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La tumba de Pavel por Kaiku_kun

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Notas del fanfic:

Shot escrito para el 29º reto literario de Mundo Yaoi.

La ciudad estaba en llamas. Todo el reino estaba en llamas. No sabía a quién acudir. Estábamos indefensos, sin aliados, sin refuerzos.

Desde que el Imperio de Mírico se propuso expandir sus fronteras después de un largo período de paz, nuestro pequeño reino independiente de Pabe Dimo había sido constantemente usado como tapón para otros grandes territorios. Todos los reinos vecinos lo usaron para frenar el avance de las tropas del emperador Mírico XI.

No teníamos ninguna posibilidad. Éramos una mota en sus mapas. Las escaramuzas destrozaron nuestros campos. Los enormes barcos de Mírico bloquearon rápidamente nuestra única y más segura vía de escape, el mar. Los bosques estaban plagados de guerrilleros esperando la oportunidad para tomar por sorpresa algún batallón despistado del emperador. Y nunca podíamos protestar por tal ocupación, o seríamos destruidos.

Al final, ninguna de nuestras precauciones sirvió. Los ejércitos enfrentados fueron ocupando pequeñas aldeas y puntos estratégicos hasta que no pude evitar que nuestro pueblo opusiera resistencia. El emperador se cebó entonces con nosotros y ocurrió esto: Pabe Dimo, nuestra amada ciudad, capital del reino, ardiendo.

Juro que, aunque siempre pensé en ti, nunca me propuse acudir a ti hasta que vi los incendios. Detrás de ellos estaba tu última morada, en la montaña.

—¿Qué hacemos, mi rey? —me preguntaron mis soldados—. No somos suficientes para defender la ciudad.

—¿Qué queda de nuestra guardia?

—La costa y el portón este están tomados por el Imperio. El combate sigue en el norte y el oeste, pero estamos a un paso de rendirnos.

—Dispersaos por las calles centrales y abrid paso hacia el norte. Necesito llegar hasta el Pico de Pavel.

Mis soldados reaccionaron como esperaba: con escepticismo.

—El rey Pavel murió hace décadas —se atrevió a decir uno, como si intentara educarme sobre ti, mi amado—. No podéis pretender…

—Es mi orden final —atajé—. Abridme un paso al Pico de Pavel y luego rendíos. Salvad todo lo que podáis de la ciudad, no malgastéis vuestra vida. Es más importante nuestro hogar que no una disputa entre reinos.

Entonces me quité la capa real con el color rojo y plateado de nuestro reino y lo lancé al pequeño fuego de nuestro improvisado campamento. Los soldados comprendieron y se pusieron en marcha, dejándome solo. Contemplé el único signo de mi estatus arder con calma.

No sabes cuántas leyendas y rumores circularon sobre tu muerte, Pavel. Algunos dicen que aceptaste tanto poder mágico que tu cuerpo no lo soportó. Otros que te traicionaron, y que yo era el responsable. O que un dios se llevó tu alma para servirle con tu nobleza, dedicación y compasión.

Los más allegados a ti sabemos qué pasó realmente. Sabemos que realmente no moriste, pero te tratamos como si te hubieras ido para siempre. Mantuvimos las leyendas circulando, sin desmentirlas, porque no sabíamos si volverías cuando te necesitáramos.

—Ni siquiera sé si volverás ahora… —susurré.

Desenvainé mi espada. Era tan simple que pasaría desapercibida en cualquier armería de este mundo, pero su pequeño toque mágico me había librado de la muerte infinidad de veces.

Caminé desde el campamento a pie de palacio hasta el barrio comercial. Allí, las barreras de madera aún resistían, pero se escuchaba el estruendo de las espadas, escudos y el metal chocando. Tenía muy poco tiempo.

Abrí la puerta más cercana al Pico de Pavel y busqué las calles más estrechas para pasar desapercibido. Algunos de los guardias habían pensado lo mismo y preparaban trampas para nuestros enemigos.

—¡Es el rey Aben!

—¿Hay nuevas órdenes?

—Aguantad todo lo que podáis —dije—. Esperad una señal desde el Pico de Pavel y luego deponed las armas.

De nuevo, las dudas y el miedo se reflejaban en las miradas de los míos, pero yo tenía una misión que cumplir. Les dejé murmurando sobre mi aspecto envejecido y cansado y sin la capa que identificaba al rey.

Cuando salí de las calles más seguras, los pocos soldados que resistían en las líneas delanteras me recibieron con mucho más entusiasmo. Algunos de los soldados que conocían mi plan y había despachado apenas unos minutos antes estaban allí y realizaron una carga a la desesperada hacia el portón norte. El resto les siguió, envalentonados por mi presencia, y no tuve más remedio que cargar con ellos.

Una lluvia de flechas fue lo que recibimos en respuesta. Mis soldados no se amilanaron y dejaron que me encargara de ellas.

Era un rey viejo y cansado tal y como me percibía mi pueblo, pero mi espada seguía tan ágil y afilada como siempre. Deslicé un dedo por la parte plana de la hoja, rememorando tiempos mejores, y su magia se activó: me confirió la velocidad del viento para partir cada flecha que fuera a herir uno de mis soldados. Éstos gritaron con más fuerza al darse cuenta de que aún tenía poder para hacer frente a un enemigo más numeroso.

—¡No disparéis! ¡Que se acerquen!

La poderosa y ronca voz que llenó las filas enemigas hizo que mi paso aminorara. Mi cuerpo deseó hacer marcha atrás y volver a palacio. Asumí la identidad de su general: el mismísimo emperador Mírico XI, experto en la magia de la palabra, igual que todos sus antecesores. Si lo deseara, podría hacer que todos mis soldados soltaran las armas o se apuñalaran con ellas.

—¿Mi rey? —dudaron algunos de mis hombres.

—¡Tenemos una posibilidad! ¡Al ataque! —grité.

Confiaba en que las guerrillas y el asedio hubieran limitado su capacidad de lucha cuerpo a cuerpo. Confiaba en que Mírico usara sus poderes con sabiduría para alentar a los suyos y no buscar una carnicería. Confiaba en mi destreza.

Nos lanzamos a por la línea de escudos y mi velocidad rompió fácilmente la primera línea. Dividimos sus fuerzas en dos vertiendo sangre, abriéndonos paso hasta el mismísimo emperador, que esperaba en la línea de arqueros, mi última barrera hasta el Pico de Pavel.

—¡Dejad que pasen! —ordenó el emperador.

«Se ha dado cuenta de lo que busco», pensé inmediatamente.

Mi pequeño contingente se abrió paso sin esfuerzo como el agua apartándose de una gota de aceite. Nos encontramos cara a cara con el emperador y éste me miró como a un igual antes de dejarme pasar.

—Es honorable lo que vais a hacer, rey Aben. Pero es inútil.

—No será inútil —dije—. Pabe Dimo renacerá.

—Lo que buscas no existe. Morirás en el intento.

Pavel, ¿por qué parecía que Mírico, un extranjero, sabía más en ese momento que yo sobre ti? ¿Era su magia de la palabra? ¿Me estaba engañando? Esa era la mirada de la verdad.

—Si tiene que ser así, moriré —declaré.

Mírico no dijo nada. Permitió que mis tropas fueran las que defendieran el Pico de Pavel y no al revés. Mis soldados estaban confundidos, pero me siguieron. Yo, en cambio, sabía qué se proponía el emperador. Si Mírico te conocía, Pavel, sabía que nos presionaría.

—¡Atacad! —ordenó el líder enemigo.

—¡Mantened la línea! —contesté.

—¡Iros, majestad! ¡Llegad hasta el Pico! —me ordenaron mis propios soldados.

No podía dudar. Me fui corriendo, mirando hacia atrás de vez en cuando. Mi edad no me permitía aguantar mucho, pero la magia de mi espada duraría el tiempo justo para llegar hasta la base del pico.

Entonces el fuego se esparció por mis pulmones desde mi espalda. Caí de cara contra el suelo, aullando de dolor. Palpé ese sitio tan doloroso: una flecha se había clavado ahí. Cuando miré atrás preguntándome cómo no había visto semejante y tan evidente ataque, vi que había sido Mírico mismo quien me había disparado, y su propia magia le había ocultado.

—¡Nunca deis la espalda a vuestro enemigo, rey Aben!

Me levanté sin pensar y seguí corriendo. Esta vez, aunque a menor velocidad, hice caso del consejo de Mírico y conseguí evadir más de sus flechas, mientras mis soldados intentaban llegar en vano hasta él para matarlo. Su heroica defensa fue efectiva cuando vi que el emperador había dejado de disparar e intentaba abrirse paso con su espada.

Ante mí, un gran portón abierto tallado en la misma piedra de la montaña me invitaba a entrar.

—Ya estoy aquí, Pavel.

Agotado y sin apenas magia que me moviera, avancé lastimosamente por la enorme cueva que conformaba una sala bien decorada con estatuas de antiguos reyes del Pabe Dimo. Intenté expresar toda tu magnificencia y el amor que sentía por tu persona en lo que todo el mundo pensó que era tu sepulcro. Personalidades de todos los reinos colindantes, incluso el mismo Mírico XI, se personaron para lamentar tu muerte. Tu tumba, el mejor trabajo de talla de mármol que he visto en mi vida, escondía algo mucho más importante que sólo yo sabía, aunque en ese momento ya no creía que fuera así.

Estaba derramando mi sangre sobre la larga alfombra roja y plateada que llevaba hasta tu misteriosa tumba.

—No tengo mucho tiempo…

Finalmente me apoyé en el mármol blanco y lo acaricié como si se tratara de tu rostro en uno de aquellos deliciosos veranos de juventud, y me dejé caer al lado, abatido, sin evitar mis lágrimas.

—Pavel… no sé si he sido un buen rey. No he sido todo lo que tú conseguiste ser. Me amaste como nadie, me dejaste en herencia todo Pabe Dimo sabiendo que te irías y tuve que cometer tantos errores y aprender tanto… Pero conseguí todo lo que tú querías: la paz y la prosperidad, lejos de los grandes reinos. Hice todo lo que pude…

Mi herida seguía sangrando. Nada ocurrió. Recliné mi cabeza en el mármol, intentando que sintieras mi cuerpo más cerca del tuyo.

—Hice cuanto me dijiste... —musité, llorando, mientras a mi cuerpo le abandonaban sus fuerzas—. Envolví tu cuerpo en papel mágico y lo encerré en cristal encantado por los mejores hechiceros del continente. Nunca vine aquí salvo para depositarte en tu sepulcro temporal. Ahora pido tu ayuda, te necesitamos. Necesitamos el poder que la diosa Edaaia te otorgó. Tu espada ámbar. Tu presencia como rey legítimo de Pabe Dimo.

En el fondo, deseaba verte antes de que se me apagara la vida. Mírico no me había dejado pasar para luego herirme de muerte así, sin más. Él sabía algo. Las llamas en mi corazón eran peores que las que emanaba mi herida mortal cuando pensaba en que él pondría en peligro tu nueva vida además de la de todo nuestro reino con su misterioso conocimiento sobre ti.

—Rendíos, rey Aben.

Mírico caminaba acercándose con su espada desenvainada y su reluciente armadura plateada salpicada de sangre. Una desgraciada apropiación de los colores de nuestro reino, Pavel.

—¿Qué sabéis del rey Pavel?—pregunté, para darte tiempo a volver.

—Poco —confesó, parándose a diez metros de mi lastimoso cuerpo—. Pero sí conozco el precio que hay que pagar por un poder que supera a cualquier hombre o mujer.

—¿Y qué queréis?

—Hablar con Pavel en persona.

—Dijisteis que era inútil.

—No dije exactamente qué era inútil. Dejé que todos, incluido vos, creyerais que me refería a hacer volver al ya legendario rey Pavel. Sé que romperá ese sepulcro y se alzará poderoso una vez más. Pero no voy a permitir que se entrometa en mi camino, y si no le convenzo con las palabras, lo haré con el filo de mi espada.

—Entonces no me rendiré hasta que Pavel despierte y te venzamos juntos.

—No lo entendéis, rey Aben —dijo Mírico, apesadumbrado, como si estuviera rememorando parte de un dolor que yo no conocía—. Tenéis que rendiros. Lo necesitáis. Vuestra ciudad lo necesita. Hasta yo lo necesito. El precio del poder es siempre la sangre y el sufrimiento. Pavel y vos, en vuestra inocencia, creísteis que los tiempos de necesidad y la muerte de vuestro pueblo serían suficientes. Pero si Pavel no ha acudido ya es porque hay algo que le conecta más con este mundo que Pabe Dimo, y sólo cuando pague el verdadero precio de su conexión volverá a este mundo.

Mírico no sabía nada de ti, Pavel. Sabía de lo que su familia era experta: el poder y cómo conseguirlo. Sentí alivio un segundo antes de darme cuenta de lo que faltaba en aquella escena.

—Tengo que morir para que él renazca —musité, resignado.

—Tampoco dije que os rindierais ante mí, sino ante vuestro destino —aclaró Mírico, con su postura de magnificencia de un verdadero rey—. Yo sólo os di un empujón.

Señaló con una cabezada mi herida. Podía sentir el frío extenderse por todo mi cuerpo.

—¿Y mis soldados? ¿Están bien?

—Se han rendido en cuanto les he convencido. No he matado a nadie más.

—Entonces… así es como acaba.

—El poder de los dioses es caprichoso y retorcido. El amor que os profesáis Pavel y vos ha sido lo mejor y lo peor para Pabe Dimo al mismo tiempo: si cuando muráis y Pavel despierte le venzo, le volveréis a ver. Si me vence él, su nuevo poder reconstruirá el reino tal y como se le prometió. En tal caso, vos no lo veréis.

—Quizás no tendría que haber esquivado vuestras flechas, entonces… —me reí, en mi agonía.

—Quizás es mejor una muerte a los pies de vuestro amado que no huyendo del campo de batalla —repuso Mírico—. Es más de lo que yo tuve.

Entendí entonces su compresión. Él había escogido poder antes que amor y había pagado por ello. Pavel, cometiste su mismo error…

Mi cabeza se dejó caer en el mármol y sentí, al final, cómo todo mi cuerpo se deslizaba a un lado.

*  *  *

—Lo has hecho genial, Aben.

La voz suave y profunda de Pavel llegó a sus oídos como si un recuerdo despertara en su mente.

—Pavel…

Abrió los ojos, sobresaltado. Su voz había retrocedido hasta su juventud de nuevo. Su cuerpo volvía a estar en sus treinta años. Y flotaba en el cielo de Pabe Dimo junto a Pavel. Quiso echarse a llorar a sus brazos, pero su cuerpo no le obedeció.

—Lo siento, Aben, no podemos reunirnos aún. Tengo una misión pendiente que cumplir. Esta espada que se me otorgó —dijo, mostrando su espada del color del ámbar, destelleando con magia de la diosa Edaaia— va a consumir mi vida rápidamente a cambio de una nueva era en Pabe Dimo. La naturaleza recuperará su lugar y restañará todas las heridas que esta guerra ha provocado.

—¿Sabes…?

—¿La guerra entre el Imperio de Mírico y los reinos vecinos? Sí. Sabía que ocurriría en cuanto descubrí la espada.

Una espada tan poderosa perdida en la montaña que ahora lleva el nombre de su portador. El poder de la naturaleza encapsulada en un arma que sólo podría ser usada en el momento adecuado y bajo las condiciones adecuadas. Un precio tan grande como la vida de dos amantes enamorados en la juventud.

—Podría haberla soltado —admitió Pavel, para sorpresa de Aben—. Podríamos haber tenido una vida juntos. Pero esto hubiera ocurrido de la misma forma y nada se hubiera salvado. Elegí la vida de todos en lugar de la nuestra y hemos dado paz y vamos a dar paz a nuestro pueblo. ¿Podrás perdonarme?

Aben respiró hondo y sonrió, aliviado de no sentir la herida de flecha ardiendo en su espalda.

—Sólo cuando vuelvas.

*  *  *

Mírico esperó con paciencia a que ocurriera lo inevitable. Aben había muerto ya hacía unos minutos y sólo era cuestión de tiempo que su verdadero rival se abriera paso a través de su propia tumba y le brindara la oportunidad de obtener el poder de la naturaleza.

No tenía esperanza de recuperar a su mujer, muerta de una enfermedad respiratoria muchos años atrás. Tampoco de recuperar a su primogénito, asesinado en una conspiración para coronar a un rey fuera de su dinastía. Él había escogido el poder porque sabía que el Imperio podía recuperar una vez más esos días de gloria de los primeros emperadores, el poder del mismo fundador, que se convirtió en un mito y un dios igual que parecía que el rey Pavel era para Pabe Dimo.

Esperaba que la magia que había ido acumulando fuera suficiente para conseguir que la espada reconstruyera la prosperidad perdida de todo su reino. Esperaba que esa prosperidad se extendiera allá donde él llegara.

Sus aspiraciones fueron recibidas con el crujido del mármol partiéndose y un potente y largo fogonazo verde que iluminó la sala y llegó hasta la ciudad de Pabe Dimo. La señal para la ciudad para rendirse, y la señal de que Pavel regresaba.

Los fragmentos de mármol fueron empujados a un lado por un joven en sus treinta años de pelo castaño y ojos igual de verdes que su espada. Su armadura seguía tan brillante como el día que fue enterrado, su capa real de color rojo y plateado estaba perfecta y su cuerpo no tenía mácula alguna gracias a la magia del cristal que también se había roto.

Pavel salió de su sepulcro temporal y miró a sus pies. El cadáver anciano de Aben descansaba a un lado. El antiguo rey le pasó una mano por el pelo blanco de su amado y luego miró al frente.

—Emperador Mírico. Ha pasado mucho tiempo.

—Rey Pavel —saludó con respeto.

Luego los dos se prepararon para la batalla.

—¿Para qué queréis la espada?

—Para el Imperio —respondió, firme.

—Vuestro Imperio estará bien. La espada no está pensada para reforzar, sino para curar. Habéis herido y matado a mi pueblo y no necesito saber el porqué. No os merecéis la espada.

—No subestiméis la magia de mi familia, rey Pavel.

—Tampoco vos la de los dioses. Esta espada no es maleable. Me matará en cuanto la haya usado para su propósito y luego volverá a manos de su verdadero propietario. Y no es ningún humano, os lo aseguro.

Mírico pareció dudar de su decisión entonces. Pavel pudo ver todas las dudas del emperador sólo echando un vistazo a su mirada: ¿para qué había invadido la costa este? ¿Para qué enfrentarse a los reinos fronterizos? ¿Para qué un largo asedio a Pabe Dimo? ¿Para qué tantas víctimas?

Pero la expansión también era una forma de recuperar el poder y el respeto al Imperio.

—No voy a abandonar sólo por eso. Pero tú sí lo harás. Suelta la espada, dámela, o muere defendiendo tu tierra.

La magia de la palabra impactó en Pavel como si su propia mente se desgajara en dos partes y una le hablara a la otra de esa manera como si fuera lo más lógico del mundo. Pavel apenas pudo defenderse de la primera estocada de Mírico, que aprovechó el instante de duda creado por su magia para asestar un golpe que lo desestabilizara. Pavel resistió, dio un paso atrás y no le dio ninguna opción al emperador.

—Vais a tener que buscar otro poder que aplaque vuestra ambición, emperador.

Pavel hundió la espada en la tierra y el arma reaccionó inmediatamente: desapareció.

—¡Maldito seáis! —chilló Mírico, lanzándose al ataque—. ¡No dejaré piedra sobre piedra en todo este reino!

Pavel recogió el arma de Aben y se defendió del siguiente ataque prácticamente huyendo de la ira de Mírico. Apenas dos segundos después, la tierra empezó a temblar violentamente. Los dos mandatarios se miraron con furia y decidieron abandonar la pelea temporalmente para escapar de la caverna.

Fuera, una imagen insólita se desarrollaba: grandes raíces abrían el suelo y se encaramaban por las partes derruidas de las casas y las murallas. Apagaban los fuegos con la humedad que desprendían. Se defendían de los ataques del ejército imperial y protegían a los habitantes de Pabe Dimo como buenos centinelas. El temblor derruyó aquellos edificios que eran más inestables y el poder de la naturaleza reconstruyó y apuntaló los que resistieron todos los ataques.

A cambio, Pavel ya sentía que su fuerza no era la misma con la que se había defendido de Mírico.

—Sería muy fácil matarme ahora por cualquiera de los motivos que supongo que tenéis —admitió—. Pero Aben y yo hemos dado la vida para que nuestra tierra pueda defenderse una vez más. Este no es la clase de poder que buscáis. Dad un buen nombre a vuestra familia y marchaos declarando la paz. Este poder divino no está hecho para la guerra.

Mírico envainó su espada con tranquilidad y empezó a caminar ladera abajo hacia las murallas. Pavel le siguió, cargando con la espada mágica de su amado Aben.

*  *  *

Aunque aquella magia divina no duró para siempre, el resultado dio la vuelta por todo el continente: Pabe Dimo estaba siendo protegida por Edaaia y había sido escenario del fin de una guerra. Mírico declaró la paz con el reino, aunque no prometió seguir avanzando sobre sus vecinos. La ciudad que Pavel reconstruyó con la ayuda de la espada se convirtió en un reino neutral, escenario de futuros pactos y treguas para la paz y la diplomacia.

La nueva naturaleza que invadió la ciudad también la convirtió en un gran atractivo para todos los estudiosos de la naturaleza y la magia. A pesar de que la función defensiva de las plantas desapareció una vez que la guerra contra el Imperio terminó, se seguía respirando la magia en el ambiente y era de gran utilidad para cualquier investigador que se preciara.

Pavel murió dos meses después de declararse la paz, en un sueño tranquilo y anunciando a su pueblo qué habían hecho Aben y él para Pabe Dimo, después de dejar un heredero escogido por el propio Pavel entre las personas de más confianza del reino. Deros, el nuevo rey, hizo construir dos nuevos sepulcros en la caverna donde Pavel había reposado anteriormente. Allí, Aben y Pavel descansarían, esta vez para toda la eternidad.

 

FIN


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