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Sonidos en la Niebla por Mascayeta

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Yokozawa entró corriendo a la casa y como siempre que le sucedía, la nana abrió sus brazos para darle abrigo. Era estúpido que a sus once años siguiera creyendo en esa profecía, pero no deseaba tentar a la suerte.

Cuando se hubo serenado se separó de la persona que podía considerar como su madre ya que aquella que le dio a luz desde hacía mucho tiempo parecía una extraña. Con una dulce sonrisa lo envío a alistarse para la cena, esa noche tendrían la especial visita de su tío. El caballero los honraría con las noticias de la corte.

Aunque no entendía tanta zalamería participó del agasajo haciendo gala de lo aprendido desde que tuvo uso de razón. En la medida que avanzaba la noche la sensación de ser una presa ante los ojos de un cazador no se quitó de su cuerpo.

El especial brillo en los ojos del festejado le producía un escalofrío y más cuando era reforzado por la media sonrisa en su gesto o por la forma como acariciaba el borde de la copa. Asumió que se equivocaba, al fin y al cabo, eran parientes y ambos hombres.

Cerca de la media noche los gritos y lágrimas que emitió por ser separado de la matrona que lo vio crecer, obligaron a su padre a ordenar a los acompañantes del invitado a intervenir.

Dentro del coche cerró los ojos comenzando a rezar con la camándula que no se quitaba desde que la gitana le dijo su destino:

"Morirás de noche y lejos de tu hogar”

Al día siguiente la caricia en su rostro lo hizo despertar de golpe, separó la cara de la mano del joven hombre frente suyo, el mismo que con fuerza agarró su mandíbula obligándolo a mirar. Nunca olvidaría como Yasuda Gou le dejó claro que sería criado como su sobrino, aunque ellos no tenían ningún vínculo sanguíneo, que su padre Yokozawa Kuro se lo había vendido por la impagable suma que le debía.

La inocente pregunta del niño hizo reír al mayor, despeinando su cabello le respondió que mientras llegase a la edad necesaria, su educación sería la de un joven de la corte, pero debía en la casa cumplir con labores propias de cualquiera de sus criados, en cuanto al aseo y mantenimiento. Al llegar el momento, pasaría a ejercer su verdadera función.

A los dieciocho años entendió el significado de esa frase, la noche de su onomástico lucho por su honor, siendo reducido sin remedio. Por primera vez sintió lo que hablaban las doncellas cuando decían que los hombres las tomaban sin su consentimiento, al final solo se dejó hacer. Cada mordisco, cada beso y cada caricia le hicieron odiarse. De improviso Gou lo dejó en paz, al salir le anunció como su vida cambiaría a partir de allí.

Después de ese día de julio, sus días se fueron en ser el perfecto gentleman, las tardes en adiestrarse en las artes que eran propias para las damas, pero las noches eran lo peor, sobre todo porque su cuerpo comenzaba a reaccionar ante la forma como Yasuda le enseñaba lo que era ser un amante.

El tiempo pasó y la oportunidad de ser libre se presentó sin querer de la mano de un monje. De inmediato se inscribió, realizó los exámenes y en medio de una cena el vicario abordo a su tío felicitándole porque Yokozawa sería un gran hombre de Dios.

La falsa sonrisa en el rostro que parecía definido por los ángeles fue acompañada por la dura mirada que le fue dirigida. Sin embargo, no pudo hacer nada, y así salió para su nuevo hogar. Lo único malo fue que, con la soledad de la Abadía, las pesadillas con la voz de la gitana recordándole su muerte, volvieron cada noche.

El miedo le hizo establecer una rutina que convirtió su celda en una extensión de la biblioteca, profundizo en su estudio de lenguas, aprendió el antiguo árabe, perfeccionó el latín, el inglés y el francés, paladio el alemán, para un día ser llamado por el prior y recibir el aviso que cambiaría definitivamente su vida.

Esa tarde se dirigió al puerto, sería su primer viaje y el que le llevaría a las colonias españolas en el Nuevo Reino. Solo envió una carta de despedida a sus padres, a la mujer que le crió y a su tío, craso error, ya que antes de llegar a su destino fue interceptado por los ayudantes del comerciante.

Arreglando su traje procuró no evidenciar lo que la presencia de su pariente le producía. El mayor era más alto que él y los años no le habían restado la fortaleza que lo caracterizaba. Aproximándose tomó su rostro para enfrentar los ojos de su sobrino.

El azul claro era como estrellarse con un frío cristal, pero no le importaba, ese que se llamaba su hermano se lo había prometido. Esa era la venganza contra la mujer que con engaños había desposado.

Yokozawa permitió que Yasuda ganara confianza, no era el mismo chiquillo de años atrás y si en esa época evito que lo follara, ese no sería el momento para que lo consiguiera. Cuando Gou intentó abrir su boca pasando la lengua por sus labios, sacó el pugio que mantenía en su cinto.

—Eres un maldito desagradecido —susurró el mayor alejándose.

—Cada centavo lo gané con todos los trabajos que hice en tu hogar, pero ten seguro que nunca estarás en mi interior.

La carcajada fue sonora, sentándose en la mesa retomo el licor que se hallaba servido. Enfrentó a su sobrino para con burla despedirlo.

—Tu esencia es demasiado clara chiquillo y en su momento entenderás que eso que me negaste se lo darás a otro —el pelinegro se lanzó contra el hombre que dobló su mano con rapidez.

Apretando el cuerpo que lo enloquecía contra su ingle terminó su vaticinio para lanzarlo contra el piso y devolverle el puñal que había caído.

—Ten seguro que no por tu condición de monje, sino por tu instinto nunca tendrás una mujer, porque ese papel te corresponde llevarlo en la cama.

Sin mirar atrás Takafumi abandonó el lugar, al menos se lo había quitado de encima, era la última vez que vería a su tío.

Ahora a sus veinticinco años, después de estar cuatro años alejado de España, recibía el llamado de Yasuda para acompañarlo en la penosa enfermedad que supuestamente lo atacaba. Leyó la carta sin emoción alguna, al terminar negó con la cabeza.

La respuesta fue escrita y dada al mensajero para que la devolviese lo antes posible. No tenía ninguna intención de regresar a su vida pasada, el sonido de las campanadas del reloj mayor le recordó que debía volver a casa. Con una reverencia salió apresurado del lugar.


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