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Runner por Rising Sloth

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Notas del capitulo:

La verdad es que estoy sorprendida con este capítulo. Creí que quedaba un par más de "jijis" y "jajás" pero de repente la trama se ha puesto en un lugar bastante avanzado.

Tambíen tiene su lógica porque no creo que este fic supere los 20 capítulo (creo, que después las cosas se me alargan)

Hala! Actualizado queda!

Capítulo 12. Como si no hubiese pasado

 

Nami salió por trigésima vez del probador. Sobra decir que, ya, un poco harta.

–¡Oh, mi querida pelirroja, eres como una diosa ninfa, una reina elfa, una sirena que tras un hechizo se la dotó con las piernas más...!

–¡Sanji! –le cortó cabreada–. Vine aquí porque me dijiste que Pudding y yo tenemos una talla parecida –obvió cómo el rubio se sabía sus tallas–. ¿En serio me trajiste para que te ayudara? ¿O sólo querías ponerte en plan baboso?

–Ah, tienes razón, mi querida Nami –se hizo el príncipe melancólico–. Lo siento, lo siento. No lo puedo evitar. ¡Las mujeres preciosas atrapáis mi corazón al instante!

La joven entrecerró los ojos, resopló.

–Estoy cansada, escoge uno de los conjuntos que me he probado. Menos este vestido, este me lo quedo yo.

–Deja que te lo pague en agradecimiento por tu ayuda –se reverenció elegante.

–Oh, gracias, lo daba por hecho.

También la invitó a una merienda por el centro comercial; quizás por amabilidad, quizás por fingir un rato más que eran novios. La pelirroja estaba acostumbrada a ese trato, Sanji era así desde que se conocieron; prácticamente, su hermana eran la única mujer con la que no se comportaba como un "caballero", aparte de las mujeres que él no les hubiese dado el previo carnet de "guapa". Por eso en el instituto sus relaciones eran, a lo sumo, de poco más de un mes, y eso las más largas; exceptuando a Zoro, Sanji, no había conocido lo que era una relación duradera.

Y el caso de Pudding aún estaba por ver, pensó Nami. Recordaba la actitud indiferente de Zoro cuando Sanji se pasaba la noche cortejando a unas y a otras en sus narices, puede que eso pegara con la forma de ser del peliverde y con que ya hubiese estado en una relación poliamorosa con Ace. Sin embargo, Pudding era capaz de decir que ella no tenía porqué aguantar eso, y tendría razón. Ahí Sanji seguro que cedería, pero, ¿cambiaría de verdad? Su relación con Zoro implicó la aceptación de muchas cosas nuevas, no obstante, tampoco es que alterara la esencia de lo que venía siendo él.

–¿En qué piensas? –le preguntó el rubio.

–En nada en particular. ¿Nos damos una vuelta por las tiendas a ver si veo algo más?

Se pasearon de un escaparate a otro, hasta que Nami se interesó por una boutique de accesorios. Estudiaba, uno a uno, los colgantes que llevaban un perchero giratorio.

–Ah, se me olvidaba –volvió a hablar su amigo–, ¿qué tal os fue el sábado? ¿salisteis por ahí? Perdón por no aparecer, Pudding y yo nos acoplamos demasiado en casa.

Su voz empalagosa y su cara de viejo verde cuando pronunció la última frase incomodó de más a la joven pelirroja.

–Sólo fuimos a casa de Luffy y Zoro, ni siquiera salimos después. Aunque espero que tu ausencia no signifique que ahora seas del tipo que pasan de sus amigos para estar con su novia –cosa que en la secundaria y bachiller hacía bastante.

–Me encanta cuando te pones celosa, pero no temas, donde tú digas que vaya yo siempre iré.

–Ya, ya. Me lo imagino. ¿Hum?

Uno de los abalorios le llamó la atención: se trataba de un colgante en forma de pluma de pavo real, discreto. Lo tomó con cuidado unos segundos, pasó la yema de sus dedos, sonrió con ternura.

–Oh, qué buen gusto, querida Nami. Deja que...

–Quita, éste va de mi cuenta –dijo satisfecha y sacó el colgante del perchero para dirigirse donde la caja registradora–. Para regalo, por favor.

Al final de la tarde, Sanji seguía el paso de Nami con una ristra de bolsas en cada mano.

–¿Entonces no me perdí más allá de lo normal? –preguntó de nuevo él.

–Bueno, dicho así... –dudó un segundo–. Con nosotros estuvo Mihawk, el novio de Zoro.

Sanji contuvo su repullo de sorpresa.

–¿En serio? Creí que llevaban poco tiempo juntos.

–Poco más de un mes, si no me fallan las cuentas. Era tiempo de que nos lo presentara. En comunidad, digo. Yo ya lo conocí cuando fuimos al parque de atracciones.

–Ya, sí. Supongo. Pero con lo que se cabreó cuando traje a Pudding pensé que se aplicaría el mismo parche.

Nami no esperó aquella declaración, menos con ese deje de resentimiento; el rubio se dio cuenta, carraspeó, muy a la defensiva.

–Lo siento. Es que... Estoy con Pudding, sólo quiero estar con ella. Pero a veces recuerdo –hizo una pausa–. Aún no me cabe en la cabeza porqué cortó conmigo de esa manera. Y después todo eso ve que estoy feliz con una chica y no tarda en dar escusas para estar a disgusto. Casi parece que lo hiciera a posta –resopló–. Intento comprenderle, pero a la vez me irrita.

Se prolongó un silencio. Ella bajó la mirada un instante, luego habló con comprensión.

–Es normal, lo vuestro no fue fácil. Quizás sólo necesitéis más tiempo con vuestras nuevas parejas.

Él sonrió, más calmado, agradecido. Mientras, Nami aferró su bolso, y el colgante que guardaba dentro. Si ella saliera con una chica y luego rompiera con ella de la misma manera que Zoro hizo con Sanji, le desgarraría el pecho.

 

Al siguiente fin de semana...

 

La mañana de sábado estaba despejada, con su claridad aún demasiado tenue, el paseo marítimo y la playa se prolongaban silenciosos. Incluso las olas rompían con calma. Se le hacía raro, no por todo aquello o aquella aura que tan bien conocía, sino por su acompañante.

A su vera caminaba Mihawk, los dos paseaban pausados, tranquilos. Era la primea vez que se les ocurría hacer eso. Cuando el mayor estuvo en su casa, con el resto de sus amigos, alguien preguntó cómo se conocieron. Tras una explicación escueta y de pocos detalles, apareció la siguiente pregunta, ésta Zoro sí recordaba que la había formulado Robin:

–¿Y ahora salís juntos todas las mañanas a correr?

Esquivaron la respuesta, pero en algún día de la semana retomaron la conversación:

–Fue la segunda vez que nos preguntaron si salíamos juntos a correr.

–Me di cuenta.

–Quizás sea raro que no lo hagamos.

–Quizás.

Silencio mortuorio.

–Pero es que cuando salgo por las mañanas me gusta mi espacio.

–A mí también. Además, no me gusta demasiado la playa, cuando corro siento la arena en el aire. Y si vamos al parque me preocupa que te pierdas para siempre.

Otro silencio.

–Entonces tampoco tenemos que hacerlos si a ninguno de los dos nos apetece.

–Me parece una idea sensata.

Callaron una vez más, después, el que empezó a hablar fue Mihawk:

–También, si nos apeteciera, podríamos hacerlo. No todos los días, pero si alguna vez a la semana, o al mes.

–Claro. ¿A ti te apetece?

–Sólo si tú estás de acuerdo.

El resultado fue que quedaron ese sábado para ir por la playa. De alguna manera, aunque empezaron la carrera en sincronía, aquello les puso nerviosos y no eran capaz de coordinarse; Mihawk, entre que no quería ir muy deprisa y, al mismo tiempo, no ofender al joven, adelantaba más de la cuenta; Zoro, que ese tipo de cosas no se le escapaban, llegaba a su altura e intentaba adelantarle una y otra vez, con su orgullo de brazos en jarra. Como aquella vez que le emboscó en el parque, el peliverde se hartó y dio un sprint.

–¡Zoro! –oyó a lo lejos a Mihawk, bastante lejos. Se había detenido y le llamaba con la mano alzada.

Una vez se reencontraron en un punto intermedio, el mayor sugirió que rebajaran la velocidad hasta un paseo agradable. Quizás otro día estuviesen más coordinados.

Se toparon con una de las anchas escaleras que unía el paseo marítimo con la playa, en su rellano había un banco. Sin decir nada, ambos se sentaron. Zoro cerró los ojos un instante, la brisa marina le daba de cara. Notó, entonces, como el mayor tomaba su mano. Se rió.

–Qué confiado te estás volviendo.

–Mi objetivo es ser una persona capaz de dar la mano cuando me plazca.

–Seguro. Aunque aquí tiene poco mérito, nos hemos levantado tan temprano que no se ve ni un alma.

–¿Otra vez me estás retando, Roronoa? –el joven le contestó con un alzamiento de hombros cargado de chulería. Mihawk le tomó de la barbilla–. ¿Quieres que suba el nivel?

–Quizás nos vean desde algún coche –le avisó–. O desde algún bloque de pisos.

–Quizás.

No hubo más dramatismo, el beso se efectuó con naturalidad, con la misma calma que emergía de aquel ambiente. Mihawk separó sus labios del joven, se observaron un segundo y luego su vista regresó a la orilla, y al horizonte.

Zoro notaba la mano del otro entrelazada con la suya. Nunca había tenido algo como eso. Sí había tenido una complicidad clandestina con Ace, una sexualidad explosiva con Sanji, pero nunca aquella intimidad que tenía con Mihawk. Era la primera vez que estaba con alguien y de verdad pensaba que el sexo no hacía falta. Le deseaba, sí, y a veces se agobiaba por no responderle en ese campo como le hubiese gustado; pero, de alguna manera, cuando compartía con él cosas como esa sentía que recuperaba algo esencial. Le hacía sentir raro, sobre todo porque no se le hacía raro.

–¿Zoro? –sonó una tercera voz.

Mihawk se volvió. Con cierta sensación de déjà vu, encontró a una joven; le sorprendió su exagerada altura, después su belleza; iba sencilla, con una camisa y unos vaqueros, y aún deslumbrante.

–Kiku, ¿cómo tú por aquí? –el peliverde se incorporó para saludarla–. Es la primera vez que te veo.

–Pues veras... –alzó sus manos por encima del pecho, éstas sostenían una correa, del extremo iba un collar que rodeaba el cuello de un perro. No era de raza, puesto que por similitud se parecía a un perro-león, pero por tamaño apenas era más grande que el gato de Mihawk–. Es el perro de una amiga de Momo, el niño que a veces cuido. Se ha ido de viaje con su familia y contactaron conmigo por si lo podía cuidar estas semanas.

–Ya veo –el perro ladró feliz y fue a por Zoro, se apoyó con sus patas delanteras en la pernera del peliverde, que se agachó para acariciarle–. Espera un segundo, yo conozco a este perro. ¿Komachiyo?

El perro dio pletóricos ladridos y se revolcó por el suelo hasta que expuso su barriga para que el joven se la rascara.

–¿Cómo lo conoces? –preguntó ella.

–Es el perro de Tama, ¿no? –dijo mientras rascaba la barriga del chucho–. Esa niña es vecina de Ace. El chico pecoso que estaba en el rodaje.

–Oh, ¡se trataba del mismo Ace! Tama habla muchísimo de él. Qué coincidencia.

Los dos rieron. Mientras, el mayor, ya de pie, soltó un carraspeo perceptiblemente estentóreo. Los dos jóvenes le miraron, Zoro reaccionó y se incorporó.

–Ah, Mihawk, esta es Kiku, estuvo con nosotros en el rodaje del corto. Ayudó con la coreografía de combate a Vivi y los demás, e hizo de extra.

–¿Eres actriz?

–Oh, no, no sirvo para eso –se enrojeció de nuevo con humildad–. Soy una especialista, una doble de riesgo. Por eso me entreno e intento aprender artes marciales. Aunque ahora me estoy pensando lo de coreógrafa.

–Se te dio bastante bien –le halagó el peliverde.

Mihawk se sintió incómodo, era como si esa chica que le sacaba más de dos cabezas, y de la que era la primera vez que tenía noticia, tuviera una historia con el peliverde más allá de lo que se percibía a través de los sentidos.

–Zoro –le llamó la tal Kiku, de repente se avergonzó. Miró de reojo a Mihawk, dudosa, después se decidió–, sé que me dirás que no es asunto tuyo, pero... No voy a operarme.

–Vaya, ¿en serio? Siempre puedes hacer lo que te dé la gana, pero yo ya te dije que era una lástima y que...

–Y qué no me hacía falta para ser quien soy y quiero ser –terminó ella–, lo sé, gracias. Ya no os interrumpo más. Avisadme si me necesitáis para otro rodaje.

–Descuida, Nami te guardó en su lista de contactos imprescindibles.

El perro ladró y la joven se fue por su camino. Tras un corto instante, cuando la figura de Kiku ya no se distinguía, Mihawk habló.

–Se os veía muy cercanos.

–¿Tú crees? No es que seamos amigos, precisamente.

–¿Y novios?

Zoro se sorprendió por la pregunta. Dudoso, se rascó el cogote.

–Estuvimos saliendo, poco tiempo, considerarnos novios sería demasiado. Cuando empezamos con lo del corto me acordé de ella y la llamé.

Se hizo un silencio, quizás no incómodo en general, pero si algo pesado para el peliverde.

–Estoy algo sorprendido. Es la segunda chica que nos asalta porque te conoce y que no es tu amiga.

–¿Te molesta? Te recuerdo que soy bi –y la calma de hacía unos segundo se evaporaba.

–No me refería a eso.

–¿Entonces a qué?

Mihawk, en un resoplo cansado, detuvo el paso, miró a los ojos del joven.

–Eres como una caja fuerte. Cada vez que creo adivinar los números la puerta me da en las narices y te vuelves a cerrar.

Zoro, en una mueca, desvió la mirada, escondió sus manos en los bolsillos del pantalón. Fijó de nuevo sus ojos en el mayor.

–Lo dices como si no confiara en ti.

Mihawk guardó silencio unos segundos.

–Una vez me contaste que acabaste aborreciendo la comida que te prepara tu ex-pareja.

–¿Y qué? –dijo cauto, nervioso.

–Conmigo te pasa lo mismo. Fuera de casa no hay ningún problema, pero dentro, si no se trata de un desayuno de café y tostadas, insistes en pedir a domicilio.

La mueca del peliverde se acentuó, adelantó los pasos y empezó a alejarse a grandes trancos.

–Zoro, espera, ¿A dónde vas?

–A casa, paso de aguantarte tus reproches por estupideces.

El mayor hizo un amago de alargar el brazo y detenerle. En vez de eso, dejó que se fuera, gruñó y caminó hacia su casa.

 

A la tarde-noche...

 

Estaba en la terraza, sentado en una de las sillas, con la cabeza apoyada en la mesa y su cara medio cubierta por sus brazos cruzados alrededor; su ceño lucía fruncido. Le hubiese gustado pensar que por lo menos había ocupado el día, pero sólo se había dedicado a ignorar la presión que sentía en el pecho, nada productivo en cuestión.

Oyó la puerta de la casa abrirse.

–¡Estamos en casa! –ese era Luffy, anunciándose como de costumbre–. ¡Zoro! –llegó a la terraza–. ¿Qué haces aquí? Pareces un seto haciendo de centro de mesa.

–Pues eso mismo –se giró y vio que su amigo vestía ropa de deporte y sostenía una pelota de baloncesto. Detrás de él vino Law, con el mismo tipo de ropa–. ¿Dónde habéis estado?

–¡En la cancha del barrio! Torao me decía no-se-qué de que estaba muy cansado, pero hoy hacía un día perfecto. Lo que le pasa es que le fastidia perder.

–Perder con cansancio acumulado no cuenta como perder –puntuó el estudiante de medicina–. Anda, ve a ducharte, o no llegaremos a la película esa que querías.

–¡Sí!

Se marchó diligente mientras Law rodeaba la mesa y se sentaba en una silla frente a Zoro. Tenía una lata de cerveza en la mano, la abrió y dio tres tragos seguidos.

–¿Y a ti qué te pasa? –preguntó al peliverde.

–Nada –arrastró las vocales de mal humor.

–Claro, es imaginación mía que vayas con esa cara de enfurruñado, un sábado, más sólo que la una y con el móvil al lado por si te llama tu novio –su laconismo no hizo sino hacer sus palabras más hirientes.

–¡Cierra el pico! –se enrojeció.

Law se encogió de hombros, dio otro trago. Zoro gruñó entre dientes, cedió.

–No nos hemos peleado, si es lo que piensas. Ni siquiera sé si hemos discutido. Ha sido una conversación muy rara –resopló en alto, se llevó la mano a la frente–. Me largué antes de que llegara a más.

Esperó que el otro le llamara cobarde o cretino. No obstante:

–Supongo que es normal. Es imposible que no tengas secuelas.

–¿Te estás haciendo el compresivo conmigo?

–Estoy siendo analítico y realista.

–Vas de terapeuta, ¿o qué?

Law no replicó, dio un nuevo trago y se fijó en el cielo rosado a punto de apagarse. Zoro se percató de nuevo del pinchazo en su pecho.

–Me ha dicho que soy como una caja fuerte.

El estudiante de medicina bajó su mirada hacia el peliverde.

–Es una definición bastante acertada.

La mueca que no había acompañado a Zoro durante la jornada se difuminó en un gesto de sorpresa.

–¿Por qué?

–Zoro –acogió un tono más serio–, si yo no te hubiese encontrado ese día, si nadie hubiese descubierto lo que pasó, ¿habrías cortado con Sanji?

La mirada del peliverde se ensombreció; desde el punto de vista del ojeroso pareció que se estaba conteniendo las náuseas.

–¡Ya estoy! –regresó Luffy–. ¡Torao, te toca!

–Voy –se terminó la lata y se levantó. Al pasar por el lado de Zoro le dio dos palmadas en la cabeza–. Y espabila por tu cuenta o la siguiente sesión te la cobro.

 

Más de media hora después...

 

La casa estaba vacía salvo por él. Fue a su cuarto, dejó el móvil sobre la mesa. Encendió la lampara de al lado de su cama, ya se había hecho de noche. Se obligó a respirar, tragó saliva. Desbloqueó el móvil y buscó su nombre. Le llamó con el manos libres activado.

Mientras el contestador sonaba, no pudo evitar un amago de retirar sus pasos. Una parte de él deseó que no le contestara, le decía que no estaba preparado, que necesitaba más tiempo, y que colgara. Se negó.

–¿Zoro?

–Mihawk, ¿te... te pillo ocupado?

Bien, lo primero que le decía y ya la había cagado. Mihawk había despejado el sábado para pasarlo con él, y así hubiese sido si no fuera por su berrinche y huida por patas.

–No –contestó con suavidad–. ¿Te encuentras mejor?

–Sí –se forzó a mentir. Ocupó la silla frente al escritorio. Suspiró–. Siento lo de hoy.

–Yo también estuve inapropiado.

–Espera un poco antes de dorarme la píldora* –se rió con un deje de sarcasmo–. Tenías razón en lo que dijiste. Soy como una caja fuerte, pero no porque no confíe en ti, es sólo que... A veces me gustaría creer como si nunca hubiese pasado.

–Lo comprendo.

Zoro se volvió a reír entre dientes.

–Mihawk.

–Dime.

–Cuando empezamos a salir, creo que fue en esa "no cita" –dijo con ironía–, te dije que él me preparaba la comida, que me gustaba que lo hiciera, al principio. Y también me gustaba acostarme con él.

El silencio se apoderó de la habitación. Fuera, era como si la calle se hubiese convertido en un cementerio. El peliverde, que sentía como su pecho se abría y salía de él una cascada de gusanos, prosiguió.

–Me gustaba comer lo que cocinaba para mí, me gustaba como me hacía sentir cuando me dejaba hacer por él. Eso, en algún momento que no sitúo, cambió. Su comida pesaba, cuando me tocaba el aire que respiraba pesaba. No le dije nada, no quería que lo supiera lo débil que me sentía. Tragaba, aunque... –la voz se le quebró– aunque sintiera que me estaban forzando.

En los que se le hicieron los peores segundos de su vida, Mihawk no dijo nada. Hasta que le oyó respirar, como un resoplo, como si estuviera de pie, pero sus piernas le fallasen y no le quedara más remedio que sentarse.

–Y ahora el que te ha obligado a contármelo he sido yo. Perdóname.

–Espera, no te lo he dicho para que...

–Si tan solo hubiese respetado que decidieras por tu cuenta.

–He sido yo el que lo ha decidido ahora –insistió.

–Quizás no estaríamos a través del móvil y podría abrazarte.

Se hizo una nueva pausa, más tranquila, casi sonaba a la calma de esa mañana.

–Oye –dijo el joven en un tono de broma–, soy más fuerte de lo que piensas.

–Eres más fuerte de lo que piensas tú.

Dijo esto último si brusquedad, aun así, le dejó callado.

–Zoro, siento haberme puesto tan celoso.

–¿Celoso?

–Esta mañana, con esa chica. La manera en que os hablabais, en que os mirabais. Sentí que había pasado algo entre vosotros, algo verdaderamente importante. Me hundí en mi propia envidia.

El joven hinchó su pecho, respiró.

–Cuando corté con Sanji creí que había perdido la capacidad de hacer cosas por mí mismo. Que ya no podría comer si él no estaba pendiente, que no disfrutaría del sexo –sonrió en una mueca–. Con la comida fue relativamente fácil quitarme esa idea. Empecé comiendo muy mal, me alimentaba a comida basura, precocinada o instantánea; tampoco tenía un horario de desayuno, almuerzo y cena, sólo cuando me apetecía. A veces me daba atracones, a veces abría una lata de conserva y duraba treinta y seis horas sin llevarme nada más a la boca. Pero todo lo decidía yo.

Se apoyó de codos en la mesa, con las manos enlazadas en la nuca.

–Con el sexo no esperé a eso de que me apeteciera o no, al poco de la ruptura me apunté a una aplicación de móvil y me acosté con mucha gente –esperó a ver sí el mayor le hacía alguna pregunta. Nada–. Ahora todo se me hace muy confuso. Sé que quería recuperar el control sobre mí mismo, pero a la vez no sé qué pretendía de esa forma –se rió–. Ni si quiera sé si lo disfrutaba en serio o si solo me lo creía.

Volvió a esperar mientras Mihawk le esperaba a él.

–Kiku fue la última. Y la única con la que no me acosté un par de noches. Era comprensiva, me hizo sentir bien. Nos divertíamos. Pero ninguno éramos indicados para curar las heridas del otro. Eso fue todo.

Oyó el aire que respiraba el mayor al otro lado de la línea.

–Gracias por contármelo.

–¿No te asusto? –dudó un poco–. Soy un bisexual promiscuo con desorden alimenticio.

Mihawk se tuvo que reír.

–Tener una etapa de promiscuidad no es ser promiscuo. Aun así, no creo que tenga nada de malo.

–También salí con Ace cuando él ya estaba con Marco.

–Pero salías sólo con él, ¿no? Dudo que cuente como promiscuidad. Ni siquiera, por lo que me contó Marco, sería promiscuidad para Ace.

–Supongo.

–Zoro, ¿por qué no vienes mañana a casa? Si quieres pedimos a domicilio, pero... Podríamos preparar la comida, juntos, entre los dos. Yo seguiré las cantidades y condimentos que tú me digas. Y si eso no sirve no hace falta que comas.

De repente, el joven notó como se le encendía la cara. Su pecho dolía menos, el pinchazo casi se podía confundir con la calidez que sentía. Se le escapó un resoplo y, para su vergüenza, la siguiente frase:

–Qué difícil se me haría no quererte.

Todo se paró del golpe. Los dos quedaron en blanco. Se hizo una brecha en el espacio tiempo. Hasta que esta no se cerró, Mihawk no volvió a hablar. Sus palabras anduvieron como un solado en un campo de minas.

–¿Zoro? ¿Puedes repetir eso último que has dicho? Creo que no te he oído bien.

El peliverde colgó de golpe. Seguidamente, dio varias vueltas como un león enjaulado por su habitación, gritándose lo idiota que era. Se metió en la ducha, y aún con el agua fría, cuando se fue a la cama estuvo un rato convulsionando ante de que se durmiera. Imbécil, imbécil, imbécil.

Mihawk, por su parte, se quedó hasta bien avanzada la madrugada, mirando el mar oscuro desde su balconada, se sentía como una planta a la que le habían inyectado un chute de fotosíntesis. Quizás eso no podía hacerse, pero de esa manera estaba su percepción emocional.

 

Dos semanas después...

 

Aún no había noticias sobre si el cortometraje había pasado la selección del festival o no, y la falta de información empezaba a ponerles algo intranquilos. El tema se habló entre los veteranos del grupo, fue Jimbei el que ofreció su casa para hacer un visionado con los que habían participado.

–Si veis el resultado de lo que habéis hecho os será como una bombona bajo el mar. Puede que estemos algo apretujados, pero el salón de mi casa da para que quepamos todos. También quiero probar el nuevo proyector.

Después de eso, Robin fue en calidad de heraldo y avisó a Nami. Junto con Vivi, en un acto catalogable de proeza, las tres organizaron las agendas de los que habían participado en el corto y alguno más de invitado

–Recordad que no es un pase de cine –dijo la pelirroja–, es sólo un previo que nos ayudará a ver errores y ver desde que perspectiva llevamos la promoción; que en algún momento tendremos que empezar en serio, nos seleccionen o no. ¡Hay más festivales al año!

Así llegó aquel domingo. Zoro iba de copiloto en el coche de Mihawk mientras este conducía. La casa de Jimbei estaba en un distrito fuera de las barriadas de la ciudad.

–Ve indicándome con el GPS.

–Como me lo digas otra vez te tiro el móvil por la ventanilla. He venido más veces, y no soy tan estúpido como para perderme con un GPS.

Se perdieron. Por suerte la orientación y capacidad de deducción del mayor suplían con creces las del peliverde. En breve llegaron al aparcamiento que estaba cinco minutos a pie de la dirección otorgada.

–Qué buena tarde hace –comentó Mihawk al deshacerse del cinturón de seguridad. Vio que Zoro estaba abstraído en algún punto tras el cristal–. ¿Te ocurre algo?

–Estoy algo incómodo –recapacitó–. Tú y yo llevamos tiempos sin disgustarnos, es como si una alarma en mi cabeza me dijera "ya es hora". Y con esto nos metemos en la boca del lobo.

–También es posible que estemos bien y no nos haga falta discutir cada quince días por sistema.

–Supongo que tienes razón –cedió muy a regañadientes.

Salieron del coche y se encaminaron cuesta arriba, donde se suponía que les guiaba la dirección, y si acaso la memoria de Zoro.

–De todas formas, no estamos obligados a permanecer allí hasta el alba –dijo el joven–. Con ver el corto hemos cumplido. Podríamos volver temprano. Preparar la cena.

–No es un mal plan –le sonrió.

Jimbei les abrió la puerta y les recibió como un afable anfitrión. Dentro no estaban todos; la ausencia de Luffy era la que más evidente; pero si los suficientes para que el sitio se viera ocupado. Y eso que el salón era grande, el doble que el de Mihawk, además parecía más amplio gracias a la cocina sin paredes y las vistas al jardín.

–¡Zoro! –le saludó Ace desde la barra de bar que marcaba el límite de la cocina, iba acompañado de Marco, Kiku y Usopp–. Llegas en buen momento, hablábamos de las casualidades de la vida.

–Le acabo de confesar que conozco a Tama –dijo la alta joven.

–Y Marco y yo a Momo. Se lo pasan muy bien en el patio de la comunidad. Me recuerdan un poco a Luffy y a mi cuando teníamos su edad. Y su hermana la conozco de vista, es preciosa, muy de tú estilo –le dijo al peliverde–, tiene un aura así como del Japón feudal –se rió.

–Luffy y tú tenéis una manera de expresaros que cualquiera os entiende –opinó Usopp.

Zoro vio una sutil mueca en el rostro de Mihawk, y como el mayor se fijaba primero en Ace y luego en Kiku, luego en el fondo de la copa que se acababa de servir.

–¿Te pasa algo?

–Nada importante –dijo, pero cedió cuando percibió un inicio de inquietud por parte de su novio–. Es que me da la sensación de que sólo tienes parejas atractivas y me siento fuera de lugar.

Si se lo dijo tan natural fue porque creía que los demás seguían con el tema del aura japonesa feudal. En cuanto oyó como Usopp tosía su cubata en ahogos hasta la muerte vio que no. Los otros; Kiku, Ace y Zoro; le miraban con estupefacción. Marco soltó una carcajada.

¡Será verdad! Exclamó el peliverde en sus pensamientos. Se acordó cuando Shanks quiso enseñarle sus fotos de universitario, y de más joven, y cómo Mihawk se avergonzaba por eso. ¿¡De verdad se creía que él no era atractivo!?

El mayor apartó la mirada cohibido, y eso casi parte en dos al joven: porque por un lado se hacía MÁS atractivo y por otro le irritaba, le irritaba mucho.

–Eh, gente –aparecieron Nami y Vivi–. Mirad lo que Jimbei tenía por ahí.

Puso sobre la mesa dos engrosados álbumes. Abrió el primero.

–Son las fotos de cuando estuvimos de vacaciones en aquel pueblo –dijo la peliazul mientras toqueteaba inconsciente cierto colgante que se parecía a la pluma de un pavo real–. Parece como si hiciera décadas de aquello.

–Ver las cosas en fotos impresas da esa sensación –Marco giró el álbum hacia él–. Da hasta pena que ya no se revelen tantos carretes.

–Piensa en los árboles –apuntó el pecoso.

Marco le ofreció el álbum a Mihawk cuando vio que éste estiraba su cuello con curiosidad. No eran fotografías muy antiguas, quizás de hacía pocos años. Ninguno había cambiado demasiado excepto por los peinados. El narizotas no tenía perilla, la pelirroja llevaba la melena por encima de los hombros, Robin usaba flequillo. Y había casos como Luffy en los que no notaba diferencia alguna. Zoro también tenía el pelo más corto.

Deparó en las fotos de él. Se le veía serio, distraído, como ausente. Pero había algo más, lo hacía diferente al Zoro del presente. ¿Qué era? Marco pasó otra página. Esas eran, como le oyó a Nami, del día que fueron al lago. Todos estaban en bañador, el peliverde también. Ahí lo vio, tan evidente que casi se cae de espaldas.

Zoro estaba extremadamente delgado. Alzó la mirada. Nadie, nadie se fijaba, nadie lo comentaba. ¿Era él el único que lo veía? Fijó de nuevo sus ojos en la foto. "Su comida me pesaba", recordó la confesión del joven. El peliverde le había dicho que seguía comiendo para que su ex-pareja no se enterase, pero entonces... La palabra "bulimia" hacía eco en su cabeza. Se sintió mareado. Tenía entendido que la relación había durado un par de años, ¿cómo nadie se había dado cuenta? ¿Cómo el que había sido su pareja no se dio cuenta?

–¡Eh, ya estamos aquí! –llegó Luffy, seguido de Law y de otra pareja–. Perdonad el retraso, Torao se ha perdido con el coche.

–¡Porque me decías las indicaciones del GPS como te venía en gana! –se defendió.

–Pues casi que has tenido suerte –comentó otro joven, un tipo rubio, que había venido con ellos–. El aparcamiento estaba casi lleno, un poco más y no tenemos sitio libre.

–Sí, de hecho, me ha parecido que las dos últimas plazas las hemos ocupado nosotros –comentó la chica, que iba del brazo del rubio–. Si sólo llega haber una...

–Por ti, mi hermosa Pudding, hubiese defendido esa última plaza a patadas.

–¡Oh, Sanji! ¡Siempre consigues ruborizarme!

¿Sanji? Mihawk notó como sus pulmones se paraban en seco. ¿Ese era Sanji?

Desde que supo de su existencia, o supo su nombre, no lo había imaginado como una persona real. Un concepto, un mal augurio. Pero ahí estaba. De nuevo, sus ojos dorados fueron al álbum, la presencia del rubio se hizo real en él. En cada fotografía que estaba el peliverde, él la impregnaba.

 

Continuará...

Notas finales:

Dorar la píldora - suavizar una situación incómoda o una mala noticia


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