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One of Those Nights por CrawlingFiction

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One of Those Nights

 

Abrió las ventanillas de su camarote, dejando pasar el aire fresco de la noche. Suspiró y tomó una botella de agua del viejo mini bar y dio un sorbo. Se colgó la pequeña toalla al cuello, enjugándose el sudor de la frente.

—Sólo ciento veinte, ¿eh? Estoy oxidado —murmuró con una sonrisa en medio de su monólogo.

De pie frente a la ventana dejaba el aire refrescarle el cuerpo y la vista. La noche estaba bien sembrada sobre el Garrison, y las estrellas y constelaciones eran manto para arrullarse al desierto.

Recogió su camiseta del suelo y la tiró en un cesto. Cuando sus pies se pretendían dirigir a la pequeña ducha de su habitación, la puerta sonó apenas.

Instintivo miró al reloj puesto sobre su escritorio.

Eran las doce pasadas.

La puerta volvió a sonar, más vacilante, e igual de insistente.

Eso sólo podía significar una cosa.

—¿Keith? —sus ojos se expandieron, al ver al chico cabizbajo con un cuaderno al pecho—Keith, ¿qué haces aquí? Que p-

Irrumpió en la habitación, arrastrando la silla del escritorio y abriendo el cuaderno sobre él.

—Hey, no entiendo esto, ¿me puedes ayudar? —preguntó, sin mirarle.

Apretaba el lápiz dentro su puño infantil.

—S-Seguro… —vaciló.

—¿Dormías? —preguntó, garabateando los ejercicios de física de su cuaderno.

Ejercicios que había borrado para tener pretextos de aparecer ahí.

—Hacía ejercicio —preguntó, sentándose a la orilla de la cama— ¿Dónde estabas? —reclamó a son de broma— Me hiciste falta, me daba pereza ir al salón de entrenamiento y estas pesas son de principiante.

Keith miró a las pesas a un lado de la habitación.

Remordió sus labios.

>>—C-Ciento n-noventa y nueve… —contaba, sosteniéndose de sus hombros para no caer. La risita hacía tambalear su voz y para ello, no había asideras— ¡Doscientos! —gritó triunfal con ese pocky de chocolate entre los labios.

Los antebrazos de Shiro flaquearon, chocando el pecho al suelo.

—¡Ya, ya! —pidió con una risita agotada— ¡Párate, que me va a dar una hernia!

Keith soltó una carcajada y se bajó de su espalda.

—¡Pero si no peso nada! —excusó

—Tras esos pockies parece que sí… —quejó agotado, sin embargo, la sonrisita no se le iba por nada.

Sonrió y gateó hacia él, extendiéndole un pocky de la caja que sostenía. El mayor se incorporó de codos y enarcó la ceja.

—Es el premio —felicitó sin dejar de reír con el palito de dulce entre los labios.

Se sentó en el suelo y tomó de sus mejillas, cortando la brecha entre sus rostros al morder el palito a la mitad.

—¡Shiro! —gritó, apartándolo de un empujón y cubriéndose el rostro hirviendo al color de la misma caja de dulces— ¡Eso iba a tener mis babas!

—¡Así se comen en Japón, lo juro! —carcajeó con el pocky roto en la mano, divirtiéndose a costa del bochorno enternecedor del chico.

—¡Pues, qué horrible Japón! —quejó con fingido enojo, simulando así la sonrisa y el color a las mejillas— Toma —le dejó la caja, alzando el mentón con orgullo— Ya no quiero, me dañaste el postre.

—¿En serio? —formó un puchero y hurgó la cajita, llevándose otro a la boca— Son los de chocolate original… ¿No son esos tus favoritos?

Los ojos rasgados de cachorrito de Shiro le hicieron dudar en su juego de chico enojado.

Ese calorcito al estómago también.

—Todos los que he probado son mis favoritos —admitió con una sonrisita.

Probarlos con él.

Estar con él.

—¿Sí? —le regresó la cajita que instintivo Keith abrazó, sonriendo al ver ese recuadro blanco reservado para dedicatorias y que nunca usaban, porque, a fin de cuentas, los compartían juntos— Haré pedido doble entonces —le sonrió.

Keith remordió sus labios para contener esa emoción adentro.

Frunció el ceño y mantuvo la naricilla altiva, provocándole una risita de más a su mejor amigo.

—Más te vale, que no me tendrás sentado sobre tu espalda de gratis.>>

Keith parpadeó y regresó a ese presente más tangible.

Esa mano a su hombro también tuvo que ver.

—Estaba estudiando —mintió, volviéndose a escribir.

—Ya veo… —le soltó, no muy convencido. Le dio la espalda y se puso una camiseta limpia, para después recargar la mano de la silla, mirando que hacía— ¿De qué es tu tarea? —preguntó, despeinando su cabello como de costumbre.

Tragó grueso, queriendo desaparecer ese nudo en la garganta.

¿Así se sentía?

¿Desde cuándo no le despeinaba el cabello así?

Desde hoy, años atrás.

Apretó el lápiz, rompiendo la punta contra la hoja.

Sus ojos se llenaron de lágrimas, y las tragó.

Las intentó contener.

—¿Keith…? —susurró con preocupación— ¿Sucede algo?

Agachó la cabeza y negó.

Rápidamente pasó las hojas a cualquier lección y deslizó el cuaderno.

—No entiendo esto.

Shiro tomó el cuaderno y leyó.

—Oh, astrofísica básica —comentó con una pequeña sonrisa— Déjame ir por la calculadora —le devolvió el cuaderno y buscó colgado tras el pequeño closet su bolso.

La habitación de Shiro no era como la de un cadete común, bueno, a fin de cuentas, estaba graduado y daba clases de cuando en cuando. Su habitación era de los lugares favoritos de Keith.

Un refugio cálido para dos.

Al hurgar el bolso vio una bolsa escondida entre las sábanas limpias.

Sonrió.

—Keith —llamó, posando ese paquetito junto la calculadora al escritorio— Olvidé decirte. Pedí permiso y los pude retirar hoy en el correo —una palmadita al hombro le motivó a tomar el paquete— Vamos, ábrelo.

Rasgó el papel amarillo y sellado, revelando su contenido.

Varias cajas de pockies de chocolate, sus favoritos, esos de la cajita roja, para él.

—Gracias… —murmuró, deslizando los dedos por esas letras angulosas y bonitas.

Shiro frunció el ceño, extrañado por esa tibia recepción.

—¿Keith? —se acuclilló a su lado y tomó de sus manos con las cajas— ¿Qué sucede? ¿Qué pasó? —insistió con seriedad. Palideció al descubrir esos ojos azul acero centellar a triste violeta por las lágrimas— ¿Alguien te hizo algo? Me estás preoc-

Le soltó con cautela y cabizbajo, señaló el calendario de papel frente a ellos.

—Es hoy… —dijo en un hilo de voz.

—¿Q-Qué? —turnó sus ojos dudosos a ese niño huidizo y a la fecha de hoy. Al percatarse, sintió un vacío inmenso embargarle— Oh… Keith… Cuánto lo siento…

El chico apretó los puños y negó con la cabeza.

Hoy era un año más.

Desde que murió papá.

—Estoy bien, sólo necesito distraerme —le sonrió, domando las gotas perla pendiendo de sus pestañas negras—No sé por qué me afecta tanto —rio, encogiendo de hombros— Ya pasó.

Negó y rodeó su cuerpo en un abrazo. Keith tensó a esos brazos envolverle con suma cautela y a su calor hacer florecer esas malditas lágrimas de nuevo.

—Está bien extrañar a quienes amamos, Keith —murmuró, frotando su espalda con las manos y queriendo sacudirle así los pesares— Está bien llorar…

—Los hombres no lloran… —apenas respondió, con los nudillos blanqueados y los labios trémulos.

Le soltó, tomando de sus hombros.

—¿Quién te dijo eso? —preguntó con el ceño fruncido.

—Yo.

—Dile a Yo que está equivocado —le sonrió un poco— Está bien llorar, yo lo hago —confesó.

—¿Sí? —parpadeó sorprendido.

—Más de lo que creería cualquiera —admitió con una risita abochornada— Cuando veo películas de perritos, sobre todo —bromeó.

—Eres un tonto —sonrió, derramando lágrimas sin quererlo.

—No te sientas culpable —pidió, frotando sus hombros con los pulgares— Vamos, suéltalo.

Negó y rehuyó a esos ojos rasgados y amables.

—Me estás mirando…

Shiro se sentó en la cama y jaló de la silla de rueditas con los pies. Cuando las patas toparon con el armazón de metal, esos brazos le envolvieron.

—Así no te veo —su mano enredada entre sus cabellos le acunaron la carita en medio de su pecho cálido.

Los pequeños puños rodearon su espalda, aferrándose a la tela de su camisa.

Un sollozo les hizo estremecer a los dos.

—L-Lo… Lo extraño… —confesó por fin.

Le estrechó con fuerza y apoyó la mejilla a la cima de sus cabellos.

—Lo sé…

Apretó los párpados y en medio de ese arrullo, lloró como años no se había permitido hacer. Las lágrimas vueltas riachuelo le empaparon la ropa, sus puños la arrugaron, pero la firmeza del abrazo no mermó.

Lloró sin poder ya controlarlo, mascullando cuánto lo extrañaba, cuánto lo necesitaba, cuánto quería contarle de cómo su vida iba a mejor, de que por fin lo enorgullecería y pronto, tal vez y con esfuerzo, volviera a ser feliz.

El llanto como la lluvia, se hizo llovizna. Shiro recogió ese cuerpo yermo y débil entre sus brazos y se acostaron en la cama. Keith rodeó su cuerpo con necesidad, incapaz de despegar el rostro de su pecho para que no le viera en ese estado tan lamentable.

A nadie jamás le había abierto su corazón así.

El cómo Shiro le mecía y peinaba su cabello ayudó a detener las lágrimas silenciosas que quedaban.

Un escampar tímido y taciturno en esa noche desértica.

—¿Bien? —acunó su mejilla mojada con la mano y le hizo subir la mirada. El brillo gentil de sus ojos y cómo inclinó a soplar suavecito su cara empapada, le calentaron la soledad.

—Soy un desastre… —susurró a ojos cerrados. Estos dolían, se sentían pesados e hinchados. El sueño pronto lo intentaría arropar, y en ese búnker de tibieza y soplos amables a la cara, no tendría miedo.

Con la mejilla a su pecho y la mano apretando el medallón que colgaba sobre él, suspiró.

—Hoy al finalizar el intensivo de Astronomía nos hicieron estudiar nebulosas —comentó Shiro con una naturalidad que agradeció. Se estiró a tomar su teléfono de la mesita de la noche y le enseñó las fotografías que tomó a su telescopio— Esta es la mía —le sonrió. Keith la reconoció con facilidad— Barnard 33, o Cabeza de Caballo, me gustó porque… parece la cabeza de un caballo —ambos rieron un poco— Matt dice que parece un caballito de mar, ¿pero no sería lo mismo? Entonces yo soy quien tiene razón —jactó feliz.

—Sí parece un caballo… —murmuró, entrecerrando los ojos a esos mimos al pelo que no se detenían— Es bonita…

—¿Verdad? —se removió un poco para poderle mirar en esa posición— Un día viajáremos para allá en una misión, tú y yo, ¿qué dices? —ofertó, ensanchando la sonrisa.

—Eso es en Orión, Shiro… —replicó con la voz ronca y adormilada— Está a millones años luz de aquí…

—No importa, haremos lo imposible por encontrarla con la Calypso, ¿crees que llegue hasta allá? —preguntó. Keith sonrió, apretando el medallón de su cuello— Keith —le miró, despejándose el flequillo con los dedos— Tu papa está orgulloso de ti, lo sé —afirmó— De cómo has crecido, del nuevo camino que elegiste para ti —el chico lagrimeó y sonrió—Yo… yo también estoy orgulloso de ti…

—No soy tu, Shiro —rechazó con una risita modesta, conteniendo el huracán regresar.

—Eres el mejor piloto de tu edad aquí, aunque a los profesores no les guste admitirlo —refunfuñó— Cuando vaya a Kerberos sé que dejaré un heredero digno —añadió con adorable arrogancia.

Keith sonrió a pesar de la repentina tristeza que quiso arribar.

La felicidad de Shiro valía más que cualquier cosa. Pero, era inevitable, a veces temer.

A veces extrañarlo, aunque todavía no se hubiera ido de su lado.

—Shiro... —susurró, apretando esa plaquita con su nombre— ¿Puedo dormir aquí? Sólo por hoy, es qu-

El pulgar a su mejilla a medio secar le detuvo el habla.

—Por supuesto que sí.

Y, entre sus brazos, llorar dejó de darle miedo.

••••••

Estoy pensando en hacer algo más tarde esta noche.

Estoy volviéndome un poco loco.

Quiero sacarte de mi cabeza.

Keith abrió los ojos y su mirada se clavó a su lado.

Vacío.

Estaba vacío.

La mañana todavía está lejos.

Y no me dormí

Doy la vuelta en la cama.

Pero no estás en esta habitación

No estaba ese aroma a perfume, chocolate y desierto refrescante, sino polvo, vacío y el desierto en su faceta más desoladora.

Necesito hacer algo.

Su mano apretó las sábanas. Se sentó en la cama y pasó las manos por sus mejillas.

Estaban mojadas.

¿Este fue el heredero digno que dejaste?

La noche se hace más profunda, no hay a dónde ir con mi corazón.

Ya no puedo pretender ser fuerte.

Miró a la ventana recubierta a medias con periódicos y cinta adhesiva.

La noche todavía estaba presente. La luna y sus constelaciones fácilmente visibles en ese punto tan aparte de todo lo demás.

En ese firmamento despejado pudo reconocer ese cúmulo de estrellas titilantes.

Orión.

Se levantó, plantando los pies descalzos al suelo polvoriento. Caminó en medio de la oscuridad de la casucha hasta la salita improvisada.

La noche se hace más profunda, no hay a dónde ir con mi corazón.

Ya no puedo pretender ser fuerte

No puedo estar en este espacio donde me dejaste.

Ya no puedo pretender ser fuerte

Se paró frente al tablero y contuvo ese nudo a la garganta.

Sin un calendario a la mano no sabía que día era hoy, pero, realmente no importaba la fecha que era. En ese tablero al frente, lo que valía era la fecha que estimaba como su regreso.

Porque iba a regresar.

Porque era una promesa recorrer Orión y todas sus estrellas y nebulosas en Calypso.

Porque era una promesa subirse a su espalda cuando hiciera flexiones.

Porque era una promesa estarse el uno al otro.

Pero, ¿eso era siquiera posible?

¿Y si estaba muerto?

¿Y si ya estaba enloqueciendo como cualquier otra alma del desierto dejada a su suerte?

¿Y si Shiro no volvía jamás?

Golpeó el tablero con los puños, revoleando papeles y mapas al suelo.

Amatistas rociadas de perlas.

—Estoy llorando —sonrió, imaginando ese rostro sonriente y su voz felicitándole por haber aprendido esa lección invaluable.

Llorar no está mal, aunque, a este punto de la partida, quisiera dejar de hacerlo.

Se pasó las manos enguantadas por los senderos mojados de sus mejillas y suspiró.

No puedo soportar este sentimiento

¿Por qué no estás aquí? Estoy perdido

—Te extraño… —sonrió a ese recuerdo deslizándose por las paredes. Cabizbajo se fijó en esa caja de cartón aplastada a un lado de las pilas de mapas y la radio interceptada.

Tomó la caja y ensanchó la sonrisa.

Cuando saqué la foto.

Que tenía en el cajón.

Pude escuchar tu voz.

Sus dedos siguieron el trazo de las letras y recordó las veces que sus orejas se pusieron del color de ese cartón.

Le dio vuelta.

Se tragó el sollozo y lo hizo una risa.

Una risa de alegría, de cariño.

De amor.

¿Es ese mi error?

“¡Tiene permitido llorar cuando sea necesario, cadete! Tendrá de muchos pockies y mi hombro para hacerle compañía.

Shiro”

No puedo estar en este espacio donde me dejaste.

Ya no puedo pretender ser fuerte

No puedo soportar este sentimiento

No puedo soportar esta noche

Ya no puedo pretender ser fuerte

Abrazó esa caja vacía y aplastada contra el pecho. La misma que tras el amanecer y dejarle solo con las sábanas hasta la cabeza, le había en la mesita de noche de su habitación.

Esa noche abrazado a su cuerpo y resguardado en su calor, llorar dejó de aterrarle.

¿Ahora?

No puedo soportar este sentimiento

No puedo soportarlo más

Ya no puedo pretender ser fuerte

El terror seguía acechándole noche a noche, y sólo el recuerdo de esa protección y de su chocolate favorito debía serle suficiente.

Porque era una promesa llorar, reír y amar.

Shiro así lo hubiera querido para él.

Donde quiera que esté.

Entonces creo que volverás

 


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