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Berserker por Kitana

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Notas del fanfic:

No cano nada con esto ni los personajes me pertenecen XD, solo lo hago por diversion



La nieve se extendía por todo aquel claro dotando al paisaje de un aire casi fantasmal. El tiempo había pasado demasiado lento esta vez. Había transcurrido ya un año. Quizá había sido ese el año más largo de su vida. El más largo desde que le obligaran a ascender a esa montaña para no regresar jamás a la granja que le había visto nacer. El invierno había comenzado hacía ya más de una semana. Estaba retrasado…

Día con día, abandonaba la calidez de su refugio para salir al claro en que solían encontrarse cada vez que las nieves comenzaban a caer. Aquel sería ya, el sexto invierno… su sexto invierno. Tenía miedo. Como cada año, sólo que esta vez, el miedo se tornaba en algo verdaderamente tangible, en algo que casi podía tocar.

Empezaba a creer que él no volvería esta vez…

La ventisca arreció y se vio obligado a regresar a su cabaña. El clima en la montaña empeoraba día con día. No perdía las esperanzas pese a que las nevadas se volvían más y más pesadas, él volviera. Lo había prometido, le había jurado regresar. Y estaba seguro de que lo haría.

Se conocieron cuando ninguno de los dos tenía idea de cómo era que terminarían sus días. Se conocieron en esa etapa de la infancia en que la ingenuidad es la nota distintiva, en esa dulce edad en que nadie se fija demasiado en las diferencias… Afrodita nunca mencionó lo blanco de sus cabellos ni ese extraño tono de sus ojos. …l mismo nunca mencionó lo extraño que eran sus nombres en un sitio en el que Afrodita no era, precisamente, el más común de los hombres, como tampoco llamarse Otto era algo frecuente. Se hicieron amigos, y su vínculo se estrechó al crecer, y no se rompió ni siquiera cuando a él le habían obligado a ascender la montaña para no volver jamás a la granja en que había nacido. Cuando le obligaron a aceptar el papel como el sacerdote de la montaña, el único hombre que podía hablar con los dioses e interpretar las runas, como lo hacían las brujas, como lo hacía su predecesor.

Aún así, pese al aislamiento, de vez en cuando, Afrodita escapaba a la montaña y se quedaba con él, escondiéndose en los lugares más inverosímiles para poder estar cerca de él, sintiendo ambos que ese cariño infantil evolucionaba a algo mucho más profundo y elevado. Otto nunca se sintió sólo, nunca se sintió excluido del mundo como su amargado mentor, y era a causa de la constante presencia de Afrodita en su vida. Su rubio amigo había terminado por ganarse su corazón y hacerle con ello más llevadero el aislamiento al que se veía sometido a causa de su destino.

Ninguno se detuvo a pensar que aquel estado de cosas en el que eran tan felices, pronto se vería roto por un acontecimiento que tomó por sorpresa a los dos. Tenían por entonces, unos dieciocho años. Otto estaba a punto de tomar el lugar de su mentor como sacerdote de la montaña, con el hombre, viejo y enfermo, cada vez era más frecuente que él tomase su lugar en las ceremonias y al consultar las runas. En pocas palabras, ocuparía oficialmente el lugar que de facto le pertenecía.
— ¿Cuándo será? —dijo Afrodita, por aquellos días, la voz de su amigo comenzaba a adoptar el matiz rasposo de la edad adulta. Ninguno de los dos era más un niño.
—Se supone que en la luna nueva, aún no sé si el viejo lo resista —dijo él conteniendo la risa al recordar la broma que ellos habían ideado sobre su mentor.
—Así que será oficial a partir de la luna nueva… —musitó Afrodita.
—Si, tendré que hacer lo que se supone debo hacer y pudrirme en esta montaña hasta que encuentren a otro niño raro que tome mi lugar —dijo y miró fijo los ojos de Afrodita.
—No dejaré que te aburras sólo. Sabes que vendré a visitarte, como siempre.
—Si se llegara a saber…
—Si se llegara a saber, te cubriría, diría que es sólo cosa mía y que tú no sabes nada de nada —dijo Afrodita palmeándole la espalda. Se sintió confortado. Las toscas demostraciones de afecto de su amigo siempre tenían ese efecto en él. Miró al rubio que permanecía mirándole con esa sonrisa en los labios. Afrodita había dejado de ser el chiquillo del que todos se burlaban por la belleza de sus rasgos, gritándole que parecía más una mujer que un hombre. Su amigo era, en suma, la expectativa de un gran hombre, era valiente y leal, había demostrado ser capaz de cumplir su palabra. Afrodita estaba convirtiéndose en un imponente hombre, era muy alto, y fornido, sus hombros, a los dieciséis años, eran tan anchos como los de los adultos. Sería uno de esos hombres enormes, altos y fornidos que salían cada primavera a bordo de los snekkar a asolar tierras lejanas, volviendo antes del invierno para compartir el botín y las historias de sus peripecias. Otto habría deseado ser uno de ellos, toda su infancia, hasta antes de ser obligado a subir a las montañas, había deseado crecer y convertirse en uno de ellos, pero, ahora sí que podía. Su destino estaba sellado de una manera definitiva, no podía escapar a él. Lo único que le animaba a seguir con aquello era la relación con Afrodita. El rubio era su única conexión con el mundo real, con los hombres que le habían condenado a esa existencia estéril, ligada a los extraños designios de los dioses, esos que ni siquiera las runas podían develarle.

Con la luna nueva, llegó el día en que tomaría el sitio del sacerdote de la montaña. La ceremonia fue secreta, tal como todo lo que su vida representaba. El anciano le advirtió acerca de los peligros de acercarse demasiado a los hombres. Pero era tarde, su corazón ya estaba más que ligado a la existencia humana. Su mente, podía ser la de un asceta, pero no así sus sentimientos. El anciano lo miró satisfecho, había cumplido su última labor y ahora si podía dejarse vencer por la edad, por la enfermedad, podía partir de ese mundo sabiendo que había contribuido hasta el último momento al bienestar de su gente.

Pocos días después, tras una breve agonía, su mentor murió, a causa de lo cual, se vio obligado a bajar a la villa, su deber era informar a los demás de lo que había sucedido para luego dirigirse a la costa y llevar a cabo la ceremonia fúnebre del anciano. Toda la gente iría a depositar ofrendas que él debía recibir para el muerto, ofrendas que él mismo debía colocar junto con el cuerpo en el barco fúnebre.

Era una enorme responsabilidad la que llevaría sobre sus hombros a partir de ese día. A partir de entonces, su vida, verdaderamente, había dejado de pertenecerle, debía consagrarse a su deber, al servicio de los dioses, y a fungir como intermediario entre ellos y los humanos.

Calculó que su estancia en la villa sería de por lo menos cinco días, y aún si sonaba morboso, le agradaba la idea, vería más frecuentemente a Afrodita. Su amigo buscaría la manera de estar cerca de él, lo sabía.

Mientras las ropas del difunto eran cocidas por las mujeres de la villa, él se ocupaba de dirigir a los hombres que habrían de crear el túmulo que recibiría los restos de su mentor. Todo estuvo listo en menos de siete días. Durante la mañana del séptimo día, se llevó a cabo el funeral. Al anochecer, reconocido finalmente como el nuevo sacerdote de la montaña, volvió a la cabaña en la que había vivido desde niño. Ahora si que no pisaría nuevamente la villa. No le entristecía aquel pensamiento, porque sabía que el único ser que consideraba importante de entre todos los habitantes de ese lugar, seguiría escabulléndose a la montaña para llegar hasta él.

No tuvo que esperar demasiado. Dos noches más tarde, Afrodita se presentó ante él en la vieja cabaña. Su rubio amigo lucía perturbado, pero él no dijo nada. Le ofreció cerveza y un lugar al lado del fuego.
— ¿Sabes lo que es un berserker, Otto? —dijo el rubio tras largas horas sumido en un silencio impenetrable.
—Todo el mundo sabe lo que son esos tipos —dijo él con la voz quebrada, empezaba a sospechar de que se trataba aquello.
—No conozco a nadie que no los desprecie, a nadie que no les tema… son los mejores guerreros de este mundo —dijo Afrodita en voz baja.
—Son terribles… he escuchado historias, se matan aún entre ellos…
—Carecen de razón… es lo que dice mi madre…sin embargo, sería honroso morir como uno de ellos, ¿no lo crees? —susurró el rubio acercándose un poco más a Otto.
—Al paso que vamos… ninguno de nosotros conocerá el mundo… —susurró Otto pegando su frente a las rodillas de su amigo. Afrodita sonrió y me acarició los blanquecinos cabellos. Nunca se lo diría, pero le gustaba el color de sus cabellos… nunca lo diría, aún si le decían que moriría al día siguiente.
—Quiero vivir… ¿sabes? Siempre pensé que el día de mi muerte, lo último que vería sería a ti…
—Nadie quiere morir… —susurró Otto sintiendo que todos los vellos de su nuca se erizaban de sólo imaginar a Afrodita muerto.
—Pero moriremos… todos —dijo mientras alimentaba la hoguera con un menudo trozo de leña. Otto siguió el camino de la mano, pálida y blanca, en la que mil veces había imaginado un hacha de guerra, pero, sin duda, no en las circunstancias que se avecinaban —. Voy a morir, lejos de ti, Otto, no estoy seguro de ser capaz de hacer eso… de soportarlo…
—Pensé eso mismo cuando me dijeron que no volvería a ver a mis padres… pero, seguí, ¿sabes por qué? Por ti —dijo el albino mirándose en los ojos de Afrodita que eran casi tan claros como los propios. Miró esa sonrisa emerger de los delgados labios de su amigo y sintió que algo se agitaba en su interior, ese algo que parecía bailar cada vez que se miraban a los ojos.
—Entonces, también yo pensaré en ti cada vez que las fuerzas me falten…—dijo y posó sus manos en los hombros de su amigo. Otto sonrió levemente mientras sentía que el corazón le latía desbocado conforme la distancia entre él y Afrodita se acortaba. Nunca nadie le había tocado como Afrodita lo estaba haciendo… nunca. Sintió que los fríos labios de su amigo comenzaban a tomar calor al contacto con los suyos. Su rostro parecía arder, todo su cuerpo. Afrodita se sentía igual. Nunca había hecho lo que hacía en ese momento. Nunca. Ninguna de las muchachas de la aldea le había parecido ni una pizca de lo interesante que le parecía su amigo. No, él ya no era su amigo, era algo más, algo que no podía catalogar en su limitado conocimiento del mundo. Tenían dieciocho años y la incertidumbre de no saber que les deparaba el destino…

Se quedaron juntos esa noche, durmiendo muy cerca el uno del otro. Otto no consiguió pasar una buena noche. La idea de Afrodita convertido en uno de esos brutales guerreros que eran temidos y respetados por todos, le hacía estremecer, ¿cuánto habría de quedar de él al final? ¿Sobreviviría acaso? No tenía idea, pero en medio de su angustia se aferraba a la idea de que Afrodita era fuerte, más fuerte que ningún otro y que soportaría aquello.

El rubio partió esa primavera con los berserkers, su iniciación se realizaría en la primera oportunidad. Las noches nunca se le hicieron tan largas a Otto. Las estaciones se sucedieron una a otra con una lentitud exasperante. Las hojas de los árboles adquirían progresivamente el rojo color del otoño y su alegría aumentaba, hasta había tratado con cortesía a los que se habían atrevido a subir la montaña para pedirle un presagio. Últimamente acudían mucho a él, no sólo sus vecinos, gente de otras villas acudía a él desde que presagiara la muerte del orgulloso Leift. Había escuchado como le llamaban, y no le gustaba, todos le llamaban Máscara de Muerte. Era un sobrenombre horrible, al menos para un sacerdote. Pero al menos causaba que le dejaran en paz la mayor parte del tiempo. Sólo cuando deseaban hacerse a la mar, era que iban a verle, venciendo sus temores y supercherías.

No era fácil pasarse la vida en solitario, aferrado a la promesa de Afrodita. No era nada fácil obligarse a no despreciar a los que tenían una vida normal, una vida a la que ni remotamente él podía aspirar. Se obligaba a sí mismo a pensar en las bondades de su condición, en lo honroso que era su papel en la villa. Pero nada le convencía. Hubiera preferido mil veces la suerte de algún otro, otro que podía sin mayor aspaviento sentarse en el maldito barco al lado de Afrodita y remar junto a él, pelear codo con codo hasta que consiguieran la victoria o una muerte gloriosa. Ese era su anhelo, tan inalcanzable como ilusorio le parecía mientras se congelaba el trasero en una montaña.

El invierno estaba a la vuelta de la esquina.

Con las primeras nevadas, Afrodita llegó. Estaba cambiado, al menos en lo físico. Su rostro lucía prácticamente idéntico, excepto por la cicatriz que le surcaba la mejilla derecha, justo debajo de ese lunar que lo caracterizaba. No pudo evitar sonreír cuando le vio emerger de entre los congelados arbustos, Afrodita andaba lentamente, sin apartar los ojos de él, de la única razón para mantener la vida y la cordura intactas.
—Otto… —susurró el rubio, con la incipiente barba sombreando su estilizada mandíbula. El sacerdote le sonrió, apresurando el paso para ir a su encuentro. Afrodita parecía más alto, más fuerte, lo que pudo adivinar bajo la gruesa piel de sus ropas eran puros músculos, ganados, sin duda, en el fragor de las batallas a las que había sobrevivido. Afrodita enterró el rostro en la macilenta cabellera del sacerdote y le atrajo hacía si con fuerza, ¡cuánto le había anhelado en esas horrendas noches de tormenta en medio del mar!
—Volviste…
—Te dije que lo haría, que sería fuerte… —dijo Afrodita mientras caminaban hacía la cabaña. La diferencia de estaturas entre ellos se había acentuado. Afrodita le sacaba ya un poco más de una cabeza, y sus brazos fuertes le abarcaban por completo.

Se sentaron junto al fuego, disfrutando en silencio la compañía uno del otro. Otto no podía dejar de sonreír, no hizo preguntas, sabía que el rubio no deseaba hablar acerca de aquello que tenía en mente, de aquello que había ensombrecido su mirada y su rostro. Ambos sabían a la perfección que los berserkers no eran temidos por nada, que esos hombres duros y atemorizantes, se habían ganado su dudoso prestigio a pulso. Como también sabían que cada instante era precioso, puesto que era evidente que la vida de Afrodita no sería larga.

Al caer la noche, se tendieron sobre una gruesa piel de oso que Afrodita trajera consigo de su viaje. También le había traído algunas joyas, un delicado manto que Otto decidió usar esa misma noche. Se rió de sí mismo al percatarse de que Afrodita le trataba como otros hombres trataban a sus esposas, con la misma deferencia, con cierta tosca ternura, ofreciéndole obsequios y cuidados que no prodigaría a un hombre.

Encerrado en algún lugar de sus recuerdos, Afrodita sólo lo miraba, repasando con delicia los rasgos de ese hombre al que llevaba impregnado hasta en la última gota de su sangre. La distancia y los periplos de aquel primer viaje como un berserker le habían hecho apreciar con claridad la naturaleza de sus sentimientos hacía Otto.

Lo amaba. De la misma manera que un hombre ama a su mujer. No se detuvo a pensar en lo que significaba aquello, sólo pensó en la manera de conseguir que aquello perdurase, de que Otto fuera tan sólo suyo. Abrazó violentamente al sacerdote y le atrajo hacía si, deseoso de probar de nueva cuenta sus labios. Había esperado un año completo para hacerlo de nuevo, un año horrendo que no quería rememorar, horrendo porque estaban separados. Las vidas que había tomado no significaban nada, porque lo había hecho para estar de regreso y cumplir su promesa.

Otto se dejó hacer, sorprendiéndose por la facilidad con que su cuerpo respondía a los estímulos que el berserker le ofrecía. Para cuando vino a darse cuenta, yacía completamente desnudo entre los potentes brazos del que desde siempre había sido el más querido por él. Los labios de Afrodita buscaron los suyos y se sumergió en la locura de la pasión, en el enfermizo deseo de ser uno con el hombre que le aplastaba contra el suelo, ansioso por consumar aquello que entendía como el silencioso pacto de amor entre ellos.

Abrió la boca intentando gritar cuando la mano del rubio se detuvo a jugar con su intimidad, con ese rincón secreto que nadie, ni siquiera él mismo, había explorado antes. Afrodita le acarició con lentitud, como si quisiera grabarse cada milímetro de su piel. Le pareció que su amante era abrumadoramente hermoso, como una epifanía pagana. Afrodita le tendió en el improvisado lecho y lo miró con deseo, Otto sucumbió a aquella mirada y derrumbó la última de sus barreras, entregándose a ese hombre al que amaba, al que admiraba y deseaba.

Afrodita acarició las largas piernas del hombre que le miraba con una mezcla de amor y deseo, aderezada por la incipiente angustia respecto de lo desconocido.

Le trató como a una virgen, con amor y veneración, con sumo cuidado se introdujo en ese cuerpo que parecía llamarle a gritos. Y le amó, le poseyó hasta que a los dos les faltó el aliento, hasta que los cuerpos pidieron tregua.

Se abrazaron, se besaron repetidamente antes de caer dormidos uno en brazos del otro.

Aquel fue el mejor invierno de su existencia, pero tan breve como ningún otro. Al llegar la primavera, Afrodita tuvo que volver al mar, prometiéndole, una vez más, regresar, como el año anterior.

Le esperó pacientemente y el rubio no faltó a su promesa. Regresó, cargado una vez más, con un cuantioso botín que derramó sobre la desnudez de su amante, con la mirada más oscura, con el gesto torvo y con nuevas cicatrices que él besó a modo de consuelo. Afrodita estaba cumpliendo cabalmente su papel y nadie adivinaba la naturaleza de sus escapes a las montañas.

Así pasaron cuatro años más. Cuatro años de recibir felicidad sólo en el invierno, de recibirle con todo el amor del que era capaz y de que Afrodita le correspondiera en igual medida. De alguna manera, eran felices…

Para entonces, su renombre como adivino y sacerdote se había extendido, no sabía como era posible, pero sus dotes adivinatorias eran sorprendentes. Las runas solían decir la verdad cuando él las consultaba. Su fama había trascendido a la región y había llegado a los oídos de uno de los jefes vikingos, Haakon el Rojo. Se sorprendió enormemente aquel verano al ver que su amante acompañaba al jefe vikingo, era parte de su guardia personal, eso sólo podía significar que Afrodita había terminado por destacar entre aquellos hombres. Y si lo había hecho, era porque su salvajismo había terminado por aflorar…

Todo lo que pudo decirle a Haakon era que tendría una vida agitada, que la mujer con quien se casara le daría más triunfos que el mejor de sus guerreros. Haakon el Rojo pareció complacido con su presagio, tanto que exigió que leyera en las runas la fortuna de todos sus hombres, incluido Afrodita.
—Anda, y no le digas sólo cosas buenas, no porque sean amigos de la infancia puedes ser benévolo con él, Mascara de Muerte —le arengó con jovialidad Haakon el Rojo. Otto sonrió a penas mientras los clarísimos ojos de su amante parecían acariciarle. Tomó el diminuto saco que de ordinario pendía de su cintura y arrojó con fuerza las runas al lado de la enorme hoguera que sus visitantes habían encendido. Palideció súbitamente al reconocer en las runas los indicios de que la vida de Afrodita sería breve.
—Tu vida… será terriblemente breve…—susurró sin atreverse a leer el resto de los signos.
—Como la de todo berserker —dijo Afrodita con aplomo. Las risotadas de los compañeros del rubio desviaron la atención de la lectura y pronto todo el mundo se olvidó el asunto, pero Otto mantenía la atención puesta en aquellas runas —. Otto… no te dejes llevar por esto…debes confiar en mí —le susurró Afrodita al oído mientras le veía recoger una a una las runas.
—Nunca me han mentido…
—Tampoco yo, y te prometo que volveré cada invierno, cada uno, ¿comprendes? —le dijo mientras el resto de los hombres se entretenían bebiendo y jugando.

Al día siguiente se despidieron en privado, el jefe vikingo le había dejado una cuantiosa recompensa por sus servicios. Cuando los hombres se fueron, le dejaron como única compañía a la incertidumbre.

Después de unos días de desazón, se decidió a consultar de nueva cuenta a las runas. Tres veces lanzó los pequeños trozos de hueso, tres veces indicaron el mismo resultado. Afrodita moriría joven… y no volvería de un largo viaje…

Aquello, que bien podía significar la vida de cualquier otro, aquello que sin duda, sabía de antemano, le estremecía. El saber que Afrodita moriría joven parecía convertirse en una certeza a cada segundo.

La desesperación hizo presa de él, hincándole los dientes a su cordura. Aquel fue el peor de todos los años… el otoño vistió de rojo las montañas y pronto el viento comenzó a anunciar el invierno. Esperó pacientemente, y, al igual que otros años, Afrodita volvió poco después de la primera nevada. Afrodita lo devoró a besos a penas traspasar el umbral de su cabaña que parecía más y más derruida con el paso de los años.

El alma le volvió al cuerpo al darse cuenta de que su amante era nítido y tangible, corpóreo, a diferencia de las visiones que solía tener en medio de un trance. Los besos de Afrodita eran sólidos, contundentes, como los brazos que le aferraban mientras hacían el amor.

Otto parecía más y más necesitado de él, Afrodita lo notó mientras le hacía el amor. Se quedaron uno junto al otro, a la luz de la hoguera que moría a su lado.
—Algo te pasa… —dijo Afrodita mientras acariciaba los blanquecinos cabellos de su amante.
—Aquella vez que viniste con los otros, las runas…—intentó decir Otto.
—Shhh, sin importar lo que ellas digan, yo volveré, siempre volveré al único lugar al que deseo volver cada vez que me hago a la mar, eres la única razón por la que no me he dejado abrazar por la muerte —dijo el rubio sellando los labios de su amante con un largo dedo índice. El sacerdote sonrió, deseando desesperadamente convencerse de aquello, queriendo convencerse de que habían desafiado al destino.

Pasaron ese invierno juntos, Afrodita le ayudó a reparar la cabaña y vieron juntos como comenzaba el deshielo, el rubio tendría que partir muy pronto.

Afrodita se fue después del equinoccio de primavera, Otto le había obligado a llevar consigo un amuleto que se había encargado de preparar él mismo. Aquella había sido la más amarga de las despedidas, aún peor que aquella primera vez. Otto no tenía la certeza de que Afrodita pudiera cumplir su promesa. Entendía a cabalidad que aquello no duraría para siempre. Pero nunca antes había dolido tanto como en ese momento.

Había pasado ya un mes desde que las nieves comenzaran a caer. No había rastro alguno de Afrodita. Se había sentido tentado a abandonar su retiro, desafiando todas las reglas para ir a la villa y saber de él, sin embargo, también temía saber lo que había sido de su amante. ¿Qué pasaría con él si le decían que Afrodita jamás volvería? ¿Qué sería de él si eso pasaba? No quería responderse, simplemente no lo deseaba…

Optó por acudir a la solución más obvia que se le podía ocurrir. Ansiaba saber de él, de su hombre.

Lo preparó todo, como si se tratase de una cuestión de gran importancia para todos, aún si sólo lo era para él. Ascendió la empinada ladera que se hallaba a espaldas de su hogar, llevando consigo las hierbas y cortezas que emplearía para inducirse el trance que requería para descubrir lo que necesitaba saber.

Encendió la hoguera y en medio de las conocidas invocaciones, comenzó a inducirse el trance que le llevaría al descubrimiento de la verdad. Pronto comenzaron las visiones, veía el barco de su amante, tal como él lo había descrito.
Veía a esos hombres, vestidos con pieles de animales, gritar y gruñir imitando los guturales sonidos que emanaban de las fieras a las que imitaban… Lo veía a él… sufrir una metamorfosis extraña, convertirse lentamente en un lobo, blanco, como las nieves que cobijaban su montaña, pero manteniendo esos feroces ojos azules que eran su deleite. Lo veía venir hacía él, sin dejar de mirarle… Cuando despertó del trance, sudoroso y agitado, volvió tambaleante a su cabaña. Estaba desesperado, estaba pensando únicamente en que él había muerto, en que no iba a volver. Al día siguiente, algunos de los aldeanos fueron a buscarle solicitando un presagio, le hallaron sentado afuera de su cabaña, esperando, negándose a entender que aquello que viera en las visiones fuera real. —No diré nada —masculló cuando los hombres le interpelaron pidiendo un presagio. Se recluyó en su cabaña, deseando que nada de lo que había visto fuera cierto, que él simplemente estuviera retrasado… Sin embargo, comprendía a la perfección el hecho de que dado el modo de vida de su amante, lo más probable era que ni las runas ni las visiones hubieran mentido… No logró dormir aquella noche… El invierno avanzaba y lentamente, su cordura se perdía en la soledad de su refugio. Había perdido la esperanza, sin embargo, seguía acudiendo al mismo sitio a esperarle, intentando olvidarlo todo y aferrarse al consuelo que le reportaba la promesa hecha por Afrodita. …l nunca había mentido, él nunca le había fallado… Aquella noche, la tormenta pareció ensañarse con su hogar, el viento aullaba violentamente y azotaba su vieja cabaña como si quisiera obligarlo a abandonarla. La tormenta se calmó un poco, y entonces, al borde de la inconsciencia, escuchó algo que le hizo estremecer… Un lobo… Había un lobo aullando en las cercanías. El animal aullaba más y más cerca. Abandonó la cama y se echó encima el abrigo aún húmedo por la nieve. Tenía que verlo. Presa de una inexplicable sensación, decidió seguir el aullido para dar con aquel animal. No había lobos en su montaña, no los había desde hacía muchos años. Había visto al último, un viejo lobo de pelaje grisáceo, morir de viejo a unos metros de la cabaña cuando él tenía no más de once años. No pudo sino recordar la visión, aferrarse a ella y pensar que, de un modo u otro, Afrodita no iba a faltar a su palabra. Corrió entre los árboles, sin sentir en su piel curtida por el viento helado los rasguños que las ramas le producían, sólo podía, sólo quería seguir aquel aullido. El animal pareció olfatearlo antes de que llegara a él… los aullidos cesaron, sin embargo, ni el lobo se retiró ni él dio marcha atrás. Se acercó lentamente, sin apartar los ojos de ese ser que le parecía tan hermoso como su amante. Era un lobo blanco que le miraba mostrando los dientes, el animal no parecía asustado, ni tener intenciones de retroceder. Sonrió cuando miró los ojos del animal, eran azules, de un azul clarísimo… Se acercó, haciendo caso omiso del instinto, de todo lo que la razón le dictaba, en su mente, todo tenía sentido, la visión, las runas, la presencia de un lobo tan peculiar… El lobo lo miraba amenazante, exasperado por la cercanía del hombre que le miraba sin dejar de sonreír. Todo ocurrió en fracciones de segundo. El lobo le atacó. Sintiéndose acorralado, el animal recurrió a lo único que podía recurrir y le atacó. Otto no se defendió, simplemente dejó que el animal le destrozara la garganta, el rostro, sabiendo que era lo necesario, que no podía ser de otra manera. Ese no era un lobo ordinario, ese lobo era la manera en que Afrodita había vuelto para cumplir su promesa y seguir juntos… Dos días más tarde, un grupo de aldeanos ascendió la empinada montaña para ir en su busca, requerían de su saber para emprender una búsqueda del barco en que navegaban los hijos del jefe de la región. Lo hallaron muerto, el cadáver de Otto yacía entre los árboles, destrozado por los animales de la montaña, medio devorado por ese lobo que parecía no querer apartarse de él por más esfuerzos que los aldeanos hicieron. Una semana después, celebraron el funeral con lo que quedó del cadáver…

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