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Confía en mí por Majo Walles

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Confía en mí

 

 

Podía escuchas los gritos a su espalda, la maldición lo seguía, los lamentos no los podría olvidar por el resto de su vida.

Soñaba con tener una vida tranquila junto a su padres, pero su madre fue acusada de brujería y quemada en la pila de fuego. Su familia se destruyó ese día. Sólo tenía doce años.

Su padre callo en el alcohol y pasaba todo el día y parte de la noche en la taberna del pueblo.

Su hermano se fue con solo dieciséis años y lo dejó atrás.

Con sólo catorce años era el único que cuidaba de si mismo.

El pueblo lo miraban mal, después de todo era el hijo de una bruja y eso no se podía revertir. Sólo tenía un camino en la vida, irse de ese pueblo que tanto le dio y tanto le quito. O quedarse, cabeza gacha y tratar de sobrevivir.

No quería dejar a su padre solo.

Una decisión que cambiaria su vida, por que pese a saber que las mujeres acusadas de brujería eran simples mujeres que tenían el valor de levantar la voz, su madre si lo era… él lo era.

 

-Esto no lo puede saber nadie, Taiga -le decía su madre al mezclar una poción para dormir- serán un gran hechicero algún día, hijo, el don está en ti -dijo acariciando su rostro infantil. Taiga sólo tenía 10 años y ya podía preparar pociones de baja complejidad.

-Pero, mami, nosotros no somos malos ¿Por qué nos tienen miedo?

-Por que la gente le teme a lo desconocido, ellos no tienen tu don, ellos creen que todo lo que desconocen es malo.

-¿Podrías enseñarles, eres muy buena?

-No es tan fácil -dijo cerrando el vial. Luego tomo unas piedras de colores brillantes que canalizaban sus energías y cerrando los ojos para decir un hechizo verbal.

Taiga veía con la ilusión de un infante los colores hermosos que rodeaban la habitación secreta de su madre, esa que ni su padre ni su hermano mayor conocían.

 

Pero ahora huía de su hogar, rompió la regla principal de su madre. Dijo la verdad, dijo que era un hechicero. Sus amigos, los únicos que tenía y creía leales, le dijeron a sus padres, ellos fueron por el con antorchas, iban a quemar su casa, los gritos de odio lo estaban cegando, su corazón era bondadoso, el no les quería hacer daño, pero llamaron a su difunta madre de horribles maneras y eso desencadenó su poder. Un poder que su madre veía pero que el quería mantener dormido, un poder que encendió mas las antorchas, un poder que hiso volar esas mismas antorchas a las cosas de construcción ligera y prendieron fuego al pueblo.

Tenía que huir, tenía que escapar, podía escuchar los casquillos de los caballos de los caballeros cruzados impulsados por la santa iglesia para eliminar a todas las brujas.

Si lo atrapaban lo matarían, lo quemarían tal como lo hicieron con su madre.

Los casquillos de un caballo estaban muy cerca, lo atraparía… lo hicieron

Sintió como era tomado desde su chaquetilla y elevado para quedar sobre el lomo del caballo, se puso a patalear y gritar para que lo bajaran.

-Tranquilo, Taiga, te sacaré de aquí.

Eso detuvo toda su pelea, conocía esa, la reconocería en cualquier parte del mundo.

Era Daiki… el padre Daiki.

Daiki era el párroco del pueblo, el representante de Dios… o de la iglesia.

Se detuvo un momento para que Taiga pudiera sentarse bien sobre el caballo y luego de estar bien aferrado a la espalda del párroco, empezó su trote.

Cabalgaron durante horas hasta llegar a una cabaña en medio del bosque, lejos de todo el mundo.

Cuando descendieron Taiga no sabía que hacer, no sabía que decir.

-Confía en mí -dijo el padre Daiki… y así lo hizo.

 

Seis años después.

 

El padre Daiki estaba cansado, había sido difícil que le dejaran partir en el pueblo, después de todo era una autoridad en el lugar, tenía que estar presente en los juicios de brujas, que cada vez eran menos, pero que siempre aparecía uno que otro. No como hace años, claro está, pero las cosas nunca se tranquilizarían.

Bajó de su fiel caballo y llegó a la cabaña roída por el tiempo, un lugar tenebroso y al cual nadie se acercaría por cuenta propia.

Adentro era completamente diferente, había flores por todos lados, frascos de vidrio, y exquisito aroma de las hiervas cocinándose en el caldero de la chimenea.

-¿Taiga, en dónde estás?

-¡Ya subo!

Daiki se dejó caer en la silla de madera junto a la ventana, ese lugar fue el mejor refugio que pudo encontrar para Taiga.

Había prometido a María, la madre de Taiga, que lo protegería.

Había conocido a la mujer cuando era joven y esta salvó a su madre con sus hiervas, sabía, pese a su creencia religiosa, que las pócimas creadas con hiervas y raíces no hacían más que ayudar. Dios les dio la habilidad de prepararlas.

Taiga apareció con un canasto lleno de flores frescas.

-¿Vas a preparar algo?

El muchacho, ya de veinte años, se sonrojó como siempre al ser descubierto por el padre.

-Me asustó, pensé que estaría en la cocina.

-así que ya sabes que pasó en tu cocina.

-Tengo un don -dijo el chico.

-Más de uno, Taiga, más de uno -dijo siguiéndolo a la cocina, donde efectivamente, en le fogón había un caldo de res.

-Serviré la cena en un momento.

-Espera, Taiga, primero ven -le dijo sentándose a la mesa y poniendo un paquete envuelto en papel café y amarrado con una delgada cuerda.

-¿Qué es eso? -preguntó curioso.

-Ábrelo -dijo casi con emoción.

Taiga tomó el paquete entre sus manos y lo miró a los ojos tratando de buscar el porqué de ese paquete, pero Daiki estaba empeñado en no decírselo.

Abrió el paquete y sonrió al ver las piedras de sus madres entre unas telas rojas.

-¿Cómo las encontraste?

-Tu padre -dijo suspirando-, no sé como supo que te tenía escondido, pero vino a mí, me entregó esas cosas y se fue, sólo me dijo que tú les darías un buen uso, que tenías el don de tu madre y un corazón puro.

-¿Sabes algo de mi hermano?

-Nada… Taiga, no quiero que tus ánimos decaigan.

-No lo haré… mientras estés a mi lado.

-Sabes que eso no puede detener tu ánimo, Taiga, su majestad puede sacarme del pueblo en cualquier momento.

-Pero si te vas… ¿me llevaras contigo? -preguntó angustiado. Daiki era su único nexo con el mundo, ese mundo que le había dado la espalda, que asesinó a su madre, que le había dejado casi huérfano y lo mantenía en la clandestinidad.

-Sabes que te llevaré donde sea -dijo dándole una sonrisa y sosteniendo su mano.

-Te serviré un plato de caldo, luego me podrás contar que es lo que pasa en el pueblo.

Pero eso no pasó, Taiga, luego de darle comida, le sirvió una copa de vino, el mismo que trajo como regalo para el joven la semana anterior.

Rieron toda la tarde, Taiga preparó una poción para hacer crecer más rápido las plantas y se las entregó para que la mezclara con el agua del regadío y así agilizar el crecimiento de las plantas que consumían las personas del pueblo.

Luego Taiga le pidió que le hablara de su madre cuando era joven y Daiki se sentó con él junto al fuego y le contó de maría, le dijo cuando se enamoró de su padre y que fue él mimo quien le bautizó cuando se consagró como cura.

Taiga disfrutaba de esos momentos, sabía que en cualquier momento Daiki podía ser descubierto y los mismos caballeros templarios podrían darle muerte cuando supieran que cuidaba de un hechicero, pero juró a Daiki, que nunca utilizaría su don en contra de las personas y el padre le creía, lo conocía, sabía de su corazón noble y lo amaba tal como era.

Lo amaba

Así mismo se lo dijo cuando Taiga cumplió diecinueve años, cuando no pudo callar más y confeso sus sentimientos, sentimientos que fueron bien recibidos por el joven, y que sabía que tenía que compartir con Dios.

No así su cuerpo.

Le cuerpo de Daiki le pertenecía, lo hacía delirar en noches como esta cuando la luna los iluminada sobre el lecho de Taiga, siendo embestido por ese hombre que le doblaba la edad y le llenaba de besos y palabras de amor.

El sudor caía por sus cuerpos y le daba a Daiki una imagen celestial de su amante. Ese amante que protegería de todo y de todos, que no permitiría que fuero encontrado y llevado a la pira mortuoria como a los demás que el mismo había visto arder. No, Taiga solo ardería sobre su cama y entre sus brazos.

Dios los perdonara, pero ellos se amaban.

 

 

 Fin


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