Login
Amor Yaoi
Fanfics yaoi en español

SWEET NOTHING por M O N S T E R A

[Reviews - 0]   LISTA DE CAPITULOS
- Tamaño del texto +

Habían pasado ya una semana desde el incidente en Karasuno y los rumores se habían esparcido como pólvora; algunos señalaban que los responsables eran los ladrones que se cultivaban por cientos en Nekoma, aquella ciudad boscosa en el hemisferio norte de Shion. Otros señalaban que debían ser los rebeldes que aún quedaban en Inarizaki —una de las pocas ciudades que aún quedaban en pie en la isla del sur, tras la caída de la gran Fukurodani—, probablemente en represalia por las nuevas disposiciones de la corona. Lo cierto era que nadie más que un pequeño niño de ocho años y sus dos acompañantes tenían la certeza de lo que había ocurrido.

Shion ya no era un reino pacífico y la división de sus terrenos no ayudaba en lo más mínimo a limar las asperezas entre sus morados.

«El territorio de Shion está compuesto por cuatro grandes islas: Kemuri, Momiji, Kage y Haifun, además de otras islas más pequeñas. Aoba Johsai, su capital, está ubicada…»

¿—Por qué tengo que aprender esto? —cuestionó Tsukishima con cansancio.

—¿Es mejor ser un humano ignorante? —respondió Akaashi con gesto estricto.

Tsukishima levantó la vista hacia las ramas del árbol bajo el que leía, notando la silueta de Akaashi sentado en una de las ramas más altas. Tuvo la intención de replicar, pero en cambio, suspiró y volvió la vista a aquella página atiborrada de información. Se preguntaba porque de todos los libros que podría haber llevado consigo para aquel viaje, Akaashi había decidido que ya era momento de llenar su «cabeza hueca» con datos históricos del reino, sus guerras y demás conflictos. A Tsukishima no le desagradaba en lo más mínimo la lectura, aunque prefería los libros de biología, con sus dibujos de esqueletos y plantas variopintas. Había comenzado a pensar que incluso él debería escribir su propio libro, pues en sus viajes, habían llegado a estar en sitios donde probablemente nadie se aventuraría a estudiar los seres que ahí habitaban.

—¿Está ubicada en…? —cuestionó Akaashi, para que el niño retomase la lectura donde la había dejado.

—Está ubicada en la región central de Momiji, la más extensa y fértil de las cuatro islas.

Tsukishima parpadeó un par de veces, como queriendo memorizar aquellas últimas palabras antes de dirigir su vista al mapa (1) que ocupaba toda la página siguiente.

—Es un mapa muy pequeño —comentó Tsukishima.

Akaashi afirmó desde lo alto. Shion era demasiado grande como para poder minimizar su extensión con exactitud en un pedazo de papel. A diferencia de Akaashi, que era un experto en la lectura de mapas y siguiendo rastros, Bokuto prefería enterarse de las cosas por otros medios, pues desconfiaba que algo escrito por humanos fuera del todo cierto.

—Ya fue suficiente estudio por hoy —anunció Akaashi luego de un rato, bajando del árbol—. ¡Hora de trabajar! Ya sabes que hacer.

Tsukishima, quien tenía madera de estudiante ejemplar, regresó el libro a la bolsa y la escondió bajo un arbusto con la punta del pie. De inmediato, caminó entre la hierba alta y se plantó en el medio del camino. Sacó un par de vayas bien rojas de uno de sus bolsillos y los estrelló contra su frente, haciéndolo lucir como alguien con un corte muy profundo sobre la ceja izquierda. Acto seguido, y cuando el galope de un caballo se escuchó mucho más cerca, Tsukishima se echó a llorar.

Pero no era un llanto quedo, sino como el de un infante que oscila entre la rabieta y el desconsuelo; tan buena era su actuación, que incluso las lágrimas le humedecían las pestañas. Akaashi, por su parte, se ocultó tras un árbol de tronco añejo en el extremo opuesto del camino. Como era de esperarse, la persona que se acercaba a caballo de detuvo de golpe al ver a aquel niño en el medio del camino.

—Que ocurre niño? —soltó el hombre inclinándose un poco hacia adelante— ¿estás herido?

Pero Tsukishima gimoteó con más fuerza.

—¿Dónde están tus padres? ¿Cómo te has hecho eso? —inquirió el hombre, pero parecía no tener intenciones de bajar del caballo.

Tsukishima gritó con más fuerza, llevándose las manos a la cara con dramatismo.

A pesar de tener el rostro cubierto con sus dedos, le pareció que el hombre lo miraba con desconfianza, pero el niño no iba a darse por vencido, de modo que llenó de aire sus pulmones y dejó escapar una queja tan lastimera que hizo salir huyendo un par de aves que reposaban en la copa de algún árbol.

—¡Quiero a mi mamá! —clamó Tsukishima en un grito, extendiendo los brazos hacia el hombre.

El viajero, en efecto, sintió lástima por el chico herido, después de todo, esos caminos estaban llenos de ladrones y la familia del pequeño podría haber sufrido un destino terrible.

—¡Anda ven! Te llevaré conmigo al pueblo —ofreció el hombre, estirando un brazo para darle la mano.

Tsukishima pareció temeroso y extendió lentamente una mano pequeña y temblorosa, mirando de reojo al otro extremo del camino.

Quedamente Akaashi ya se había acercado por detrás, pero justo cuando estaba por tomar las riendas del caballo, el hombre se giró a verlo, llevándose de inmediato una mano a la cintura para intentar desenfundar una espada corta. Akashi logró ser más veloz y lanzó a la cara del hombre una especie de ceniza amoratada que lo hizo comenzar a toser frenéticamente, al tiempo en que se llevaba las manos a la cara.

Se escuchó un golpe seco de pronto: el viajero acaba de caer inconsciente al suelo. Tsukishima comenzó a limpiarse el jugo de bayas del rostro, al tiempo en que Akaashi arrastraba al viajero detrás de unos arbustos. Tsukishima se aproximó al caballo, desenganchó la alforja que traía en el costado y la depositó al lado del viaje inconsciente.

—¿Sabes que el caballo es más valioso que esos trapos? —cuestionó Akaashi observando con curiosidad al niño.

Tsukishima asintió, echando un vistazo al magnifico corcel azabache a sus espaldas. Entonces el niño se dirigió a donde había oculto su bolsa, pero antes de montar el caballo junto con Akaashi, sacó el último pan que llevaba dentro de la bolsa y lo colocó encima de la alforja del viajero.

—Va a caminar mucho hasta el siguiente pueblo —explicó el niño—. Lo mejor será que tenga algo que comer.

Akaashi esbozó una minúscula sonrisa. En efecto, la bondad de Tsukishima se estaba agrandando igual que todo su cuerpo. Pronto tendrían que comenzar a pensar en una nueva estafa, pues la apariencia —y la expresión un tanto seria de Tsukishima— estaban siendo abandonadas por esa inocencia pueril que tantos caballos y demás transportes les habían ayudado a robar.

Una vez el caballo comenzó a galopar, comenzaron a tomar velocidad conforme el terreno se notaba más plano. Guiados por la posición del sol, intuían que recién pasaba del medio día. Y haciendo un par de pausas forzadas, para dejar descansar y beber al animal, incluso para cazar un par de conejos que llevaron consigo a cuestas, lograron llegar a las orillas de aquel bosque cuando apenas caía la tarde.

Conforme se adentraban en la vereda, los arboles parecían ensombrecer su camino. Ambos descendieron del caballo y comenzaron a guiarlo entre los árboles con paso lento. Tsukishima aprovechó para ir recogiendo las ramas más secas que se encontraba, pues pronto sería necesario hacer una fogata. De pronto, Akaashi divisó un camino de arañas de patas largas y cabezas azuladas, como andando en hilera.

—Ya estamos cerca—anunció el mayor.

Tsukishima sonrió levemente. Aquel sitio, de apariencia tan espantosa, no le parecía del todo desagradable de explorar, aunque en realidad hubiera preferida la comodidad de su cama en esos momentos.

Sin perder el tiempo, comenzaron a caminar detrás de las arañas, cuidando de no pisar alguna.

Al cabo de lo que se sintió como kilómetros, dieron con el escondite de las arañas: un árbol grueso y a medio cortar, chamuscado casi hasta la raíz, seguramente a consecuencia de algún rayo que había impactado en este. Con una de las ramas que había recolectado Tsukishima, Akaashi comenzó a retirar las hojas secas alrededor del tronco, dejando entrever un montículo de tierra que se veía algo más seca que el rededor. El pelinegro se hincó y con sus manos, comenzó a escarbar en la tierra, dejando ver de a poco un bulto de trapos sucios.

—Dame tu mano —le pidió a Akaashi al niño.

Tsukishima no dudó en acercarse y extender bien la palma de su mano derecha, dejando ver una piel pálida con un par de cicatrices sobre la misma.

—Será rápido—dijo Akaashi a modo de disculpa, antes de pinchar el dedo del niño con una aguja tan larga y gruesa como el pico de un colibrí.

A pesar del gesto de dolor de Tsukishima, Akaashi apretó levemente el dedo del niño, haciendo

caer un par de gotas al suelo. Casi de inmediato, la tierra pareció humedecerse y de pronto, cobró un tono rojizo, casi volcánico.

—Gracias —susurró Akaashi soltando la mano del otro—. Comienza a hacer el fuego, por favor.

Tsukishima tomó la leña seca que había recogido en el camino e improvisó una pequeña fogata no muy lejos del árbol. Akaashi también retrocedió. La tierra tomó el color del hierro fundido y con la misma rapidez se desvaneció, dejando una suerte de vapor emanando del suelo. Cuando la tierra pareció fría otra vez, el bulto que había desenterrado Akaashi comenzó a removerse entre los trapos y de a poco los brazos y la cabeza de Bokuto fueron visibles entre la tierra y la hojarasca.

Los ojos ambarinos parpadearon un par de veces, como acostumbrándose a la luz de una vida por la que no sentía nostalgia. Akaashi, no muy seguro del estado del otro hombre, lo ayudó a sentarse en el suelo y terminó de retirar aquel vendaje improvisado de sus brazos y torso.

—Estoy hambriento —fue lo primero que murmuró el insepulto, moviendo el cuello de manera extraña, como quien busca destensar el músculo tras una mala noche de sueño.

Tsukishima observaba desde el otro lado de la fogata y quizás fuese por la poca luz, que el gesto de Bokuto le recordaba a esas aves que según las leyendas solían habitar en Fukurodani.

Luego de darle a beber un poco de agua, Akaashi ayudó a Bokuto a ponerse de pie y le cedió el grueso abrigo que traía encima, a pesar de haberlo acercarlo a la fogata.

Al cabo de un rato, los conejos que habían cazado en el camino estaban siendo consumido por los tres viajeros en completo silencio: Tsukishima lucía exhausto, Bokuto somnoliento y Akaashi, pensativo. Aunque el pelinegro no consideraba importante mencionarlo, se había percatado de que Bokuto últimamente comenzaba a acudir más al niño para usarlo como su vínculo, y en esos periodos de hibernación obligada en la que solía curarse de sus heridas, forzosamente necesitaría una gota de su sangre para poder salir de ese letargo.

Akaashi no permitiría que le sucediera algo a Bokuto y, por ende, tendría que mantener a salvo a Tsukishima o bien, retenerlo consigo en ausencia del hechicero. Bokuto —a su manera—, también se había percatado de que Tsukishima estaba dejando de ser un niño: estaba madurando y pronto, también lo haría su curiosidad y su necesidad por regresar con los suyos.

—Akaashi— lo llamó Bokuto—. ¿Qué pasó con el diario?

El pelinegro despegó la mirada de los restos de conejo asado entre sus dedos y negó con rotundidad.

—¡Las hojas se han hecho polvo! —explicó Tsukishima—. No quedó ni una sola.

Bokuto suspiró con pesar.

—¿ni una sola? —preguntó Bokuto viendo al niño y al pelinegro intermitentemente.

Akaashi rebuscó entre sus ropas y extrajo de uno de sus bolsillos lo que parecía ser la esquina superior con apenas una fecha escrita en cursiva. Tanto Tsukishima como Bokuto observaron el pedazo de papel con curiosidad: llegada a Nekoma en dos semanas.

Habían desperdiciados semanas viajando, arriesgado su vida y quemado un poblado tan solo por una fecha, la sola idea sonaba frustrante. A Tsukishima se le revolvió el estómago, aunque no estaba seguro si era por el recuerdo de lo ocurrido en Karasuno o por toda la carne que había comido.

—¡Esta es la letra de Daichi! —declaró Bokuto muy seguro de sí—. ¡No cabe duda!

—Pero es solo una línea—lo interrumpió Akaashi, a pesar del ánimo recuperado del otro hombre—. No podemos sacar conclusiones aún.

—¡Akaashi! —se quejó Bokuto—. No deja de ser una pista.

El pelinegro no parecía muy convencido, pero dejó que Bokuto explicase su teoría.

—La última vez que vimos a Daichi fue a principios de otoño y el no regresó a Karasuno hasta pasado el invierno—Bokuto agudizó la vista para poder entender lo que decía el papel—. Tuvo tiempo suficiente para ir a Nekoma, hablar con el traicionero de Kuroo y regresar a Karasuno a esconderse como la basura que es…fue.

—¿Pero porque hechizó el diario? — interrumpió Tsukishima, intrigado por el objeto que casi le cuesta la vida a Bokuto.

—Porque si algo salía mal, nadie más podría saber que él estuvo involucrado—comentó Akaashi con tranquilidad. La teoría de Bokuto, si bien no sonaba del todo convincente, era lo más cercano a la dramatización de los hechos. Pero habiendo pasado ya casi nueve años de todo aquello, realmente no parecía demasiado importante contar con todos los detalles.

—Daichi tenía hechizos realmente fuertes en su poder—opinó Bokuto—. Realmente me hubiera gustado quedarme con ellos.

«Es lo menos que podría haberme dejado después de lo que hizo» pensó.

—Bokuto ¿estás en condiciones de viajar? —preguntó Akaashi con cautela, intentando zanjar el tema de Daichi.

A pesar de que aún tenían el caballo que habían robado, no sería suficiente para poder salir del bosque con los tres a cuestas y la opción de acampar ahí mismo era por demás riesgosa.

—¡perfectamente! —se apresuró a responder el otro hombre, mostrándole los músculos del brazo izquierdo en señal de fortaleza. Tsukishima rio por lo bajo, aunque él también parecía aliviado de ver a Bokuto vivo y en una sola pieza.

Luego de haber escapado de Karasuno tras el incendio, se habían trasladado hasta ese mismo bosque. Bokuto había querido hojear el diario que Tsukishima había robado de la oficina postal, pero en lugar de encontrarse con la ubicación de tesoros o hechizos poderosísimos, se encontró con una trampa: Apenas el de ojos ambarinos comenzó a pasar las páginas, una suerte de ramas espinosas, semejantes a la de los rosales, salieron del diario, enroscándose en los brazos de Bokuto tal y como si de serpientes larguísimas se tratara.

Las ramas también se abalanzaron contra el rostro de Bokuto y a pesar de la rapidez con que actuó Akaashi, haciendo arder aquel librillo despiadado con una especie de flama azul, Bokuto quedó muy mal herido; la carne de sus brazos quedó amoratada y las heridas de las espinas en su rostro no dejaron de sangrar. En el medio de toda aquella confusión, lo único que Akaashi atinó a pensar fue en aquella suerte de hibernación a la que Bokuto había recurrido en un par de ocasiones tras alguna batalla muy mal lograda. Ciertamente, Tsukishima no había sido testigo de eventos muy afortunados en las últimas semanas y probablemente, eso era lo que lo hacía añorar con más fuerza el estar de regreso en esa cabaña, en el corazón de los desérticos bosques de Kemuri, a la que él llamaba hogar.

—¡Haz hecho un buen trabajo Akaashi! —habló Bokuto un tanto jovial, sacando al niño de sus pensamientos—. ¡quedé como nuevo!

Y, a decir verdad, el cuerpo de Bokuto se había regenerado con una rapidez que cualquier lagartija envidiaría.

Apagaron la fogata y regresaron por el mismo camino que habían llegado, iluminando su andar tan sólo con una antorcha; en un páramo menos oscuro, dejaron libre al caballo y tras asegurarse de que nadie los veía, Tsukishima se abrazó al torso de Bokuto, Akashi le puso una mano sobre el hombro y el de cabellos grises, extendió los brazos a los costados dibujando en su rostro una sonrisa de oreja a oreja: de inmediato, los tres se desvanecieron en un remolino de plumas plateadas que ascendió por el cielo nocturno.

 

 

 

Notas finales:

(1) El territorio japonés está dividido en cuatro grandes islas, los nombres se han cambiado de la siguiente manera: Momiji (Honshu), Kemuri (Hokkaid?), Haifun (Kyushu) y Kage (Shikoku). La ciudad de Karasuno, se encuentra en la isla de Kage y la ciudad de Fukurodani se encontraba en la isla de Kemuri.


Si quieres dejar un comentario al autor debes login (registrase).