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La Virgen y el Dragón por Arabela

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La luna, en su fase de llena, introduce su luz de plata por entre las cortinas de fina seda oscura que apenas si cubren las ventanas de la habitación en completa oscuridad; las velas lucen apagadas y se diría que todo es serenidad y paz en esa habitación, pues en la enorme y lujosa cama se ven las siluetas de dos figuras que yacen acostadas, una durmiendo y otra mirando al durmiente.

Radamanthys de Wyvern, espectro de Hades y uno de los Jueces de los muertos está despierto, y no deja de contemplar al durmiente en sus brazos, alguien absolutamente imposible de que estuviera con él pero que lo estaba, y a la par de la perplejidad sentía un enorme orgullo por su “victoria”: Asmita de Virgo, el caballero dorado más poderoso de la orden de Atenea.

¿Cómo llegaron a eso?  Radamanthys aún se lo pregunta, pero en medio de la terrible batalla que tenían “algo” pasó y cuando se dio cuenta estaba en su castillo, en su habitación, en su cama, besando con absoluta desesperación al dorado, que respondía con la misma intensidad; el Juez no va a pedir disculpas y mucho menos perdón a nadie, jamás en su vida lo ha hecho, pero su cabeza sigue tratando de encontrar un derrotero al cual irse para explicarse… aquello.

Radamanthys se yergue con cuidado para no molestar al caballero y su mirada dorada se vuelca hacia dos figuras que yacen juntas, cual más opuestas una de la otra y que la luna baña con su luz de plata: la armadura dorada de Asmita y su surplice, ambas armadas y en completo silencio.  El Juez no puede evitar fruncir el ceño (más de lo usual) pues suponía que incluso esas dos se matarían al estar juntas… pero no pasaba, están quietas, una rezando y la otra vigilando, cómplices de lo sucedido hacía un rato.

El Juez las mira en silencio, molesto con ellas, molesto consigo mismo, molesto con el santo dorado que duerme tranquilo, lo mira y a su memoria vuelven los detalles que pasaron, las cosas que Asmita le hizo con su boca, lengua y manos que lo hicieron gemir tan fuerte que creyó que la garganta se le haría pedazos, recordó las caricias, el rostro de embeleso del santo cuando le llegó su turno… Radamanthys siente un escalofrío en la espalda y está a punto de volver a despertar al caballero para volver a escucharlo gemir entre sus brazos pero se contiene y sigue pensando… las armaduras, bañadas por la luz de la luna, destellan cada una un tono diferente: la de Asmita un brillo suave y delicado, la suya uno feroz y bestial… una doncella y un monstruo, justo como las historias de su nana.

Es entonces que el Juez recuerda algo, los cuentos que su niñera le contaba cuando era niño, y en todas pasaba lo mismo: una doncella, una virgen hermosa era secuestrada por un fiero dragón que la retenía para disfrutar de su belleza y poder tocar algo que le estaba vetado por su propia naturaleza, la pureza y la belleza del Cielo.

Es entonces que Radamanthys cree comprender lo que pasa con él y ese dorado: él es oscuridad, sirve a la oscuridad, vive en la oscuridad y sabe que jamás podrá haber redención posible para él, pero a través del dorado, a través de la luz de Asmita puede tocar eso que llaman “luz, belleza, redención” y cada vez que lo toca, cada vez que Asmita se le entregaba, cada vez que se hundía en el interior cálido del dorado pudo tocar ese paraíso que está vedado para seres como él, y Asmita puede tocar la oscuridad que le está vedada y saber lo que existe más allá de los ojos fieros y la arrogancia de su terrible armadura… la Virgen salva al Dragón, pero el Dragón corrompe a la Virgen sin echarla a perder, y le da otra perspectiva de la vida, una que jamás podría conocer de no ser por él.

Radamanthys suspira satisfecho, se acomoda en la gran cama y abraza posesivamente contra sí a Asmita, que apenas si se mueve… lo dejará que duerma, y cuando despierte de nuevo tocará el Cielo a través de él, y el caballero podrá tocar el Infierno por su conducto… la Virgen será como el Dragón, y el Dragón será como la Virgen.

El resto no importa.  


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