con la trata de blancas.

–Podría haber salido muy mal.

–Soberanamente mal.

La risa se fue de forma paulatina. Se miraron aún con la sonrisa en el rostro. Zoro deslizó su mano por la hierba, la acercó al mayor; Mihawk se la tomó.

–Nosotros hicimos que saliera bien.

–Día a día.

Permanecieron así un rato más, reteniendo cada uno en su pecho ese momento todo lo que pudieran. Después, se levantaron, recogieron su mochilas. Mihawk tomó la barbilla de Zoro, se quitó la gorra para darle un beso. Retomaron su camino y siguieron avanzando.

Todo iba bien.

 

FIN

Notas finales:

Todavía no asumo que este fic esté acabado, la verdad es que si por mi fuera escribiría de los personajes de este AU hasta el infinito, pero una siempre debe saber cuando una historia tiene que terminar.


 


Al final fue una buena decisión no terminar en el anterior porque eso me ha permitido hacer un capitulo final más desarrollado y extenso, concretar mejor algunas cosas. Aun que, eso si, temo si os aburre un poco debido a que a sido un capitulo compuesto en su mayoría por diálogo; pero es que no podía ser de otra forma, o se hablaban las cosas aquí o no se hablaban nunca.


 


Respecto a Sanji, me planteé si nombrarlo en él epílogo, pero la verdad es que no lo veía correcto. El ha entendido cual es su camino y lo ha tomado, pero eso no quita el daño que ha hecho, ni el tiempo que vaya a necesitar la gente de su alrrededor para recuperarse de las heridas. La verdad es, que en este AU, entendería que Zoro y él no hablasen nunca más, incluso si ya han superado todo, pero no se sabe, quizás la vida les haga encontrarse de nuevo y en otras condiciones.


 


Y en cuando a Mihawk y Zoro, me disculpo por el mal rato de estos capítulo. Yo siempre supe que sabrían como quedar juntos, ellos han sido así desde el principio, lo que no sabía es si yo tendría la capacidad para escribirlo decentemente...


 


Como fuera, muchas gracias por leer hasta aquí! Y recordad: ir a terapia que es bueno!


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