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Diez años por BocaDeSerpiente

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Notas del fanfic:

Género: Romance.

Claves: AU: Drarry fluff. Tercero de una serie de relatos inspirados en diferentes culturas.

Extensión: Cuatro partes.

Disclaimer: Lo que reconozcan, no me pertenece. Yo sólo me dedico a jugar con estos chicos de vez en cuando.

Harry acaba de cumplir diez años y nada le preocupa más que a cualquier otro niño. McGonagall, la directora del orfanato en que vive desde que era muy pequeño, le hizo un pastel y lo dejó ir a jugar al patio, a cambio de que se pusiese unos zapatos cerrados y un abrigo.

El Orfanato Hogwarts está retirado del mundo, como les gusta decir a los mayores, y el pueblo más cercano, Hogsmeade, no está a la vista, desde la colina en que se alza el edificio. Más allá, hay una extensión de césped que lo recibe, como si fuese infinita, y un bosque frondoso rodea la mayor parte de los límites del terreno. Está prohibido acercarse, en especial con la edad que tiene, pero él ha visto que sus hermanos a veces van por leña, y que llegan al pueblo mediante un sendero estrecho y confuso, sinuoso, que queda oculto para quien no lo haya recorrido con anterioridad. Él no lo ha hecho.

El bullicio de los otros niños queda atrás cuando baja corriendo, tan rápido, que los pies se le tropiezan en la grama de la colina, y es por pura suerte que no rueda cuesta abajo. Suele hacerlo.

Jadea cuando llega abajo, se dobla desde el abdomen y recarga las manos en las rodillas, para tomar bocanadas con las que recuperar el aliento. Sólo queda el silencio calmo para ese momento, y a unos metros, la linde del bosque.

Oye el ladrido de Fang, el perro cazador, antes de verlo. Se da la vuelta, a tiempo para que el enorme animal negro se tire encima de él y lo derribe, una lengua áspera le humedece la cara y le hace cosquillas, y Harry sólo es capaz de reírse y retorcerse por debajo de la 'bestia', contento con lo que, de acuerdo a él, es su manera de desearle un feliz cumpleaños.

Cuando se ha tranquilizado, le palmea un costado de la gigantesca cabeza y lo echa hacia un lado, para reincorporarse. Tiene patas de perro, de barro, en la ropa, y sabe que McGonagall va a mirarlo con desaprobación cuando sea la hora del baño, de la que siempre rehuye porque el agua es demasiado fría. Tampoco le preocupa mucho.

Ha comido dulces, se ha reído con sus hermanos, y Severus Snape, el amargado trabajador que lo visita año tras año e intenta que sea adoptado por una buena familia, en vano, ya ha pasado por el orfanato y le ha dejado regalos, para marcharse y desaparecer hasta el siguiente cumpleaños o la próxima ocasión en que se sienta convencido de que ha dado con los padres perfectos para él. Harry, a decir verdad, no espera que los consiga. Le gusta su familia grande y desastrosa, y McGonagall es buena, aunque no sea su mamá.

Se acababa de agachar para recoger una ramita, que le arrojaría a Fang para jugar con él, cuando escuchó un sonido lastimero y extraño. Enseguida el perro se pone en guardia y emite un bajo gruñido; es demasiado cobarde para cazar en realidad, y ni siquiera le ladra a presas grandes, de las que McGonagall dice que no hay en el bosque, para no asustarlos, o que no intenten atraparlas, quién sabe. Aun así, le entra curiosidad por lo que sea que hubiese oído y espera, medio agachado, a que el sonido se repita.

Y lo hace. Hay un arrastre, un roce, una rama seca que se rompe bajo cierto peso y pasos rápidos. Fang ladra, pero a la vez mueve la cola, ¿y no es eso lo que, se supone, hace cuando está feliz? Harry no está seguro de si debería llamar a sus hermanos o no, ellos siempre le dicen que lo haga si algo sucede.

¿Sucedía 'algo'? Era común que un conejo o pájaros llegasen a los alrededores de Hogwarts. Preocuparse por ellos, se le hacía tonto.

Cuando está por dar la vuelta, Fang echa a correr hacia adelante. Es demasiado rápido, sorpresivo, ¡él no se comporta así!

—¡Fang! ¡Fangi! —Lo llama con el apodo de los hermanos más pequeños, mas él no se detiene. Da un vistazo por encima del hombro, para comprobar si alguien está cerca, y al darse cuenta de que no lo oyen ni ven, e ir a buscar a otra persona, haría que pierda el rastro del perro, resopla y trota detrás de él, hacia la linde.

Tiene que sostener la cuerda que delimita el bosque, pasar una pierna por encima y luego la otra. Fang se ha colado por debajo en un movimiento fluido y lo ha adelantado por varios metros, lo que lo obliga a correr tras el perro.

—¡Fang, Fang! ¡le diré a la tía McGonagall que te volviste a escapar, perro loco!

La amenaza no surte efecto. Fang corre, ajeno al niño que lo sigue, hasta el tronco de un árbol hueco y grueso, y da una vuelta alrededor, olisqueando. Cuando Harry llega a su lado, el pecho y la garganta le arden, y sujeta con ambas manos el collar del perro, para tironearlo de vuelta.

—Vamos, Fang, vamos a volver…

El sonido es más fuerte, aún no sabe identificarlo. ¿Un tipo de llanto? Es agudo, triste. Fang ladra, posicionándose frente al agujero del tronco, y Harry rueda los ojos y resopla, de nuevo.

—Perro loco —Se queja, no sin cierto afecto—, ahí no hay nada.

Pero Fang es insistente e intenta meter la cabeza al hueco, a pesar de los jalones que Harry le da al collar, con toda su fuerza. Cuando los dedos le fallan y suelta el agarre, el perro se echa hacia delante de golpe, las patas delanteras apoyadas en el borde del agujero. El sonido se hace más intenso y agudo, y Harry grita por la sorpresa.

El perro ha jalado algo y lo saca con brusquedad del tronco. La criatura cae al suelo, rueda, se queja y se pone de pie, en una secuencia que no toma más que una milésima de segundo y apenas le ha dejado tiempo suficiente para parpadear.

Lo primero que nota es el pelaje, grueso, de un amarillo tan claro que bien podría hacerse pasar por blanco. Lo siguiente, es la mancha de sangre en un costado, y el rastro que deja cuando queda sometido bajo el peso de Fang y lucha por escapar, retorciéndose. Harry vuelve a sujetarle el collar cuando nota que está por lanzarse contra su cuello, y jala, ordenándole que lo deje.

La criatura se escabulle por un lado y rueda de nuevo, la respiración es pesada cuando una pierna le falla y se cae contra la tierra. Tiene nueve colas, espesas y de puntas más oscuras, que se retraen hacia el resto del cuerpo cuando intenta ocultarse, al no ser capaz de ponerse en movimiento de una vez.

Harry pone a Fang detrás de él y le da un manotazo, no tan fuerte, en la cabeza, para que se quede quieto, pero el perro aún gruñe, asomado por un lado de sus piernas. El zorro, se percata ahora, lucha por levantarse, sin éxito. A unos pasos de distancia, hay una esfera blanca, pequeña y brillante, que parece ajena a lo que la rodea, y sólo por curiosidad, se agacha y la sujeta.

¡Suéltala!

La deja caer cuando oye esa voz. Tiene que maniobrar para atraparla, antes de que toque el piso, y se endereza, mirando alrededor; la otra mano fija en el collar de Fang, para retenerlo.

—¡He dicho que la sueltes!

No hay nadie cerca. Harry frunce el ceño y aprieta más la esfera contra sí.

—¡Devuélvemela!

No se da cuenta de lo que pasa hasta que Fang se mueve y gruñe más fuerte, y entonces baja la cabeza y ve al zorro, tambaleante y débil, que le enseña los dientes. Tiene el impulso de apartarse, hasta que la voz insiste:

—¡Dame mi esfera, cachorro humano!

Acababa de oír al zorro hablar, estaba seguro.

McGonagall le había dicho que los animales no hablan. Harry se siente engañado cuando vuelve a ponerse de cuclillas. Fang se acerca más, pero no es necesario; el zorro sólo agita las nueve colas y no lo muerde.

—Dame mi esfera.

—¿Hablas?

—Mi esfera —Continua la voz, y cuando el zorro hace ademán de acercarse para arrebatársela, una de las piernas delanteras le vuelve a fallar y cae. El rastro de sangre se extiende alrededor del cuerpo delgado y blanco, que no debe ser más largo que uno de sus antebrazos—. Mi esfera —Repite, estrangulado.

—Estás lastimado —Observa Harry, con obviedad. Sus hermanos le dicen que tiene que cuidarse cuando se lastima, no distraerse, ¿es que nadie se lo ha explicado a ese zorro que habla?

La criatura emita un sonido que se asemeja a una risa ahogada y quebradiza.

—Dame la esfera.

El niño, con el ceño fruncido, baja la mirada hacia la esfera brillante que tiene en la mano. No ve por qué es tan importante.

—Tienes mucha sangre, no creo que…

El zorro hace otro sonido extraño, al que no sabe ponerle nombre, y Fang responde con un gruñido gutural. Él tiene que interponerse entre los dos.

—Si te la quedas, no sabrás cómo mantenerla —Decía el zorro, tirado en el piso. El abdomen le subía y bajaba de forma notoria por las dificultades para respirar—, no será bueno para ti, cachorro humano. Para mí, será una pérdida horrible. Si no me la devuelves, seré tu enemigo para siempre —Fang, como si hubiese captado las palabras, intentó adelantarse, y él tuvo que rodearlo con los brazos para cortarle el paso—, pero si me la das —Continuó, tan sereno como podía—, yo seré, para ti, como un dios protector.

Harry piensa que no necesita uno. No está seguro de qué es, para empezar.

Vacilante, extiende la mano y le entrega la esfera. El zorro la sostiene con la boca.

—Puedo curarte en el orfanato —Le ofrece, acercándole los brazos en cuanto cree que es seguro dejar suelto a Fang—, mis hermanos y yo siempre curamos animales heridos y los devolvemos aquí, tía McGonagall nos ayuda.

—No soy un animal —Espeta, con sencillez, a pesar de que la esfera debería obstruir el paso del sonido, y tras dar un vistazo alrededor, como si tuviese opciones que considerar, el zorro deja que lo alce.

Cuando lo tiene en brazos, Harry se percata de que las colas desaparecen, hasta dejar sólo una en su lugar, la que sería usual en la especie, y el pelaje se tiñe de un tono más rojizo. Parece un zorro común.

—¿Por qué haces eso? —Pregunta. Camina hacia la salida del bosque, despacio, Fang no deja de saltar y dar vueltas alrededor de él, y ladra, mas no se tira sobre el niño o el zorro—. Eras bonito antes.

Siempre soy bonito —Le replica el zorro, acurrucándose en el espacio entre sus brazos.

A Harry no se le pasa por la cabeza que, por lo general, los zorros son mucho más peligrosos, así que no comprende la histeria de McGonagall cuando vuelve a la casa llena de niños, con uno en brazos. Sus hermanos mayores lo toman y lo llevan a la sala, donde lo limpian y vendan la herida.

—Intentaron cazarlo —Explica Charlie, uno de los mayores del orfanato, y señala al animal—, ¿viste eso? Le lanzaron una flecha por detrás y unas balas que no dieron en el blanco.

Suena a que es grave, para su mente de diez años, y asiente con solemnidad, los ojos fijos en el trabajo de sus mayores.

—¿Se va a poner bien? —Le hace pucheros a Charlie, que se ríe y le revuelve el cabello.

—Claro que sí, tontuelo. Nos lo quedamos unos días y después lo soltamos, como a todos, no lo vas a aguantar cuando se cure.

Él piensa que sí podría 'aguantarlo', aunque no hace un comentario al respecto.


Harry comparte cuarto con los demás niños de diez a doce años, así que hay literas a ambos lados de la habitación, y en total, casi veinte camas con sus respectivas cobijas y las cabezas sobre las almohadas. Por lo general, a él no le resulta difícil dormir.

Esa noche, en particular, no ha dejado de mirar el techo. No sabe por qué. Ha tenido un buen cumpleaños, ha ayudado a ese zorro que habla, a pesar de que nadie más lo escuchó ni vio la esfera brillante en su boca, y McGonagall le volvió a decir que los animales no hablan. ¿Qué va a saber ella, si ni siquiera sale más allá del patio?

Pero algo le dificultad alcanzar el sueño, y descubre lo que es cuando la rendija de la puerta, que suele dejarse así para que entre un rayo de la luz del pasillo y no estén asustados de los monstruos bajo las camas, se hace más grande, y nadie pasa. Tiene que bajar la mirada para encontrarse al zorro, de vuelta al pelaje casi blanco y las nueve colas, y con el vendaje donde fue herido.

Se sube de un salto a la cama, ya que Harry ocupa la de abajo, y se acurruca sobre la cobija, las espesas colas desparramándose a su alrededor.

—¿Ya te sientes mejor? —Cuestiona, cuando se da cuenta de que el zorro no hace esfuerzo alguno por conversar. La criatura ladea la cabeza.

—Los demás cachorros me dieron comida de humanos. Me gusta la comida de humanos.

Él sonrió, a medias, y procuró hablar en un susurro, por si acaso, cuando le contestó.

—Mañana también te podemos dar "comida de humanos" —Hizo las comillas en el aire, riéndose por lo bajo. El zorro meneó la cabeza, interrumpiéndolo.

—Mañana no estaré aquí.

A Harry no le agradó eso.

—¿Por qué? ¿te trataron mal?

—No —Reconoció, sereno—, son humanos buenos.

—¿Y entonces por qué no te quedas?

—Yo no me quedo en ningún sitio.

—Podrías, aquí.

Volvió a sacudir la cabeza. Las colas se agitaban, despacio, enroscándose en el aire. Era un espectáculo fascinante.

—Estás lastimado —Le recordó, casi suplicante. No era justo que acabase de encontrar una criatura tan increíble y se fuese tan pronto.

—Me curaré.

Él no hace más que resoplar y cruzarse de brazos, con otro puchero. El zorro, en respuesta, se acerca con cuidado y se desliza por debajo de uno de sus brazos, el pelaje le hace cosquillas en la piel y le roza un costado. Le hace pensar en el gato de McGonagall cuando se acurruca y maúlla contra su pierna.

—A ti te voy a volver a ver.

Harry sabe que una sonrisa aflora en su rostro y no hace nada por impedirlo.

—¿En serio?

—Te lo dije. A cambio de esto —Elevó la cabeza, para mostrarle la esfera que brilla entre sus dientes, de forma permanente—, yo te cuido.

—Como mi dios protector —Repitió sus términos, riéndose.

—Aprendes rápido, cachorro humano.

El zorro se deslizó lejos de su brazo y se recostó en la almohada, con el cuerpo enrollado y las colas en un semicírculo de espeso pelaje. La esfera quedó fuera de su campo de visión cuando bajó la cabeza.

—Duerme, humano.

Él no le preguntó por qué se acostó ahí. Se reacomodó para abrirse espacio a un lado, y vacilante, extendió una mano para tocarle el pelaje del costado. Cuando la criatura mágica no se retiró del contacto, se dedicó a jugar con uno de los suaves mechones.

No supo en qué momento se quedó dormido.

A la mañana siguiente, estaba en una de las orillas de la cama, y el otro extremo estaba vacío. Nadie recordaba el zorro que llevó al orfanato la tarde anterior.


Harry lo esperó por dos horas, en los alrededores de la linde del bosque, a que se mostrase. Detrás de él, el bullicio de los demás niños, apenas controlados por McGonagall y los hermanos mayores, era un sonido distante y que poco le importaba. Fang era la única compañía con que contaba ese día; sentado a un lado de él, lo dejaba rodearlo con los brazos y pegarse a la enorme cabeza negra, y ambos mantenían los ojos puestos en el bosque por el que, esperaban, saldría un zorro casi blanco de nueve colas.

No ocurrió.

Comenzaba a preguntarse si no sería más que un sueño, uno agradable y extraño, cuando Fang se tensó y gruñó por lo bajo, y unos arbustos se movieron. Él se reincorporó enseguida, aferrándose al collar del perro para mantenerlo junto a él, y avanzó con pasos titubeantes hasta la cuerda que marcaba el límite entre Hogwarts y el bosque.

—¿Zorrito? —Preguntó con un hilo de voz. Lamentaba no haber averiguado cómo se llamaba.

Una risa suave le contestó. Harry, guiado por cierto embelesamiento y una familiaridad imposible con el sonido, pasó una pierna y luego la otra, sobre la cuerda, y alcanzó el otro lado del límite. Fang lo siguió, alerta, pero sin caminar por delante de él.

—¿Dónde te metiste?

—Por aquí, cachorro.

Siguió la indicación al girar en un árbol de tronco grueso, que le resultó conocido. No era el zorro, sin embargo, el que estaba ahí.

En el borde de la cavidad del tronco hueco, estaba sentado un muchacho que no superaría los veinte años, con el cabello más claro que vio alguna vez, cayéndole en una cascada lacia hasta por debajo de los hombros. Iba vestido de blanco desde los tobillos al cuello, sin zapatos, y aguardaba con las piernas cruzadas, una de estas balanceándose de forma distraída.

Harry tiró del collar de Fang cuando lo escuchó ladrar, a pesar de que sabía que, de acuerdo al procedimiento usual, tendría que dejarlo moverse e ir por sus hermanos mayores si algún extraño ingresaba al orfanato por el bosque. No sentía que fuese un extraño, en realidad. Las facciones finas y puntiagudas de la cara, una leve contracción de la nariz, que hacía parecer que olfateaba lo que lo rodeaba, y los ojos grises e inteligentes, prometían peligro, sólo para otras personas. No para él.

—¿Quién es? —Decidido que era un adulto y tenía que ser educado, como a McGonagall le hubiese gustado que fuese, procuró usar su mejor tono dulce. El hombre esbozó un amago de sonrisa.

Por toda respuesta, extendió un brazo y le enseñó una esfera, diminuta y de un blanco brillante, que tenía atrapada entre los dedos. Ante la mirada impresionada del niño, con un giro de muñeca, la hizo desaparecer en el aire.

—Puedes llamarme Draco.

Él asintió, despacio, aturdido.

—Yo soy Harry —Pensó en ofrecerle la mano, como había visto que sus hermanos hacían, mas se retractó a último momento. El sujeto debió adivinarlo, de todos modos, porque lo hizo él. Harry se la estrechó, sorprendido por lo suave de su piel.

—Harry —Pareció probar cómo sonaba el nombre cuando era él quien lo decía, y asintió en aprobación—, para que te cuide, ¿podrías mantener esto como un secreto? —Y con un gesto, se abarcó a sí mismo, por completo.

—¿Por qué?

—No quiero que me cacen —Aclaró, y tras unos segundos, en los que aparentó considerarlo mejor, también añadió:—. Si guardas mi secreto por diez años, podría ser un humano. Quiero ser un humano, Harry.

—¿Por qué? —Insistió. Ser un humano era aburrido y diez años sonaba a mucho tiempo, al menos para él, que tenía dicha edad.

—Ser humano me haría libre.

Y Harry le prometió guardar el secreto.


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