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Como Papá Noel por Aome1565

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Notas del capitulo:

Mi tardío relato de Navidad; yo no soy de esas que escriben para las fechas especiales, lo hago cuando me llama a hacerlo (:

Disfrútenlo :3

 

 

Como Papá Noel

 

 

Trabajaba vestido de Papá Noel en el Shopping Mall que se había abierto hacía poco. Sentado en un trineo de cartón y purpurina, tirado por renos planos y rodeado de tergopol desmenuzado, desde temprano dejaba que los nenes le llevaran cartitas que empezaban con un "Querido Papá Noel" y se le sentaran en el regazo, pidiéndole cosas que sólo veían en la tele, o que sabían los papás no podían comprarles. Tenía que sonreír para las fotos y decir con retintín «ho, ho, ho» mientras se agarraba la panza de goma espuma, aguantar a las pendejas de quince que le gritaban que querían un novio, y agradecer que por lo menos le pagaban bien por ello.

A las once de la noche, cuando los locales empezaban a cerrar, él podía darse el lujo de sacarse la barba blanca y estirar las piernas.

Esa noche, terminando el veintitrés de diciembre, entre la gente que salía en estampida con la tarjeta de crédito quemándoles el bolsillo, Papá Noel caminaba con la mente tan blanca como la peluca rizada que tanto calor le estaba dando, y con un bolso prácticamente vacío colgándole de un hombro. Antes de llegar último a la salida del predio se encontró con dos de los chicos que atendían en el Bowling.

-Queremos trabajo, Papá Noel -dijo uno con amargura y ambos echaron a reír, dando inicio a la ronda nocturna de burlas, pero Nicolás salió a la calle haciendo oídos sordos, arrancándose la peluca ante las bocas abiertas de los nenes que sacaban las cabezas por las ventanillas de los autos. Los bocinazos empezaron a bailar con chistes malos sobre Papá Noel y sus renos, y él era un semáforo en rojo más.

Se apresuró a dejar atrás las bromas y las calles concurridas y llegó a una de las zonas más silenciosas de la ciudad, casi sin luces ni gente. De vereda en vereda iba pensando en el único motivo por el que trabajaba vestido de rojo, con barba sintética y un almohadón bajo la ropa: le pagaban un buen extra a su mísero sueldo de hombre-de-la-limpieza, no había otra cosa. Ni espíritu navideño, ni carisma o ganas de ver sonreír a los más chicos que, guiados por una sociedad consumista y la televisión, realmente creen que un hombre vestido como él vuela por los cielos y da la vuelta al mundo en un día. Tampoco tenía alguien ante quien hacerse el héroe, o hijos a los que poder llenar de regalos como padre y no como Papá Noel.

Desvistiéndose cuadra de por medio, iba con la mitad del disfraz en la mochila y divagando en un «vivo porque el aire es gratis», cuando un cartel luminoso lo empujó dentro de un pub. Había jóvenes y pendejos bailando música supersónica, poca luz, humo, alcohol y besos. Estaba en un bar gay y ya había entrado.

Detrás de la barra el único barman de turno secaba vasos y se movía electrocutado por la música, mojado en alcohol y sudor.

A la mochila con la mitad de su disfraz la dejó sobre la barra con pesadez, como deshaciéndose de un cadáver, y se sentó en uno de los taburetes altos. El camarero, que en realidad parecía el bailarín, tardó en darse cuenta del cliente nuevo viéndolo con sed de whisky o alguna otra cosa.

-¿Si? -le preguntó, sin dejar de bailar ni secar vasos, con su cabello largo sacudiéndose de un lado a otro y con los ojos levemente desencajados, las pupilas dilatadas.

-Whisky -contestó Nicolás, escueto. Al instante un par de hielos se sacudieron dentro de un vaso delante suyo, al igual que las caderas del barman dentro de sus pantalones ajustados.

Tomó uno, dos tres. Después del sexto perdió la cuenta y la razón por la que, deprimido, tomaba tanto.

-Tomate uno conmigo, dale -invitó Nicolás, zarandeando su vaso.

Sin negarse, el chico se agachó bajo la barra a buscar un vaso. Al levantarse, un mareo le sacudió el piso y todo lo que sus ojos alcanzaban a ver, pero lo ignoró e igualmente se sirvió una medida de licor tan espeso como la saliva que gastaban esos que se besaban en medio de la pista. Apenas se sentó del otro lado de la barra, un «¿Cómo te llamás?» con olor a alcohol le rodeó los sentidos y le mareó.

-Martín -le dijo y no supo si lo que se movía era su cabeza o la banqueta con las patas disparejas.

-Yo soy Papá Noel. -Un Papá Noel que le tendió una mano que no agarró y una sonrisa que no devolvió.

«Está borracho» quiso recordarse, hasta que vio los pantalones rojos con el plumón blanco en el borde y las botas de escalador.

-No, mentira. Me llamo Nicolás -se corrigió en un arranque de conciencia en el que también se dio cuenta de que ese chico sentado a su lado era muy joven como para estar sirviendo copas en un antro como aquel-. Trabajo vestido de Papá Noel. -Y después de aclararlo volvió a estirar los labios en una sonrisa que el otro sí le respondió. -Vamos a bailar -le invitó, con la música incitándole tanto como una fruta prohibida les llamaba a colgarse del árbol y sus neuronas bailando con gotitas de alcohol.

Con un trago más y un par de pasos estuvieron sumergidos en una marea humana que los empujaba, que los apretaba. Hacía calor, los cuerpos que los rozaban les daban calor. Se juntaron más, cerraron los ojos, se toquetearon y se dejaron llevar por esa orgía musical que les asfixiaba y que empezaba a excitarles.

Manos iban, manos venían. Bailaban el vals del atrevimiento con las manos y el resto del cuerpo acompañando. La música los envolvía con una lengua enorme y los mojaba haciéndoles creer que era sudor, los obligaba a no dejar de moverse, les susurraba cosas sucias y les gritaba que no pararan, envueltos en una niebla oscura con olor a tentación.

La música cambió y no se dieron cuenta, pero en medio de un estallido de luces Nicolás se fijó en la boca del muchachito que se sacudía frenético entre sus brazos: como una puta en cualquier esquina, esos labios se levantaban la pollera del pudor y le cantaban una canción a la lujuria. Una de las comisuras le guiñó un ojo y la otra le tiró un beso. El lunar de la esquina inferior izquierda le dijo «comeme», y él no esperó a que se lo repitiera.

Las ganas estaban vestidas de rojo y venían servidas en bandeja.

Y mientras el beso se convertía en un blues de respiraciones agitadas y un tira y afloja de saliva con sabor a licor de chocolate, las manos, como serpientes hambrientas, se arrastraban por los cuerpos ajenos y siseaban la clave para volver a entrar al paraíso.

Y la tentación es fuerte, y la carne es débil, y Martín terminó de tragarse la manzana.

-Vivo... en la esquina -le susurró jadeando a un oído que degustó las palabras por debajo de la música. Se llevó una mano a la entrepierna y gimió alto en medio de una explosión de aturdimiento. Cuando abrió los ojos estaba en la puerta del pub con Papá Noel y todos sus renos preguntándole en qué esquina.

«A la derecha, arriba, a la izquierda»

Con los pies enredados, las ganas cosquilleándoles el estómago y las bocas sedientas, caminaron media cuadra hasta la esquina más oscura, que escondía un edificio blanco de varios pisos. Martín perdió el control de sus dedos a la hora de encontrar la llave del portón principal y Nicolás ya había empezado a tocarse, impaciente.

Fueron tres pisos de escalones y manoseos, hasta que llegaron al Tercero B. «Abrí la puerta, que yo no puedo, y metete en la cama», ordenó Martín con las manos y la lengua temblándole de ansiedad y excitación.

Entraron y la puerta se cerró sola, las luces no se prendieron, el departamento entero pareció seguir durmiendo. Ya habían sonado las doce cuando Papá Noel atravesaba sin mirar la sala adornada y el arbolito que no brillaba, divirtiéndose con un duende que se había cansado de envolver juguetes.

Corrieron a la cama y se sacaron la ropa, al igual que le arrancaban el papel brillante a sus regalos en nochebuena.

¿Y por qué esperar?

Se toquetearon igual y más que en el pub, y con las lenguas enredadas dieron rienda suelta a un frenesí que daba para no terminar más, como una interminable carrera entre dos caballos desbocados.

Dejando atrás el beso, Martín dibujó en el aire una onda propia de una sirena y terminó respirando agitado sobre un miembro erguido que gritaba cosas dignas de un castigo. Sus cabellos largos hasta sus hombros rozaban la pelvis de Nicolás y éste sentía que enloquecería si no tenía esa boca hinchada rodeándolo de inmediato. Le apretó la cabeza, le obligó a bajar más, y el chico obedeció complacido mientras se tocaba con una mano.

Nicolás no pudo terminar, puesto que la misma boca que antes estaba ahí abajo, ahora subía por su pecho en un húmedo y salado recorrido hasta morderle la barbilla y besarlo. Y mientras sus bocas daban vueltas entre saliva y jadeos, Martín cambió de posición, se sometió bajo el cuerpo del mayor y abrió las piernas para él, para su miembro palpitante y para sus ganas de comérselo entero.

Arriba, abajo, más rápido, adentro, afuera. Sus bocas hicieron fiesta y las manos deliraron, el alcohol corrió por sus venas en un rally con la adrenalina, y en sus cabezas estallaron fuegos artificiales a cada estocada. Con gemidos llenaron el aire, con gritos descargaron sus pulmones. Sudaron en medio de un éxtasis salvaje y se derramaron con ganas sobre las sábanas limpias, las intenciones sucias y el cuerpo ajeno.

Cayeron en la cama desde su aventura alrededor del mundo en un trineo descarriado y, pensando en calmar sus respiraciones, se quedaron dormidos.

 

Un buen rato más tarde, con resaca, pegajoso y sintiendo el olor a sexo flotando en el aire y revolviéndole el cabello, Martín se despertó y vio en el reloj de su mesita de noche que eran las cuatro de la madrugada. Cuando se dio la vuelta, vio al extraño durmiendo a su lado.

Parpadeó y le tomó un minuto preguntarse por qué estaba en casa a las cuatro si el pub cerraba a las seis, quién era ese tipo y qué hacían desnudos... y un minuto más le bastó para entender que se había escapado del trabajo con un cliente para tener sexo.

«Otra vez»

Maldiciendo en voz baja se vistió lo más rápido que pudo. Al que dormía le gritó y en medio de un ataque de nervios le tiró las botas por la cabeza.

-¡Despertate, imbécil!

Con tal alarido y el resto de su ropa cayéndole encima, Nicolás se despertó. Martín lo miraba serio, furioso, histérico.

-Vestite y andate.

 

Afuera todavía era muy de noche cuando Nicolás bajaba las escaleras a tropezones y se chocaba con la gruesa puerta de vidrio, cerrada con llave. Al ratito bajó Martín, preguntándole a los gritos qué mierda hacía ahí todavía, y salió a correr una media cuadra hecho un frenético manojo de nervios y bronca hasta llegar a la psicodélica puerta del pub. Nicolás corrió tras él y desde la vereda lo vio entrar tan sigiloso como un ratón y salir corriendo como un conejo asustado.

-¡No quiero verte más acá! ¡Y es la última vez que te lo digo! -se oyó desde adentro.

Pasmado, sin gestos, sin palabras, Martín agachó la cabeza, se metió las manos en los bolsillos y volvió a recorrer esa media cuadra, ahora lleno de hastío y desilusión de sí mismo. Nicolás sólo se quedó viéndolo como cuando por la tele veía a su equipo de fútbol meter un gol en contra, y en lugar de intentar una reconquista, para no perder la costumbre, dejó que Martín, el camarero borracho electrocutado, el duende aburrido de envolver regalos, el caballo desbocado, se le escapara de las manos y del enorme morral rojo.

Cuando el chico desapareció y como si todo fuera una broma, la mochila con el resto de su disfraz cayó en el medio de la vereda después de salir volando desde la nebulosa oscuridad detrás de las puertas del bar, que le sacaron la lengua y se cerraron con odio.

Entonces, todavía algo borracho y con la culpa de haberle sacado el trabajo a un extraño con embestidas y gemidos, se dirigió a su casa; parecía más una sombra que corría las calles de la soledad en medio de una boca de lobo.

Apenas abrió la puerta supo que se había cortado la luz, por lo que en un baile ciego prendió una vela, se duchó con agua fría y casi desnudo se quedó dormido pensando en que quizá no debía sentirse culpable por lo ocurrido hace un rato... pero no podía evitarlo.

 

Se acostó a las cinco, su despertador sonó a las siete y Papá Noel llegó a las ocho a sentarse en su trineo de cartón. Era la mañana del veinticuatro de diciembre: más nenes, más cartitas, más gente, ajetreo, ruido y una jornada agotadora que iba a terminar en una solitaria cena para nada especial.

Esa perspectiva le dio vértigo y nostalgia, una tristeza inigualable y la idea y las ganas de regalarle algo a alguien... y tenía el día entero para pensar qué a quién...

 

En el día le pidieron barbies, autos, sets de plastilina, novios, felicidad, salud, dinero y amor, cuando él sólo pedía que eso terminase pronto. Quería dejar de ver andantes montones de regalos y gente feliz, que dejara de flotar en el aire el espíritu navideño; quería seguir siendo el encargado de la limpieza de un buen pedazo del Shopping, quería dejar de sentir lástima por sí mismo: un pobre tipo de treinta años sin pareja, hijos o algún pedazo de lo que fue su familia. Y lo que menos le gustaba era ese intento de culpa que le taladraba la cabeza y el pecho.

Entonces recién en ese momento, ahí sentado en su trineo de cartón con la gente bailando a su alrededor una coreografía apresurada, se le ocurrió a quién darle un poquito de la felicidad que se desparramaba a su alrededor y que incluso a él le faltaba: Martín... ¿pero cómo?

Cada vez tenía menos tiempo.

 

Su día terminó a las once de la noche, cuando pudo darse el lujo de decirle «hasta el año que viene» a su peluca calurosa, al traje rojo y a los renos de cartón. Dejó atrás su puesto de trabajo temporal y el pago extra y se dirigió a una de las salidas del costado, como cuando quería alargar aunque fuese una cuadra más el camino a casa. A su paso, antes de llegar a la puerta y al cartelito verde con la palabra SALIDA, se encontró con que el Bowling todavía estaba abierto. Marcelo, el encargado del lugar, se apresuró hasta él.

-Hey, Papá Noel, ¿qué tal?

-Todo bien; ya no soy Papá Noel hasta el año siguiente -le respondió Nicolás, a lo que el otro rió sin ganas, con compromiso.

-¿Escuchaste lo de esos chicos que contratamos hace poquito, Federico y Nahuel? No tenemos suerte con los chicos de ahora, los echamos -se apresuró a contestar su pregunta, al ver la cara interrogante del Papá Noel sin barba ni gorro-. Cambiaron la ficha de precios a su gusto y para colmo robaban plata todas las noches.

-Ayer los vi saliendo y me gritaron que querían trabajo, pero no les presté atención; no creí que fuese en serio.

Entonces las piezas de eso que estaba rompiéndole la cabeza calzaron tan bien como los lazos rojos que envuelven los regalos.

-¿Todavía siguen libres los puestos? -preguntó, ansioso. Sus ojos pardos brillaron como las bolas doradas que colgaban del gran árbol de navidad y en su estómago algo empezó a burbujear.

-Si, nadie quiere presentarse a una entrevista de trabajo un veinticuatro de diciembre -rió Marcelo amargamente, estirando una de las comisuras de sus labios.

-Yo conozco a alguien que sí. Es todo lo que necesitaba saber -dijo y salió corriendo, con un río de adrenalina gritándole que se apurara. Ahora la cuadra extra le estorbaba y sentía que no iba a llegar a tiempo para frenar junto al timbre del edificio en la esquina del Wonderland's Pub, sacar un papel arrugado, uno cualquiera, del fondo de su mochila y escribir una nota con el lápiz lleno de pelusas que creía que había perdido y que recién encontraba. Tocó el timbre del Tercero B cuando escuchó los fuegos artificiales de las doce en punto y dejó el recado puesto entre las ranuras del parlante del portero eléctrico.

Después de eso, sin prisa cruzó la calle y continuó su desviado camino a casa.

 

Martín oyó el timbre, pero no se apresuró a contestar hasta haberse deseado salud, dinero, amor y trabajo, aunque después pensó que quizá era mucho pedir y que lo único que realmente quería era un trabajo. Levantó el teléfono del portero eléctrico, mas nadie contestó a sus «¿quién es?» y tuvo que bajar a ver, sólo para encontrarse con una notita que decía:

«En el Bowling del Shopping necesitan trabajadores.

El 26, a primera hora.

Papá Noel»

Lo primero que pensó fue que esa era una broma de mal gusto, hasta que se acordó del tipo de la noche anterior y su traje rojo. Quizá eran él y su remordimiento que le habían estado buscando trabajo, se le ocurrió, pero de regreso en su departamento se dijo que a nadie le daba culpa haberse acostado gratis con alguien como él, sin importar que llegaran a sacarle el trabajo o la virginidad.

Tiró el papel arrugado en el tacho de basura y se dispuso a terminar su solitaria velada navideña, pero antes de acostarse la sacó de entre la mugre y volvió a leer la nota. La pegó en la heladera; no perdía nada yendo a ver.

 

 

El veintiséis de diciembre hacía calor y todo parecía estar volviendo a la normalidad en el Shopping, o por lo menos para Nicolás, que disfrutaba de barrer la nieve de utilería que no era más que tergopol desmenuzado.

Rió cuando guardó los renos, le dio un pisotón al trineo y lo arruinó con ganas, guardó en una bolsa el traje de Papá Noel y salió del depósito sacudiéndose las manos con suficiencia. Con una sonrisa limpió por sectores toda la planta baja y, de vez en cuando, se daba una vuelta por el Bowling, con los ojos destilando esperanza.

Quería ver a Martín y saber que lo habían contratado; quería saber que por lo menos había hecho algo bien por alguien en mucho tiempo; quería verlo con el uniforme del local; quería verlo sonriéndole a la gente... quería verlo.

Pero con sólo querer no fue suficiente y en todo el día no supo de él, ni siquiera pudo acercarse más allá de lo que le permitía la vidriera del local. Sin embargo, pasada la medianoche, después de una larga jornada como hacía un mes no tenía, sintió su estómago burbujear y sus mejillas ceder ante una sonrisa que no pudo evitar: Martín estaba en el Bowling, con esa remera en colores chillones y limpiando la barra con una franela.

Sin pensarlo mucho, cuando Marcelo se le acercó para echar una charla sobre los últimos acontecimientos en la planta del Shopping, le pidió que le dejara, sólo por ese día, lustrar los pisos de madera del local. Le rogó que le hiciera ese favor y cuando un sí cayó redondo sobre sus oídos, sintió vértigo como si en ese momento estuviese sobrevolando los edificios y las luces de la ciudad en su trineo agujereado.

Mientras, Martín veía su rostro reflejarse en la madera pulida de la barra y pensaba en que aquel era un mejor trabajo que el que tenía antes, pero era recién el primer día y no podía juzgarlo ni menos acostumbrarse. Cuando vio salir al encargado, creyó que estaba ya por cerrar y se apresuró hacia la salida, por donde entró un tipo de unos treinta años arrastrando la máquina lustradora de pisos que sólo conocía de las películas. Lo ignoró y dio un par de pasos más hacia la puerta de doble hoja, pero antes de salir se dio cuenta de que ese era el Papá Noel que le había sacado el trabajo, el que le había dado el trabajo que tenía ahora y el mismo que le miraba disimuladamente mientras enchufaba y preparaba la máquina.

Sigiloso, retrocedió y de un salto se sentó en la barra, puso las manos entre las rodillas, cruzó los tobillos en el aire y clavó los ojos en... en Nicolás.

Y Nicolás, sabiendo de esa mirada posada en él, limpió y pulió lenta y cuidadosamente todo el piso del Bowling; hizo el momento lo más largo que pudo, para que cuando se volteara a ver directamente a Martín, el aniñado rostro de éste se volviera de un rojo tan intenso, como el traje que había guardado en una bolsa.

Alguien que no fue ellos apagó las luces y el local quedó casi en penumbras, excepto por las luces tenues debajo de la barra. Nicolás se sentó en uno de los taburetes giratorios altos y dio una vuelta lenta y grácil impulsándose con los pies.

-Hola -dijo Martín casi en un susurro, cuando los ojos del mayor volvieron a clavarse en él.

-Hola -le respondió y dejó que una media sonrisa se extendiera por sus labios. Para su sorpresa, el chico enfrente suyo se la devolvió y sintió, por primera vez desde que había aceptado el trabajo extra, que había hecho algo bien como Papá Noel.

 

 

Notas finales: Ahora el relato participa del «I Concurso de Relatos Cortos Hilandera». Deséenme suerte :3

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