Poema introductorio
Te digo que te largues, que desaparezcas por siempre.
Te digo que te alejes, que no necesito verte.
Y en cada palabra vacía, me duele el alma, mi vida,
porque te quiero a mi lado, y sólo digo mentiras.
Si te digo que te vayas, en realidad quiero que te quedes.
Si te digo que te odio, en verdad, pregunto si me quieres.
Pero para librarte del dolor, para dejarte volar,
te digo diez mil mentiras… Y si hacen falta, más.
Que eres mi mundo, mi tesoro, mi dulce despertar,
para librarte del daño… No te debes acercar.
Por eso, te odio, maldito… Aunque a mi pesar.
Te haré daño, aléjate, déjame en paz.
Y te digo que te odio, con lágrimas transparentes,
tú me abrazas y sonríes, al final lo comprendes.
Porque muero en mis mentiras…Pero te las diré siempre.
Capítulo 1: Maldito ratón
El sol asomaba tímidamente por la puerta abierta de la casa de los Soma. En el salón sólo había un chico, tumbado boca arriba en el suelo, en apariencia desmadejada. Vestía una camiseta negra y ceñida y un pantalón ancho con muchos bolsillos. Sostenía un cojín contra su cara, de modo que sólo un atisbo de su pelo naranja era visible. En la muñeca del brazo que reposaba sobre el cojín había una pulsera blanca y negra.
Kyo Soma. Vitálico, arisco, gritón, y cuya única razón de existencia era vencer a su primo Yuki. Ése era el chico que yacía patéticamente tumbado sobre el suelo de madera. Al fin descubrió su rostro, de facciones finas y ojos sesgados, para mirar el cojín que había usado para cubrirse. En su superficie había aparecido un tinte oscuro que denotaba que había llorado.
¿Por qué iba a llorar el chico más orgulloso de toda su escuela? Por una estúpida nimiedad: Yuki había vuelto a derrotarlo. Aún se resentían sus heridas. Había sido una de esas veces: el moreno se había acercado a él, hasta sólo quedar a un palmo, y aprovechando su desconcierto le había lanzado una patada que había puesto fin a la pelea. Kyo se había quedado inmóvil en el mismo sitio que cayó, con el ánimo por los suelos. En cuanto el ratón se fue, enterró la cara en un cojín para ocultar su llanto. Si lloraba por la derrota o por alguna otra razón, no lo sabía.
En ese momento entró en la habitación Tohru Honda. Era una chica de estatura media, risueña y de apariencia ingenua. Tenía el pelo castaño y lacio en ese momento recogido en un par de simpáticas trenzas, que bailaban a su alrededor. Al descubrir a Kyo en el suelo, se acercó a él con precaución.
--Kyo… ¿Estás bien?
El chico se giró, apático, dándole la espalda. Ella se le quedó mirando con aire compungido. Vio de soslayo el cojín tirado a pocos metros, aún húmedo.
--¿Has llorado?
--¡¿Por qué habría de hacerlo?!
--Ah… ¿y por qué no?
--¡Porque llorar es de débiles!—exclamó el gato, furiosamente.
Tohru se limitó a mirarle, acostumbrada a sus cambios de humor. Sonrió cálidamente, antes de perder su vista en el infinito.
--Mamá decía que llorar no es débiles… Sino de personas.
El chico se giró, sorprendido. Pero ella ya había vuelto a sus quehaceres, dejándolo sólo con sus pensamientos y con la pregunta que se formaba en sus labios. Realmente, a pesar de su forma de monstruo, él también era una persona. ¿Tenía, por tanto, derecho a llorar?
Fue en ese momento cuando entró el desencadenante en la sala. Yuki Soma: estatura media, cuerpo delgado y fibroso, pelo moreno cayendo grácilmente a cada lado de su rostro y un par de arrebatadores ojos violeta grisáceo destacando en su rostro níveo. Tomó asiento con indiferencia, a un lado de la mesa.
--¿Todavía sigues ahí?—preguntó a Kyo, que ni se había girado a mirarlo.
El de pelo naranja se incorporó de un salto y se perdió fuera de la casa, conteniendo sus ganas de arrearle un puñetazo a la cara bonita de Yuki.
Ya era la mañana siguiente. El instituto se mantenía tan bullicioso como siempre, y en la clase los chicos aprovechaban para charlar antes de la llegada del profesor. Tohru hablaba animadamente con su amiga Uo, mientras su otra amiga, Hanajima, le hacía trencitas en el pelo. Kyo dejó de mirarlas y paseó su vista por la estancia. Estaba solo, echado sobre su mesa. Todos sabían que por la mañana su humor era bastante malo, y que era mejor no acercarse. Vio desde su sitio cómo Yuki sonría abiertamente a un par de compañeros que le preguntaban una duda de los deberes. Esa rata siempre sonriendo, parecía que nada pudiera alterarle, como si nada ni nadie le importara de verdad…
El día comenzaba de manera aletargante. Kyo pasó olímpicamente de las clases y en la hora del almuerzo se perdió en la azotea, sin apetito. No tenía ganas de que la gente se agolpara a su alrededor preguntándole por qué ese día no había gritado ni una sola vez. Dejó que la brisa meciera su cabello naranja, tranquilizándolo. Ya vencería a Yuki la próxima vez.
--¡Te digo que no me gustan!
--Los ha preparado Tohru, y te los vas a comer.
--Ya empezamos…--Shigure rió levemente mientras se llevaba los palillos a los labios.
Shigure era el dueño de la casa. Tranquilo, con sentido del humor y un poco pervertido, tenía un pelo sedoso enmarcando su rostro desenfadado. Era de maneras pausadas y su forma de vivir la vida era un poco extraña, libertad ante todo.
--¡No pienso comerme los puñeteros ajos!—se quejó Kyo, mirando con odio a su primo.
--Y yo digo que sí te lo comes—Yuki enarboló los palillos y se los metió en la boca a la fuerza.
--¡¡PUAJJ!! ¿¡Es que quieres ahogarme, so bestia!?—le increpó el de pelo naranja apartándose de la mesa y agarrándose la garganta.
--No seas tan exagerado—le recriminó la rata—Come y calla.
La discusión siguió largo rato, pero Tohru y Shigure estaban más que acostumbrados. Siempre peleaban por cualquier motivo.
Ya en la noche, el gato se sentía incapaz de conciliar el sueño. Se removió en el suelo del salón, donde siempre dormía si no era en el tejado. Por alguna razón, le había dolido tener que discutir con Yuki a la hora de la cena. Supuso que se debía a que estaba arto de aguantarle, y empezaba a cansarse de sus peleas diarias.
--Maldito ratón…--murmuró, antes de cerrar los ojos para un nuevo intento de caer en brazos de Morfeo.
Kyo estaba sólo en un rincón. Veía cómo llegaba el resto de la familia Soma, sin brindarle siquiera una mirada. Desprecio, altivez, burlas… Todo lo que tenía que aguantar sólo por ser del signo del gato. Las lágrimas intentaban escapar de sus ojos de crío, pero el las retenía con ahínco. No les daría la satisfacción de que lo vieran llorar. Y, de pronto… Allí estaba. Su rival, su eterno enemigo… La rata. Yuki Soma, de su misma edad. Kyo se le acercó a él, pisando fuerte, y le tocó el hombro para llamar su atención.
--¡Estúpida rata, todo es culpa tuya! ¡Voy a vengarme de ti! ¿Me oyes?
Todos los miembros de la familia quedaron en silencio. La atmósfera se tensó con la rapidez de un rayo. Y entonces, Yukito se giró… Kyo sintió una sacudida. Le había visto la cara por primera vez, y ahora no podía contener el llanto por más tiempo. Echó a correr, dejando a todos pasmados. ¿Por qué? ¿Por qué tenía que ser la rata la persona más bonita que jamás hubiese visto? Cuando Kyo se despertó, sobresaltado, el sol aún no era visible sobre los árboles. Trató de relajarse tras el mal sueño, pero no tuvo oportunidad. Yuki se había levantado para beber agua, y andaba por ahí, descalzo y en pijama. Kyo lo miró; le hacía gracia la cara que tenía siempre nada más levantarse. El moreno tomó un baso, lo llenó en el grifo y se lo llevó a su habitación, bostezando y estirándose. Cuando se perdió de vista, el gato cerró los ojos con fuerza.
--Maldito ratón…--repitió.