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De rutina por Kitana

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Notas del fanfic:

Hola a todo el mundo, tras una larga ausencia, traigo un one shoot. Espero les agrade

Notas del capitulo:

Bueno, como ya dije, es un one shoot, espero lo disfruten

 

En punto de las dos de la tarde, como cada día, Afrodita abandona su escritorio y se dirige al pequeño restaurante al que ha acudido religiosamente durante las últimas tres semanas. Una vez ahí, toma el mismo lugar de siempre, al fondo, con una vista perfecta al único acceso del local. Se moja los labios y la cosquilla de la anticipación invade cada rincón de su cuerpo.

Sin embargo, los minutos pasan inclementes sin que él aparezca, envuelto en su ajustado uniforme azul. Afrodita comienza a perder la paciencia, se afloja la corbata color burdeos y se libra de los primeros dos botones de su camisa. Se echa hacia atrás el largo cabello rubio y enjuga su pálida frente con una servilleta de papel. Incómodo, acalorado, resopla. Un mesero se detiene a su lado y le sonríe. Le ha traído agua y hielo. El mesero se va. Afrodita toma entre sus largos dedos un trozo de hielo, irregular, torcido, con zonas blancuzcas en medio de un mar de transparencias. Se lleva el trozo de hielo a los labios, lo introduce en su boca, disfrutando de la sensación de entumecimiento dentro de su boca, y piensa en cómo será sentirlo a él. Chupa su largo índice con sensualidad involuntaria imaginando lo que podrían hacer juntos.

Una sonrisa traicionera adorna sus labios cuando nota esa inconfundible figura envuelta en un uniforme de policía aparecer en la entrada del local. Lo mira, nota el gesto serio, aunque malhumorado de siempre. Él se abre paso entre los comensales que abarrotan el lugar cada día buscando un lugar vacante. Los límpidos ojos azules de Afrodita lo recorren sin recato alguno. Contempla el pecho amplio y fuerte, la tela de la camisa tensa sobre los bien trabajados bíceps, y esos muslos que lo vuelven loco. Contempla con deleite esa mandíbula cuadrada, sombreada a penas por un incipiente vello cobrizo, a penas más claro que la corta cabellera del hombre. Nota que se ha cortado al afeitarse, el delgado corte de la navaja se puede apreciar a penas. Afrodita cierra los ojos un instante, vuelve a mojarse los labios imaginándoselo recién salido de la ducha, envuelto sólo en una toalla, con ese poderoso tórax al desnudo. El perfecto rostro de Afrodita parece iluminarse mientras observa al fornido policía. Nota la mueca de disgusto que se instala en el masculino rostro del objeto de su obsesión al comprobar que no hay ninguna mesa disponible.

La gente se acumula a su alrededor, el ruido aumenta. Afrodita no lo pierde de vista. Delinea los rasgos firmes de ese hombre con la mirada, deseando pasar sus manos por esa espesa cabellera castaña y enredar sus dedos entre esos apretados rizos mientras se deja follar por él. Lo imagina desnudo una vez más, luego se muerde los labios para silenciar una exhalación de gozo.

El mesero vuelve, y después de disponer el servicio, pregunta algo a Afrodita, pero él no lo escucha, aunque asiente sin siquiera saber a qué, absorto como está en la contemplación de ese perfecto espécimen. El mesero se aleja, Afrodita lo ve acercarse al objeto de su obsesión. No deja de observar. El policía sólo asiente y, aliviado, sonríe. Por un instante, algo chispea en esas exquisitas pupilas verdes.

De pronto, parece que ese es el día de suerte de Afrodita. El mesero está trayendo hasta su mesa lo que ha deseado por tres semanas. Finalmente, tras observarlo desde lejos, tendrá un asiento de primera fila para mirarlo a su antojo. Podrá ver desde muy cerca ese rostro masculino y tostado por el sol.

—Buenas tardes —dice el policía, su voz es fuerte, masculina y hace que a Afrodita lo recorra un escalofrío de excitación. No aparta la mirada mientras él se deshace del chaleco antibalas y lo deja sobre una silla. Afrodita se limita a sonreír y para sus adentros felicitarse por su buena suerte. El hermoso rubio bebe un sorbo de agua para no delatarse, aún más.

Mientras el policía revisa el menú del día, Afrodita lucha contra sus instintos y procura no mirarlo directamente. Solo lo mira de reojo. Esos amplios y fuertes hombros, ese pecho sobre el que le encantaría apoyar sus manos mientras él lo penetra con furia. Cierra los ojos un instante, disfrutando de la experiencia. Respira profundo y sus pulmones se llenan con el aroma de ese hombre que tanto lo fascina. Él huele todavía mejor de lo que había supuesto.  Huele mejor que el jardín del Edén, no importa que use una colonia barata. Huele mejor que nada de lo que haya percibido antes. Huele a hombre, huele al sol.

Afrodita se frustra completamente. Su entrepierna se humedece y palpita como si tuviera vida propia.

El rubio no ha probado la sopa, aun así, mecánicamente, extiende la mano para tomar el salero. Entonces sus dedos se rozan con los del policía, se estremece y sólo alcanza a sonreír mientras los colores se le suben al rostro como a un colegial. El policía también sonríe.

—Adelante —dice él y Afrodita siente como si esa voz lo acariciara. El rubio sonríe y toma el salero. Sus dedos tiemblan mientras lo acerca a su plato. Siente esa mirada sobre él. Alza la vista y se encuentra con un par de ojos verdes que lo miran fijamente. Esos ojos son maravillosos, perfectamente verdes, con pequeñas vetas doradas. Simplemente no puede dejar de mirarlo y de imaginárselo en su cama, encima de él, jadeando, metiéndose en sus entrañas—. ¿Vienes mucho aquí? —le dice, su voz, ronca y masculina, sacude algo en Afrodita.

—Sí, bueno, últimamente sí —admite el rubio bajando, por primera vez, la mirada.

—Yo vengo a diario, es lo más cercano de la comandancia y a veces no tengo tiempo de nada, así que vengo aquí. La comida no es mala, ¿no crees? —pregunta el policía antes de llevarse un trozo de pan a la boca.

—Me gusta el filete, lo preparan con el término justo — comenta Afrodita, algo sorprendido por la charla abierta que le ofrece el policía.

—Sí, es de lo mejor aquí, la carne jugosa, cocinada en el término exacto y la guarnición es obra de dioses. ¿Trabajas cerca? —pregunta mientras se acerca un poco a Afrodita. El rubio siente su aroma y se estremece, bastaría con acercarse un poco para besar esos labios gruesos y sensuales.

—A unas tres calles —dice Afrodita mientras intenta sostenerle la mirada, esa mirada fuerte, penetrante. Una sonrisa juguetona se dibuja en los labios del policía.

—Ya… supongo que en una oficina de algo, ¿no? ¿Un banco tal vez? Lo digo por la corbata y esa camisa, además hay muchos por aquí—Afrodita sonríe.

—Una agencia de publicidad. Pero soy el contador, tengo cero talentos para esas cosas, y sí, lo que hago es mortalmente aburrido, pero pagan bien —dice Afrodita. Al policía se le escapa una risilla y Afrodita clava los ojos en el pequeño parche al lado derecho de ese tórax amplio y deseable. Lee en silencio, A. Kavafis. Así que tiene frente a él al oficial Kavafis —. ¿Y usted, oficial Kavafis? ¿Está lejos de la oficina? —revira el rubio recobrando el aplomo. El policía lo mira y sonríe ampliamente.

—A la vuelta de la esquina, ¿no has visto la comandancia que está detrás justo frente al parque? Ahí despacho yo —le dice con orgullo. Afrodita sonríe. Mira ese rostro masculino y apuesto. Él le gusta, más de lo que puede admitir.

—Podría decirse que somos vecinos, mi oficina está cruzando el parque.

—El mundo es un pañuelo, ¿no? Señor… —el policía no puede seguir hablando, su teléfono suena. Su gesto cambia radicalmente, pierde ese encantador aire relajado y contesta de prisa, habla en murmullos, parece cosa seria. Afrodita no deja de mirarlo, no sabe sí le gusta más así, alerta, presto a la acción, serio; o relajado, juguetón, coqueto y sereno —. El deber me llama, espero coincidir otro día, hasta pronto —dice, se pone de pie, arroja unos billetes sobre la mesa y toma su chaleco para salir como un suspiro, un suspiro como el que deja escapar Afrodita al verlo alejarse.

El rubio no tenía muchas esperanzas, sin embargo, ha obtenido más de lo que esperaba, han charlado y lo ha visto de cerca, se ha perdido en esos perfectos ojos verdes. Lo ha sentido tan cerca, al alcance de su mano. Le frustra saber que difícilmente habrá más que eso. Termina su comida en silencio. Curiosamente el filete que tanto alabó el policía, le resulta insípido. Habría preferido comerlo con él, intercambiar impresiones, charlar un poco más, beber un café, chupársela en el baño…

Resignado a su suerte, Afrodita llama al mesero y paga su cuenta. Se pone el saco y da unos pasos lejos de la mesa, no se ha alejado mucho cuando alguien le grita que ha dejado caer la billetera. Reacciona lento, está seguro de que esa no es su billetera pues lleva la suya en el bolsillo interior del saco. Repentinamente se hace la luz. Debe ser de él, de A. Kavafis. Sin decir nada, con cierta torpeza toma la billetera, de cuero gastado, de la mano de la mujer que lo llamó. Evita mirarla, obvia la sonrisa coqueta de ella; enseguida murmura un gracias y se aleja en medio de las risitas nerviosas de las mujeres que acompañan a la que le dio la cartera.

A prisa, se dirige de vuelta a la oficina. Llega hasta el parque, sabe que el cuartel de la policía está a unos pasos, mete la mano en el bolsillo y aprieta la billetera. Podría ir allá, devolverla, dejarla con alguien en la comandancia. De inmediato desecha la idea, ¿por qué privarse de esa oportunidad única de volver a verlo de cerca y tal vez de algo más? Resuelto, cruza el parque y va directamente hacia su oficina.

Al llegar, no toma el elevador, sino que sube por la escalera. Ansioso, con el corazón desbocado, llega hasta su privado. Se encierra y entonces da rienda suelta a su curiosidad. La billetera no esconde grandes secretos: una identificación a nombre de Aiolos Kavafis; algo de efectivo; una tarjeta bancaria; unas cuantas tarjetas de presentación a nombre del Sargento Aiolos Kavafis, de la Policía de Atenas; una fotografía algo maltrecha de un chiquillo muy parecido al propietario de la billetera, y un condón que seguro ha visto mejores días. Cuidadosamente las pálidas manos de Afrodita esparcen sobre su escritorio el contenido de la billetera. Contempla la fotografía en la identificación de Aiolos, cierra los ojos y revive la imagen del policía sonriendo.

Aiolos… —murmura, degustando la musicalidad de ese nombre que encaja a la perfección con su propietario. Aprieta los párpados y sonríe, lo recuerda, se acerca al rostro la billetera de cuero gastado y aspira profundo. Huele a él, a Aiolos. Vuelve a imaginarlo, desnudo, sobre él, con la tostada frente perlada de sudor, embistiéndolo y anhela sentir su piel, aspirar su aroma.

Afrodita aprieta contra su mejilla la gastada billetera. Una de sus manos desciende hasta su entrepierna y comienza a frotar su miembro a medio erguir por encima de la ropa. Cierra los ojos y piensa en él, de nuevo, lo imagina tumbado en su cama, totalmente desnudo y a sí mismo entre sus piernas, probando su miembro. El perfecto rubio se muerde los labios, silencia así los gemidos que están prestos a brotar de su garganta. Se acaricia sin pudor alguno, sin importarle que podrían sorprenderlo. El orgasmo lo sorprende y la vista se le nubla. Su cuerpo se siente laxo, inquieto, insatisfecho. Quiere algo más. Lo quiere a él. Quiere a Aiolos entre sus piernas, en su cama.

El resto de la jornada laboral le parece una tortura. Anhela irse a casa y dar rienda suelta a su lujuria de la única forma que le parece posible. No toleraría a ningún otro hombre en su cama. No quiere a nadie más que a Aiolos. Sólo le queda su imaginación para paliar el deseo.

Una vez en casa, se encierra en su habitación y pronto se da cuenta de que no es suficiente. No puede seguir así. Toma el teléfono y marca al número que encuentra en la tarjeta de presentación de Aiolos. Ha decidido jugarse el todo por el todo. ¿Conseguirá lo que quiere o simplemente añadirá un desengaño a su colección? Ni él mismo lo sabe. Sólo sabe que debe intentarlo.

El teléfono timbra una, dos, tres veces, sin respuesta. Decepcionado, Afrodita cuelga. Bota el teléfono sobre la cama y decide tomar una ducha, esperando con ello aplacar la creciente tensión que lo invade. Cuando sale de la ducha, está molesto, incómodo consigo y con la situación. Ha decidido que se secará el cabello, beberá un trago y luego se irá a la cama. Al diablo con las fantasías, al diablo con ese apuesto policía y sus ganas de tirárselo. Está desnudo, secándose la larga melena rubia. Su erección no cede, palpita entre sus piernas y comienza a ser doloroso y frustrante.

El teléfono suena, no espera nada. Supone que debe ser cosa del trabajo, alguna idiotez de último minuto como las que suelen ocurrir antes del fin de mes. No conoce el número, aun así, responde.

—Diga —suelta con mayor brusquedad de la deseada.

Vaya, no tengo idea de quién puedes ser, es sólo que tengo una llamada perdida de este número y quiero saber para qué me llamaste — le responden, de inmediato reconoce esa voz. Es Aiolos, Aiolos Kavafis. Afrodita sonríe tontamente, fascinado y aliviado al mismo tiempo.

—Sí, bien, nos conocimos hoy a la hora de la comida, saliste de prisa del restaurante y olvidaste ahí tu billetera. Llamé al número de tu tarjeta para devolvértela.

Dios, qué alivio… por un momento creí que tendría que despedirme de mis cosas.

Descuida, está en buenas manos —dice Afrodita y su erección parece palpitar de puro gozo. Aiolos carraspea al otro lado de la línea.

Me alegro… ¿sería problema si paso ahora mismo a buscar mis cosas? Salgo mañana de comisión y no tengo idea de cuánto voy a tardar— dice, Afrodita tiembla de anticipación.

—No es problema, ¿tienes donde anotar? Te daré la dirección —dice Afrodita, luchando por no dejarse llevar por sus emociones.

Aiolos se despide y le dice que estará ahí cuanto antes. Afrodita cuelga hecho un manojo de nervios. No sabe que tan lejos está él, ni cuánto tardará en llegar. Entra en su habitación desordenada y mira a su alrededor descontrolado. Sólo atina a abrir la enorme ventana a los pies de su cama. El aire fresco de la noche se abre paso y le revuelve la larga melena aún húmeda. Esta desnudo y se imagina a sí mismo recibiendo así a Aiolos. Se imagina que Aiolos lo tomará en brazos y se lo follará sobre el sofá, sin miramientos, sin pudor alguno.

Los minutos pasan y Afrodita se queda sentado en su cama sin hacer nada, mirando el cielo nocturno y las luces de la ciudad. Ha perdido la noción del tiempo y cuando el timbre comienza a sonar, lo sorprende. El timbre vuelve a sonar, pero Afrodita está pasmado. Lo único en lo que puede pensar es en que está desnudo debajo de esa toalla. Su cuerpo tiembla y sus manos sudan copiosamente. Descalzo, se hace con su bata y se dirige a la puerta.

Abajo, Aiolos carraspea cuando escucha la voz de Afrodita en el interfono.

—Sube, está abierto —lo escucha decir —, estoy en el 510 —Aiolos no responde. El chirrido de la puerta lo alerta. Entra al edificio y avanza por el vestíbulo rumbo al elevador. Mientras Aiolos sube, Afrodita atina a ponerse ropa interior y un viejo pantalón deportivo que le queda tan grande que apenas se sostiene en sus caderas.  Cuando Aiolos llega a su piso y toca el timbre de su departamento, el corazón del rubio palpita desbocado. Sí, está nervioso, como no lo había estado desde su adolescencia.

Abre la puerta y los perfectos ojos verdes de Aiolos parecen chispear. El policía le dedica una enorme sonrisa mientras cambia de mano una maleta deportiva tan gastada como su billetera.

—Hola —le dice sin dejar de mirarlo ni de sonreír. Afrodita se sorprende al darse cuenta que no le avergüenza ni su aspecto ni el que Aiolos lo sorprendiera a medio vestir. Le sonríe también al policía, luego se hace a un lado para dejarlo pasar. Aiolos no se arredra, contempla con mal disimulado interés a Afrodita, su cabello húmedo y su torso desnudo. No puede evitarlo. Como no ha podido evitarlo las últimas tres semanas a la hora de comer. Ese rostro de porcelana lo ha perseguido desde la primera vez que lo vio.

—Siéntate un momento —le dice, señalándole un sillón —. Tengo tu billetera en mi habitación —añade, algo nervioso el perfecto rubio. Aiolos vuelve a sonreírle, fascinado por su rostro y esos exquisitos ojos de un azul claro como el cielo en invierno.

El policía se queda solo. Toma asiento en el sillón que está frente a una enorme pantalla. Se dispone a esperar el regreso de Afrodita. Mientras espera, vuelven a su mente todas las cosas que se ha imaginado a lo largo de esas tres semanas. Le vienen a la mente todas esas preguntas que se ha hecho desde que lo vio por primera vez. En medio de esos pensamientos, se le ocurre que tal vez debería hacer algo, que no debería dejar pasar la oportunidad de intentar algo. Se pregunta sí será apropiado hacer un avance directo. Se pregunta sí él de verdad está interesado o sí sólo ha estado imaginándose cosas a causa de las intensas miradas que le dedica el rubio. Porque Aiolos lo notó desde el primer momento. Lo notó pero evitó hacer algo al respecto, no acostumbra hacerlo, pero Afrodita es, quizá, demasiado para sus estándares. No es tonto, ni tan despistado como para no haber notado las miradas de Afrodita. Benditas sean la casualidad y su prisa por reunirlos.

Afrodita ha tardado. Permanece en su habitación, nervioso, indeciso, ¿qué debería hacer? ¿Devolver simplemente la billetera y olvidarse de Aiolos? ¿O tal vez debería seguir sus instintos y buscar seducirlo como haría con cualquier hombre interesante en un bar? No lo sabe. El rubio, pensativo, sostiene entre sus manos la billetera, la abre y toma una de las tarjetas de presentación. La mira un instante antes de guardarla en su mesita de noche. Se resiste a dejar ir a Aiolos así nada más. Pero no tiene idea de qué hacer para detenerlo. No es como ningún hombre con el que haya tratado antes. Medita al respecto de espaldas a la puerta entre abierta de su habitación. Sus temores toman el control. Aiolos jamás cedería a su seducción. No. Sí intenta algo, él va a rechazarlo, quizá de mala manera. Dolido y triste, Afrodita concluye que debe dejarlo ir. Se gira de golpe hacía la puerta y lo que mira en ella le quita el aliento.

Es Aiolos, Aiolos que lo mira fijamente. La mirada en esos ojos verdes no le deja lugar a dudas. Él lo desea. Sus ojos no mienten. Tampoco lo hace su entrepierna. El rubio Afrodita puede notar el creciente abultamiento en los pantalones del policía.

Aiolos se le acerca, toma el perfecto rostro de Afrodita entre sus manos y sus dedos pulgares comienzan a trazar círculos en las tersas mejillas del rubio.  Sus rostros están cada vez más cerca uno del otro. Cuando los labios gruesos y tibios de Aiolos hacen contacto con los suyos, Afrodita siente que sus rodillas flaquean. El policía sujeta el delicado rostro del rubio y le ofrece un beso profundo, sexual y plagado de promesas. Afrodita se deja llevar por la pasión que ese hombre al que ha mirado desde lejos ha desatado en él. Los brazos fuertes de Aiolos envuelven a Afrodita y lo guían hasta tumbarlo en la cama.

El rubio a penas puede respirar, en parte por la excitación, en parte por el enorme peso de Aiolos sobre su cuerpo delgado. Se besan, con hambre uno del otro, con pasión que crece y crece hasta desbordarlo todo y arrasar con los últimos reparos de cada uno de ellos.

Aiolos tiene prisa, prisa por probar cada milímetro de ese cuerpo que es mucho más glorioso de lo que pudo haber imaginado. Se aparta un segundo de Afrodita y se despoja de la camisa; enseguida y con un ágil movimiento, se deshace del viejo pantalón de Afrodita junto con la ropa interior de éste. La erección del rubio parece saltar de gusto. Hay una sonrisa, entre divertida y sensual, en los carnosos labios de Aiolos cuando se arrodilla en la cama y comienza a repartir besos en el vientre de Afrodita.

El rubio cierra los ojos y se muerde los labios cuando siente los labios del policía revolotear en su entrepierna. Gime de puro gozo cuando se siente dentro de la boca de Aiolos y cuando la lengua del castaño comienza a acariciarlo, sencillamente se vuelve loco. Aiolos balbucea algo acerca de un condón, entonces Afrodita abre los ojos.

—En el cajón… — murmura Afrodita señalando a la derecha de su cama, con los sentidos embotados, algo frustrado pues Aiolos ha frenado su tarea. No pone resistencia alguna cuando el policía lo guía hasta colocarlo de cara al colchón y le separa cuidadosamente las piernas. El rubio es incapaz de contener sus gemidos cuando la lengua de Aiolos se filtra hasta su ano y lo acaricia con pericia. Está más que dispuesto, Aiolos lo sabe, se hace lugar entre las largas piernas de Afrodita y lo impulsa a alzar las caderas. Está ansioso, ambos lo están. El pene de Aiolos es largo, no tanto, pero sí lo suficientemente grueso para hacer que Afrodita experimente cierta incomodidad. A ambos les toma unos instantes acoplarse el uno al otro, pero cuando lo logran, la magia comienza. Aiolos embiste suave al principio, frenéticamente cuando encuentra el punto exacto en el que Afrodita comprime su miembro tras cada embate. Ninguno puede identificar sí lo que escucha son sus gemidos o los de su compañero, ambos se dejan llevar y tras algunas erráticas embestidas de Aiolos, a los dos les sorprende un orgasmo ruidoso y tempestuoso, se abrazan y se besan tumbados en la cama mientras sus cuerpos aún se estremecen con los últimos estertores del orgasmo.

Afrodita entrecierra los ojos, presa del cansancio y un placentero sopor que se adueña de su cuerpo sudoroso. Nota los labios de Aiolos recorriendo su rostro, deteniéndose aquí y allá, ofreciéndole besos suaves y apenas perceptibles. El policía susurra algo ininteligible, y luego se tumba a su lado, siente su respiración pesada, rítmica, golpeando en su nuca. No se percata de nada. El sueño lo vence y no puede pensar más.

Cuando llega la mañana, todo lo que queda de Aiolos es su aroma impregnado en las sábanas y en el cuerpo de Afrodita. El rubio se siente incómodo, ha logrado más de lo que había pensado y menos de lo que habría deseado. Habría deseado despertar a su lado y prenderse a él para un nuevo episodio de pasión, un coito quizá apresurado, lleno de pasión y de la adrenalina usual en esos casos.

Todo le parece un sueño. De no ser porque en su cuerpo y en su cama aún quedan rastros de la presencia de Aiolos, se reiría de sí mismo. No, no ha sido un sueño. Se lo dice el sutil dolor que recorre su cuerpo y le hace recordar lo que hizo con el policía, sus manos grandes y ásperas aferrando sus caderas mientras lo embestía como sí la vida le fuera en ello. Se lo dicen sus rodillas que flaquean mientras se incorpora desnudo de la cama que aún huele a él.

Se ducha pensando en Aiolos, en sus caricias, en su miembro internándose muy dentro de él. Se masturba en la ducha mientras cierra los ojos y piensa en él y en que no podrá volver a verlo a la cara ni en el restaurante ni en ningún lado sin pensar en lo sucedido la noche anterior, y peor aún, sin pretender repetirlo. Porque anhela volver a yacer con Aiolos, a sentir su cuerpo sobre el suyo, afianzar esa espalda ancha y fuerte mientras se trenzan en un abrazo hambriento y sensual.

Afrodita se repite que tendrá que bastar con el recuerdo de esa noche que no olvidará jamás. Aiolos desapareció, como un sueño erótico al amanecer. Está seguro de que no volverá a verlo. Aiolos, el perfecto Aiolos, que le ofreció ese placer indecente y escandaloso que no logra arrancar de su memoria. Pretende desterrarlo de su mente, mas le es casi imposible. Entonces ocupa su tiempo y su mente en las minucias cotidianas. Se afeita frente al espejo del baño y repasa mentalmente el itinerario del día. Omite considerar volver al restaurante. Quizá después, cuando su orgullo se fortalezca lo suficiente como para tolerar que él decida no volver siquiera a mirarlo.

Esta distraído, se ha hecho una cortada de la que manan diminutas perlas escarlata. Presiona la yema del dedo sobre la cortada y embadurna su mejilla con su sangre. Se mira al espejo y recuerda que en la mesita de noche se ha dejado un bálsamo para esos casos. A grandes zancadas abandona el baño y se dirige a la mesita de noche.

El rubio se sobresalta al ver que sobre la mesita hay algo que él no ha puesto ahí. Es la tarjeta de Aiolos. Sus dedos largos tiemblan cuando la toma. Es un simple pedazo de papel, pero en él cifra el rubio mil y una esperanzas. Esperanzas que no son defraudadas, pues Aiolos escribió algo al reverso.

“Nos veremos a mi regreso. Te llamo el viernes en la tarde.

Aiolos K.”

El perfecto rostro de Afrodita se ilumina con una sonrisa. Una sonrisa que algo le dice no se borrara en un buen tiempo.

Notas finales:

es todopor hoy, lindo fin de semana


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