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El fuego bajo el hielo. por RLangdon

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Con presteza, hundió la punta del afilado cuchillo para deslizar firmemente la hoja a lo largo de la carne. Un centímetro y medio de grosor eran precisos para que el filete luciera lo suficientemente apetitoso ante la vista de cualquier comensal. Sin embargo, no se trataba de cualquier 'simple' comensal. En esta ocasión, el invitado de honor no era otro que su paciente y mejor amigo. La única persona que podía ver a tráves de sus múltiples velos, el único que le entendía, que lo leía en apenas un fugaz intercambio de miradas.

Prontamente encendió las velas y se cercioró de que los cubiertos se encontraran dispuestos en el orden correspondiente. Había puesto tres lugares en la mesa. Ni uno más, ni uno menos.

Estaba por doblar la tercera servilleta cuando los golpes a la puerta interrumpieron su labor. Si había que resaltar una de las múltiples cualidades de su invitado, la puntualidad en este caso, sería la adecuada.

La alfombra persa amortiguó sus pasos a lo largo del corredor mientras la suave melodía de Goldberg inundaba la estancia.

—Will. Pasa.

En algún otro momento, en algún otro lugar, probablemente Hannibal Lecter habría dudado. Pero no allí. Y definitivamente no de él.

Múltiples veces se había cuestionado si la policía arribaría a su domicilio junto al récien llegado. No obstante, había decidido desechar tales ideas desde el despuntar del alba. No era una velada para dedicar a las hipótesis después de todo.

Cerró los ojos cuando Will pasó de largo a su lado. Los aromas de la loción de afeitar y colonia quedaron impregnados en sus fosas nasales por varios segundos. Era una mezcla de cítricos con suaves notas amaderadas, quizá almizcle.

Era delicioso.

Todo en Will Graham era exquisito. Desde su fisonomía, hasta su aroma.

Claro que, externizarlo verbalmente, estaba fuera de lógica.

—¿Esperas a alguien más?

El cuestionamiento le abordó tan pronto como hubo llegado a la mesa.

—No seas impaciente, Will. —murmuró en respuesta. —Las sorpresas vendrán a su debido tiempo.

Tomó la botella de vino de la bandeja con hielos y la giró con suavidad.

—Chianti Montalbano. De la provincia de Prato— extrajo el sacacorchos y vertió una cantidad generosa en cada copa, ofreciendo la primera a su invitado de honor.

La mirada de Will se agudizó, su ceja izquierda se elevó ligeramente.

—Exactamente, ¿Qué se supone que estamos celebrando, Hannibal?

El interpelado esgrimió una sonrisa neutra mientras alzaba su copa. Había tantas razones para celebrar. La libertad, el hecho de seguir con vida, pero lo más valioso dentro de lo mundano, la cercanía, el hilo (o cadena) invisible que les ataba el uno al otro.

—Esta noche brindaremos por el comienzo de una nueva vida.

Fijó sus ojos en los de Will mientras se llevaba la copa a los labios. Aún no terminaba el último trago cuando la delgada silueta entró al comedor y tomó asiento.

Enormemente satisfecho, vio a Will titubear y recorrer su silla hacia atrás, escéptico por la presencia de la récien llegada.

—¿Ab...Abigail?

La susodicha forzó una sonrisa, tensa al principio, pero relajada al cabo de unos segundos.

—Hola, Will.

**

La cena había terminado, las dudas habían sido resueltas, pero la contrariedad persistía en el rostro de su paciente.

Con lentitud, le extendió el cuadernillo junto al bolígrafo. Pasaba de las once de la noche, pero había tiempo de sobra para una sesión. Siempre habría espacio en su agenda para una sesión con Will Graham.

—Me siento manipulado.

Las palabras afloraron pausadamente de los labios de Will. A juzgar por su expresión, debía estar atrapado nuevamente en una batalla mental sobre lo que quería y lo que consideraba moralmente correcto.

—¿Cómo te llamas?— lo alentó para que escribiera y, luego de varios minutos de indesición, vio con regocijo como Will trazaba un círculo irregular, similar a una parábola. Los números del reloj los había ubicado unos dentro y otros fuera, mientras las manecillas pendían por encima de todos los trazos.

—Me llamo Will Graham, son las once treinta y siete de la noche, y estoy en Baltimore, Maryland— hizo una pausa y bajó la libreta. —Doctor Lecter.

—Dime, Will— entrelazó las manos bajo su barbilla y fijó su mirada en el aludido.

—¿Cuál es el objeto de todo esto?

Hablaba de la terapia, por supuesto. La había tenido a diario luego de que fuera incriminado como principal sospechoso de la muerte de Abigail. Entonces se perseguía un fin. Aunque no para Hannibal. Él solo quería saber en qué estado se encontraban los reflejos, los recuerdos, en resumidas cuentas, la mentalidad de su paciente.

—Es parte de la rutina— respondió con simpleza. —Y ante todo— tras un breve escrutinio, abandonó su silla y rodeó el escritorio para tomar la mano de Will entre las suyas. —Sigo siendo tu psiquiatra— dejó que sus yemas recorrieran los ásperos nudillos y se inclinó levemente para aspirar el tan pretendido aroma corporal de su nuca.

Lo sintió estremecer cuando la punta de su nariz ascendió verticalmente hasta su oído.

—No me has dicho si te gustó la sorpresa. — susurró.

Por toda respuesta, Will apresó su mano entre las suyas.

Resultaba curioso a ojos de Hannibal como la susceptibilidad psicológica de Will Graham había terminado por sacar a relucir su verdadera naturaleza. En cierto modo, estaban hechos el uno para el otro. Se pertenecían. Eran la dualidad convergiendo, el complemento perfecto del contrario. El uno llenando el vacío del otro.

Dos vidas, ambas llenas de traumas, de múltiples traiciones, decepciones y muertes. Era precisamente la gloriosa idea de la muerte aquello que, a su vez, reconfortaba a Hannibal. El simple hecho de saber que sus vidas podían acabar en cualquier instante, era lo que le permitía apreciar por completo y al por mayor la belleza del arte, del presente. El horror y las delicias que un mundo tan despiadado les ofrecía día a día.

Will y él eran, asimismo, la bala y el gatillo. La taza al borde de la mesa que por ningún motivo debía romperse. Al menos no de momento.

Se disfruta de aquello que se posee, y actualmente, aunque redundante, lo que Will y él poseían, era el ahora.

**


Había algo allí dentro que le ponía nervioso. No era la primera vez que visitaba la casa de Hannibal, y sin embargo, era como si en cada ocasión, notara algo diferente.

Su vista vagaba por la estancia, se perdía entre las gruesas pastas de libros exhibidos en los estantes, después retornaba a las pinturas, tratando de descifrar algún mensaje oculto que estuviera reflejado en las peculiares pinceladas de Goya o de Botticcelli.

Se asfixiaba allí adentro. Ya fuera por la enormidad del salón, o por la complejidad de todo lo que le envolvía. Lo cierto era que Will Graham se ahogaba dentro de su propia piel, puesto que ya no se sentía como él mismo. Había sufrido una metamorfosis a la inversa. Se había convertido en la amenaza que rondaba en la profunda y densa oscuridad del bosque.

Ahora, él era el alce.

¿Quién había ganado la batalla?

¿Quién había influenciado a quién?

Ya no estaba seguro de nada. Salvo de haberse probado un disfraz que ahora se había encarnado. Se veía actualmente reflejado en las abisales pupilas de Hannibal lecter y podía garantizar que se encontraba frente a un espejo. Eran el reflejo del contrario.

Sin advertirlo, empezó a aspirar hondas bocanadas de aire, de nuevo caía un manto sobre sus recuerdos.

¿Qué estaba haciendo allí? ¿Por qué no escapaba?

—¿Will?

De pronto, todo dejó de girar.

Su ritmo cardíaco se normalizó, el suelo se estabilizó, y su obstruida mente se despejó.

¿Era acaso la voz de Hannibal lo que le mantenía en tierra firme?

¿Era el destripador de Chesapeake su único cable a tierra?

Todos le habían dado la espalda. Todos le habían traicionado. Alana, quién fuera el amor de su vida. Jack, quién pretendía usarle vez tras vez para la resolución de crímenes, siempre llevandole al límite. Bedelia, la única que le creyó y aún así se rehusó a ayudarlo.

El único que le quedaba era Hannibal. El monstruo al que pretendía humanizar, perdiendo él mismo su propia humanidad en el proceso.

Tuvo que cerrar los ojos y asirse del hombro de Hannibal para no caer. Todo era tan confuso, tan bidimensional.

Poco a poco abrió los ojos. Sudaba frío, y el suave toque de la mano de Hannibal sobre su mejilla solo lo adormeció aún más.

—Tienes fiebre. Necesitas descansar.

Nadie le creyó. Aún cuando había señalado directamente al culpable.

Para todos, él había sido el culpable.

Y para él, ahora todos ellos no existían más.

Porque ahora, tenía una familia. Hannibal Lecter y Abigail Hobbs lo eran todo en su vida ahora.


**
Permaneció quieto unos instantes cuando lo sintió deslizarse por la amplia y mullida cama.

—Acabo de darme cuenta— masculló con la vista fija en el techo. —De que no soy un juguete del destino, sino el tuyo, Hannibal.

—¿En verdad crees eso, Will?

Su cuerpo se puso rígido cuando Hannibal se acercó más a él con el afán de establecer contacto visual. Hannibal estaba encima suyo, lo tenía acorralado contra su cuerpo, y le observaba apoyado sobre ambos codos, mismos que mantenía a los costados de sus hombros, restringiendole toda vía de escape.

Siempre analizando, captando cualquier movimiento de su parte.

Will contuvo a duras penas el aliento. La cercanía entre ambos tenía un efecto entre sedante e hipnótico. Se perdía y volvía en sí. Se desvanecía en los ojos de Hannibal, y se extraviaba en la oleada de emociones que azotaban su bajo vientre sin piedad.

Necesitaba de él, casi tanto como necesitaba respirar. Le odiaba a la vez que le amaba. La eterna contradicción de no poder vivir con, ni sin él.

—Me aislaste de todos para poder tenerme. —le increpó. —Te llevaste a mis amigos, y me dejaste sin nada. Me hiciste creer que estaba demente y conservaste a Abigail hasta tener la certeza de que me quedaría contigo. Querías retenerme a tu lado a cualquier costo.

El rostro sereno permaneció inmutable, sosteniendole la mirada como si aguardara alguna otra recriminación en su contra, pero, al ver que no llegaba, flexionó aún más sus brazos.

Sus labios ahora se rozaban en una íntima y letal caricia.

—¿Lo logré, Will?

Will asintió, silente, y al hacerlo, sus labios sellaron la que, a la larga, sería la condena de ambos.


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