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Fuera del Abismo por CrawlingFiction

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Notas del fanfic:

Los personajes de VOLTRON LEGENDARY DEFENDER pertenecen a sus creadores y a DreamWorks.

Fuera del Abismo

 

El atardecer, siempre algo característico de él y sus recuerdos.

Un mismo atardecer tachonado de estrellas, uno en medio de un universo hasta hacía poco menos inmenso, se colmó de ellas por simple casualidad.

Sentado sobre el hocico de su león y con los dedos enredados en el pelaje de Kosmo, detallaba ese atardecer. Uno donde el tiempo agriamente le recordaba que no se trataba de aquel desierto con motocicletas a un lado, o ese eclipsar constante en lo más hondo del abismo.

Fuera del abismo, las cosas no resultaron tan diferentes.

Recordaba tan bien esas palabras que de sus labios escaparon al eclipse traerle consigo un recuerdo. Su labio había tiritado, sus ojos de amatista esquivaron esos tan semejantes a los suyos. Se concentró de repente más en la misión, más en el presente que transcurría lento y pesado en el fondo del abismo cuántico. Menos en esos eclipses, en aquellos atardeceres emulados que le hacían extrañar la tierra, el pasado y a él.

¿Un recuerdo del futuro?

>>—Krolia… —finalmente subió la mirada. Aquella mujer que dijo ser su madre le abrazaba como escudo a los eclipses, que como olas azotaban sus recuerdos y más allá de aquello. Ni el casco ni la repentina oscuridad por las constelaciones alejándose cada vez más no bastaron para camuflar sus ojos centellando húmedos— ¿Las visiones del futuro pueden cambiarse? —sin quererlo, se le salió una vacua súplica.

Los ojos de ella suavizaron su expresión, atreviendo por primera vez en rozar su casco en el deseo de sentir su cabello.

Krolia le soltó, permitiéndole a Keith ocultarse nuevamente en su cascarón. El chico agachó la cabeza y controló el tiritar de sus manos y sus ojos, ahora opacos.

—Por algo es el futuro, ¿no?  —respondió con comedida indiferencia, mirando al firmamento y ese punto de luz todavía tan lejano— Realmente… —confesó— No lo sé. Podría ser catastrófico.

—¿Más? —la ironía dolorosa se atribuyó entre sus labios. Krolia le miró preocupada. Keith negó con la cabeza y se adelantó a la cueva— Olvídalo.

Krolia mantuvo los ojos a su espalda. Ella también lo había visto, y aunque la razón gritase que ese chico todavía le miraba como una desconocida, lo entendió.

La boda de un hombre de cabellos blancos como la nieve y sonrisa apabullante con alguien que no fue su hijo. >>

Al salir del abismo y regresar al Castillo de los Leones no se permitió mirarle más. La misión era más importante, capturar a Lotor, salvar el universo, todo ello lo fue. Salvar a Shiro inclusive, pero a la vez que clamó porque volviera, se alejó por el bien de esa premonición. A fin de cuentas, siempre había dado todo por él, ¿qué daba una última salvación? ¿una salvación de sí mismo y esas ganas aplastantes de mandar al carajo esa felicidad por su propio egoísmo?

Por primera vez, Keith, quién había jurado salvarlo todas las veces que fueran necesarias, se sintió su enemigo. Uno más de esos villanos y criaturas monstruosas de las que lo rescató.

Dio un paso atrás, y en esa acción ridículamente sencilla y abrumadoramente dolorosa creyó salvarle la vida a quién más amó.

Lo salvó de sí mismo.

El trayecto a la tierra, la guerra inminente contra Honerva, el paladín que se hizo capitán y la mano derecha que se hizo líder contribuyeron a esa lejanía que, en apariencia, sólo el parecía cargar con amargura. Al reconocer a ese hombre en el puente del Atlas supo que no había sido un juego del abismo cuántico.

No fue un arranque de locura, no fue un arrebato de añoranza y temor.

Era real, Curtis, aquel hombre, sí era real.

Notó también como le miraba a escondidas, sus ojos claros centellaban y una pequeña sonrisa iluminaba su rostro moreno. Y Shiro aún ni se daba cuenta de ello.

Keith sonrió también.

El capitán Shirogane siempre fue un despistado.

Así debía ser.

Y ahora, de frente a ese atardecer tan semejante al atesorado tantos años atrás como para importar contarlos, sonrió como si ese fuera su único premio.

—Hiciste lo correcto —murmuró para sí mismo, mirando a Kosmo dormitar gracias a sus caricias. Mantuvo la pequeña sonrisa con esfuerzo, la amatista de sus irises era piedra caliza, el maldito labio se atrevió a temblar hasta su colmillo someterlo, sus cejas pobladas se arquearon y fruncieron por el aliento, de repente, errático.

Su voz gentil y el destello de sus ojos sin mirar a nadie en particular zozobraron sus fuerzas:

Descansen y estén con quienes aman.

Y él obedeció la orden de su superior. Aquel niñito rebelde del pasado y el hombre con tantas responsabilidades como para permitirse amar, lo hicieron por igual.

El atardecer como el de ese pasado hogareño, el león que se hizo más un talismán para ser fuerte que una burda arma de combate y el tornasol que se rehusaba a morir.

Estaba allí, con la persona que amaba, sin él realmente estar ahí.

Su lobo se sobresaltó como si le hubiera escuchado y ahí Keith se dio cuenta de su patética estampa.

De las patéticas lágrimas estrelladas sobre el metal.

Kosmo se acomodó a su regazo con las orejas gachas y removiendo apenas su lanuda cola. Keith sonrió y negó con la cabeza, reanudando las caricias a su cabeza.

—Estaré bien, amigo —le prometió. Con la otra mano emborronó el par de lágrimas atrevidas, que surcaban con agria ironía el trazado violáceo de su mejilla.

Te amo.

Y con los ojos tachonados en cúmulos de estrellas purpureas, volvió a repetirlo.

Unos pasos a sus espaldas hicieron a Kosmo alzar las orejas y a él su pulso desplomar. Ese andar de cautela y ambivalente confianza innata, ese perfume apenas manifiesto por el viento, le estremeció. Se sintió un niño de nuevo. Un niño enojado tanto con el mundo como consigo mismo, ese niño por el cual nadie miró atrás, aquel niño que una mano, una única mano y unos ojos sonrientes como medias lunas se multiplicaron por una más y otra más y otra más. El niño se hizo líder, pero hasta el más sabio de ellos necesita una mano que nunca atreva a soltarle otra vez.

—¿Keith? —esa voz hizo más certero el limbo entre el sueño más anhelado y la pesadilla más temida— Oh, ahí estás —le sintió sonreír con ese tono gentil de siempre— Sabía que te encontraría aquí.

Kosmo con la discreción admirable de diplomático se levantó de su regazo y se echó a un lado, desviando la atención a otra parte y cerrando los ojos.

Keith finalmente se giró, sin evitar sonreír a sus ojos conectar con esos infinitamente cálidos. El espacio es tan frío, la tierra cada cierto tiempo también. Sólo esos ojos brillantes prevalecían desde el primer día.

El atardecer aletargado que se plasmaba a su perfil le azotó el recuerdo del abismo cuántico, otra vez.

La boda, Coran parloteándole sobre las antiguas tradiciones nupciales alteanas, Hunk y Pidge aplaudiendo, Lance mirándole de reojo, con el atrevimiento de entender un ápice de lo que estaba sintiendo. Keith había rehuido de esos ojos, para después parpadear ofuscado al mirar alrededor de esa pesadilla.

¿Y Allura?

Su desconcierto se derrumbó cuando los gritos, silbidos y aplausos estrellaron repentinos.

Esa soledad sin oportunidad de redención lógica.

Las sonrisas, esos labios juntos.

Su respiración se detuvo.

Tantos años al filo de la muerte y con el sudor corriendo por las sienes para que un beso y una distancia infinita le acabara destrozando.

Tantos aplaudían, unos cuántos lloraban de júbilo.

¿Y él?

El padrino de ojos opacos y sonrisas tan mínimas.

—Shiro —su sonrisa se fraccionó y volvió cortesía— Sólo miro el atardecer. No sé cuándo pueda volver a la Tierra —se limitó a excusar, regresando su atención al sol que daba de lleno a su rostro, iluminando esos ojos de frecuente amatista grisáceo.

—Te traje esto —le escuchó decir. Kosmo alzó las orejitas y movió la espesa cola de un lado a otro, obligándole a subir la mirada.

—¿Las galletas de Hunk? —vaciló al reconocer vagamente las galletas lilas con vainilla a sus narices.

—Me dio un poco —el atardecer a las mejillas maquilló su rubor— Pruébalas. Si hicieron a los alteanos de la Colonia animar, a ti igual —convidó sonriente, sentándose a su lado.

—¿Me van a interrogar sobre los planes de Honerva también? —preguntó con una galleta entre los labios. La risita de Shiro le amainó la tristeza un instante— Lo lamento, pero sólo soy medianamente alienígena y no de su tipo —ironizó, masticando sin dejar de mirar al horizonte.

—Eso no lo pongo en duda, eres idéntico a tu madre —aseguró Shiro con el codo a su rodilla, mirando también ese punto inalcanzable tras el sol— Sobre todo en los ojos —murmuró. Keith asintió quedo, detallando el color de las galletas— Oye, Keith, recuerdas cuál fue mi orden, ¿no?

Keith alzó la ceja y asintió de nuevo.

—Estar con quienes amas —sin desearlo, su voz se escuchó tan hueca— Este día es, casi, como el último de nuestras vidas —añadió para sí.

—¿Por qué no estás con ella? —la voz gentil de Shiro le obligó a mirarle otra vez.

Cuánto hubiera deseado no hacerlo.

El atardecer jugaba al tornasol sobre sus hebras, tan blancas como la nada misma. Lienzo impoluto para el sol.

—Quería despedirme del atardecer primero —sonrió melancólico, regresando sus ojos al cielo ya fundiéndose bermellón.

—¿Lo amas? —su voz se escuchó juguetona, como esos años tan lejanos como esos con el cabello al viento y las manos a los manillares a toda velocidad por el desierto. Ahí la vida corría más despacio.

—Más de lo que imaginé —confesó más en serio de lo que quiso; sólo sus impulsos hablaban a favor— En el espacio lo extraño, ¿tú no?

A él.

—Siempre quise estar con las estrellas —respondió Shiro con su confianza de siempre.

Keith le miró. Era de esperarse del hombre más valiente y optimista que había conocido. Su vida prometía más que una rutina convencional con los pies en la tierra. Era el futuro de esta guerra todavía sin terminar.

—No subestimes la belleza de este planeta tan normal —pidió. La luz se hizo de sus ojos, centellando un ápice más vivaz, más violeta.

Shiro le miró por un largo instante y asintió, porque un líder nunca deja de necesitar a su mano derecha. Su vocecita de razón, su mano para levantarse y su grito para sobrevivir.

—¿Están buenas? —ensanchó la sonrisa, sin hacer caso al viento que jugaba con su cabello mimetizado con el óleo del cielo.

—Sí —tomó otra galleta y se la acercó al lobo que la olisqueó impaciente. Soltó una risita y se la dio— Kosmo, ¿te gustan a ti también? —sonrió al verlo masticar con ganas y subiendo la mirada en rápido reclamo a por más.

—Espero sean aptas para lobos cósmicos. Debí haberle preguntado a Hunk —rio Shiro ahora, acercándole otra más.

—En el abismo cuántico vi algo parecido a esto, pero no fue tan agradable —murmuró, dándole permiso a Kosmo para dejarse consentir por Shiro.

—Y, ¿qué viste? —quiso saber.

—Los recuerdos de mi madre, como se conocieron, por qué se fue… —susurró con otra galleta entre los dedos, tentando sus labios murmurantes— También a ti, aquella vez.

—Aquella vez… —sus ojos ensombrecieron al recuerdo borroso hacerse evidente.

El filo de las espadas ser tan inminente.

Las centellas moradas y blancas no ser confortantes aquella ocasión.

Esos ojos irreconocibles.

La voz hecha añicos y el dolor marcarse de por vida en su mejilla.

Esa súplica que le trajo de regreso:

Te amo.

Keith se llevó la galleta a la boca y encogió de hombros.

El desdén propio de un corazón roto, pero el alma todavía bondadosa.

—También montando motocicleta en el desierto —pretendió sacudir esos ánimos con momentos mejores— Era genial. No había tantas responsabilidades encima, ¿sabes? Tu sólo seguir siendo perfecto y yo menos problemático —rio entre dientes, mirando de soslayo a Kosmo dormitar con la cabeza sobre el regazo de Shiro.

—Keith… El año que no estuve aquí, ¿qué pasó? —atrevió a preguntar cuando la guerra y responsabilidades lo permitieron. Muchos años después, de todas formas.

Keith desvió los párpados hacia abajo y sonrió apenas.

Se reconoció a si mismo dentro su cabeza. Abrazado a sus rodillas, tiritando por el frío del desierto y el llanto desconsolado. Reconoció cada lágrima mirando al firmamento tan imposible para alguien como él. Reconoció el bullicio cuando partió del Garrison por ser indigno de ellos. Reconoció las latas vacías por el suelo de su casucha. Reconoció el tablero con mapas que eran argumentos, y notitas garabateadas entre hipidos que fueron desahogos solitarios.

Se reconoció sobreponiéndose contra el dolor, contra la añoranza, contra el temor. Luchó un año entero por sólo volver a ver esa sonrisa frente a él una vez más.

Ahí se reconoció, en una soledad abismal como el desierto sin estrellas, que siempre lo había amado.

Pero no, nada había pasado. El abismo cuántico lo pregonó con rotundidad.

Si el destino lo quería así, ninguna de esas lágrimas y puñetazos a la pared pasaron.

—Ah, ¿Iverson ya te contó? —se esforzó por ser casual, un poco arrogante— Ya me disculpé, Shiro —se abrazó a sus rodillas al pecho por el instinto irrefrenable de contener el pulso errático— Ya hasta somos amigos, a Kosmo le agrada —rio.

Shiro no cayó fácil ante su falso teatro. Odiaba ser tan transparente con él.

—No debiste haber hecho eso —sermoneó.

Keith frunció el ceño y apretó la galleta hasta hacerse migajas en su puño.

No, no debió irrumpir y robar información confidencial de la oficina de Sanda.

No, no debió lanzarle un puñetazo a un superior.

No, no debió romper en llanto y a gritos con Adam arrastrándole lejos del rostro ensangrentado de Iverson.

No, no debió deshacer todo el esfuerzo de Shiro en hacerle mejor persona que esto.

Pero.

—No tenía opción —replicó con frialdad. Era tan fácil decirlo, tan fácil sermonear.

—No era la mejor manera… —suavizó Shiro, tanteando su mano a palmos de distancia por sobre el metal. En su voz gentil de siempre, reconoció dolor. Shiro nunca dudó de él, ni de sus decisiones ni convicciones. Pero le dolió saberlo, imaginarlo.

Pero su imaginación quedaría corta para todo lo que Keith le había entregado desde entonces.

Keith apartó la mano, volviéndose a abrazar a sus rodillas y con la mirada clavada al atardecer más violáceo.

—Mis maneras nunca han sido las mejores, pero han sido las correctas —sonrió al horizonte, a esa nada a la que luchaba todos los días por acostumbrarse. A esa nada estaba destinado, de ella se debía enamorar— Gracias a eso estás aquí ahora y encontramos el León Azul y… formamos parte de esta locura —rio, con sus cabellos danzando a la gracia del viento. Ladeó el rostro para mirarle apenas. La brisa a medio rostro, la luz centellando sobre esos ojos profundos como océanos fuera de este mundo y la sonrisa más hermosa y desolada, como si ambas cosas pudieran ser sinónimas— Estás aquí… y eso fue lo único que me importó en ese momento.

—Gracias por salvarme, Keith —susurró.

—Nos salvamos el uno al otro —minimizó con una modestia que se encajaba entre las costillas.

Me salvaste tú, Shiro. Mira en lo que me he convertido.

En un farsante, uno menos problemático.

Shiro se mantuvo en silencio un instante que pareció un quintante.

Sus mejillas entintaron y sus labios vacilaron, pese a sus ojos de media luna verse tan determinados.

—Y… —dudó una última vez, pero esa sonrisa asomó— Y yo también te amo.

Los ojos taciturnos de Keith expandieron de sorpresa y el sobresalto le hizo pisar la cola de Kosmo de un manotazo. El lobo chilló, haciéndole levantar de otro salto torpe.

—¡Oh, Kosmo! Espera, ¿¡Qué!? —se agachó a revisarlo, pero el animal le miró con enojo y despareció de un destello cósmico— ¿Eh? ¡Kosmo! ¡Ven, no seas orgulloso! —bufó, para darse cuenta de sus manos temblorosas y el ridículo ardor a sus mejillas— ¿E-Estás poseído por magia negra alteana de nuevo? —soltó nervioso, retrocediendo con los talones.

Pese las mejillas en rosa, disfrutó de ver a Keith volverse un desastre.

—No lo olvidé, ¿creías que sí? —preguntó con calma. Burlándose en silencio de sus expresiones graciosas.

—No sé de qué hablas —se levantó con torpeza, manteniendo la compostura y planeando una huida disimuladamente casual para el sudor helado de sus palmas y el corazón arrebatado. Shiro entre risitas trató de alcanzar su mano.

—Keith, por favor —rio— ¡Tenemos que hablar!

—¡No hay nada que hablar! —se giró, jaloneando su mano en ese arrebato infantil.

Un destello azul y un empujón fue la estocada final.

Keith tropezó hacia adelante, siendo acogido entre los brazos del mayor. La conmoción fue tanta como para mantenerse así, ese largo minuto, mirándole. Shiro sonrió; el súbito cambio de sus ojos le hacía feliz. Ya no eran piedra caliza, sino los ónices más bonitos y confusos que había visto en sus años más allá del universo conocido.

De otro destello, Kosmo desapareció con la cajita de galletas en el hocico.

—Creo que Kosmo sí lo sabe… —murmuró apenas. Keith parpadeaba sin poder creérselo, sin poder creer que ese latir tan fuerte fuera el suyo, que esa mano a su espalda y la otra tanteando su mentón eran reales.

Su expresión cambió, frunciendo el ceño.

—S-Si no quieres que te corte el brazo otra vez, s-suéltame —gruñó pésimamente.

Shiro encogió de hombros.

—Le digo a Sam y Allura que me construyan otro.

Keith frunció aún más el ceño, haciéndole reír. Sin esperarlo, le abrazó. Keith entrecerró los ojos, luchando contra esos instintos de rodear su cuerpo y clavar los dedos a su ropa, para que más nunca se le volviera a ir.

No podía hacerle esto a Shiro, a su destino.

—Keith, tú también me hiciste falta cuando lo de Kerberos… —confesó en un susurro tenue. Keith se mantenía rígido entre sus brazos. En el dilema de siempre: ser ese chiquillo impulsivo que peleaba y amaba con fervor, o el líder racional que la coalición clamaba— Cuando fui Campeón, cuando desaparecí… todas esas veces, te necesité. Cuando estuve en la Tierra y era un tonto con sed de grandeza no me había dado cuenta de que… —las yemas de Shiro se marcaban en su ropa, haciendo más verídicas sus palabras. Más verídico su dolor al decirlas— No quiero tener que echarte de menos de nuevo… —confesó.

Keith lagrimeó y sus manos lentamente se amoldaron a esa amplia espalda que había sido su refugio tantas veces atrás.

Pero, si cerraba los ojos, lo veía a él, feliz con ese sujeto. Feliz con alguien que no era él.

¿Y si arriesgaba su felicidad, la coalición y al mismo universo por sus impulsos?

No habría sido la primera vez, y ya la vida no le permitía esos arrebatos.

Sentir de esa manera, amar de esa manera a su mayor debilidad.

—Shiro…

 —Será difícil porque no somos personas ordinarias, pero… —reconoció, sintiéndole sonreír tan cerca de su oreja que se creyó en casa— Esto que siento tampoco lo es.

Keith negó con la poca entereza que le quedaba y le soltó.

—S-Shiro, no creo que… —su voz era la sombra a esa seguridad de líder que con esfuerzo había labrado— Que… —sus cejas se curvaron hacia abajo y sus ojos se hicieron vitrales— Quiero que seas feliz —sonrió apenado.

—¿Y con quién lo sería si no es contigo? —sus ojos sonrientes brillaban pese a estar de espaldas de un atardecer a instantes de morir. El sol a orillas del horizonte se despedía— Contigo estaría feliz y… vivo —admitió.

Keith rio. El lado idiota de Shirogane siempre relucía en el momento más inoportuno.

—Tienes razón —no pudo negarlo. Las manos de Shiro acunaron sus mejillas y esos ojos rasgados prevalecieron por sobre el atardecer— Yo soy quien siempre te salva el trasero… —suspiró con una resignación que le hizo sonreír.

Sus manos sobre las muñecas de Shiro quisieron apartarlo, pero ya su mismo cuerpo no reaccionaba. Sólo su mente seguía en protesta.

Iba a destruir ese futuro en apariencia tan maravilloso.

La distancia era mínima, como el último instante de luz. El sol a tan poco de desplomarse sobre las montañas fue un deja vu amargo. Fue como regresar a aquel abismo fantasioso, a aquellos eclipses y destellos que auguraron tantos pesares.

—Y quiero que lo sigas haciendo —susurró.

Y en un brillo como esos, como estar a segundos de otra providencia del destino, Shiro inclinó a sus labios.

Era un pésimo líder.

Pero, Takashi Shirogane siempre había sido su debilidad.

Al carajo las obligaciones, al carajo el futuro. Cada atardecer había sido su propio augurio.

Esto, esto que sentía, no podía ser un error.

Cerró los ojos y al último eclipse de ese abismo cuántico más humano, le besó.

  ••••••

El bullicio y el perfume espeso de las junberries le hizo arrugar la nariz. Las voces distorsionadas se hicieron más nítidas.

Keith abrió los ojos con un exhalo sobresaltado.

Los rostros dudosos de Romelle y Krolia estaban a centímetros del suyo. Intentó retroceder de un salto, parpadeando ofuscado.

—¿Q-Qué demonios…? —murmuró.

El dedo de Romelle picó su cicatriz, manteniendo ese gesto pensativo.

—Te digo que mejor le cubras la cicatriz con maquillaje —insistió, enseñándole esa extraña paleta de maquillaje alteana a Krolia, que negaba con fastidio— Es su día especial, ¿no tiene que lucir perfecto? —Romelle miró alrededor, buscando alguna aliada. Keith hizo lo mismo, reconociendo una amplia habitación con sillas, espejos y un vestidor. Zethrid y Ezor miraban a cualquier parte con aburrimiento, mientras Acxa muda de vergüenza se dejaba acomodar el vestido por una parlanchina Verónica. Allura sentada y con un bebé en brazos les miraba enternecida. Por su parte, Kosmo dormitaba panza arriba, ignorando el revuelo de maquillaje y perfume aquí y allá.

Keith dio un respingo al ver a Allura y a ese mini Lance en su regazo, parpadeó una y otra vez para despertar.

Un sueño, era un sueño o estaba muerto.

—Ni hablar, Romelle —rechazó Krolia, haciéndola a un lado para seguirle arreglando por su cuenta— Así tal cual está perfecto —le sonrió— Bueno, no, el cabello —se lamió los dedos y con ellos comenzó a acomodarle el pelo.

—¡Mamá! —pataleó apartando sus manos— ¡¿Por qué me babeas!?

La puerta se abrió de una patada, haciendo a Verónica y Romelle gritar.

—¡En Altea se solía cubrir a los novios con grasa de weblum para la prosperidad! —intervino Coran, que había estado espiando atrás— ¡Aquí conseguí con poco con Hunk! —alzó en alto el frasco chorreante que goteó hasta el piso.

—¡Coran! —gritaron las chicas al unísono.

—No puedes estar aquí, Coran —regañó Allura— ¡Ayuda a Bi bo bi! —Romelle corrió y cerró la puerta antes de que insistiera.

Parecía no ser su primera irrupción del día.

Keith iba a abrir la boca, pero un tirón al cabello le hizo callar.

—Mejor hazle una trenza, Krolia —aconsejó Verónica sin dejar de sonreír.

—No, una coleta —intervino Allura pensativa.

—No, se va a despeinar muy fácil, ¡y hay que bailar! —replicó Romelle dando vueltas, el baile se había vuelto una de sus cosas favoritas de la Tierra.

—Es Keith, siempre está despeinado —encogió de hombros Krolia, usando sus dedos para recogerle el cabello en una cola con mechones deshechos por su frente y sienes.

La puerta se volvió a abrir, entrando Pidge con cara de aburrimiento y una consola portátil en las manos.

Keith casi desencaja la mandíbula al reconocer a Pidge.

—¿Qué es todo esto? —arrugó la nariz, se dejó caer sobre una silla y con las piernas abiertas a pesar de tener vestido, se puso a jugar. Ver tantas chicas reunidas maquillándose y peinándose le ponía de los nervios— Llevan horas aquí.

¿Boda?

—Dímelo a mí —murmuró Ezor con un suspiro— Todas las bodas a las que había ido al menos tenían combates a muerte…

—¿Pidge? ¿Y e-se vestido? —balbuceó Keith. Aunque no era mucho su estilo, el verde esmeralda y no usar las gafas de Matt la hacían ver una persona completamente diferente. Con cualquier cosa se veía bien, lo aseguró.

—¡Ni lo preguntes! Mamá me hizo usarlo para tomarnos una foto como antes de la misión Kerberos, sólo por eso me lo puse —refunfuñó de brazos cruzados.

—Al menos es verde —sonrió, haciéndola animar— Te ves preciosa en el…

Pidge le miró con cariño y ensanchó la sonrisa, más confiada.

—Pidge, ¿no ibas a ayudar a Shiro a arreglarse con los chicos? —preguntó Allura, dejando que el bebé jugara con su largo cabello blanco.

—Se volvió a poner a llorar y me aburrí —entornó los ojos, regresando su atención al videojuego— Pero está bien, los chicos están con él.

Keith parpadeó aún más confuso. Sus ojos buscaron los de su madre, que se limitó a sonreírle mientras terminaba de peinarlo.

—¡Ha de estar súper nervioso! —burló Romelle con emoción.

La puerta volvió a abrir.

—¡Bi bo bi ya acomodó a la orquesta de yelmores! —anunció Coran a gritos— ¡En diez ticks empezamos!

Keith miró nuevamente alrededor. El ambiente era extrañamente acogedor, el escándalo, el parlotear, el perfume espeso y los cepillos por todas partes se sintieron como parte de una fantasía más grande.

—Listo, ya está —Krolia ajustó por última vez su corbata negra y se apartó. Las chicas aplaudieron sonrientes. No obstante, Allura se mantenía ceñuda, detallando su traje blanco.

—Le falta algo, ¿qué dicen? —murmuró.

—¡Un velo! —saltó Romelle, buscando con la mirada unas tijeras para cortar las cortinas.

—No, ya sé qué —sonrió Allura, levantándose y acercándose a él— Tenme al pequeño Alfor —sonrió. Keith abrió sus ojos de impresión, sintiendo más real el sueño al tener al bebé en brazos. Dudoso acercó el dedo a su nariz, siendo atrapado por la manita del niño. Sus ojos se fijaron en aquellos grandes y de precioso azul con violeta. El bebé sonrió, reconociéndole de inmediato. Los labios de Keith tiritaron antes de hacerse una enorme sonrisa— Cuídala bien, todavía son delicadas —posó la mano a su hombro y sonrió. Keith bajó la mirada, sonriendo al ver una flor de junberry decorando la solapa de su traje.

Su traje de bodas.

—Allura… —Keith rodeó con un brazo su espalda, abrazándola a ojos cerrados.

Ahora lo entendía, y no podía sentirse más afortunado. Este sueño era real, dejó de ser fantasía para hacerse destino y luego realidad.

Estaban a salvo.

La puerta abrió nuevamente, asomando la cabeza de Lance.

—¿Allura? —llamó, sonriendo de inmediato al encontrarla. Sus ojos brillaban de una manera que el abismo cuántico no había pronosticado antes. En este futuro las cosas eran diferentes. Más felices— Deja, yo me encargo de este grandulón —Lance tomó al bebé de entre los brazos de Keith— ¿Ya están listos? Shiro ya está esperándote, greñudo —le guiñó el ojo con esa malicia divertida de siempre— No sé cómo harán, pero Alfor quiere más primos con quienes jugar… ¿Sabes a qué me refiero? —Keith arrugó la nariz y negó aterrorizado, haciendo a Allura reír.

—¡Bi bo bi, bi! —llamó Bi bo bi asomando de la puerta.

—Vamos, ¡los padrinos van primero! —se apresuró a la salida con Allura de la mano.

—¡Hey! ¡yo también soy madrina! —gritó Pidge, bajándose de la silla para perseguirlos con Kosmo.

—¡Y Hunk! —escuchó la voz de Hunk por el pasillo.

—¡Perfecto! ¡La ceremonia va a empezar! —aplaudió Romelle, saliendo en tropel con Axca, Verónica, Ezor y Zethrid.

Keith y Krolia a solas en la habitación se miraron por un largo instante. Se abalanzó a sus brazos, abrazándola con fuerza. Su madre le soltó, acunando sus mejillas con las manos.

—¿Emocionado? —preguntó, mirándole a ojos brillantes de orgullo y amor— Ojalá estuviera tu padre para ver el hombre en el que te has convertido… —sus ojos centellaron de momentáneas lágrimas, para ensanchar la sonrisa como nunca antes la había visto— Hiciste lo correcto, Keith. El destino siempre se puede cambiar si luchas por el —le soltó y ofreció el brazo para que lo enlazara con el suyo— ¿Vamos? —sonrió.

—Sí, mamá —se aferró a su brazo y paso a paso se acercó a la puerta. Se acercó a su destino, desde hacía tanto atrás grabado en las estrellas.

Augurado en cada atardecer.


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