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Ti amo. por RLangdon

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Todos estaban de acuerdo en que Andrés de Fonollosa, alias Berlín, era un cabrón bien hecho y derecho. Un hombre egoísta, narcisista, y egocéntrico. Con hambre de poder y ansias de liderazgo.


Eso pensaba Marsella. Y lo mismo opinaba Bogotá. Pero para Martín, Andrés de Fonollosa era mucho más que un ser arrogante y quisquilloso.

Berlín poseía aquellos aires suyos tan aristocráticos, y su manera de conducirse era tan refinada, que solía exacerbar los nervios de sus compañeros y ¿Por qué no?...de su propio hermano.

Era cínico, déspota. Gustaba de alzarse el cuello a la menor oportunidad posible. Y si había una reunión en el desayuno, mientras el grupo discutía sobre cualquier tópico, era Berlín el encargado de decirte (No sin emplear una nota de mal humor en el tono) cómo debías sostener el tenedor y el cuchillo de tal guisa que no quedases como un mandril ante el resto de veteranos.

Martín rara vez se perdía alguna de las jugadas maestras (Tan vilmente catalogadas como canalladas) de Berlín. Lo seguía a todas partes, y le apoyaba en todo momento. Todo esto era bien sabido por el profesor, quién veía con ojo crítico la situación.

Que no era correcto, que tenían que ser objetivos y evitar involucrar sentimentalismo de por medio. Dicho en tres palabras, enamorarse estaba mal. No debían hacerlo, no con un futuro atraco a cuestas, y por supuesto, no entre ellos.

Hacerlo les traería posibles problemas y estaba fuera de discusión. Porque, una persona enamorada, esta idealizando al objeto de sus sentimientos. Un enamorado no es capaz de conducirse adecuada, lógica y prudentemente. No se es diligente, sino impulsivo. No se es crítico, sino maleable a causa de sus emociones. El amor te impide ver el escenario en cuestión desde diversos aristas. Te restringe, te ata, te ciega y te entorpece. Y al estorpecerse uno, se vienen los planes abajo.

Eso había dicho el profesor. Y aunque Martín, alias Palermo, odiaba tan cruenta y fría ideología, no podía sino atenerse a las reglas.

Pero ya era tarde. Se había enamorado perdidamente de Berlín. Había sucumbido, se había doblegado ante el sentimiento.

Y creyó falsamente que podría enamorarlo, que conseguiría traspasar sus emociones a Andrés y que, juntos, se apegarían al plan que habían estado elaborando desde años atrás. El más grande atraco al banco nacional de España, y ellos saldrían victoriosos, se llevarían el oro y se comerían el mundo si se les pegaba la gana.

Que equivocado estaba.

Se vistió el frac negro que había dejado sobre la cama la noche anterior, ignorando los múltiples mensajes en su móvil de que se diera prisa o se perdería los votos matrimoniales.

Martín Berrote se sentó al borde de la cama, sintiéndose obtuso, completamente afligido e incapaz de asumir (Y aceptar) que perdería de una vez por todas al amor de su vida.

Años de mutuo apoyo, de atracos, de amistad, de viajes. Y todo para nada. Porque para Berlín seguía siendo un simple camarada. Y lo sería hasta el final de sus días, no le cabía la menor duda de eso.

A Berlín le quedaban escasos tres años de vida. Y había preferido pasarlos junto a Tatiana, su futura esposa.

Y pensar que un par de meses atrás, Berlín lo había encarado para que le expusiera sus sentimientos. Para que le dijera lo que su hermano Sergio venía sospechando desde hacía tiempo.

No había sido fácil escuchar a Berlín limitándole, diciéndole y exigiéndole lo mismo que ya oído de boca del profesor. Que si era una tontería, que debían tener la mente y el corazón despejados para poder centrarse.

Sin embargo, lo más doloroso de todo, había sido oírle decir que nunca correspondería a sus sentimientos por el simple hecho de que no era mujer.

Eran almas gemelas, se entendían mejor que nadie, pero no bastaba.

Aquel día, Berlín le había besado de tal forma que, por un ínfimo instante, Martín dudó de todo su anterior discurso. Creyó erróneamente que después de ello, Andrés quedaría convencido de sus genuinos sentimientos y le daría una oportunidad. No obstante, solo le oyó reafirmar sus palabras antes de dejarle allí, solo, desolado y a merced de un vacío incapaz de ser llenado con nada.

Antes de abandonar el departamento, Martín inspiró profundo. A sabiendas de que debía estar presente en una fecha tan importante para la persona que seguía amando.

**

Mientras se adentraba más al corredor a espaldas del monasterio, Martín fue dejando tras de sí todo rastro de melancolía. Con cada paso que daba hacia el jardín, en dirección de la música, se iba deshaciendo de todo vestigio de tristeza.

Se dejó impregnar por la dulce melodía y su vista vagó por los múltiples adornos y arcos florales. Desde Dalias, hasta orquídeas y tulipanes.

El coro entonaba una lenta balada en tanto Berlín y Tatiana bailaban al suave ritmo de la melodía. Ocasionalmente se miraban, se sonreían, se perdían en el otro y se susurraban palabras al oído.

Martín apenas reparó en ellos, se detuvo. Ver aquel dejo de ensoñación en el rostro de Andrés, le sentó agridulce. Cambió al cabo, la trayectoria de sus pasos, para dirigirse a una de las mesas en derredor.

Sergio Marquina estaba sentado solo, bebiendo de cuando en cuando de su copa de champan.

—¿Puedo?— preguntó Martín, recorriendo la silla a su lado.

Sergio lo observó, callado, su expresión dejaba entrever sorpresa. Posiblemente no le esperaba. Y con justa razón. Sólo un idiota y masoquista asistiría a la boda de la persona de la que esta enamorado. Martín no era, ni lo uno, ni lo otro. Pero quería a Andrés, lo quería demasiado. Y si Andrés quería que asistiera a su boda (Aún a sabiendas de sus sentimientos por él), lo haría.

—Esto es un error— pronunció Sergio, mirando hacia la pareja. —Le he dicho una y otra vez que esperara hasta que se haya ejecutado el plan con éxito. Pero Andrés...

—No escucha razones— completó Martín, sirviéndose un trago de champaña.

Sabía lo mucho que Andrés quería a Tatiana, pero se cuestionaba insistentemente si en realidad la amaba.

¿No sería alguna treta para hacerle sucumbir a él de sus sentimientos?

¿Era esa la forma en extremo sádica de Berlín para mantenerlo a raya?

Su forma de salvar el plan del atraco. Porque, a pesar de las múltiples discrepancias que tenía Martín con El profesor, siempre coincidían en una cosa.

Nadie le era más fiel y estaba más prendado al plan del atraco al banco de España, que el propio Andrés de Fonollosa.

Y no era para menos, pues habían invertido años en trazar, idear y pulir detalles. Y aún les quedaba al menos un año más para perfeccionarlo.

—¿Tatiana ya lo sabe?— tras minutos sin decir nada, se atrevió a preguntar.

El profesor se ajustó las gafas segundos antes de negarlo.

—Tatiana desconoce por completo su condición. Traté de convencerlo de que se lo dijera, pero no hubo manera.

Internamente, Martín se sonrió, suspiró y se dio ánimos para ir a felicitar a la pareja.

Ya en la pista y acompañados de Marsella y Bogotá, el ambiente se tornó más amigable, más ameno y apacible. Pronto Sergio se unió al convite. Y así, juntos, abrazados y bailando al son del coro que ahora interpretaba "Ti amo" de Umberto Pazzi, toda emoción negativa quedó en el olvido.

La noche transcurrió entre risas, bromas y varias copas de champaña.

Listo para irse, Martín felicitó una vez más a los recién casados y enfiló hacia el corredor de piedra. Se sentía extremadamente cansado y su mente se negaba de cuando en cuando a procesar que era el final, que lo había perdido para siempre y no había manera de recuperarlo.

Nunca serían nada. Ese era su designio. El único consuelo que le quedaba ahora, era saber que no lo dejarían fuera del plan. Era su plan, después de todo, o al menos una parte.

Y aunque egoísta, Berlín se las había ingeniado para dejarlo aún dentro.

Miró por última vez encima de su hombro. Andrés le sonreía. Aquel gesto tan pagado de sí que siempre pretendía transmitir que todo estaba bien.

Y lo estaba.

Martín le devolvió el gesto y siguió su camino. Quizá cuando llevaran a cabo el atraco juntos, o cuando Tatiana descubriera lo de la enfermedad degenerativa y los pocos años de vida que tenía Berlín por delante, podrían empezar una historia aparte.

Después de todo, los dos eran almas gemelas.

***




Hacer las cosas por su cuenta, le había sentado relativamente bien a Martín. Había invertido los últimos seis meses en pulir aspectos relacionados a atracos a guante blanco. Joyerías, camiones transportadores. Nada grande en realidad. Y por supuesto, nada tan alucinante como el plan maestro dedicado exclusivamente al Banco nacional de España. Ese era el premio mayor, y se había asegurado de acudir cada fin de semana al monasterio para reunirse con Andrés y Sergio.

Por horas, los tres se abstraían y discutían hasta el último detalle del atraco. Aunque Sergio se mostraba siempre pesimista con el asunto.

Haría falta maquinaria costosa, personas de confianza, los mejores informáticos, al menos un medico que pudiera proveerles apoyo vía satélital. Se requería verificar constantemente los planos y hacer visitas esporádicas al banco para asegurarse de que todo embonara.

Tenían la ubicación y el conteo de las cámaras de seguridad. La localización de los puntos ciegos en las mismas. Sabían datos detallados sobre el personal, guardias de seguridad y el gobernador incluidos. Los botones de emergencia. Todo marchaba a la perfección. Sin embargo, había un detalle. A pesar del apasionamiento que demostraban acerca del plan, Berlín se notaba en cada reunión más taciturno y distante.

Ya no salían regularmente a divertirse, y en rara ocasión llegaban a idear algún atraco que no tuviera que ver con el principal.

Fue una fría noche a mediados de Octubre que Palermo recibió un simple mensaje de texto avisándole sobre una posible visita de parte de Andrés.

Y es que, claro, modales ante todo.

Nada más recibir el mensaje, Martín se dio a la tarea de beber. En menos de veinte minutos se sirvió cuatro tragos bien cargados de Whisky.

Nunca había vuelto a hacer alusión a sus sentimientos por Andrés, luego de que este le rechazara tajantemente en sus narices. Pero ¿Y si Sergio sabía que seguía en las mismas?

Ese cabrón entrometido debió decirle algo a Berlín otra vez. Y si era el caso, Martín ya podía irse despidiendo de formar parte del plan y del equipo

Con los nervios algo alterados por el alcohol, procedió a examinar los planos que tenía en su departamento.

Sabía que quedaban cabos sueltos. Los horarios podían cambiar, quizá hicieran alguna modificación o ampliación en los próximos meses. El personal podía no ser el mismo.

¿De cuántos furgones tendrían que valerse entonces?

Tomó un bolígrafo para marcar los estacionamientos y, cuando se disponía a hacer el segundo trazo, oyó la llamada en la puerta.

Sintiéndose indeciso, nervioso y angustiado, Martín dudó en atender. Temía admitirlo, pero Sergio tenía razón. El amor siempre representaría el punto débil de las personas. De ello se valían los secuestradores, los negociadores, los infames.

Volvieron a llamar. No, no abriría.

El talón de Aquiles era la persona por la que se está dispuesto a darlo todo.

Era el fin. Lo dejarían fuera esta vez, tendría que empezar a hacer el plan por su cuenta.

Cuando dejó de oír el insistente llamado, su cuerpo se relajó y su respiración, antaño agitada, se normalizó. No podía hacer frente a Berlín hasta estar seguro sobre qué diría, cómo se defendería y qué tan convincente resultaría.

—¿No deberías al menos tener la gentileza de abrir?

Rápidamente, Martín se dio la vuelta. Entre aturdido y confundido, vio la silueta de Berlín, quién, bamboleante a causa de la embriaguez, le sonreía ampliamente mientras daba vueltas a la llave en su índice.

—Una copia de la llave de la casa de tu camarada nunca está demás.

—Has estado bebiendo— le increpó Palermo. —¿Qué ha pasado?— trató de ayudarlo a sentarse, pero Berlín lo apartó hacia un lado.

—La bella y dulce Tatiana ya no quiere estar conmigo— canturreó sin detener su errático andar. — un cadáver viviente cuya fecha de expiración es incierta— tembloroso, extrajo el medicamento del interior de su saco. Sus manos no dejaban de temblar y, antes de que pudiera extraer la jeringa, el frasco se le resbaló y se hizo trizas en el suelo.

Martín se alarmó al oír la risa histérica de su compañero de atracos. Derrotado, Berlín lo observó.

—¿Recuerdas, Martín, el golpe maestro en los Campos Eliseos?— sin darle tiempo a responder, agregó. —Todos esos diamantes centelleaban como las mismas estrellas— río más fuerte y apartó a Martín cuando este intentó acercarse de nuevo. —Más de cuatroscientos diamantes. Le di algunos a Tatiana. Le regalé un bonito juego de anillos y le prometí una tercera parte de lo que obtuviera en el Banco de España.

Ante lo último, Martín reaccionó.

—Pero bueno, que le has contado hasta eso y ¿nunca se te ocurrió decirle sobre tu enfermedad?

Se arrepintió al segundo de haberlo dicho. Berlín había dejado de reír para pasar a mirarlo con aquella altivez impregnada de enfado.

Al verle acercarse en su dirección, Martín retrocedió, paso a paso, hasta que su espalda se encontró con el muro de concreto.

—¿Y tú, Martín? ¿Sigues esperando ese uno por ciento que me impide quererte?

Cuando Berlín cerró los ojos, Martín vaciló, recordando la primera y única vez que se habían besado. Colocó el dorso de su mano en medio para evitar que lo besara.

—Estás ebrio, Andrés. Voy a llamar a Sergio para que pase a recogerte.

Irritado, Berlín depositó un golpe seco contra la pared.

—Me ha pedido el divorcio— volvió a reír con ironía. —Me ha dicho que quiere un hombre con buena cálidad de vida. Se ha ido. La he perdido como a las otras— se sentó en la cama y se mesó el cabello con desespero. —Sergio acertó, como siempre lo hace. Anda y llama a ese idiota y dile que ya no tiene que preocuparse por nada.

A punto de marcar, Martín optó por colocar de nuevo el teléfono en la bocina. Fue a sentarse junto a Berlín y lo tomó de las manos.

—Ella no te merece— acarició los temblorosos dedos y al ver la expresión alicaída, supo que Berlín estaba reteniendo el llanto.

Era tan malditamente orgulloso que jamás derramaba una sola lágrima delante de alguien. Podría haber acudido a cualquier sitio, pero había ido con él. Porque sabía que Martín era el único que lo comprendía tan bien.

Lo abrazó en silencio, tratando de infundirle ánimos. Y aunque tenso al comienzo, Berlín recibió aquel afectuoso gesto.

—No quiero pasar el resto de mi vida solo, Martín. Si no fuera por el retroxil ya estaría tres metros bajo tierra.

Palermo negó con la cabeza y lo besó en la mejilla.

—No estás solo, Andrés. Nunca has estado solo. Estoy aquí y desde ahora te lo digo, no me iré a ningún lado y si me voy, te llevo conmigo.

Más relajado, Berlín sonrió.

—Es un bonito discurso, teniendo en cuenta que minutos antes no querías ni abrirme la puerta.

Despreocupado, Martín se encogió de hombros.

—Estaba leyendo los planos del...— las últimas palabras se atascaron en su garganta cuando Berlín se inclinó para estampar sus labios sobre los de él.

Su cercanía, su aroma, su contacto. Todo en Berlín resultaba altamente embriagador.

Se fundieron en múltiples besos. Los hubo cortos, largos, húmedos, castos. Y en cada beso una emoción diferente vibraba dentro de Martín.

Cuando finalmente Berlín se durmió a su lado, se abrazó a él. Algo le decía que al amanecer Andrés se comportaría como el mismo bastardo, cabrón, orgulloso de siempre. Cuando amaneciera volvería a perderle. Pero esa noche, era suyo.


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