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SWEET NOTHING por M O N S T E R A

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Estaba a punto de amanecer cuando llegaron a las afueras de Fukurodani. El viaje había sido lento en comparación con otras ocasiones en que se habían transportado a través del viento, sin embargo, las recientes heridas de Bokuto parecían haber dejado mella en el hechicero.

—¡Ya casi llegamos! —exclamó Tsukishima con voz cansina, casi como dándose ánimos a sí mismo para subir la empinaba colina que se mostraba frente a ellos.

Bokuto arrastraba los pies con cansancio. Era más que evidente, que había sido muy presuroso de su parte asegurar que estaba en condiciones para tal travesía, aunado al hecho de que debía cargar con el peso de sus dos acompañantes. Akaashi, quien notó que el otro hombre tropezó en un par de ocasiones, no tuvo más remedio que acercarse a él y con un movimiento sutil, pasó un brazo de Bokuto por encima de sus hombros y le ayudó a caminar.

Caminemos lento— propuso Akaashi muy cerca de su oído—. Ya estamos cerca.

Bokuto asintió, con una leve sonrisa. Era imposible intentar ocultarle su cansancio al pelinegro. Aún después de todo el tiempo que llevaban juntos, a Bokuto aún le gustaba mantener esa apariencia de invencible estando frente a Akaashi.

Unos minutos más tarde, allá a lo lejos se vislumbró el techo de su hogar. Tsukishima dejó escapar un gritito ahogado de la emoción. ¡Al fin podrían dormir! ¡Su cama! ¡sus libros! Era imposible no echar de menos aquel sitio.

La ciudad de Fukurodani (1) había sido construida en lo alto de una montaña rocosa, rodeada de murallas que en algún momento se pensaron impenetrables, sus restos, sin embargo, ahora se notaban como siluetas en esa tierra de neblinas densas y terrenos escarpados. Mucho se decía de aquella ciudad fantasma y los viajeros más supersticiosos, incluso preferían tomar caminos más largos con tal de evitar aquellas callejuelas plagadas de construcciones vacías y edificios a medio demoler. Nadie era lo suficientemente valiente como para reclamar un pedazo de terreno en aquel sitio y ni siquiera el rey parecía tener intenciones de darle uso a esas tierras: Fukurodani había pasado a ser para el resto de los habitantes de Shion, una cámara mortuoria que era preciso evitar. Una prueba tangible de lo que podría ocurrirle a cualquier poblado por atentar en contra de su rey.

Para Bokuto, sin embargo, aquella ciudad siempre había sido —y seguiría siendo—, su hogar. Fue por ello que optó por hacerse de un pequeño refugio a las afueras y cuando la familia se  «agrandó» tras la llegada de Tsukishima a sus vidas, fue momento de buscar una mejor guarida.

Los tres viajeros se detuvieron al llegar a un puente de piedra, encima de un riachuelo que permanecía casi seco la mayor parte del año. En el otro extremo del puente, se dibujaba un camino de tierra que se bifurcaba en varios más, conforme se acercaba a los vestigios de la ciudad. Encima de este puente, sin embargo, la torre de vigilancia que en su momento sirviera con acceso a la ciudad, mantenía la pesada reja de hierro completamente cerrada. En un costado de esta torre, se alcanzaba a ver una puerta de madera y si se observaba con detenimiento, pequeños recovecos entre las piedras que daban forma a la torre y donde algunas aves solían anidar.

En cuanto entraron a la torre, el aroma a hierbas y leña se dejó sentir. Dentro de aquella edificación, si bien no muy espaciosa, contaba con lo necesario para ser llamada un hogar: una pequeña cocina, una suerte de sala de estar, un baño y dos dormitorios, todos conectados con una larguísima escalera de madera fija en la pared tan larga como la mismísima torre.

Una vez que se deshicieron de los abrigos, Tsukishima se apresuró a encender la chimenea, dejando caer dos pesados troncos que comenzaron a arder con facilidad, y pronto devolverían la calidez habitual al sitio. Los dos adultos, por su parte, se ocuparon de otras labores. Akaashi sirvió agua fresca para los tres y Bokuto rebuscó en una de las pequeñas cestas de la cocina, unos toscos trozos de pan que devoraron en un santiamén.

Cuando Tsukishima anunció que se iría a la cama, los dos búhos lo secundaron. El niño, quien dormía en una especie de ático, con varias ventanitas adornadas con vitrales en los que se podía observar aún el escudo de Fukurodani, se sacó la ropa sucia, lanzó los zapatos a un rincón y se asomó por una de las ventanitas. Le encantaba la aventura de los viajes, pero también le encantaba su torre y poder vigilar desde ahí, las solitarias planicies. En el suelo de madera, había pilas de libros que comenzaban a tornarse peligrosamente altas y es que Tsukishima se había dado a la tarea de rescatar todos esos libros en sus pequeñas misiones, como el les llamaba, cuando se introducía en la ciudad fantasma en busca de tesoros. Apretujada entre las pilas de libros y otros enceres que el niño guardaba con recelo, se encontraba una cama sencilla, dispuesta con varios almohadones sólo para él.

Tsukishima dio unos pasos hacia atrás y tomó velocidad, tanto como le fue posible, antes de lanzarse de cara a la cama, haciendo que las plumas de las almohadas salieran volando por los aires. En la planta baja, Akaashi y Bokuto sonrieron al escuchar el crujir del techo antes de que el silencio reinara: Tsukishima al fin se había quedado dormido.

—¿Te apetece un baño? —ofreció Akaashi.

—Creo que necesitaré más que un baño para sacarme este olor a tierra— bromeó Bokuto, haciendo un gesto de asco al tiempo en que se olía bajo los brazos.

Akaashi sonrió levemente antes de perderse de vista. Minutos más tarde, anunció que todo estaba listo. Bokuto canturreó quedamente, notoriamente emocionado.

El agua caliente en la tina de madera, que ya había inundado de vapor el pequeño cuarto de baño, emanaba un aroma dulzón que Bokuto no pudo identificar. Akaashi entró en el baño tras él y aunque en un principio Bokuto creyó que sería sólo para dejar el perol con agua hirviendo que había traído consigo, le sorprendió ver que Akaashi observaba hacia un costado de la puerta, aun fijo en el mismo lugar.

—Quítate la ropa— dijo Akaashi en un tono que oscilaba entre imperativo y seductor.

Bokuto enrojeció de inmediato; la voz de Akaashi podía llegar a tener en él efectos que ni el mismo Akaashi parecía notar.

 —Necesito echarles un vistazo a tus heridas— agregó Akaashi sin inmutarse o percatarse de que desvanecía esa nubecilla rosa que se había formado en los pensamientos de Bokuto.

—Akaashi! — se quejó Bokuto y entre murmullos inteligibles, se fue despojando de sus prendas una a una, con cierta parsimonia, hasta que finalmente quedó desnudo de espaldas a Akaashi.

El pelinegro por su parte, lo miró con mal logrado disimulo. Bokuto, quien podía llegar a ser un sujeto de carácter afable y ruidoso, mantenía una apariencia masculina tan propia de los guerreros de aquella tierra: una musculatura bien marcada y una serie de cicatrices, algunas menos visibles, en gran parte de su cuerpo.

—No sé de qué te preocupas —comentó Bokuto aún de espaldas a él—. El hechizo ha funcionado de maravilla, ¡no me duele nada!

—¿Nada? —inquirió Akaashi pasándole una mano por la espalda.

—Bueno, tal vez me duela un poco el cuerpo, pero creo que a ti también te estaría matando la espalda si hubieras estado dormido una semana sobre la tierra.

Akaashi sonrió. Ni siquiera un ataque tan feroz como el que había sufrido Bokuto, le arrancaba esos atisbos de buen humor que llegaban a tomarlo desprevenido.

Cuando Akaashi se aseguró de que el otro hombre no tenía ninguna herida abierta, le indicó que se metiera a la tina. Bokuto siguió la indicación sin chistar; no podría negar que le encantaba sentirse mimado.  Con el mismo esmero y paciencia que Akaashi procura en todo, se dedicó a lavar el cabello de Bokuto mientras lo escuchaba hablar del clima, de la comida y de las decenas de liebres que atraparían al día siguiente cuando instalaran algunas trampas.

Eran raras las ocasiones en que Bokuto se sumía en un completo mutismo y generalmente, era cuando se perdía en la mirada de Akaashi, pero ahora era distinto, porque el tacto de Akaashi parecía transmitirle todo ese cariño que en ocasiones no expresaba con palabras. Absorto, Akaashi lavó su espalda, sus brazos, sus manos y cuando fregaba los hombros ajenos, se detuvo de repente.

—Akaashi? —le llamó Bokuto, girando levemente el rostro.

El mencionado dejó escapar un pesado suspiro, al mismo tiempo en que lo abrazaba por detrás. Solamente en la privacidad de aquel abrazo, podía permitirse ser sincero.

—Tuve miedo de que no funcionara mi hechizo —confesó Akaashi quedamente para sorpresa del otro—. Jamás me imagine que aquel librillo fuera capaz de tanto.

—No pienses en eso, Akaashi—susurró Bokuto, aun entre sus brazos—. Si alguien tuviera el poder de levantarme de entre los muertos, serías tú ¡no lo dudes!

Akaashi hundió su rostro en el cuello de Bokuto y lo besó muy cerca de la mandíbula. 

Bokuto sabía que había sido muy tonto, ahora se daba cuenta de ello. Y aunque de cierta forma la preocupación de Akaashi lo hacía sentir culpable, también le hacía sentir una tremenda felicidad que no supo expresar más que con torpes y espumosos besos sobre su frente a causa de las burbujas en la tina.

«Te preocupas demasiado» solía decirle Bokuto, pero Akaashi ya no estaba seguro de que pudiera restarle importancia a la seguridad del otro búho, mucho menos ahora que habían comenzado a encontrar vestigios de hechicería más oscura y maldiciones más difíciles de evadir.

Se fueron a la cama faltando poco para el medio día. La habitación que compartían, a diferencia del improvisado dormitorio de Tsukishima, tenía un vitral de tonos azules y violáceos que iluminaba el reducido espacio apenas un poco, ideal para el descanso de aquel par de aves nocturnas. Bokuto se dejó caer con pesadez sobre la cama mientras Akaashi cerraba una cortina añil que les aseguraría un par de horas de privacidad. A un costado de la cama, había una pequeña mesita de noche con una lampara a gas apagadas y pegado a la pared, una vitrina con frascos multicolor y más libros; una pila de abrigos en un rincón y una minúscula mesita de madera que fungía como escritorio.

A pesar del cansancio, Bokuto observó con atención la silueta de Akaashi andando entre sombras. Esa era otra de sus partes favoritas del día: el pelinegro se sacaba la ropa a tientas y ya estando en paños menores, tomaba una cajita de fósforos del cajón del escritorio y encendía una varita de incienso; esperaba a que el humillo comenzara a emanar de la varita y la dejaba reposar en un quemador con forma de flor de loto que tenían sobre el escritorio. Terminado este ritual, Akaashi se metía en la cama, bajo las gruesas frasadas. A Bokuto le encantaba sentir los fríos dedos ajenos resbalándose sobre sus brazos, e invitándolo con sutileza a que le abrazara por la espalda. Sólo así lograba descansar con tranquilidad, teniéndolo entre sus brazos, aspirando el aroma del cabello de Akaashi hasta que el sueño lo vencía.

 

Notas finales:

(1)  La ciudad de Fukurodani está inspirada en la ciudad de Mardin, Turquía. En la historia, a pesar de que son parte de una misma nación, cada isla tendrá un estilo diferente en cuanto a su arquitectura y demás detalles.  


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