Login
Amor Yaoi
Fanfics yaoi en español

Zombieland por Error404notFound

[Reviews - 0]   LISTA DE CAPITULOS
- Tamaño del texto +

Para cuando Rin hubo registrado el local entero, el sol ya amenazaba con desaparecer del cielo. Curioso, dado que apenas había encontrado una bolsa de cacahuates (caducados, obviamente) y un paquete semiabierto de platos desechables. Gracias a Dios, ahora tenía dónde poner su NADA para comerla. Ah, y acompañada de cacahuates vencidos.

Joder.

Por supuesto, la idea de acudir a una tienda de conveniencia en una gasolinera a la mitad de la nada había parecido buena hasta haber llegado y visto el ventanal destrozado. Claro que esta clase de lugares habían sido los primeros en ser saqueados, pero antes de que toda esta porquería hubiese siquiera empezado, Rin le tenía un asco casi visceral a The Walking Dead y a cualquier estupidez que resultara remotamente útil ahora.

Las tiendas de conveniencia son las primeras en ser saqueadas. Las primeras, Rin, maldita sea.

 Bueno, se dijo mientras metía su bolsita de cacahuates a la mochila, al menos había encontrado un lugar seguro para pasar la noche; en la parte de atrás de la tienda, a un lado de donde estaba el almacén. Había un cuarto con artículos de limpieza y demás trebejos que podía sacar para hacerse espacio y dormir dentro. La puerta podía trabarse con seguro desde el otro lado, así que estaba a pedir de boca.

Suspirando, se echó la mochila al hombro y recogió su rifle del suelo. El dolor en el cuello producto de llevarlo a espaldas durante todo el día se hizo presente en cuanto se puso de pie. Soltó un gruñido, pero las manecillas errantes del reloj en la pared del fondo le recordaron que no había tiempo que perder.

Cruzó la estancia, esquivando el desastre de vidrios rotos y estantes a medio romper para hacerse camino al lugar que sería su cuarto seguro —literalmente — hasta el salir del sol al día siguiente.

La puerta se quejó cuando giró sobre sus goznes. Rin maldijo internamente, casi seguro de que ese pequeño ruido había alertado a media ciudad dos kilómetros al sur, desde donde venía.

Por supuesto, la paranoia típica de un superviviente a un jodido ataque zombie era la voz que hablaba en su cabeza todo el día, así que estaba empezando a acostumbrarse. Cada ruido podía alertar a esos monstruos, cada luz, cada movimiento, cada TODO parecía estar en su contra, y eso lo estaba sacando de sus casillas.

La gasolinera estaba desierta; ni un solo auto cerca, ni zombies, ni personas, pero en cuanto Rin cerró la puerta detrás de él, soltó el suspiro de cansancio que llevaba atascado en la garganta desde hacía días (dos y medio, todo ese tiempo sin una hora de sueño) y se dejó caer en el suelo. Puso el rifle en una estantería abarrotada de botellas con limpia pisos y se encogió sobre sí mismo, abrazando su mochila.

Cuenta hasta diez. Vamos, hazlo. Uno... dos... tres...

La idea era calmarse. Inhalar y exhalar lentamente y dejar que su mente se pusiese en blanco.

Normalmente esa técnica funcionaba, pero había que dejar de pensar en todo; en cosas malas, en cosas que pasaron, en cosas que podían pasar.

Pero Rin no podía dejar de pensar.

En su madre.

En Gou.

En sí mismo.

En el peligro que corría y en que podían matarlo en cualquier momento.

En que su familia estaba en exactamente las mismas condiciones y en que no sabían nada de él.

En que posiblemente su hermana y su madre estaban muertas.

¡No! Están vivas. Están en alguna parte, vivas.

Eso es  exactamente lo que se la pasaba repitiéndose a sí mismo como un mantra, incluso desde que había salido de la estación militar en Nagoya.  Desde hacía dos kilómetros, desde hacía dos semanas.

Desde que vio por primera vez a sus compañeros de cuartel corriendo de un lado a otro.  Que Gou y su madre estaban bien fue de lo primero de lo que intentó convencerse en ese momento.

Rin se dio cuenta de que sus dientes castañeaban. Curioso, porque no hacía frío. Aún no. La madrugada traía oleadas tanto de muertos como de frío. Ambos calaban hasta los huesos,  Rin había podido comprobar de segunda mano lo primero y de primera lo último. 

Su chaqueta era caliente, pero muchas veces eso no servía a las cuatro de la mañana, cuando estás apostado contra una pared abrazando el arma que te da la oportunidad de sobrevivir y con las manos congeladas por el frío.

Sesenta y uno... sesenta y dos... sesenta y tres...

Tragando saliva, optó mejor por distraerse con otra cosa.

Abrió el bolsillo exterior de su mochila y extrajo su mapa, extendiéndolo sobre sus piernas.

Nagoya era el lugar donde había elegido hacer el servicio militar. A exactamente 258.57 kilómetros de su hogar en Tokio. Sí, se arrepentía terriblemente de esa decisión, porque ahora era lo que tenía que cruzar para llegar a asegurarse de que su familia estaba bien.

La idea afloró en su mente en cuanto corrió a ocultarse al almacén de las armas, justo cuando su compañero de cuarto llegó con la camisa ensangrentada a la habitación y él miró por la ventana el caos en que estaba la campaña completa.

En ese momento pareció pan comido, pero ahora que llevaba dos semanas viajando a pie —ocultándose de noche y rodeando toda civilización — había recorrido poco más de diez kilómetros.

Su familia lo necesitaba, ya.

Sabía que de Nagoya a Tokio podía hacerse dos horas de camino en tren bala, pero ahora ni con un coche podía contar. Gracioso, porque había hecho este mismo trayecto una vez al mes durante los ocho meses que llevaba en el servicio militar. Ahora tenía que hacerlo una vez más, pero a pie, haciendo el triple de paradas y evitando el camino más rápido.

Rin marcó mentalmente el lugar aproximado donde se encontraba y recorrió con el dedo la línea azul que representaba la carretera hacia el norte, la que seguiría hasta llegar eventualmente a Tokio.

Se permitió suspirar una vez más, cerrando los ojos.

Estaba bien. Todo estaba bien. Dormiría por primera vez una noche entera, comería sus cacahuates en la mañana y seguiría su camino. La puerta estaba asegurada, el lugar desierto. Dos pistolas y munición en su mochila. Un rifle en la mano y algunas balas en su chaqueta.

No había de qué preocuparse.

Por favor, Gou. Protege a mamá un poco más.

Con eso en mente, abrió los ojos y replegó el mapa una vez más. Lo metió a la mochila y la puso junto al rifle, en la estantería.

Fue entonces cuando miró a su izquierda y vio una cajita blanca con una cruz roja pintada. Los ojos casi se le salieron de las órbitas al identificar el botiquín.

Lo abrió con las manos tambaleantes (justo cuando empezaba a preguntarse si sería capaz de disparar un arma correctamente aún cuando no había dormido en días) y, para su sorpresa, se encontró con el contenido intacto. Sintió su boca torcerse en una sonrisa al pensar que el cielo le sonreía por primera vez desde su partida de Nagoya.

Pero justo un momento después, la botellita de agua oxigenada dentro del botiquín la llamó la atención. La extrajo de la caja y miró la etiqueta con detenimiento.

—Esto parece... —murmuró, su voz ronca de la sequedad.

Dejó la caja blanca en el suelo y se apresuró a abrir la botella. Cuando giró la tapa, ésta no produjo ningún chasquido. Acercó la botella a su nariz y olfateó. Plástico, pero nada más.

Bueno, tal vez el destino decidió que mi muerte sería por ingerir agua oxigenada (si es que eso es posible) en lugar de que me despedace un grupo de zombies. ¡Pues salud, entonces!

En cuanto el líquido entró en contacto con su boca, Rin no pudo controlar el gruñido de placer que le salió del pecho.  Bebió con vehemencia hasta que terminó tosiendo para no ahogarse.

—Ah, joder. ¡Gracias!

Por qué alguien pondría una botella de agua potable en un botiquín de primeros auxilios, no lo sabía, pero le agradecía a ese alguien de corazón. Esperó que estuviese vivo para darle las gracias en persona, y de paso que el mundo no fuese un basurero, para invitarle a un restaurante carísimo con aire acondicionado, strippers y sillas de piel, o lo que sea que le gustase a la gente que ponía agua embotellada en los botiquines.

Sea como fuere, se apresuró a tapar la botella para evitar la tentación de terminarse el agua y la echó en su mochila.

Se permitió sonreír un poco para sí mismo.

Tal vez las cosas pudiesen mejorar.

Ahora sólo había que poner algunas cosas afuera para poder estirarse en el suelo y tener la siesta que tanto se merecía.

Sí, tal vez podía lograrlo.

 

 

+ + + + +

 

 

 

Cuando aprieto el gatillo, el retroceso de la escopeta me hace soltar un respingo. Maldigo para mis adentros, aún al ver a mi objetivo caer al suelo desde el otro lado de la ventana. Nunca logro prepararme lo suficiente para no echarme para atrás por reflejo. Aunque bueno, si tenemos en cuenta que al principio de toda esta mierda era un muchacho normal con experiencia nula en armas, y que casi me disloqué el hombro cuando disparé un rifle por primera vez... Estoy mejorando bastante.

Recargo y apunto hacia el siguiente objetivo. Está más lejos que el primero, pero de cerca le siguen tres más. Los cuatro arrastran los pies como si no les urgiera llegar a apropiarse de la carne y evitar que cayese en garras ajenas, aún sabiendo tan bien como yo que mi disparo alertó como a mil zombies más a la redonda de mi presencia. Vuelvo a maldecirme, pero esta vez por idiota.

Estoy a punto de jalar el gatillo una vez más cuando una de esas malditas bestias me sorprende al asomarse por la derecha del marco de la ventana. Me gruñe con sus dientes podridos y mandíbula desencajada, pero yo le suelto un golpe con el cañón de mi rifle. Cae al suelo, pero aferra una de sus manos grisáceas al alféizar para volver a levantarse. ¿De dónde coño salen tantas de estas cosas?  Puta sobrepoblación. 

Sopeso mis opciones rápidamente: tengo cinco monstruos delante y quién sabe cuántos más en camino; no es una opción refugiarme en el último piso de la casa (pueden intentar alcanzarme hasta por semanas, lo he visto antes); tengo pocas balas; ya he tomado las provisiones del refrigerador; todas las ventanas de la casa están rotas, por no hablar de las puertas. En pocas palabras: recolección de víveres cumplida. Ahora viene la retirada.

Les dedico una última mirada antes de darme la vuelta y cruzar corriendo la sala.

Me detengo antes de salir y miro a mi alrededor, en busca de algo para obstaculizar la puerta.  El mueble del televisor se ve lo suficientemente resistente  así que, con el corazón golpeándome las costillas, me las arreglo para tirarlo frente a la puerta. La televisión de plasma cae con enorme estrépito, pero no me detengo para evaluar los daños. Salto por encima del mueble y sigo corriendo, esta vez escaleras arriba.

Escucho los gruñidos de los monstruos abajo mientras se agolpan contra el nuevo obstáculo. Bien.

Recuerdo haber visto una ventana vecina lo suficientemente cerca de una de esta casa cuando la registré hace unas horas. Ventajas de ser estúpido y meterte a departamentos prácticamente pegados entre sí cuando hay un apocalipsis zombie en auge.

Cuando llego al segundo piso, me detengo una fracción de segundo a intentar darle direcciones de movimiento más complejas a mi cerebro. Veo los tres cuartos que desembocan al pasillo, pero sé que si entro en uno y resulta no

Escucho un ruido abajo, y eso es más que suficiente para tener los pies andando de nuevo.

Tomo el camino de la derecha; empujo la puerta del cuarto más cercano y me dispongo a entrar, pero entonces una mano ganchuda me aferra el brazo desde adentro.

— ¡Puta madre!

COMO CUANDO OLVIDAS QUE DEJASTE UN CADÁVER Y QUE NO SE VA A QUEDAR AHÍ PARA SIEMPRE.

No tengo tiempo para esto.

Cierro la puerta casi en su totalidad una y otra vez, con la esperanza de cercenarle el brazo al zombie del otro lado, o mínimo causarle el dolor suficiente para que me deje en paz. Sin embrago, lo único que logro es hacer que se tambalee, pero con eso es suficiente; empujo la puerta de una patada y el zombie cae de espaldas mientras yo me escabullo en la habitación y pongo el pestillo en la puerta, como si eso sirviera de algo. Casi un segundo después, los gruñidos de fuera y los arañazos contra la madera interrumpen mi momentánea tranquilidad.

El monstruo a mis pies hace ademán de levantarse, pero le aplasto el cráneo de un pisotón y éste se disuelve con un crujido asqueroso bajo mi bota.

El hedor invade la habitación enseguida, pero yo ya estoy dirigiéndome a la ventana para largarme de aquí.

 

 

 

Intento no doblarme por la cintura y quitarme los zapatos. Estos tacones —de once centímetros, nada menos, y dato anunciaré con orgullo en cuanto alguien haga la menor mención a ellos — están destrozándome los pies con cada paso. Y eso que soy de los mejores entre mis compañeros —y más de alguna que otra chica — cuando se trata de tacones de aguja.

Triste de verdad que a este cliente le da por venir bien entrada la noche, cuando todo el mundo está cansado —cuando yo estoy cansado — y lo único que queremos es meternos en nuestra propia cama. Sin compañía, obviamente.

—Haru, amo tu falda.

Levanto la mirada a la chica que camina por delante de mí. Ella misma lleva una, algo menos bonita que la mía, pero no por ello menos favorecedora. Intento sonreírle para que no se dé cuenta que no recuerdo su nombre.

—Gracias. Aunque ya me gustaría tener unas piernas como las tuyas. Luciría mejor mis vestidos.

Suelta una risita y comenta algo sobre que mis piernas están más que bien. No quiero resultar presuntuoso pero... francamente, lo sé. Me lo han dicho. A mí me gustan. Tal vez lo que necesito es una cadera más ancha, pero como no tengo por qué tenerla, la naturaleza no me ha honrado con una.

—El truco está en las medias altas ajustadas —le digo —. Hacen parecer que tienes más muslo.

—Pero hoy no llevas.

—Pues no, nos las necesito.

Ella asiente sin dejar de reírse.

Mientras termina, le echo un último vistazo a mi ropa: la minifalda rosa pálido —que compré especialmente para este cliente— tiene el vuelo necesario para ser cómoda y sexy a la vez —esto último si finjo no darme cuenta que se sube cuando me siento o cuando me inclino —, y mi blusa blanca sigue impecable, sin mangas y con lazos hechos un moño en el escote. Mi atuendo sería cute o chic si me hubiera puesto unos tacones más bajos blancos, o unas botas, pero en lugar de eso, le puse a mi jefe la excusa de este cliente para que me financiara unos preciosos tacones rojo brillante. El aire “lindo” se ve asfixiado por lo alto de mis tacones y mi caminar lleno de confianza que no para de atraer miradas de medio mundo. Varios de mis compañeros me lanzan miradas de odio mientras intentan recobrar la atención de sus clientes.

Suerte con ello.

Me permito balancear un poco más las caderas al caminar —por lo cual deberían darme un premio, ya que los hombres no lo hacemos naturalmente y hay que practicar bastante —, y escucho un silbido detrás de mí.

No me vuelvo, por supuesto.

Cuando llegamos al palco donde se encuentra mi cliente, nos detenemos frente a la puerta. La chica me dedica una última sonrisa y un “buena suerte” que ambos sabemos que no necesito. Es decir, soy uno de los pocos chicos del burdel que puede darse el lujo de rechazar clientes; tengo tantas citas propuestas para el resto de la semana que aún si tomo una cada dos horas habrá gente que se quedará fuera.

Esto de ser famoso es maravilloso para mi billetera, pero no tanto para mis pies. Jodidos tacones.

Le dedico una sonrisa a mi amiga sin nombre y saco mi espejito del bolso. Necesito más brillo en los labios. Me aplico un poco de brillo rosáceo en el labio inferior y lo difumino por  mi boca con el dedo. Esto de vestirse como una chica sin abusar del maquillaje y parecer un payaso es más difícil de lo que parece. Te pones algo en los labios para que se vean más vivos y tentadores, pero sin pasarte y que se vea antinatural; te enchinas las pestañas lo suficiente para que se vean más largas de lo que son, pero sin que se note que lo hiciste; te pintas las uñas de un color que te combine, pero no te las dejas crecer. Esto último de pintarme las uñas no me gusta y lo evito, pero hay chicos que se divierten haciéndolo. Francamente, no me gusta estar preocupado todos los días por despintármelas cuando voy a la escuela y tener que volver a prepararlas cuando salgo por las noches a trabajar.

Cuando guardo mi brillo checo que el color de mis labios esté apenas insinuado, compruebo que es así y meto el espejo de vuelta a mi bolso. Miro la pantalla de mi celular y al ver que voy veinte minutos tarde sonrío un poco.

Cierro el bolso después de echar mi teléfono dentro y me permito suspirar.  Sólo un poco más y podré quitarme los tacones. 

Cuando siento que estoy lo suficientemente relajado me preparo para entrar en personaje.

El cliente en cuestión ha estado viniendo al burdel desde hace dos semanas más o menos. A veces se entretenía viendo los shows en la sala común y otras podías verlo en los pasillos con una chica tomada del brazo.

—Parece que sólo viene a mirar —me dijo una vez uno de mis compañeros, mientras se colocaba en el baño unos aretes diminutos en la parte superior de la oreja —. Tengo entendido que no ha hecho una cita con nadie, pero da la impresión de que está decidiendo quién vale su tiempo.

Hice una mueca.

— ¿Y entonces? ¿Viene a tomar y a disfrutar la vista en lugar de sólo acostarse con alguien?

—No todo el mundo viene por eso, Haru. Como a ti sólo te piden citas.

Me encogí de hombros y me recargué contra los lavabos impecables de piedra. Él se acercó más al espejo y pasó a la otra oreja. Creo que solía usar lentes cuando no estaba trabajando.

—Bueno —dijo él —, el asunto es que una vez me tocó atenderlo. Súper agradable, la verdad, pero en lugar de pedirme que fuéramos a un cuarto se la pasaba evaluando a todo el mundo con la mirada. Suerte que no soy celoso, pero igual me pareció algo descortés.

No todos podían lograr mantener la atención de sus clientes, pensé, pero no lo dije en voz alta.

—Nunca lo he visto.

Apartó la mirada del espejo para voltearse hacia mí.

— Ah, pero él a ti sí te ha visto.

Volví a hacer una mueca, pero esta vez con genuino interés.

— ¿En serio?

—Sep, y te estaba quitando la ropa con los ojos. Me preguntó tu nombre.

— ¿Y se lo diste?

—Obviamente. Que no te sorprenda si te busca alguna vez.

Cuando hubo terminado con sus aretes, se dio un último repaso en el espejo, y como le gustó lo que vio, no le dio más vueltas y tomó sus cosas.

Y pues... pasó, pero no me buscó al llegar, como suele pasar con los clientes que vienen a ver qué les gusta y qué se llevan, sino que hizo una cita directamente. O sea que ya sabía lo que quería y con quién quería hacerlo.

La que es mi superiora directa me llamó por teléfono ayer en la tarde y me dijo que debía presentarme hoy a las doce para atenderlo. La única información que me dio fue que le gustaban las chicas altaneras, esas que saben lo que quieren y actúan como si pudiesen comerse el mundo, pero que son sumisas una vez en la cama. Interpreté eso como que debía portarme así aún sin ser chica, así que al cliente lo que pida.

Dentro del palco, que tiene una vista increíble del perfil del escenario abajo —No sé a quién se le ocurrió que un prostíbulo se pareciese a un teatro, pero la verdad es que uno se siente con más clase de esa forma —, un hombre me espera sentado de espaldas a mí en un sillón elegante enrome.

—Siento llegar tarde —le digo, con una voz que deja ver que no podría importarme menos la hora que es. Sé que no puede verme, pero abro mi bolso y remuevo las cosas dentro, sólo porque sé que puede oírme y que lo interpretará como desinterés —. Estaba con otro cliente.

Noto que sus hombros se tensan con la molestia que mi actitud debía causar, y me doy una palmadita en la espalda mentalmente. La música llega suavemente desde el piso inferior mezclada con voces. Ahora suena un jazz delicado, pero todos sabemos que sólo es el preludio del espectáculo que se dará en unos minutos más. Las chicas deben estar poniéndose —o bueno, quitándose — sus atuendos en bambalinas ahora mismo.

El hombre suspira con irritación, la reacción que esperaba.

Se pone de pie, y cuando se voltea me encuentro con un hombre que definitivamente vale mi tiempo.

Definitivamente, esto es lo bueno de poder escoger a mis clientes; hay chicos que deben aguantarse con viejos horrendos. Yo, gracias al cielo, tengo esto.

Lo primero que pienso es que debe ser extranjero. Tiene unos treinta y muchos, está vestido con un traje de apariencia carísima y una barba de candado que causa un retorcijón agradable en la parte baja de mi estómago.

Por una milésima de segundo, puedo ver la molestia en su rostro, pero entonces me recorre de arriba abajo con la mirada y su expresión cambia a una apreciativa.

Me sonríe sin quitar la mirada de mis piernas.

—Wow, esos tacones —su voz tiene un acento que no puedo identificar, pero decido que me gusta al instante.

—Once centímetros —anuncio orgulloso, y sin esperar una invitación, me siento lo más lejos que puedo de él en el sillón. Disimulo el alivio que siento en los pies.

El hombre me mira desde arriba con una mueca divertida, pero no dice nada enseguida, sino que se sienta lentamente —cerca mío, por supuesto — y pone un brazo en el respaldo del sillón.

— ¿Cuál es tu nombre, mi niño? —me gusta la forma en que dice eso último, pero no dejo que se me note en la cara. Levanto la barbilla sin voltearlo a ver.

Me hago el tonto.

— ¿Hiciste una cita conmigo sin saber siquiera eso?

Percibo que se encoge de hombros por el rabillo del ojo. Se inclina hacia mí y baja la voz.

—Muchas veces las mejores cosas se dan por sorpresa.

Al tiempo que dice esto extiende una mano hacia mí y me acaricia la mejilla delicadamente. Su mano no es precisamente suave, pero es cálida y su tono contrasta con mi piel blanca. Desliza los dedos lentamente por mi cuello hasta que llega al nacimiento, y la detiene ahí, trazando círculos diminutos.

Si se supone que esto me haga sentir de alguna forma, no lo está logrando. Pero bueno, si tomamos en cuenta que este tipo no eligió a cualquier novato que seguramente caería redondito ante un toque como este, podemos darle algo de crédito.

Planto una sonrisa seductora en mis labios y ladeo mi cabeza hacia él.

—Entonces —digo, arrastrando la voz y manteniéndola lo suficientemente baja como para obligarlo a que se incline más hacia mí —. ¿Qué puedo hacer esta noche por usted?

—Te lo haré saber sobre la marcha.

Ante esto, yo levanto una ceja, escéptico.

—Se supone que me lo hagas saber ahora mismo. Si no estoy dispuesto, puedo marcharme.

Él se ríe encantadoramente, su risa de un tono grave que me acaricia los oídos.

—Pero si ya pagué por ti —dice, mirándome como si fuera tonto —. Es ahora tu obligación obedecer, ¿o no?

Sigue riéndose, y no me ve poner los ojos en blanco.

Nunca falta el retrasado que se cree que está a cargo.

Cruzo las piernas, y esto sí que atrae su atención. Clava su mirada en ellas sin dejar que la sonrisa desaparezca de su rostro.

— ¿De verdad crees eso? —le pregunto calmado, con el tono de a quien la respuesta no le quita el sueño.

Se encoge de hombros.

—Literalmente te renté por la noche, ¿cierto? —Entrecierra los ojos y dice lo siguiente tanteando mi reacción —. No tienes derecho a quejarte. Después de todo, eres una puta que está dispuesta a vender su cuerpo por dinero.

No agrega nada después de eso, esperando por mi respuesta. Oh, con que tenemos por aquí a un chico algo abusivo, ¿no?

Pues no, conmigo la cosa no funciona así.

Me pongo de pie y me coloco delante de él. Tiene que echar la cabeza hacia atrás y levantar la barbilla para mirarme a los ojos. No sé él, pero a mí me gusta esta posición privilegiada; me hace sentirme tan poderoso como realmente soy. Aquí, a diferencia de allá en el mundo real, yo tengo el poder.

Apoyo una rodilla entre sus piernas y me inclino hacia adelante sobre su regazo. Esto parece tomarlo por sorpresa, y saber que lo tengo en mis manos me hace sonreír seductoramente.

Cuando nuestros rostros están a una distancia perfecta en la que seguro puede sentir mi aliento, le acaricio la línea de la mandíbula delicadamente.

—Usted me disculpará —susurro, fingiendo no notar que está conteniendo la respiración debajo de mí —, pero me parece que no entiende bien la situación en la que se encuentra.

Un escalofrío casi imperceptible le recorre la espalda, pero traga saliva y me contesta en con un hilo de voz.

— ¿Y qué situación…? —justo a la mitad de la frase, empujo mi rodilla suavemente contra su entrepierna. Está duro, y ahora sabe que lo sé, así que me sonríe y continúa—: ¿… es esa?

Me muerdo el labio inferior, haciendo como que la situación me divierte y está tomando un giro totalmente inesperado (la verdad es que no, esto está yendo exactamente como me lo imaginé cuando me hablaron sobre él).

Nuestros labios están a punto de tocarse, puedo sentir el roce apenas insinuado de su barba en la boca, y entonces, gritos del piso de abajo nos hacen salir del momento.

Suena como si todo el mundo se hubiera vuelto loco, pero en mal sentido.

Me separo de mi cliente sin dirigirle la mirada y cruzo el palco hasta el balcón. Lo que veo me deja anonadado.

Primero, hay sangre por todas partes.

Segundo, muchos cadáveres.

Por algún motivo, la mitad de las personas en el teatro persiguen a los demás y, si llegan a alcanzarlos, me deja comprobar una muchacha en leotardo que sigue de cerca a un hombre mayor, se les lanzan al cuello. Veo a la chica hacerle trizas la piel bajo la mandíbula y cerrar los dientes entorno a lo que parece un trozo de carne rojiza. El hombre grita, o lo intenta, porque se ahoga en su sangre en un charco de la misma.

El hecho se repite una y otra vez; las personas que parecen no haberse vuelto caníbales apartan mesas y sillas de su camino con la desesperación de quien lucha por su vida. Muchas veces, no parece suficiente.

—Dios mío…

Mi cliente está de repente a un lado mío, viendo lo que está sucediendo abajo. Tiene la cara que probablemente tengo yo, pero en lugar de quedarse estático de miedo, lo veo darse la vuelta y dirigirse a la puerta.

— ¡No! —le grito, pero antes de poder alcanzarlo ya está girando el pomo.

Sale de la habitación sin dedicarme una mirada y se une al mar de gente que grita y huye en el pasillo.

Bueno, el paso uno debería ser encerrarme y esperar a que todo pase.

Con el corazón en un puño, empujo la puerta y me recargo contra ella, escuchando los gritos desgarradores de algún desafortunado al que están haciendo pedazos justo al otro lado. Cierro los ojos y me llevo las manos a los oídos. Estoy temblando antes de darme cuenta.

Cálmate y haz algo.

Miro a mi alrededor, a todos los rincones del palco, intentando descifrar cuál será mi siguiente movimiento. ¿Qué haces cuando un montón de locos caníbales atacan un prostíbulo?

Puedes… ¿llamar a la policía?

Me tambaleo al sillón, donde en algún momento dejé mi bolso, pero justo cuando lo alcanzo mi tobillo izquierdo se dobla y caigo al piso. Un dolor sordo me envuelve la pantorrilla.

Por puta, literalmente.

Intento olvidarme del dolor de mi tobillo y fingir que sigo amando mis tacones altísimos (me los saco pero los mantengo cerca; bien podrían servir como arma), remuevo el desesperantemente diminuto bolso y cuando encuentro mi celular, busco con dedos frenéticos el número de emergencias entre mi lista de contactos. Toco la pantalla sobre el número cuando lo encuentro. Me llevo el teléfono al oído justo cuando alguien golpea la puerta desde afuera.

— ¿Hay alguien ahí? —es una chica, su voz hecha sollozos  —. ¡Abre, por favor abre! ¡Por…!

Grita, y es lo suficientemente fuerte como para hacer que me encoja y me arrastre lo más lejos posible de la puerta. La escucho intentar hablar de nuevo, pero sólo se entienden palabras sueltas pidiendo ayuda entre gritos y más golpes a la puerta.

Siento una lágrima solitaria correr por mi mejilla, pero la limpio con el dorso de mi mano y me cubro la boca para no hacer ningún ruido. Si llegan a enterarse que hay alguien vivo aquí dentro podrían terminar matándome a mí también.

Trago saliva e intento concentrarme en el tono del teléfono.

 Pero la línea está inerte, muerta.

Hay más golpes en la puerta, y esta vez hay rasguños en la madera. Y gruñidos.

Muchos.

Notas finales:

Empecé esto en el 2018 (?


Si quieres dejar un comentario al autor debes login (registrase).