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Lächeln für meinen dämon por Nuriko_lover

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Notas del fanfic:

¡Por fin mi primerísimo fic de Kyou Kara Maoh! ¡Yupi! xD Se me va, en serio...

La idea llevaba tiempo vagando por mi descolocada cabeza, pero no quería ponerme hasta haberme visto al menos las 2 primeras temporadas enteras. El fic se puede ubicar más o menos después de los tres primeros episodios de la 3ª temporada. ¿La razón? Evitar un triángulo amoroso que se da a lo largo de la 3ª temporada y que no me gusta ni un pelo xD

He elegido el alemán para el título y los nombres de los capítulos porque la mayoría de nombres propios del manga y anime están en dicha lengua. El título, "Lächeln für meinen dämon", significa (según nociones extremadamente básicas de alemán) algo así como "sonrisas para mi demonio". Título cutre donde los haya, pero en alemán mola y todo xD

Pues eso. Es una autentico despropósito pero yo por quitarme la espina hago lo que haga falta xD

Salu2 y disfrutad de la lectura. DISCLAIMER: KYOU KARA MAOH Y SUS PERSONAJES NO ME PERTENECEN (Y DOY GRACIAS POR ELLO XD). SON PROPIEDAD DE TOMO TAKABAYASHI.

Notas del capitulo: El rating puede aumentar sensiblemente hacia el final del capítulo. Aún así he tratado de ser "suave". No sé si lo he conseguido o no, la verdad xD
Era un día soleado y las gradas estaban medio vacías. No soplaba ni una brisa de aire y el silencio imperante conformaba un ambiente óptimo para un buen partido.

El pitcher lanzó la bola. La pelota avanzó imparable hacia el bateador, que mantenía el bate en una posición tan firme como si lo llevara adherido al brazo. Apenas fue un segundo, en el que ambos equipos contuvieron el aliento y... ¡clang!, la pelota salió despedida hacia el cielo matinal a toda velocidad, elevándose, perdiéndose más allá de la red metálica...

– ¡Sí! -gritó Yuuri, soltando el bate y echando a correr.

Era la tercera carrera consecutiva que conseguía en dos días, y no podía estar más pletórico. Corrió una a una todas las bases, animado por los vítores de su equipo y ganándose miradas abatidas de sus rivales. Cuando llegó de nuevo junto al resto de su equipo, se vio apresado en un abrazo multitudinario del que no parecían querer dejarle escapar.

– ¡Genial, Shibuya! -gritó el siempre entusiasta Ken desde las gradas.

Mientras sus compañeros le subían a hombros e iniciaban una nueva oleada de vítores, Yuuri observó el cálido sol de primavera y deseó que Wolfram estuviera allí para poder demostrarle que no era tan “debilucho” como él creía.

--

Yuuri esperó a que los demás abandonaran las duchas para desnudarse y sumergirse él mismo bajo el agua caliente. Hacía tiempo que el baño y todo lo relacionado con el agua se había convertido en algo tan íntimo como místico. El agua, su elemento, aquel que le ofrecía el mayor poder tanto en su mundo como en Shin Makoku. El azul elemento había pasado a ser un instrumento en su búsqueda de la justicia.

Y, ¿por qué no admitirlo?, aún temía ser absorbido por la ducha o algo parecido a pesar de ser capaz de dominar sus viajes interdimensionales.

Tampoco importaba mucho, se dijo como toque de atención. En apenas un par de horas volvería a estar en el Castillo Pacto de Sangre o un sitio por el estilo, mientras Günter le tendía un uniforme negro y seco que compensara la ropa mojada durante el viaje. Sólo llevaba cuatro días lejos de Shin Makoku, pero ya echaba en falta la sonrisa pacífica de Conrart, la tranquilizadora presencia de Gwendal y las encantadoras carcajadas de Greta.

Y oh, Wolfram. Incluso echaba de menos los insistentes gruñidos de Wolfram sobre sus supuestas “traiciones”.

Cerró el grifo del agua, e iba a salir de la ducha cuando una mano surgió de la nada, tendiéndole la única toalla seca que quedaba en el vestuario.

– Ha sido un buen partido, Shibuya -alabó Ken.

– Gracias, Murata -repuso Yuuri, dedicándole una sonrisa mientras se secaba el pelo.

– Si sigues así, tú solo llevarás al equipo a la final -opinó el otro con los brazos cruzados y una expresión de suficiencia.

– Tampoco exageres, eh... -le reclamó Yuuri mientras se enrollaba la toalla en la cintura. En el fondo se sentía halagado por semejantes cumplidos, pero con que se los recalcara una sola persona (léase Günter) había más que suficiente.

Se cambió deprisa, pasando por alto el hecho de que Murata seguía pululando por allí y tarareando una canción para sí mismo con aquel típico aire distraído. Acababa de pasarse la camisa por la cabeza cuando se dio cuenta de qué estaba enturbiando exactamente su dicha, qué empañaba la victoria aplastante en aquel partido.

– Vuelvo esta tarde -anunció en un murmullo-. A Shin Makoku.

– ¿Ya? -preguntó Ken en voz alta-. Yo creía que querías quedarte un poco más porque tenías a tu familia abandonada.

Yuuri frunció el ceño, incapaz de recordarse comentándole a Murata sobre el tema. Aunque, se dijo, siendo él no era raro que cosas supuestamente “personales” fueran rápidamente adivinadas. Lo de ser el Gran Sabio debía tener algunas ventajas, como la percepción de cosas que uno creía estar ocultando.

– Sí, esa es una de las razones -admitió-, pero...

Se tocó el borde de la camiseta y notó la tela suavemente almidonada. Su madre siempre había sido partidaria de lavar la ropa a mano, asegurando que así su amor por sus hijos y marido quedaba más patente.

– Cada vez me doy más cuenta de que podré estar menos tiempo con ellos -admitió con una sonrisa amarga-. Cada vez esto de ser Maoh exige más responsabilidades, y todos confían en mí para que las cosas vayan bien. Si me ausento mucho tiempo, no sé exactamente cuantos meses habrán pasado en el otro lado. Como tú dijiste, es un fenómeno impredecible... Además gozaré de la larga vida de los mazoku, igual que Conrad y los demás... Puede que algún día me vea obligado a no volver más a la Tierra.

– Esa es tu decisión, y lo que decidas estará bien -opinó Murata con aire pensativo-. Tendrás que escoger opciones que te provoquen dolor, y elegir un camino u otro te llevará a perder cosas que valoras y a ganar unas nuevas que no esperabas. Pero no cometas el error de anteponer el deber a las emociones, ni viceversa. Un buen Maoh sabe buscar y encontrar ése equilibrio.

Yuuri meditó unos segundos en aquellas palabras, y después ensanchó la sonrisa y se lanzó la mochila al hombro.

– No me extraña que seas el Gran Sabio... -opinó, desperezándose.

Murata le obsequió con una de aquellas célebres sonrisas enigmáticas, cándidas y al mismo tiempo frías como el acero. La fascinación risueña e impasible de alguien cuyas memorias se remontaban a miles de años atrás, cuando los mazoku eran seres errantes sin hogar y él los guiaba con su buen juicio hacia la victoria.

– Esta tarde, pues. Te espero en mi casa.


--


– Esta vez no puedes quejarte, querida -repuso Shoma con una sonrisa de resignación, sentado en el bordillo de su propio jardín-: Yuuri se ha quedado cuatro días seguidos. Creo que puedes permitirte perderle de vista una mísera hora...

– ¡Nada de eso! -le recriminó su esposa, esgrimiendo con aire amenazador un tenedor de madera-. Aquella vez estuvo fuera casi dos días. ¿Y qué si vuelve a pasar? Ahora que Shori no irá con él, no me parece seguro que se marche tanto tiempo...

– Mujer, eso sólo pasó una vez... -argumentó Shoma, vigilando que el agua no sobrepasara los límites de la piscina.

Yuuri sonrió con nerviosismo mientras apuraba los restos de curry que quedaban en su plato. A su lado, Murata esbozaba una enorme sonrisa y extendía el brazo para pedir otra ración a Miko, a quien la presencia del chico siempre había encandilado.

Eran las cuatro de la tarde y el cielo se había ido cubriendo de unas nubes perezosas con el aspecto del algodón. Miko había puesto el grito en el cielo al saber que su -amado, adorado, sobreprotegido, etc.- hijo menor iba a marcharse de nuevo a aquel lugar desconocido que ella sólo había visto una vez. Antaño la despreocupada madre Shibuya hubiera dibujado una sonrisa en los labios y le hubiera animado de buen gusto, pero la última experiencia vivida durante uno de los muchos viajes interdimensionales de su retoño ya la había advertido de que todo no iba a ser siempre perfecto.

Mientras intentaba disfrutar de unos últimos segundos de vida en familia, Yuuri notó la ausencia de alguien en su entorno.

– Por cierto, ¿dónde está Shori? Esta mañana tampoco le he visto... -comentó, un tanto avergonzado del poco caso que hacía a su hermano.

– A estas horas ya debe haber llegado a Suiza -estimó Shoma, sonriente-. Bob dice que su aprendizaje como Maoh avanza a pasos agigantados, así que quiere apresurarse para que todo esté listo en el momento de la sucesión.

Yuuri rememoró la tarde anterior, en la que Shori se atrevió a hacerle una exhibición de sus crecientes habilidades con el majutsu acuático. Por suerte para él, Shori podía utilizar su maryoku en la Tierra con tanta facilidad como los otros mazoku lo hacían en Shin Makoku. Sin embargo seguía siendo más fácil dominarlo en el otro mundo, así que lo que iba a ser una inocente práctica acabó inundando la habitación de su hermano y parte de la segunda planta. Afortunadamente, Miko parecía no sorprenderse por nada y se limitó a ponerse a fregar con una sonrisa emocionada.

Murata se relamió los restos de salsa de los labios y se puso en pie tras agradecerle la comida a Miko.

– Deberíamos marchamos ya -opinó-. Sé de unos que se pondrán histéricos si no tienen noticias tuyas pronto...

– Tienes razón -coincidió Yuuri, convencido de que con “unos” había querido decir “Günter y Wolfram”.

Bajaron al patio de hierba recién cortada y observaron la piscina hinchable que Shoma había rescatado tiempo atrás del fondo del trastero. Yuuri desconocía por qué su madre seguía manteniendo la piscina en el jardín cuando él y Murata podrían irse perfectamente por la bañera, pero sospechaba que era por la esperanza de que regresaran acompañados de más gente, en concreto de Wolfram y Conrart. Recordó con una sonrisa avergonzada el comentario de Conrart al ver la animada charla que se llevaban Wolfram y sus padres.



A veces le parecía que Conrart se burlaba de él y otras que realmente creía que lo del compromiso iba en serio. Wolfram parecía creérselo a pies juntillas, cosa que demostraba al llamar sin reparos “papá” y “mamá” a los padres de Yuuri.

Por desgracia él no lo tenía tan claro. Simplemente dejaba hacer a Wolfram, intentando no sentirse abrumado por sus demostraciones de “amor apache”.

Antes de que pudiera poner un sólo pie en el agua, los brazos de su madre le apresaron a traición y le estrujaron contra su pecho.

– Saluda a Conrad y Wolf-chan de mi parte. ¡Ah, y lo de mirar vestidos de novia sigue en pie! -chilló con demasiado entusiasmo.

– Vale, mamá, se lo diré... -gruñó Yuuri, despeinado y sin la más mínima intención de hacer lo que le decía.

– Que todo vaya bien, Yuuri -se despidió Shoma con aquella inalterable sonrisa bondadosa-. Ya nos lo contarás a la vuelta.

– Hasta pronto -dijo Yuuri, moviendo la mano en el aire.

Y él y Murata saltaron al centro de la piscina.



--



Agua de nuevo. Agua por todas partes, acariciando su piel, empapando sus ropas e incluso dentro de su cabeza. Se había acostumbrado tanto a aquella sensación que ya ni siquiera se inmutaba cuando, por propia voluntad, se veía absorbido por el puente entre ambos mundos. Sin embargo siempre residía en él aquella curiosidad de saber dónde habría ido a parar.

Y es que, claro, existía una tendencia increíble a “aterrizar” en sitios con gente desnuda. A Shinou parecía gustarle ponerle en situaciones comprometidas.

Mientras los últimos retazos de aturdimiento, producto del viaje entre dimensiones, desaparecían de su cabeza, intentó adivinar dónde estaría. ¿Sería en aquellas enormes piscinas de alguno de sus múltiples palacios o un estanque cualquiera en algún rincón del vasto Shin Makoku? Fuera donde fuera, estaba convencido de que lo primero que vendría a su encuentro sería un grito de Wolfram, reclamándole saber con quién se había estado viendo en su mundo. Había sido capaz de acostumbrarse incluso a los celos de Wolf.

Por lo pronto, sin embargo, un olor desagradable llegó hasta sus fosas nasales.

Frunció la nariz, molesto. Olía a quemado, a polvo y a algo metálico y nauseabundo que recordaba haber sentido alguna vez. El silencio era absoluto, como si se encontrara en un cementerio. ¿Sería acaso de noche y por eso no había nadie alrededor? Demasiado ansioso como para esperar a que se le pasara el aturdimiento, Yuuri se incorporó con cierta dificultad.

Deseó no haber regresado nunca. El lugar en el que había caído había sido antaño una magnífica fuente en el patio del Castillo Pacto de Sangre, pero ahora el agua era negra y maloliente, contaminada por la sangre de la veintena de soldados mazoku que yacían tirados alrededor, atravesados por flechas, lanzas y espadas. El suelo alrededor de ellos se había oscurecido a medida que la vida se les escapaba de las venas.

La impresión al principio fue tan grande que Yuuri se quedó paralizado. ¿Qué había sucedido? ¿Por qué habían muerto aquellos hombres? ¿Quién había sido capaz de semejante masacre? El terror le dominó velozmente, envenenándole de miedo y de dolor, y entonces soltó un grito de pánico mientras retrocedía y trataba de salir a trompicones de aquella fuente de sangre muerta. Su mano topó con algo, y por un momento creyó que se trataba de otro cadáver. Nada más lejos de la verdad.

Murata Ken estaba de pie a su lado, y si bien su rostro siempre mostraba una inquebrantable serenidad, en aquella ocasión el horror de lo que estaba viendo se reflejaba claramente en sus ojos inteligentes. Lejos de sentirse mejor, la presencia de alguien más pareció desestabilizar a Yuuri.

– Murata... ¿Qué ha pasado aquí...? ¡Maldita sea, ¿qué ha pasado?! -gritó. El eco arrastró sus palabras, amplificándolas en los muros vacíos del palacio.

Por primera vez en su memoria, el Gran Sabio no tenía palabras.

Enloquecido, el Maoh se puso en pie e inspeccionó su alrededor. No había nadie allí, o al menos nadie vivo, porque los muertos sembraban el patio del palacio como amapolas en una pradera primaveral. Sus ropas y armaduras yacían desperdigadas sobre el suelo, intercaladas con puntas de lanza, espadas sin amo y caballos muertos. La mayoría de los caídos eran soldados mazoku, a algunos de los cuales había conocido de primera mano, pero había otros cadáveres de los que apenas sí quedaban unos huesos blanquecinos.

– Humanos. Los humanos les han atacado -observó Murata por él.

– No es posible... -balbuceó Yuuri.

Las rodillas le temblaban de tal modo que creyó que le fallarían y le dejarían caer. ¿Qué había pasado allí durante su ausencia? ¿Por qué el Palacio del Pacto de Sangre tenía aquel aspecto?

Y lo más importante, ¿qué había pasado con los demás? Wolfram, Conrart, Günter... ¿Estarían también pudriéndose en algún punto de aquel campo de muerte? Se paseó por entre los cadáveres, reteniendo a duras penas la necesidad de vomitar todo lo que había ingerido aquella mañana. No vio ninguna cabeza rubia, ni tampoco cabellos negros, pero teniendo en cuenta la extensión de aquel lugar, cualquier cosa podría ser.

Temeroso de lo que iba a encontrar, ascendió las escaleras del palacio, dejando a Murata tras de sí. Algunos soldados mazoku se habían arrastrado por los escalones antes de morir; si lo hacían por salvarse o por proteger a sus superiores, Yuuri no lo sabía. El interior estaba tan desolado como el exterior, aunque por fortuna los cuerpos eran menos. Un silencio sepulcral inundaba los pasillos como vapor venenoso, y los cuadros de los Maoh presentaban desgarrones y manchas de manos ensangrentadas.

Se detuvo un segundo frente al que fuera el retrato de Shinou, el Maoh original. El destino de su rostro había sido el peor: lo habían quemado desde abajo hacia arriba, haciendo arder metros de lienzo de los cuales sólo quedó una frágil estructura de hierro y madera ennegrecida. A su lado, el rostro sereno del Gran Sabio era sólo un retazo de tela chamuscada.

La rabia afloró en su ser, indestructible, y supo que no le importaría lo más mínimo que el Maoh que llevaba dentro despertara y lo destruyera todo a su paso para encontrar a los culpables y darles el mismo destino.

– ¡Wolfram! ¡Conrad! ¡Greta! -gritó, dirigiéndose hacia el ala que mejor conocía.

El salón estaba vacío, y una copa de vino se había vertido sobre el impoluto mantel blanco. Las ventanas se habían roto, cubriendo la alfombra de una lluvia de esquirlas de cristal. Las cortinas desgarradas ondeaban suavemente, creando sombras fantasmales en la estancia.

– ¡Gwendal! ¡Günter! ¡Chêri-sama! ¡Anissina! -chilló, avanzando por aquel familiar corredor.

Nadie respondía a sus llamadas, nadie salía a su encuentro. ¿Acaso todos habían sufrido el mismo destino que aquellos desdichados que yacían sin vida en el exterior?

Abrió violentamente las grandes puertas de madera y se paró, jadeante, en el umbral del que había sido su cuarto. Habían saqueado aquella enorme estancia por completo, llevándose los candelabros de oro, las estatuas que decoraban las paredes, y habían arrancado los cuadros de cuajo.

La cama con dosel en la que Wolfram solía acurrucarse inconscientemente a su lado cada noche había sido acuchillada con saña y los plumones blancos de la almohada habían volado en todas direcciones, derramándose sobre el suelo como si se tratara de nieve.

Yuuri sintió que su corazón se encogía al descubrir manchas de sangre en las sábanas y los cojines, goterones de una herida que había dejado marca.

¿Quién habría estado durmiendo allí? Posiblemente Greta, que tantas veces se había mostrado reacia a dormir en otro lugar.

Quizás Wolfram... No, eso era absurdo. Si Wolfram dormía con él era por mera obligación, por hacer honor a aquel compromiso tan cuestionable que habían sellado de manera tan “peculiar” tiempo atrás.

Pero, ¿y si...? No, se dijo, sacudiendo la cabeza con violencia. La mera idea de que alguien se acercara sigilosamente a Greta o a Wolfram mientras dormían, esgrimiendo algún tipo de arma de letales intenciones, se le hacía absolutamente insoportable.

Fue entonces cuando reparó en algo más: las manchas no eran rojas, sino negras. Oscuras testigos del paso del tiempo que delineaban las sábanas. Debía hacer mucho desde que fueron derramadas. Giró en todas direcciones, enloquecido, sintiendo que algo doloroso se aposentaba en su pecho. Los muebles, los sillones, incluso la lámpara de araña tenían una sustanciosa capa de polvo. …l mismo había ido dejando huellas en el polvo que cubría las antaño resplandecientes baldosas.

La verdad cayó sobre él como una losa.

¿Cuanto tiempo había pasado en Shin Makoku desde que él se había marchado? ¿Sería aquello efecto de aquella anomalía temporal de la que Murata hablara tiempo atrás?

Observó su reflejo irregular en el espejo, roto tiempo atrás. Seis Yuuris le devolvieron la mirada aterrorizada desde diferentes ángulos. ¿Habría pasado tanto tiempo como para que la situación política variara absolutamente y la guerra hubiera consumido Shin Makoku?

No, no podían haber muerto. No lo hubieran permitido, se dijo con una sonrisa desquiciada. Günter se hubiera cargado a cualquier que intentara hacer daño a las personas que él, el Maoh, amaba. Gwendal no hubiera descansado hasta vengarse de cualquiera que cometiera una injusticia en el país que tanto había luchado por proteger. Conrart, el patriota de Ruthenberg, habría sentido incendiarse en él la cólera al ver sufrir a inocentes, y su espada hubiera danzado sin consultar con la lógica.

Y Wolfram... ¿Habría perdido también a Wolf, sus ocasionales sonrisas maliciosas y aquel aire de feroz protección que parecía levantar a su alrededor cada vez que estaban juntos?

– Shibuya... -anunció una voz abatida a sus espaldas.

Yuuri temió derrumbarse allí mismo, que la pena y la incertidumbre le apresaran y no le dejaran marchar nunca más. Aún así se obligó a darse la vuelta y a encarar a Murata. Le frustró ver que volvía a mostrarse antinaturalmente tranquilo, como si hubiera sabido aquello de antemano.

– Murata... ¿qué ha pasado aquí?

– No hay nadie en todo el castillo -informó el aludido-. No hay rastro alguno del señor Weller y los demás. Quizás consiguieron huir, después de todo.

– ¿Y si no es así? -escupió Yuuri, apretando los puños. El terror se reflejaba en su mirada oscura-. ¿Y si realmente los han matado a todos? ¿Qué pintaría yo aquí, en un mundo que ha sido destruido?

El Gran Sabio no se movió, observándole y comprendiendo su sufrimiento. Hacía mucho que sabía que Yuuri vivía más en aquel mundo que en el suyo propio, y que apreciaba a los mazoku como si hubiera crecido con ellos toda su vida. Había una sonrisa especial en sus labios cuando estaba con Wolfram y Conrart, y un aura de vitalidad parecía envolverle cuando pisaba el suelo de Shin Makoku.

– No ha sido así; yo sé que no -afirmó Murata con sinceridad-. Pero si ese fuera el caso, yo confío en el Maoh para que imparta justicia como siempre ha hecho.

Había cierta devoción en sus palabras, algo que a Yuuri se le antojó más típico en Günter. Aún así algo de verdad debía haber en ellas: había observado que solía provocar aquella reacción en la gente de Shin Makoku, ya fueran mazoku o humanos. Al parecer todos confiaban en él más que él mismo, y estimaban que su presencia sería suficiente para solucionar cualquier problema, por serio e irreparable que pareciera.

Suspiró un par de veces para calmarse y se pasó una mano por la cara.

– Tienes razón... -admitió-. No tengo que perder los nervios. Primero deberíamos averiguar qué ha sucedido exactamente.

– …se es el espíritu -alabó Murata, atreviéndose a esbozar una apenas perceptible sonrisa-. Deberíamos procurar pasar desapercibidos -recomendó, afianzándose dos capas con capucha que habían quedado en el desvalijado armario-. Si los enemigos, sean quiénes sean, aún rondan por aquí no será positivo que vean salir tan campantes a dos soukoku... Por cierto, aquí tienes -añadió, lanzándole un objeto largo.

Yuuri lo atrapó instintivamente y descubrió que su mano se había cerrado sobre la empuñadura de Morgif, la espada cuyo poder sólo el Maoh podía resucitar. La grotesca cara que aparecía en la empuñadura le dedicó una curiosa mueca de bienvenida.

– Morgif... -susurró.

La espada se dedicó, como siempre, a emitir sonidos que habitualmente nadie era capaz de descifrar. Yuuri se preguntó por qué la habían dejado allí siendo como era un perfecto botín de guerra; lo lógico sería que se la hubieran llevado al igual que los demás objetos de valor que había en el palacio.

– Me pregunto si él sabrá lo que ha pasado aquí... -murmuró.

– De nada vale preguntarle, ya lo sabes -le advirtió Murata, cubriéndose el cabello oscuro con la capucha.

Yuuri suspiró una vez más y se ató la espada al cinturón de un modo rudimentario. Aún estaba empapado y la ropa le apestaba a algo que no quería recordar, pero viendo el estado del castillo lo más sensato sería conformarse con la capa.

Salieron al exterior por una puerta de servicio y se adentraron en las calles de la ciudad que se aglomeraba a los pies del castillo. La angustia y la pena de Yuuri fueron en aumento al descubrir que la desolación del palacio se había extendido también al pueblo, donde el silencio era indeleble y la niebla flotaba oscura y a ras de suelo. Lo que había sido un mercado era ahora un mar de cenizas y telas quemadas. Yuuri estuvo a punto de echarse a llorar al ver lo que indudablemente era el cadáver de un niño mazoku.

Ken mantuvo un respetuoso silencio mientras su amigo se arrodillaba al lado del crío y le acariciaba el cabello pelirrojo. Yuuri pensó lo curioso que era que el paso del tiempo fuera tan distinto para los mazoku: aquella criatura debía llevar meses muerta, y sin embargo sus mejillas casi parecían retener algo de color remanente. En aquellos ojos vidriosos aún se reflejaba el cielo teñido de naranja que se extendía sobre sus cabezas, pero el niño nunca volvería a verlo.

– ¿Quién ha podido ser capaz de algo así...? -murmuró, hirviendo de impotencia, mientras cerraba los ojos del pequeño con una mano-. Sólo era un niño...

Murata sólo vio a un rey deshecho de remordimientos por no estar presente en el momento en el que su reino se había derrumbado.

– Así es la guerra -determinó-. Se pierde más de lo que se gana, y al final el odio acumulado desencadena matanzas como esta. Pero te digo más -añadió, subiéndose las gafas sobre el puente de la nariz-: no eres el culpable de los errores cometidos por los anteriores Maoh. Tu reinado ha sido el más próspero y beneficioso que ha existido: Shin Makoku nunca ha visto tal era dorada, ni siquiera cuando era Shinou el que habitaba en el Castillo Pacto de Sangre. Si esto proviene de un conflicto anterior, no es sobre tus hombros donde debe pesar el remordimiento.

– Si hubiera estado aquí quizás podría haber hecho algo... -se empeñó en contradecirle Yuuri.

No era sólo el hecho de haber encontrado aquel niño caído. En aquellos ojos privados de vida veía todos aquellos rostros que tan bien conocía: Greta, Conrart, Wolfram... Si nada se había tenido en pie, ¿qué esperanzas le quedaban a él de que pudieran seguir con vida?

Intentando contener las lágrimas, cerró suavemente los ojos del niño... y al incorporarse se encontró la punta de una espada apoyada en la garganta.

Se quedó paralizado por unos instantes, sospesando sus opciones. ¿Sería lo suficientemente rápido como para desenvainar a Morgif a tiempo? Dirigió una fugaz mirada a Murata y vio que estaba tan quieto como él, quizás temiendo que un movimiento en falso desembocara en una tragedia. Con precaución, Yuuri levantó la cabeza y vio de reojo una silueta que, como ellos, se cubría con una capucha, sólo que raída y manchada como su hubiera recorrido mil kilómetros con ella.

– ¿Qué buscáis en este lugar? Responded si no queréis morir -exigió una voz tremendamente familiar.

Yuuri aún tardó un poco en reaccionar, pero aparentemente Murata sí tenía algo que decir.

– Nuestros asuntos son cosa nuestra -repuso, retirándose la capucha de la cabeza y esbozando una sonrisa-. Pero le aconsejo que baje la espada si quiere participar de ellos, lord Weller.

Yuuri sintió de inmediato cómo el hiriente filo se alejaba de su piel, y luego una mano le retiró la capucha para dejar al descubierto los oscuros cabellos. El muchacho se puso en pie en el acto y giró sobre sí mismo para mirar a la cara a su atacante.

– Yuuri... -murmuró Conrart.

La espada le resbaló entre los dedos y chocó contra el suelo en un pesado chasquido metálico. Yuuri vio aquel rostro que tan bien conocía esbozar una sonrisa sincera y apacible, eternamente acompañada de los cálidos ojos que siempre rezumaban cariño.

– ¡Conrad! ¡Estás vivo...! -gritó a pleno pulmón, lanzándose sobre él.

Los fuertes brazos de su protector le rodearon, curando en gran medida la angustia sufrida en las últimas horas. Su pecho firme y estrecho le resultó tan acogedor como lo era el de su padre cuando él era pequeño e iba a su encuentro. Era algo invariable: Conrart producía aquel efecto en la gente, incluso en su reticente hermano menor.

Y Yuuri lloró de puro alivio, de felicidad por encontrar algo intacto en aquel mundo que parecía derrumbarse a su alrededor.

Cuando se separaron advirtió que fuera lo que fuera lo que había pasado había hecho estragos en la apariencia de Conrart. Llevaba el pelo mucho más largo, desaliñado, y aquellos ojos de un pardo imperturbable parecían haber envejecido de forma prematura. Aquella misma mirada parecía triste cuando le puso una mano en la mejilla en un sentido roce.

– No puedo decir que me alegre verte aquí, Yuuri -confesó-. La verdad... para lo que vas a encontrar en este lugar, casi preferiría que no hubieras vuelto nunca.

– Conrad, cuéntame qué ha pasado -exigió Yuuri, secándose las lágrimas con el puño del uniforme-. ¿Los demás están bien?

Una sombra cruzó el rostro de Conrart, anunciando malas noticias. Sin embargo fue algo tan fugaz que Yuuri no llegó a notarlo. El que fuera el capitán de uno de los mejores escuadrones de soldados de Shin Makoku rodeó los hombros de Yuuri con un brazo en un ademán protector.

– No aquí: vayamos a un lugar más seguro -dijo, empujándole gentilmente-. Venga por aquí, Alteza -añadió, dirigiéndose a Murata.

Lo que Conrart consideraba “un lugar más seguro” era en realidad una vivienda casi en ruinas cuyo techo se había venido parcialmente abajo tiempo atrás. Yuuri quiso preguntar a quién había pertenecido, pero se acordó del desdichado niño que había encontrado y decidió que prefería no saber la respuesta. El fiel caballo de Conrart estaba atado a un poste, semioculto por una pared derruida, y se empeñó en mordisquearle la oreja a Murata cuando éste se acercó a darle unas palmaditas.

Yuuri se estremeció: no había notado hasta entonces el frío que hacía. Aquel detalle le sorprendió, pues salvo excepciones Shin Makoku era un país de clima constantemente veraniego. Conrart pareció notarlo, pues se quitó la capa y se la pasó por los hombros para aliviarle el frío y la sensación de la ropa húmeda. Después se sentó en una pequeña montaña de escombros y se pasó una mano por la frente, removiéndose el pelo.

– Yuuri, ¿por qué has tardado tanto en volver? -preguntó con seriedad.

– Sólo he estado en la Tierra cuatro días -balbuceó éste, desorientado-. Tenía campeonato de béisbol y no quería distraerme...

– Aquí han pasado tres años -reveló Conrart.

Yuuri palideció violentamente, sintiendo que sus miedos se confirmaban y se multiplicaban por diez. En aquel tiempo podían haber sucedido veinte guerras y él habría permanecido al margen de todo, jugando al béisbol como si ganar el campeonato fuera la meta de su vida.

– ¿Tres años...? -murmuró en un hilo de voz-. No puede ser... ¿Qué ha sucedido aquí? ¿Por qué aquella matanza?

– Es una larga historia... Ni yo mismo comprendo muy bien lo que sucedió -admitió-. Sólo hacía cuatro días desde que te habías marchado, y Wolfram partió con ocho de sus subordinados a tratar un asunto con Densham Khrennikov -empezó Conrart con manifiesta dificultad-. Tres días después nos llegó un mensaje corto y urgente de su parte anunciando que la casa de los von Khrennikov había caído y que a menos que desplegáramos el ejército sucedería lo mismo con los von Christ.

Imaginó el tumulto que se había formado en el Palacio Pacto de Sangre. Gwendal habría salido al patio y habría anunciado con voz firme y estridente que la guerra había llegado a sus puertas, lanzando al país a los brazos de la destrucción.

– Wolfram regresó cuando sólo habían pasado dos días, malherido y con menos de la mitad de hombres con los que había partido -relató Conrart, apesadumbrado-. En cuanto se recuperó nos contó que un ejército gigantesco había venido del mar, guarecido de cientos de barcos de guerra, y que veinte mil humanos habían desembarcado en las playas de los von Khrennikov arrasándolo todo a su paso. A partir de ahí las cosas se precipitaron -suspiró, frotándose la cara con una mano-: en menos de seis días llegaron al Castillo Pacto de Sangre, y nos superaban en cinco contra uno. El resultado ya lo has visto.

Yuuri se dejó caer de rodillas al suelo, con los ojos aún desorbitados de incredulidad. ¿Cómo podían haber llegado a aquella situación? ¿Acaso todas las angustias pasadas para mantener la paz entre Shin Makoku y las demás naciones habían sido en vano? Los sacrificios, el miedo, las cuestionables alianzas... no podían haber quedado en papel mojado.

A pesar de la información recibida, había algo que seguía sin encajar en su esquema mental.

– Aunque fueran armados de houjutsu, estabais en territorio mazoku. El maryoku de los nuestros debería ser suficiente para terminar rápido con la ofensiva -expresó.

– …se es el problema -puntualizó Conrart con amargura-: también había mazoku entre ellos.

– Eso es absurdo... -protestó Yuuri, reacio a creérselo-. ¿Por qué se rebelarían contra vosotros?

– No hubo rebeliones -le corrigió Conrart-. Los mazoku no eran de Shin Makoku. Venían de más allá del mar, al igual que los humanos.

Murata tosió ruidosamente en el exterior, pero ninguno de los dos se dio cuenta. Yuuri no podía estar más atónito. Todo lo que él conocía sobre el que consideraba su propio mundo parecía haber cambiado radicalmente.

– ¿Hay más tierras de mazoku en este mundo además de Shin Makoku...? -balbuceó débilmente.

– Eso parece -murmuró Conrart con gravedad, frotándose las manos con inquietud.

Yuuri se preguntó qué horribles actos había presenciado Conrart para que pareciera tan cansado, como si ya no tuviera fuerzas para combatir un mundo que se empeñaba en sumirle en la desgracia. Aún así, observó, aquella aura de nobleza y grandeza seguía brillando en cada rasgo de su cara.

Tragó saliva con dificultad.

– ¿Cómo está ahora mismo la situación...? -sugirió, incapaz de pensar con claridad.

– Francia y Cabalcalde ofrecieron apoyo militar, desde luego, y refugiaron a una gran parte de la población de Shin Makoku -enumeró Conrart-. Los ejércitos del rey Antoine fueron diezmados, pero afortunadamente el país se ha mantenido con el sustento de Cabalcalde. Caloria ha acogido a muchos de los refugiados, pero dado su escaso potencial militar su situación es frágil. Actualmente hay enfrentamientos constantes en las fronteras, pero la mayor parte de Shin Makoku es ahora campo conquistado.

Murata entró en la casa, echó un vistazo curioso a las vigas ennegrecidas y después se sentó tranquilamente en un rincón en penumbra, como si sólo estuvieran comentando el tiempo que hacía.

– ¿Qué hay de las Diez Nobles Familias? ¿Qué ha sucedido con ellos? -quiso saber Yuuri.

– Los von Khrennikov, la familia de Anissina, fueron prácticamente liquidados -anunció Conrart con tristeza-. Sólo su hermano sobrevivió, pero es preso de guerra y desconocemos su destino. Las demás Casas Nobles también han sufrido muchas bajas, pero afortunadamente han sabido esconderse y pasar desapercibidos. Los von Christ y von Voltaire han visto como conquistaban la mayor parte de sus territorios, pero los von Spitzberg y von Bielefeld aún defienden a sangre y espada sus dominios. Gwendal y mi madre están con ellos, dirigiendo la defensa junto a Stoffel. Incluso Adelbert se ha unido a la causa junto a sus grupos de rebeldes.

Adelbert... Sí, hacía tiempo que Yuuri sabía que podía contar con el apoyo de lord von Grantz para cualquier causa que defendiera la paz. No era un pacto escrito, desde luego, pero había visto sinceridad en los ojos de Adelbert cuando pensaba en él como una parte del alma de Julia von Wincott.

Un estremecimiento le recorrió toda la espalda. Era un rey sin reino. Había abandonado a sus súbditos justo cuando más necesitaban una figura bajo la que unirse.

Había fallado miserablemente en su cometido como Maoh. Y lo peor del caso es que ni siquiera había sido consciente del sufrimiento de su pueblo.

– ¿Por qué razón ha sucedido esto? Si eran mazoku, ¿qué tenían en nuestra contra? -susurró, hundiendo la cara entre las manos.

El silencio que se instauró en la escena fue suficientemente aclaratorio: nadie conocía la respuesta...

...o al menos eso parecía. Conrart dirigió una mirada inquisitiva a Murata, como si sospechara que sabía más de lo que admitía, pero el muchacho se limitó a ponerse en pie y a sacudirse la ropa sin establecer contacto visual con ellos.

– Me marcho -anunció sin más, asegurando las bridas del caballo y montándose con bastante agilidad-. Le tomo prestado su caballo, lord Weller, si no le importa. Debo cerciorarme de que todo va bien en el templo de Shinou. Espero que Ulrike y las sacerdotisas estén bien...

Ambos sospecharon que aquella no era su autentica razón -o al menos no del todo-, pero no cuestionaron sus motivaciones. ¿Cómo podrían ellos entender la mente de un genio de más de cuatro mil años?

– Ve si lo deseas, pero renuncia a toda esperanza y alegría -le advirtió Conrart amargamente-. Ulrike ha protegido bien el templo hasta ahora y el edificio es un auténtico bastión, pero los ataques por sorpresa que sufrió Shin Makoku pueden haberlo echado todo a perder.

Murata asintió con serenidad mientras se cubría la cabeza con la capucha. Yuuri llegó a ver una mirada dedicada a él a través de los cristales de las gafas.

– Necesitas respuestas, Shibuya. Yo que tú me apresuraría a obtenerlas -y tras aquellas palabras espoleó al caballo con los talones y partió al galope tendido.

Yuuri meditó detenidamente en las palabras de su amigo hasta que éste sólo fue una nube de polvo gris en la lejanía. Respuestas... ¿A qué se refería? Era tan jodidamente difícil entender todo lo que Murata decía...

Y de pronto cayó en la cuenta de que no había preguntado algo que había ansiado saber desde que contemplara la destrucción del castillo. Con el corazón en un puño, se volvió hacia Conrart y le sostuvo la mirada.

– ¿Dónde está Wolfram?

Antes de que Conrart emitiera un sólo sonido Yuuri ya sabía que las malas noticias aún no habían terminado. Un dolor supremo se dibujó en cada uno de los rasgos de Conrart, una mezcla de impotencia y tormento, de melancolía y una cólera que parecía hacer vibrar cada fibra de su ser.

– A Wolfram le ha deparado el peor destino que puede tocarle a un mazoku, a un guerrero... -murmuró con sumo pesar. Su tono era casi fúnebre.

Yuuri sintió como si le apuñalaran el pecho con algo frío y especialmente punzante. Imaginó mil posibilidades distintas, y cada una resultaba más dolorosa que la anterior. Recordó sin querer la sangre en la almohada, y la leve sonrisa de Wolfram flotaba ante sus ojos como si no fuera a volverla a ver.

– ¿Qué le ha pasado? Dímelo, Conrad -ordenó.

El aludido se estremeció, como si obedecer aquella petición le comportara un autentico calvario. A Yuuri se le desgarraba el corazón a cada instante, largo como una hora, esperando una respuesta que seguramente le hundiría más en la desesperanza.

– Fue capturado cuando protegía a Greta -explicó Conrart-. Ella está a salvo ahora, pero Wolfram tuvo que pagar un alto precio... Por lo que he podido averiguar, lo vendieron como esclavo a uno de los señores humanos que llegaron del mar. No he sabido nada de él desde entonces...

Las manos que Yuuri había mantenido laxas a ambos lados del cuerpo se convirtieron rápidamente en puños. Apretaba la mandíbula con tanta fuerza que creyó que se le partirían los dientes.

– ¿Quién...? ¿Quién fue capaz...? -siseó.

– Se llama Eberhart Seiffert, y es el amo de una de las grandes potencias militares de este nuevo imperio -respondió Conrart con manifiesto esfuerzo-. Sus guerreros fueron los que arrasaron el territorio de los von Khrennikov, así que se ha asentado en su antiguo castillo. Lamento tener que decir que su fama lo precede, y que entre sus virtudes no se cuentan la compasión o la amabilidad. La gente de sus tierras vive atemorizada y pasa hambre. Ni siquiera Belal podría compararse con su tiranía...

Pero Yuuri ya no escuchaba las últimas palabras de Conrart. La ira había nublado completamente su juicio, y sintió cómo el Maoh que anidaba en su alma intentaba liberarse y desatar su cólera.

Y sin embargo aquella espina de culpa seguía clavada en su pecho, profundizando con cada latido. Conrart podía hacerle creer que la invasión de aquellos bárbaros no debía hacerle sentir culpable. Podría llegar a convencerle de que su presencia no hubiera evitado los cientos de vidas perdidas, cuya sangre regaba los campos de Shin Makoku.

Pero lo que no podría creer de ningún modo era que el lamentable destino de Wolfram no era culpa suya.


+º+º+º+º+º+º+º+º+



Cualquiera que estuviera en su situación comprendería por qué Wolfram había terminado odiando el olor a rosas y a jazmines.

No había peor augurio para su futuro inmediato que entrar en su habitación y descubrir aquellos aromas flotando en el aire, llenándolo todo de un perfume dulzón que le recordaba vagamente a aquel champú que su madre solía ponerle en los rizos rubios cuando era pequeño.

Acordarse de su madre sólo consiguió poner de manifiesto su frágil estado emocional. Si bien sus emociones se habían enfriado con el tiempo y la costumbre, eso, lejos de hacerle fuerte, había acabado volviéndole sorprendentemente vulnerable.

Acababa de regresar de pasear por el suntuoso jardín, el único lugar en el que se sentía “libre”, por decirlo de alguna manera, y al entrar en su cuarto aquella mezcla de perfumes le azotó como un huracán. Todo su cuerpo se estremeció imperceptiblemente y cerró los ojos para acallar aquellos retazos de miedo que aún pervivían desde aquella primera y fatídica noche. Se acercó al cuarto de baño y echó un vistazo contrariado y atemorizado al interior: las baldosas azules estaban empañadas por el vapor que desprendía un impresionante baño en el que flotaban pétalos de rosa y flores de jazmín.

Giró sobre sus pasos y se encaminó hacia el ventanal que presidía el muro más cercano. Las cortinas estaban descorridas pero aún así el resplandor que conseguía penetrar en la habitación era mínimo: aquella noche no había luna, y las estrellas se veían tan claras que Wolfram creía que podría tocarlas con los dedos si llegara lo suficientemente alto. Se apoyó en la pared sobre un hombro, taciturno y pensativo. Hacía mucho que había perdido la cuenta del tiempo que duraba su encierro: las estaciones parecían eternas en aquel jardín congelado de allá abajo. Sin duda se trataba de algún tipo de houjutsu que mantenía esplendorosas las flores y verdes los árboles. A veces trepaba hacia una de las inmensas copas y se quedaba dormido allá arriba, añorando aquellas noches de paz en las que no temía que nada enturbiara su sueño.

Las ojeras que ensombrecían su rostro desde hacía años eran una clara muestra de que su hábito de dormir más de lo considerado “normal” e incluso “sano” se había visto seriamente truncado durante su cautiverio. Por las noches, cuando se deslizaba entre las sábanas, le costaba mucho conciliar el sueño, y cuando lo conseguía solía ser cruelmente despertado por unas manos de hierro que aferraban sus muñecas al tiempo que un cuerpo ajeno se apoyaba sobre el suyo.

O las veces que, como aquella, el baño de rosas y jazmines le ofrecía una muda e indecente proposición que él siempre rechazaba. Las heridas, moretones y cicatrices que marcaban su piel conformaban un buen testimonio de que jamás se sometía sin luchar. Al fin y al cabo, esclavo o no, seguía siendo un soldado.

Sin espada ni maryoku, pero un guerrero mazoku a fin de cuentas. Ser sumiso no estaba entre sus defectos.

La puerta de la habitación se abrió con un leve chirrido y entonces cada fibra de su ser se puso en alerta. Hubiera deseado tener a mano su espada, apoyar la punta en la garganta del recién llegado y desgarrarse la piel desde la barbilla hasta el pecho, pero se habían encargado de que ningún arma que pudiera resultar mínimamente peligrosa llegara a sus manos.

El hombre que acababa de entrar aún era joven para la medición humana. Wolfram nunca le había preguntado su edad -ni tenía pensado hacerlo- pero aparentaba la misma que su madre. Sus cabellos eran de un verde oscuro y apagado, y sus ojos tenían el siniestro color de la sangre muerta. Llevaba una espada de acero colgada del cinto, y en la empuñadura destacaba una esmeralda tan grande como el puño de un niño.

Wolfram casi pudo apreciar la decepción en su rostro adusto al descubrir que él aún estaba vestido y que aquel detalle no parecía querer cambiar en breve.

– Veo que no has usado el baño que he ordenado preparar para ti -observó Eberhart, neutral-. Es una pena: me gusta el olor de las rosas sobre tu piel...

El muchacho intentó ignorar aquel obsceno comentario y se concentró en buscar una respuesta lo suficientemente hiriente. Su orgullo era lo único que aún no habían conseguido arrebatarle y no se desprendería de él tan fácilmente. Ni siquiera cuando aquel maldito tirano le lanzara contra la cama y dispusiera de él como había hecho en aquellos tres años. Wolfram quería creer que aún había algo de nobleza en él, algo que aún le hiciera digno de ser el sirviente del Maoh.

Eberhart se acercó hasta estar a un metro de distancia de él. Wolfram no podía apreciar si sobrepasaba en altura a Gwendal, pero debía andarle muy cerca.

– Desnúdate -ordenó el hombre. Su voz era tan intimidante como su aspecto.

Wolfram le observó un instante, impertérrito, dedicándole una mirada verde y oscura como el fondo de un lago.

– No -repuso. La voz no le tembló ni un ápice.

¡Plaf! La mano chocó con fuerza y certeza en su mejilla derecha. Un rubor insano se extendió por la piel antes pálida desde el punto en el que había impactado la palma. El muchacho no se movió en lo más mínimo, quieto como una de aquellas bellas estatuas helénicas que adornan los patios griegos.

– He dicho que te desnudes -insistió el hombre sin variar el tono de su voz.

Lejos de mostrarse intimidado, Wolfram mantuvo su regio talante y levantó la barbilla en señal de orgullo.

– No -repitió con apatía y serenidad.

Aquella vez el golpe, convertido en puñetazo, le partió el labio. El sabor metálico de la sangre en la boca resultó más desagradable que nunca. Escupió un poco de sangre y emitió un sonido vacío para recuperar la sensibilidad en la mandíbula. Dolía tanto como si le hubieran partido el maxilar de un martillazo. Apretó los ojos para retener las lágrimas que se le formaron bajo los párpados, y después dedicó una mirada iracunda a su agresor.

– ¿Aún no has entendido que por mucho que me hayas comprado jamás me someterás? Soy un mazoku, un soldado de su majestad el Maoh -anunció con cierta altanería-: mi voluntad es de acero.

– ¿Y tú no has entendido que no importa cuantos aires te des, en mi hogar siempre ocurre lo que yo deseo que ocurra? -repuso Eberhart, divertido-. Al final, por mucha apariencia de soldado que tengas, no te diferencias de cualquier ramera que un hombre pueda conseguir en cualquier aldea de mala muerte...

Aquello fue un golpe bajo para el orgullo de Wolfram. Sus puños se tensaron hasta tal punto que se hizo heridas con las uñas en la palma. Le dolía saber que todo era verdad, que a pesar de su noble origen o sus ochenta y seis años seguía siendo un trofeo de guerra que calentaba por la fuerza la cama de un señor de la guerra.

Aquello le quedaba grande. Un simple guerrero no podía oponerse a un belicista señor de los humanos. Y sin embargo la rabia seguía hirviendo en sus venas, carbonizándole, llenándole de una sensación de impotencia que le resultaba absolutamente insoportable.

– ¿Preferirías que volviera a encadenarte a la cama, como hice aquella vez? -murmuró Eberhart, ensanchando la sonrisa-. Aunque realmente fue... excitante. Había más fuego en ti, más rebeldía cuando los grilletes te pesaban en las muñecas.

Wolfram había sido incapaz de olvidar aquella humillación, aquella semana en la que las cadenas le habían vuelto tan manejable como un muñeco roto. Aquella vez sí había llorado, y había aullado maldiciones en voz alta para que todos en las tierras de los humanos pudieran oírlas. Muchas de sus más recientes cicatrices tenían el origen en aquel lamentable periodo.

El cúmulo de deshonras parecía no tener fin. …l, educado con la fortaleza y el orgullo de un príncipe, había sido sometido por una fuerza superior a él, reducido a un ser débil y frágil cuyos patéticos intentos de rebelión sólo le comportaban más dolor y ultraje. Se mordió el labio inferior con fuerza, tanta que la sangre brotó más roja y abundante de la herida.

– Cuando sea libre te mataré -siseó, dominado por la cólera-. Algún día el Maoh recuperará estas tierras, yo podré utilizar mi majutsu y entonces arderás hasta que de ti sólo queden cenizas. No lo olvides. Su Majestad te castigará por lo que hiciste a los mazoku... y por lo que me estás haciendo a mí.

En aquella ocasión fue un pie el que impactó en su estómago, cortándole dolorosamente la respiración y tumbándole sobre el suelo. Antes de que pudiera reaccionar, una mano surgió de la oscuridad y le obligó a incorporarse a base de tirarle de unos mechones dorados. Intentó mantener la compostura, apretando los puños para descargar aquella frustración que no le dejaba vivir, para encontrar en algún lugar aquella serenidad de la que había hecho gala tiempo atrás.

– No vuelvas a mencionar al Maoh -le advirtió Eberhart. Sonrió, burlón-. ¿Acaso aún confías en él, en que su regreso devolverá a los mazoku lo que es suyo? ¿Crees que seguirás importándole cuando sepa lo que eres ahora?

Y las dudas mordisquearon el alma de Wolfram como bestias hambrientas. ¿Y si era cierto? ¿Y si después de lo bajo que había caído, Yuuri ya no le quería a su lado? ¿Le repudiaría al saber todo lo que le había sucedido, en el frágil y manchado ser en el que se había convertido? Estuvo a punto de soltar un sollozo, pero en aquel preciso instante aquellas manos de hierro le dieron la vuelta y le arrojaron de nuevo al suelo, dejándole arrodillado junto al muro en una postura humillante.

Sintió cómo Eberhart se lanzaba sobre él, cómo le inmovilizaba con la facilidad de quien lucha contra una cría de ciervo. Aquella vez su agarre era más cruel que nunca, y Wolfram sabía que sufriría como no había sufrido en varias noches.

Consciente de lo que estaba a punto de suceder, cerró los ojos e intentó arrastrarse hacia aquel rincón olvidado en el que atesoraba sus esperanzas, unos sueños que él aún creía intactos.

“Soy un noble, un hijo de la antigua Maoh” se dijo para sus adentros.

Aquello no evitó que las manos fuertes y feroces le desabrocharan el cinturón y deslizaran los pantalones hasta más abajo de sus rodillas. Forjeceó brevemente, y entonces una de las manos le apresó los cabellos rubios y le presionó la cabeza hasta que su mejilla chocó contra la pared. Las mismas manos voraces empezaron a recorrer sus piernas, palpando con tanta fuerza que estaba seguro de que le quedarían marcas.

“Soy un guerrero, un valiente soldado” se obligó a recordarse.

Le separaron brutalmente las rodillas, y entonces aquel familiar dolor le desgarró las entrañas como un flechazo de calor e ira. Las piernas le temblaron un segundo y creyó que ni siquiera le mantendrían arrodillado. El sudor le emborronaba la vista y convertía el mundo y el cielo más allá de la ventana en una mancha de negro diluido. El dolor era pulsante y rítmico, creciente e insoportable. Le producía náuseas.

Cerró los ojos con fuerza, mordiéndose el labio para acallar cualquier queja que estuviera tentado de emitir. Apenas un gemido oprimido sibiló entre sus dientes apretados.

“Soy un mazoku, un poderoso mazoku”

El dolor era tan intenso que las lágrimas se aglomeraron en sus ojos. Jadeó ante aquel nuevo esfuerzo: de ningún modo iba a dejarlas salir. Apoyó la frente en el frío muro e intentó mantenerse ausente, evitando pensar en la medida de lo posible en lo que estaban haciendo con él.

“Yo soy fuego. Soy poder”

Sangre... Estaba sangrando. Le resbalaba tibia y roja por los muslos. Aquella sensación era tan familiar como la de los dedos de acero inmovilizándole las muñecas. Se removió, intentando vanamente liberarse de aquella ineludible presa, pero sintió un nuevo tirón en los cabellos que le obligó a quedarse en la misma posición. Con suerte Eberhart terminaría pronto, y se marcharía como siempre para dejarle encogido en el suelo y herido más allá de lo estrictamente físico.

Odiaba aquel olor a sudor mezclado con sangre. Odiaba lo que aquel despreciable hombre le obligaba a hacer cada crepúsculo, cuando se escondía el sol. Hasta qué punto aquello le había roto el alma, él aún no lo sabía.

A pesar de lo mucho que se resistió, una diminuta lágrima acabó despuntando en su párpado izquierdo. Wolfram no lloraba desde hacía meses.

“Soy el fiel sirviente del Maoh”

“Su prometido...”

Wolfram von Bielefeld nunca había sido capaz de admitir a tiempo que estaba perdido. Nunca expresaría en voz alta su debilidad, su fragilidad, y mucho menos se rebajaría a rogar por sí mismo. Nunca más.

Por suerte para él, llevaba años muerto por dentro. Los recuerdos y las esperanzas habían perecido tiempo atrás junto a su alma. Aquello ya no era más que una triste e inevitable rutina, condicionada por la esclavitud.

Aquella noche no había luna, y la oscuridad misericordiosa escondió bajo sombras el sufrimiento de su rostro.
Notas finales: O_o *corre a esconderse*

XD

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