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La encrucijada en el deber ser por Kobrille

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Notas del fanfic:

 

 

Notas del capitulo:

Hey, hola. Qué nostalgia estar aquí.

 

Disfruten.

 

 

«De la torcida madera de la humanidad,
no se ha hecho ninguna cosa recta».
—Immanuel Kant.

 

 

 

No fue hasta su cumpleaños veintiocho que, mientras se hallaba resguardado en el baño de su oficina, se percató de que, por fin, había sucumbido a la adultez. Ese pequeño cubículo era su rincón de paz dentro de la universidad y a él recurría cada vez que la carga administrativa le obligaba a tomar un descanso. Cuando sus hombros se tensaban y su espalda dolía a pesar de buscar la mejor posición sobre la silla, era el momento de quitarse las gafas y dejarlas sobre su escritorio, de levantarse y buscar la caja de cigarros que religiosamente guardaba dentro del bolsillo izquierdo de su saco, para después encerrarse en el baño. Como coordinador de la facultad de ingeniería y ciencias exactas, nunca se había permitido el acudir al área de libre acceso al tabaco, esto con el fin de evitar el mal ejemplo para el alumnado y, sobre todo, con el propósito de procurar la imagen de la academia a través de la propia. Entonces, su alternativa era permitirse unos minutos de pie a un costado del escandaloso extractor exhalando el humo en dirección de las rejillas; la manera más efectiva de disimular el acto carente del “deber ser”.

La celebración de un año más de vida no era prioridad cuando debía dar seguimiento y orientación a dos coordinadores recién incorporados al plantel: uno del área civil y otro del área industrial; sin embargo, que fingiera amnesia ante el acontecimiento no evitó que docentes, colegas y alumnos le interceptaran de camino a su oficina para felicitarlo, situación que ofreció a un par de ellos la oportunidad ideal para encaminar la charla a temas que, si bien eran laborales, podían esperar para ser resueltos; y así, con cincuenta minutos de retraso, pasó la mañana a prisas. A pesar de ello, quejarse de su trabajo no era una constante en su vida, en cambio, muchas veces se descubría disfrutando de la pesada carga de tareas.

 

—¿Ingeniero?

 

Reconoció la voz de Natsumi —la secretaria del área—, una mujer pálida, delgada y baja que podía presumir de una gran actitud de servicio, pero no de un empleo seguro. La amabilidad, el recato, la prudencia, la educación y la eficiencia, cada cualidad bien atribuida que se veían opacadas por el hábito de retirarse justo en su horario de salida. Nunca un minuto menos, pero tampoco un minuto más; práctica silenciosamente reprochada en cualquier área laboral de un país tan esclavizante como lo era Japón.

 

El cigarro fue arrojado al escusado antes de salir y cerrar la puerta tras él con presura, buscando así evitar que escapara el rastro de humo del cubículo —aunque el olor en su persona sería irremediablemente evidente—.

 

—¿Es hora?

 

—En diez —contestó ella mientras se encargaba de encender la cafetera que reposaba sobre un largo mueble de aglomerado con acabado laminado color gris oscuro, ubicado en el lado izquierdo de su oficina. Aquel hábito desagradable al que sucumbía había sido descubierto tiempo atrás por la mujer, en cambio él, sufriendo de poca perceptibilidad, no había comprendido sino hasta un mes después que le estaban cubriendo las espaldas con ese acto exitoso en el disimulo. Lo agradecía, por su puesto, pues disfrutaba el olor a café.

 

—¿302, cierto? —inquirió, concentrado en abotonar las mangas de su camisa alrededor de sus muñecas. Posteriormente retiró su saco de la silla y se lo llevó encima—. Y después en el 410.

 

—510 —corrigió con ese tono dulce y sereno que conseguía sosegarle en momentos de estrés. La mujer, a su consideración, poseía un aura de ángel—. El 410 está en mantenimiento.

 

—¿El del aire acondicionado? El lunes lo habían resuelto… —El gesto confuso de Natsumi le obsequió una respuesta inmediata: ella no tenía idea—. Lo reviso, no te preocupes.

 

Cuarenta minutos después yacía en una de las butacas de la última fila del aula 302 —la más retirada de la pantalla interactiva—, misma que, en días regulares, era la principal asediada por los estudiantes. Ese día, por el contrario, su presencia provocaba una turbulencia en el desarrollo cotidiano de la clase, haciéndoles elegir las primeras filas con la evidente intención de evitarle. Evaluación era la palabra clave; sin embargo, para la fortuna de los alumnos, a quien había acudido a supervisar en esa ocasión era al nuevo docente inscrito en el área industrial para impartir la materia titulada: control de calidad. Si bien no era una labor propiamente suya, al final del día era su deber dar apoyo a los nuevos coordinadores del plantel que aún carecían de la experiencia en los protocolos de la universidad como para desarrollar una correcta valoración.

 

«Valora la siguiente lista de ítems utilizando la escala de Likert del 1 al 5, siendo el 1 la expresión de la mínima satisfacción y el 5 la máxima».

 

En la parte superior de la página académica, sólo después de los datos de la materia, le indicaban las instrucciones de la encuesta de satisfacción. Para entonces ya había concluido y únicamente restaba subir el formulario al sistema. Además de ello, tenía la costumbre de agregar notas personales en su pequeña libreta, ésa que le regalaba espacio en sus últimas hojas después de tanto uso.

 

Kuroda Masahiro.

 

Escribió su nombre completo al pie derecho del papel, una vieja costumbre acogida desde el colegio y que había escalado hasta el gusto de personalizar artículos como sus plumas o libretas. Después regresó su atención al hombre que se desenvolvía sin problema al frente de la clase y observó satisfecho la experiencia, la presencia y la soltura que percibía: era evidente que dominaba la labor de la enseñanza. Fue ahí cuando la nostalgia le transportó cinco años atrás dentro de sus memorias, justamente a esa época donde era un recién egresado aventurándose a incursionar en la docencia. «Es una buena oportunidad», lo había alentado su madre después de que el hermano mayor de ella, durante una tarde de invierno donde habían asistido a un día familiar en casa de sus abuelos, le hubiese propuesto incorporarse al colegio donde fungía como director. Su tío, un hombre risueño y extraordinariamente culto, a consecuencia de la gran estima que le tenía al ser el mayor de sus sobrinos, se había ofrecido como su mentor.  

 

Fue así como después de dos meses intentando disipar inseguridades y reuniendo valentía de la que penosamente carecía, consiguió presentarse frente a una clase de veintisiete estudiantes, todos ellos con una edad promedio de quince años. Recordaba con claridad el momento en que la tiza golpeó contra el pizarrón, iniciando de ese modo un capítulo de su vida que, ingenuamente, creía ya concluso. Con pulso firme procedió delineando cada kanji con caligrafía impoluta, uno bajo otro perfectamente bien ubicados hasta topar con el marco metálico donde reposaban otras tizas, obligándole a continuar hacia su izquierda. Comenzó con su nombre, después prosiguió con el de la materia: álgebra, y los siguientes cincuenta minutos los invirtió en henchir el pizarrón con los títulos de temas que se verían durante el trimestre, el método de evaluación y las reglas de comportamiento dentro del aula. El sonido hueco provocado por su calzado al desplazarse sobre la tarima de madera fue lo poco que sus alumnos escucharon en el transcurso de esa clase. Él, en cambio, no consiguió deshacerse del palpitar ruidoso de su corazón —que no sólo le hacía retumbar el pecho, sino que también le ensordecía—, ni cuando el melódico timbre dio por terminada la hora. Adusto, estricto y severo: una primera impresión como profesor que estaba lejos de la realidad, pero que, astutamente, no corrigió ni cuando las semanas transcurrieron. Mejor inspirar respeto a evidenciarse como el simple novato con falta de carácter, recordó haber pensado cuando, en aquel entonces, sus primeros alumnos aguardaron pacientes las indicaciones para poder retirarse. Todos los rostros presumían exceso de juventud y en aquel momento no fue algo que envidiara; en cambio, conseguía con facilidad verse reflejado en ese brillo expectante de las inocentes miradas, colmadas de ganas de nuevas experiencias y de aprendizaje empírico de vida, tal como él.  

 

El día concluyó dejándole una sensación de irrealidad pues, cuando acordó, yacía en la acera del edificio donde arrendaba una habitación de apenas 26 m2. El concepto del complejo era destinado a estudiantes de universidad por lo que la calidad-precio obtenida fue ideal para su bolsillo. Por su puesto, el apoyo de sus padres le sirvió de respaldo en todo momento, fue así como el pago de los primeros dos meses de su nueva vivienda había corrido a cuenta de ellos. Para entonces estaba cumpliendo tres semanas de haberse mudado, tiempo suficiente para aprender que los plásticos debían ser depositados en el contenedor comunitario el lunes y no el miércoles como se acostumbraba en su antiguo distrito. Los cambios en su vida eran, aunque emocionantes, también abruptos y evidentes incluso en la cotidianidad que implicaba el sacar la basura.

 

Recordó nostálgico el quedar de pie en la esquina de una intersección apenas iluminada por faroles distantes, permitiéndose analizar y reconocer las emociones que traía consigo la aventura de crecer. Del asfalto saltaban diminutos destellos a causa del reflejo de la luz sobre la humedad que había dejado atrás una tenue lluvia vespertina, y él, absorto en el reconocimiento de su entorno, se dejó guiar por estos hasta llevarle a escudriñar el fondo de la calle privada que se erguía pendiente arriba. Fue cuando, entre la oscuridad, reconoció la figura de quien, en los años venideros, arremetería contra su férrea y entonces desconocida voluntad hasta hacerla hender.

 

Un impulso seguido de un estruendo, un vidrio roto y una carrera cuesta abajo.

 

La sorpresa en aquel momento había sido quizá tan grande como su incredulidad, y es que a su edad era el primer delito que presenciaba si descartaba aquella vez que Masato —un amigo de la secundaria—, había cogido unas mandarinas de un solitario puesto ambulante en el cual, con un sencillo cartel, indicaba que se podía tomar una bolsa de fruta a cambio de depositar 200 yenes en la caja colocada a un costado de las bolsas, y Masato, alardeando de su rebeldía, se había abstenido a pagar. Una hora después, ya cuando se había asegurado de que su amigo se había marchado a su casa, movido por la inquietud que le supuso ser testigo de aquello, había regresado a dejar las monedas. Supo que los años transcurrían y las personas envejecían pero que difícilmente la esencia de éstas cambiaba, cuando se sintió comprometido al percatarse de que la huida de la persona se encaminaba rumbo a él. Las luces de la vivienda agraviada se encendieron, indicando que los propietarios estaban alertas, después la casa consecuente se iluminó, y así la siguiente y la siguiente en una coordinación casi ridícula con el recorrido del fugitivo, creando la ilusión de ser perseguido. Vaciló, no en la decisión pues esa la había tomado un segundo después de contemplar el acto, sino en el proceder.

 

—Maldición…—alcanzó a mascullar justo en el momento en que sus piernas tomaron la iniciativa. En pocas zancadas se interpuso en la salida de escape del personaje y no tuvo que esperar mucho para recibir el cuerpo ajeno en un forcejeo.

 

Estaba seguro de que en algún momento el pensamiento de que sostenía a una mujer cruzó por su mente, y es que al aferrar sus dedos a esos brazos los sintió tan delgados que se desconcertó; no obstante, la voz grave exigiendo que le soltara mientras le llamaba imbécil le resolvió la duda: el menudo cuerpo era engañoso, pero definitivamente era el de un varón. Entonces, comprobando que las condiciones entre ambos eran similares, fue inmediato el impulso de arremeter contra el rostro con su puño. Sus manos eran grandes y delgadas, y sus nudillos prominentes por lo que, ejerciendo fuerza —que por fortuna tenía, y mucha—, podía presumir de lograr someter a punta de golpes a quien pretendiera hacerle frente. No hubo más resistencia, sino únicamente la languidez repentina del cuerpo que rápidamente se precipitó al suelo.

 

—Hijo de puta. —Esa fue la primera vez que aquel hombre irrumpió en su vida. Alto, incluso unos centímetros más que él, pero menos delgado. Recordaba bien los gestos sutiles y apacibles que después le conoció, mismos que provocaban sentirse cómodo con su compañía. Lamentablemente, tarde había descubierto el peligro de su amigable apariencia. Por supuesto, esa noche hubo un contraste inmenso al denotar su enfado con una mueca agria y el ceño fruncido—. ¿Por qué mierda hiciste eso?

 

Se había acercado con ferocidad, abordando directamente a quien evidentemente era el culpable del agravio. No titubeó a la hora de estrujar su sudadera y halarlo violentamente hasta ponerlo de pie. El ajetreo provocó que la capucha se deslizara revelando la negrura de un cabello alborotado, pero no fue hasta que se le retiró el cubrebocas a tirones que la escena tomó un giro inesperado.

 

Un niño.

 

No, un adolescente.

 

—¿Pero qué demonios? ¿Nao?

 

Nao.

 

La iluminación era escasa por lo que detallar el rostro del chico se le complicó, además de ello, fue casi inmediato el acto de éste de cubrirse con las manos mientras se quejaba del dolor.

 

—¡Maldito loco! ¡¿Qué pasa contigo?! —El chiquillo estaba fúrico y completamente ofendido, parecía omitir la serie de hechos que lo habían llevado a esa situación.

 

—Guarda silencio —interrumpió de inmediato el hombre y sólo entonces dirigió su mirada hacia Masahiro—. Gracias por esto y te ofrezco —pausó y, mientras se corregía, llevó su mano hasta la cabeza del chico, obligándole a inclinarse—, te ofrecemos una disculpa. Yo me encargaré ahora —zanjó, tomando al pequeño delincuente del antebrazo y guiándole a girarse con un suave tirón, encaminándose juntos hacia el interior de la calle. El chico le siguió a tropezones, empeñado en cubrir la mitad izquierda de su rostro con su mano.  

 

—¿En qué estabas pensando?  Pudiste haberme herido, ¿sabes? Acababa de salir de la cocina. —El tono empleado era extrañamente sereno, casi conciliador, casi paternal, como quien busca hacer entender a un niño que el jarrón que ha quebrado era acreedor de un valor sentimental, por lo que debía tener más cuidado al jugar. El enfado antes manifestado había concluido tan rápido como la identidad había sido revelada; en consecuencia, aquello provocó preguntarse si acaso tenían algún parentesco.

 

«¿Un hermano mayor?».

 

Qué gracia recordar su inocente intriga.

 

De haber conocido las circunstancias no les habría dejado ir, o eso quería pensar.

 

—Lo sé, esperé a que salieras.

 

Se alejaron a paso calmo por lo que, al mantenerse ahí contemplando sus espaldas, todavía lograba escucharlos charlar. No lo podía asegurar, pero suponía que ante esa respuesta había seguido un suspiro por parte del hombre.

 

—Te pondré hielo.

 

Y aunque esa noche, mientras gastaba los minutos en esa húmeda y solitaria encrucijada, mientras sentía sus nudillos doler y sus mejillas enfriarse, resolvió que no había manera de enfrentarse a una circunstancia más inusual y menos afortunada que esa, la mañana siguiente le regaló una oportuna lección que contradecía su pensar: para la mala suerte no había límites, por lo que era un error subestimarla. Prometió al contemplar esa mirada oscura, filosa y deseosa de cortarle en delgados y figurativos trozos, que jamás diría algo como «podría ser peor», porque no había manera de que el crío de la noche anterior, ése que había golpeado y derribado, se hallara sentado en el tercer pupitre de la primera fila de su clase de las diez, pero lo estaba.

 

—Akiyama Haru, Aoyama Retsu —Uno a uno los nombres de esa lista fueron pronunciados, inundando el aula con su voz. Se trataba de la clase “A” de segundo año y cálculo era la materia impartida, la última de las tres que le habían asignado—, Araki Katsu, Chiba Aiko, Fujimoto Kisuke. —Sentado tras su escritorio, guardando la compostura, mantenía la esperanza de haber dejado en aquella calle oscura el lío en el que se había involucrado, muy lejos de su vida laboral.

 

De pronto guardó silencio, permitiendo que los murmullos del regular cotilleo entre los estudiantes acompañasen el escándalo de la lluvia que insistente golpeaba las ventanas. Por un momento sintió que se hallaba aislado de la atención general, habiendo una incómoda excepción. Contuvo el aire y mentalmente leyó una, otra y otra vez el siguiente nombre en la lista. Apartó la mirada del papel y sólo entonces se atrevió a dirigirla a quien, desde que él había cruzado la puerta del aula, había mantenido la suya sobre su persona: fija, penetrante y llena de reproche. Ahí, reposando sobre el pupitre y recargado en el respaldar del mismo mientras cruzaba los brazos, encontró la pulcritud personificada. Uniforme impecable y sin arrugas, zapatos oscuros y brillosos; y un cabello cuidadosamente peinado manteniendo en su lugar cada hebra. Era negro, quizá tanto como el suyo, mas la luz que se derramaba sobre él hacía resaltar vistosos reflejos azules que le servían como distintivo: definitivamente lo llevaba teñido. Después viajó a sus ojos, reparando en el sutil rasgar de estos y, sobre todo, en las bolsas bajo ellos; no obstante, no pudo detallar más allá de las mejillas debido a que ahí, resaltando sobre la blancura de la piel a la altura de su pómulo, encontró el recuerdo de su hazaña representado en una escala de tonos violáceos.

 

—Furukawa Nao —articuló por fin.

 

Sin embargo, por respuesta únicamente obtuvo silencio, uno tan largo que irremediablemente despertó el interés del resto de los alumnos. Pronto las charlas cesaron, haciendo resaltar el temblor de los cristales causado por el viento. Ese breve momento de resistencia fue el anuncio de lo que se avecinaba.  

 

 «Presente».

 

La realidad volvió a la mesa cuando el recuerdo le hizo escuchar con claridad la joven voz que creía olvidada. No le desconcertó el haber pasado el resto de la clase sumergido en su pasado pues era un hábito que no conseguía controlar y que además solía detonarse con las situaciones menos predecibles.

 

Siguiendo la corriente de alumnos consiguió salir del aula y después al pasillo principal. Sabía que debía concentrarse, pero sus pensamientos iban, venían y se hacían nudos. El remordimiento hincaba en su conciencia los días como esos donde había lluvia, o como aquellos en los que no la había. Cuando comía, cuando cenaba o incluso cuando no le sobraba tiempo excepto para beber té.

 

—Sensei. —El llamado le hizo buscar con la vista. Desde el área de las jardineras ubicó a Matsuo Usui, un estudiante de último año a quien asesoraba con su tesis, acercándose en su dirección. Se detuvo, le regaló una sonrisa y ésta extrañamente le fue devuelta desentonando completamente con la personalidad arisca que le conocía—. Me enteré sobre su cumpleaños. Felicidades.

 

—Aquí no se puede guardar ningún secreto —bromeó.

 

—Ya lo creo. —El joven ensanchó la sonrisa—. ¿Podrá recibirme el jueves para la primera revisión?

 

—¿Tanto avanzaste ya?

 

—Eso pienso.

 

Masahiro se mostró escéptico, después de todo no estaba tratando con el estudiante más prometedor, en cambio, la falta de motivación era la que lo caracterizaba.

 

—De ser así, te puedo recibir a las cinco.

 

—El jueves a las cinco. Hecho —acordó distraído. Parecía buscar algo tras Masahiro e insistía en indagar por encima de su hombro—. También quería preguntarle si…—regresó la mirada a él—, si tiene tiempo para asesorar a otro alumno.

 

Fue ahí donde se evidenció la razón del inusual compromiso académico y, sobre todo, de la desusada cordialidad: un favor. Para la respuesta, sin embargo, no consideró tales esfuerzos.

 

—Lo lamento, no. Contigo tengo tres alumnos a cargo y agregar a un cuarto… No, no me da el tiempo.

 

El gesto disconforme que recibió posterior a su hablar fue, sin duda, mucho más común y natural en Usui.

 

—Por favor, ingeniero. Él necesita asesor y no conoce a sus maestros, pienso que usted podría ayudarlo.

 

—¿No los conoce?

 

Usui negó.

 

—Recién se transfirió.

 

—¿Carrera? —cuestionó.

 

—Civil, Ingeniería civil.

 

—Ya veo…—Hizo una pausa, una larga en la que buscaba dilatar la llegada del futuro que vio venir la mañana en la que se había dedicado a dar seguimiento a las solicitudes de nuevo ingreso, la misma mañana que, por segunda vez en su vida, tuvo que leer ese nombre una, otra y otra vez para creérselo—. ¿Furukawa Nao? —Ante el nombre y la posterior sorpresa, pudo deducir la silenciosa pregunta que denotaba el gesto de desconcierto de su alumno: «¿Cómo es que usted…?»; no obstante, antes de que la pusiera en palabras, decidió hablar—: Es mi trabajo.

 

Desde aquel día había aguardado por el encuentro, pues a pesar de que el común denominador era desconocer a un gran porcentaje de los estudiantes, tenía bien asumido el hecho de que todo aquello que deseaba no sucediera, lo haría. Por ello prefirió rendirse y aceptar que su pasado por fin le había alcanzado. Desde entonces no había día en que los recuerdos no le importunaran.

 

—Dile que lo recibiré el viernes a las ocho de la mañana. —Dicho esto emprendió la partida, pasando a un costado del joven interceptor. Sabía que tras de él, perdido entre el océano de alumnos, se hallaba ese adolescente problemático convertido en un joven adulto.

 

 

Notas finales:

Kobrille. 
J.C


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