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El Flautista de Hamelín por Aome1565

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Notas del capitulo:

Bienvenido 2010 (:

Voy a empezar el año con mi primer cuento largo y esperando poder escribir más como este.

Ojalá disfruten leerlo tanto como yo al terminarlo... y que tengan un feliz año nuevo~ :D 

Y como es mi primer cuento largo, me tomé el trabajo de buscarle fotos a los personajes (:

Brendon, Frederich (/Frederik/), Lior, Maddie

Dinfruten~ :D

 

El Flautista de Hamelín

 

Llegó a su cuarto caminando lento y, sin detenerse a ver su rostro cansado y triste en el espejo, empezó a desabotonar la camisa borgoña que llevaba puesta. Esa noche fue especial; era el aniversario número 200 del Teatro Nacional y la orquesta se vistió de gala para la ocasión.

Colgó la prenda mientras los pantalones negros se deslizaban por sus piernas largas y delgadas, se descalzó y el contacto con el suelo le dio un escalofrío; cerró los ojos para calmar el escozor que sentía por no poder rascárselos, pero se acordó de que ya el maquillaje no importaba.

Al resto de su rutina de antes de dormir ya no vale enumerarla, mas sí importa el hecho de que, mientras se movía lenta y cansinamente por la habitación, sus pasos marcaban el tiempo y en su cabeza resonaba aún la primer composición que la orquesta interpretó esa noche, ante las personas que agotaron las localidades más las que los veían en transmisión directa por cable e Internet. Los contrabajos y un violín fueron los primeros, al instante el resto de los instrumentos empezó a reclamar su lugar en los oídos de los espectadores y él, sentado tras las violas y con su instrumento en las manos, esperaba a que surgiera el silencio repentino que daría inicio a su turno, un solo tímido de flauta traversa que parecía bailar por encima de todos y que daba la impresión de surgir de la nada y de todos lados a la vez.

Solo en la oscuridad, bailando entre el baño y el placard, Brendon se imaginaba en alguno de los palcos, viéndose ejecutar su brillante flauta. Tarareando, creía que podía flotar.

Y es que esa melodía podía con él. A pesar de sentirse horrible, deprimido, todavía tenía algo de alegría de reserva guardada y llena de polvo como para morderse un labio mientras su garganta vibraba con cada una de las notas que se sabía de memoria. Disfrute era la palabra que calzaba exacta en su pálida y esbelta figura danzando sola en la oscuridad al son de una flauta que resonaba en su cabeza.

Girando como bailarina de caja musical se encontró entre los brazos de ese que se perdió la función, y sintió que su mundo construido de música y nubes se inundaba de la misma desazón que sintió durante todo el trayecto a la casa luego de haberse retirado de la reunión que armaban sus compañeros después de cada concierto.

-Estuviste hermoso -le susurró Lior al oído y, a pesar de haberse jurado esa noche no creer nada que fuera a decirle, se derritió dentro del abrazo que le rodeaba las caderas y se tragó el llanto que venía conteniendo desde que vio su asiento vacío en una de las primeras filas. Se abrazó a su ancha espalda, respirando lenta y profundamente.

-No estuviste sentado en el puesto que te conseguí... me costó un ojo de la cara -le reprochó con ese tono melancólico que usaba cada una de las noches que lo dejaba plantado en la puerta del teatro, con la alta escalinata de mármol blanco vacía y la flauta en la mano-. ¿Cómo me viste?

-Tengo mis trucos... perdoname.

-Nada, Lior, no te perdono nada -le respondió Brendon, sin soltarse del abrazo, deseando que no se terminara más-. Aunque hubieses estado escuchando detrás de la salida de emergencia, sabías que yo, tres horas más tarde, iba a estar parado y muerto de frío en la entrada, esperando a que pasaras a buscarme.

-Siempre vas de parranda con tus amigos y--

-Ellos me evitan la muerte por hipotermia y me obligan a acompañarlos mientras me llaman aguafiestas por querer estar con mi novio, una de las cosas que sabés que más me gusta hacer. -Hizo una pausa, se limpió las lágrimas disimuladamente por la camisa oscura de Lior, y continuó: -Sabés bien que estos conciertos son lo mejor que puede pasarme en la vida, que disfruto cada corchea y cada aplauso como si fuera sólo para mí... y vos terminás arruinando mi noche... cada noche.

Brendon quería, se moría de ganas por causar en su novio una herida, lastimarlo apenas pero bien en el fondo con sus palabras, hacerle sentir lo que él cada vez que el viento le agitaba los cabellos y se llevaba los autos que corrían veloces frente a sus ojos llorosos y a sus pies plantados; pero jamás lo lograba, jamás lo lograría, y lo sabía muy bien. Y lo peor de todo eso era que, a pesar de jurar a los cuatro vientos que no lo perdonaría, en realidad jamás lo había odiado y no sentía tener algo que perdonar.

-No digas más, perdoname -repitió Lior y calló con un beso las quejas del chico más bajo que él que se abrazaba a su espalda a pesar de estarle repitiendo que lo odiaba.

Y todo volvió a ocurrir como en un círculo vicioso del que Brendon no se anima a salir, porque si algo es seguro, es que su inseguridad no le dejaba ver con buenos ojos cualquier clase de cambio.

Desde su lugar casi en el centro del escenario pudo ver el asiento vacío; con frío y la flauta en la mano esperó una hora a que Lior pasara a por él; a regañadientes aceptó ir a tomar algo con sus compañeros de la orquesta; solo y abrumado llegó a casa a olvidarse de pensar; disfrutando de su momento de gloria se vio preso de los encantos a los que no podía decirles que no; y después de unas pocas palabras que lo mandaron a callar, se dejó hacer.

Casi desnudo, no hubo más prendas que desechar y no pudo evitar terminar rendido a sus pies y esclavo de su cama, jadeando su nombre, echándose la culpa de ser tan débil e idiota.

 

Y siempre supo, como un pensamiento automático que llegaba a él después de voltearse en la cama y cubrirse con la frazada, intentando olvidarse de lo ocurrido y con la flauta aún silbando en su cabeza, que cuando despertase Lior ya no estaría ahí a su lado para darle los buenos días.

Siempre vivió con eso, aún sabiendo que no era normal ni sano para su maltrecho corazón; su conformismo era más fuerte que la razón e incluso más que su poco amor a él mismo, y no hacía nada para cambiarlo. Se necesitaba un motivo de fuerza mayor, y él no tenía idea de cuánto estaba ansiando ese momento.

A esas instancias estaba cansado ya de esperar sin saber que esperaba, mas no tenía conocimiento de lo que se le venía encima cuando salió esa fría mañana de su casa. Se cubrió cuello y boca con una gruesa bufanda, metió la mano libre en el bolsillo del largo tapado escocés y con su flauta en mano emprendió camino hacia el hospital.

Fueron cuadras y cuadras de caminar entre la gente, abrumado por las multitudes, viendo rostros vacíos. Mientras, él sólo podía preguntarse una sola cosa:

«¿Hacia dónde voy, realmente?»

La pregunta del millón, la cuestión existencial.

Cuando estaba solo, esos fines de semana en los que Lior viajaba por negocios, Brendon no podía hacer más que relajarse pensando. Esa pregunta, particularmente, era su preferida. Meditar sobre lo que ya sabía (quién soy, de dónde vengo) era una simple vuelta de esquina a lo que le seguía... y le encantaba no saber la respuesta.

Porque él realmente sentía que la respuesta estaba enterrada en su conocimiento y que afloraría en cualquier momento. Mas no se sentía contento sólo con saber que debía esperar, pues Brendon se creía completamente encaminado y sin tener que esperar mucho más para saber de su destino teniendo lo que ya tenía: un puesto en la orquesta sinfónica del condado, siendo el flautista más joven jamás contratado, alguien que lo amase, aunque no pondría las manos en el fuego por ello, y un lugar en el corazón de un montón de personitas.

Sonrió al recordarlos y traspasó el umbral del Hospital Pediátrico, saludando a las enfermeras y subiendo directamente al segundo piso, donde estaba la sala de recreación.

Cuando llegó y vio que, siendo exactamente las cuatro de la tarde, no había ningún niño esperando su llegada y todos los que estaban dentro de ese inmenso salón jugaban tímidos y aburridos, sentados en el suelo, se dirigió a la estación de enfermeras del piso.

-Anoche Andy nos dejó... -le comentó Sally, una enfermera regordeta y cariñosa con los niños del hospital-. Marcos y Andrea están destrozados.

El rostro de Brendon se ensombreció con la noticia. Andy no era uno de sus favoritos ni mucho menos, él no podía poner favoritos por encima de los demás niños, pero que alguno de ellos los abandonara, por más inevitable que fuese, le partía el alma. Lo único que se le ocurría hacer era entrar en la gran sala de juegos tocando alguno de sus allegro, algún movimiento rápido que hiciera brillar más de una sonrisa, aunque la suya se hubiese caído la noche anterior en ese asiento vacío.

 

Después de una hora de aplausos animosos y canciones divertidas coreadas a viva voz por un montón de infantes, ya no había pena que valiera y la deuda era un inmenso dolor en la cabeza del flautista que, con el pretexto de sentarse a respirar, cayó desplomado sobre uno de los sillones.

-¿Estás bien, Brennie? -le preguntó una de las niñas que correteaba a su alrededor.

-Sólo me duele un poquitito la cabeza, pero ya se me va a pasar -respondió, con los ojos cerrados.

Inmediatamente empezó a sobrevolar un leve revuelo en toda la sala y a los pocos minutos oyó a alguien mayor entrar.

-¿Quién es el responsable de que estos pequeños monstruos anden pidiendo una aspirina en el hospital? -preguntó la voz de un hombre; Julio, el enfermero, pensó.

-Es mi culpa, supongo -admitió Brendon, incorporándose en el sillón. Cuando abrió los ojos, vio que no había enfermero alguno, sino un médico. Su rostro se desfiguró en una mueca de sorpresa y vergüenza: se suponía que él no debiera estar ahí, puesto que recién a las seis de la tarde las visitas eran permitidas; a él las enfermeras le dejaban entrar de contrabando.

Nadie, en todo ese inmenso hospital, sabía que él llegaba todos los días de la semana a las cuatro de la tarde, con su flauta en mano, para llenar de música y alegría la sala de juegos y el corazón de un montón de niños con distintas patologías que los tenían entre la sala de rayos X, camillas, sillas de ruedas y dosis interminables de medicamentos. A sus mentecitas tan inmaduras como para entender y procesar todo aquello les regalaba un momento de distracción.

El rostro colorado de Brendon iba subiendo de tono cada vez más con el silencio en que el médico se había sumido para mirarlo fijamente a los ojos.

-¿Brendon? -preguntó, después de un rato de estar pensando en si lo conocía o no.

-Sí... -asintió el susodicho, diciéndose que jamás había siquiera visto a ese hombre.

-Cómo no te reconocí antes. ¿Te acordás de mí, no? Soy Frederich Fulk; trabajaba con Lior en el St. John's.

Entonces un montón de imágenes sin orden aparecieron en la alborotada cabeza de Brendon. El Saint John's, la clínica más importante de la ciudad y donde Lior trabajó gran cantidad de años; Fred, el cardiólogo que aceleraba el corazón de sus pacientes; fechas y lugares que para él fueron mágicos en esa época, cuando su relación con Lior estaba en pleno apogeo...

No hubo nada dentro de su cabeza que no se relacionara directamente con Lior; no hubo absolutamente nada que no le hiciera sentir puntadas en el corazón.

-¿Estás bien? -preguntó Frederich, viendo claramente la angustia que nadaba en los ojos azulados de Brendon.

-Sí, creo... -Frunció el entrecejo, dudoso entre quedarse un rato más con los niños a pesar de su dolor de cabeza o regresar a casa a tomar un baño y una aspirina, a sabiendas de que Lior seguramente ya había regresado. -Mejor me voy, el dolor de cabeza parece no menguar. -Intentó sonreír y se levantó del sofá. Hasta el momento no había reparado en las criaturas que daban vueltas y jugueteaban a su alrededor.

-¿Ya te vas? -le preguntaron a coro, y no pudo decirle a esas caras de desolación que ya se iba.

-No, me quedo un ratito más. -Brendon sonrió y continuó su concierto secretamente privado, ahora sumando un cómplice más.

 

A las seis de la tarde llegaban de visita los padres y hermanos de esos niños a los que Brendon se encargaba de entretener. …l se retiraba disimuladamente, escondiéndose de las miradas que ansiosas esperaban a sus visitas.

Cuando llegó a la planta baja se encaminó directo hacia la salida, despidiéndose con una inclinación de cabeza de las enfermeras de la estación y del doctor Fulk, que se apresuró a alcanzarlo para preguntarle sobre Lior.

-Bien... bien -respondió Brendon no muy convencido. Tal era su distanciamiento de Lior, tan pocas las ganas de amarlo que le habían quedado, que, realmente, no sabía si podía hablar por él y decir que estaba bien, que todo entre ellos estaba bien, que él mismo estaba bien.

Frederich puso ambas manos en los bolsillos de su bata blanca y Brendon se aferró al maletín de su flauta, agachando la cabeza. Era la segunda vez en el día que se sentía incómodo en presencia de ese hombre... es más, pensándolo bien, también se sentía raro sólo con verlo pasar todos los días en el St. John's y cada vez que Lior lo invitaba a cenar.

-¿Ya te vas, Brennie? Fred, ¿ya te dijeron que mañana llega el nuevo director del hospital? -preguntó al paso una enfermera que no esperó respuesta para desaparecer en un ascensor.

-Yo... me voy -susurró Brendon y, encogiéndose de hombros, empezó a caminar lentamente hacia fuera.

-Hasta mañana, supongo... -se despidió Frederich y después agregó, como si se le hubiera olvidado-: ¡Salúdame a Lior!

Porque Frederich no tenía ni la más remota idea de que siquiera los saludos del muchachito que ahora caminaba calle abajo y contra la corriente del viento llegaban a los oídos del susodicho.

 

«Surgió un improvisto; para cuando llegues yo voy a estar volando»

Así era Lior; siempre le surgían improvistos, siempre que él llegaba iba a estar volando hacia alguna parte del mundo que no especificaba. La misma nota ya amarilleaba (para qué escribir otra, ¿no?) y siempre aparecía pegada con un imán a la heladera.

Tampoco le decía cuándo volvería y menos le dejaba un número a dónde poder llamarlo, puesto que su teléfono móvil estaba apagado y guardado en el segundo cajón del escritorio de la oficina a la que tenía prohibido entrar.

Esa noche Brendon se durmió llorando descontroladamente después de haber tomado una decisión que, por más necesaria y racional que le pareciera, le partía el corazón... más de lo que ya estaba.

 

Al día siguiente, con una sonrisa de porcelana y la tristeza sepultada bajo algo de maquillaje, Brendon arribó al Hospital Pediátrico balanceando su esbelta y delgada figura enfundada en negro. El viento que soplaba afuera, más fuerte que el del día anterior, había alborotado sus cabellos castaños y poco le importaba.

Con una mirada rápida rodó sus ojos por el vestíbulo, viendo caras nuevas y personas que antes no estaban ahí. Todos lo observaban fijo, con la intriga clavada entre las cejas, preguntándose quién demonios era ese muchacho y si estaría algo chiflado.

Como si no le importara, se dirigió al ascensor y subió hasta la sala de juegos, donde los niños que jugaban podían contarse con una mano, y todos estaban tan o más tristes que él.

Dando giros y dejando que su flauta silbara una melodía alegre y estridente, entró en el recinto, captando la atención de los presentes y de las enfermeras de la estación del piso, que de inmediato interrumpieron su concierto.

-¿Qué es esto?, ¿quién sos? -le preguntó una mujer ya entrada en años y con el cabello extrañamente rubio. Ninguna de las mujeres que habían entrado era enfermera del piso-. Te voy a pedir que te vayas; el horario de visitas es recién a las seis de la tarde.

-¿Puedo saber dónde están Sally y las demás enfermeras del piso? Ellas saben qué hago acá. -El semblante serio de Brendon no reflejaba para nada el temblor de sus manos y el miedo a que aparecieran dos osos vestidos de guardias para sacarlo de allí a la fuerza.

-Así como no sabés dónde están esas enfermeras, tampoco sabés que el nuevo director mandó a limpiar el cuerpo médico, eliminando toda la incompetencia que rondaba por estos lugares. -Se cruzó de brazos y esperó a que Brendon saliese de su estupefacción y se fuese del lugar; pero no esperaba nada, porque Brendon no tenía ni el más mínimo interés en moverse. -Retirate, por favor, o llamo a seguridad.

-En lugar de eso, ¿podría llamar al doctor Fulk? No me voy sin antes hablar con él -amenazó.

-Entonces podés tachar esa conversación de tu lista -le dijo esa mujer que ya colmaba la idea de insoportable. Con una de sus garras huesudas de larguísimas uñas rojas presionó el botón de emergencia junto a la puerta y al instante llegó un hombre de seguridad dispuesto a poner a Brendon de patitas en la calle.

Las puertas vaivén de la entrada se abrieron de par en par y hasta el tope, pero Brendon, que había caminado a los empujones desde el ascensor, no salió, sino que retrocedió un paso cuando alguien lo retuvo de un brazo.

-Gracias Claudio, yo lo acompaño afuera -dijo el doctor Fulk con una inclinación de cabeza. Le guiñó a Brendon un ojo y detuvo la puerta que volvía con la misma fuerza con la que fue impulsada.

 

-Supongo que no sabías todo lo que conllevaba ese cambio de director -comentó Frederich.

…l y Brendon estaban sentados a la barra de la una cafetería cercana al hospital, refugiados del frío y revolviendo distraídos cada uno su café.

-Hubiera preferido que me detuvieran en la entrada y no delante de los nenes. Todos tenían la boquita abierta y miraban espantados a Claudio. -Bebió un sorbo de su taza y se apoyó sobre una mano, clavando el codo en la barra. -Creo que ahora no voy a poder volver a pisar el hospital.

-¿Y si te digo que yo te puedo ayudar a entrar?

Los ojos de Brendon se iluminaron y en su rostro afloró una sonrisa como esas que hace rato no mostraba. Se mordió un labio y terminó cubriéndose la cara con las manos.

Cierto era que, después de ver cómo la puerta del hospital se abría para dejarlo salir, la peor angustia que hubiese sentido nunca se apoderó de él. Se imaginó no viendo más a sus niños, aburriéndose todas las tardes solo, esperando a que Lior regresara para despedirse de él. Pensaba en lo triste y vacía que sería su vida a partir de ese momento.

Que en apenas diez minutos le devolvieran la esperanza que había perdido era más de lo que podía pedir.

-Gracias... -susurró aún sin descubrirse el rostro.

 

Esa noche, después de andar vagando sin sentido ni razón por las calles frías y vacías, regresó a casa sintiéndose feliz, ignorando el vacío en su pecho al ver la nota que amarilleaba en la heladera. Se durmió con los zapatos puestos y soñó con su época de adolescente, cuando iba y salía bailando del instituto con su flauta, cuando lo único que le preocupaba era juntar las monedas para el bus de regreso a casa, cuando su primer novio era el que aplaudía sus composiciones.

Y con esa misma felicidad se despertó y salió a caminar, a rodar por calles atestadas de personas que bailaban en un mar de cemento y viento sin rumbo alguno.

Por la tarde, una hora y media hora después de su habitual llegada al hospital, él esperaba junto a la salida de emergencia, perdido en la luz verde que giraba en el techo de la ambulancia que esperaba una pausa en el tráfico para salir.

Impaciente, Brendon giraba la cabeza hacia todos lados, buscando una figura alta enfundada en una bata blanca. Encontrar al doctor Fulk no iba a ser difícil, allí sólo había enfermeras y todas estaban vestidas de verde, pero la espera se le hacía eterna.

Miró el reloj de su teléfono celular una vez más y se mordió los labios. Empezó a pensar en volver a su casa cuando Frederich lo sorprendió al llegar corriendo. Venía de algún lugar fuera del hospital, sin su bata y completamente agitado.

-¿Cómo estás, Brendon? -le preguntó con una sonrisa y un suspiro-. Perdoná que te haya dejado plantado tanto tiempo.

-No importa. -Con una sonrisa zanjó el tema y esperó a que el médico dijera algo que lo invitase a pasar al hospital.

Brendon siguió a Frederich hasta su oficina, donde el médico le explicó que recién a las seis se retiraban los guardias que desde el día anterior se habían instalado en toda la planta de la sala de recreación, por lo que tendrían que esperar al menos diez minutos más antes de aparecerse por allí.

-Así que el nuevo director resultó ser tremendo hijo de...

-Exacto -interrumpió Frederich, riendo ante el vocabulario del muchacho sentado frente a él, con los codos clavados en el escritorio y sosteniéndose la cabeza con las manos, deformándose la cara en una mueca graciosa. Parecía un nene aburrido.

Sonrió aún más ante el pensamiento y, reclinándose en su silla, miró el reloj del escritorio.

-Casi dan las seis, ya podemos ir a la sala -anunció y, sin levantarse, vio cómo a Brendon se le iluminaba el rostro mientras saltaba de la silla. Tomó el pequeño maletín de su flauta y esperó a que Frederich se levantara y abriera la puerta. Era su oficina, después de todo.

-Ayer, cuando indirectamente me prohibieron la entrada, sentí cómo se derrumbaba mi poca felicidad. Jugar con estos nenes me hace tan bien... y que me quitaran, aunque haya sido por tan poco tiempo, esa posibilidad, era como si me apagaran la luz de la lamparita por la noche -comentó el chico mientras bajaban en ascensor hasta el segundo piso-. Enserio, muchísimas gracias; jamás se me hubiera ocurrido pedirte ayuda, y menos que te convirtieras en cómplice, así que...

-No hay problema. -Sonrió y golpeó suavemente el hombro del muchacho a su lado. El ascensor llegó al segundo piso y las puertas se abrieron. -Lior siempre me debía algún favor, y supongo que pueden extenderse hasta vos, ¿no?

El comentario hizo que, en su imaginación, Brendon se diera contra un muro de dura realidad; hasta ese momento, había podido evadir el dolor que la sola mención de su ex-pareja le causaba, y suponía que podía seguir haciéndolo, pero no ante alguien que tenía entendido que aún seguían saliendo y que eran la pareja ideal, como en antaño.

-Bueno, la verdad es que... -iba a replicar, pero en ese momento sus ojos se encontraron con una mirada sorprendida y una sonrisa.

-¡Brennie! -gritó una nena desde el otro lado del pasillo. Llevaba un bonito vestido color rojo y sus padres, un poco más atrás, cargaban un bolso.

-¡Lydia! -gritó Brendon, también emocionado-. ¿Te vas a casa? Cuánto me alegro. -Se acuclilló y le dio un abrazo. -Espero poder verte de nuevo en la biblioteca los domingos -le dijo a modo de despedida mientras la nena se alejaba saludándolo con una mano.

Cuando Brendon quiso darse cuenta, los guardias ya no estaban en el piso y un montón de personitas se pegaban a las paredes de vidrio de la sala de juegos. Todos le sonreían, y el dueño de toda esa felicidad no pudo hacer más que suspirar de contento y responder con una enorme sonrisa.

 

Durante una semana entera Brendon durmió solo en la inmensa cama de la única habitación de su departamento, dio un concierto con la Orquesta Sinfónica y se presentó en la Biblioteca Pública, como todos los domingos. Apareció todos los días a las cinco y media de la tarde en la salida de ambulancias del hospital, arrancó sonrisas hasta de donde no había y, ya cuando el sol había terminado de ocultarse, él esperaba a que Frederich firmara su retiro para juntos ir a tomar un café en una confitería cercana.

En ninguna de sus extensivas charlas, algunas de las cuales duraban hasta cerca de las once de la noche, se mencionó nada acerca de la relación que Brendon y Lior ya no llevaban. Brendon relató, no sin poco detalle, que formaba parte de la Orquesta Sinfónica de la ciudad y que, a pesar de llevar mañanas agitadas para los ensayos y sus pro y sus contras, las visitas al hospital eran lo que más feliz le hacían; dejar una marca en los corazones de esos niños tan pequeños y con tantos sufrimientos le daba la sensación de ser todo lo que necesitaba en esa vida. Discutió con Frederich sobre su edad y su apariencia de nene y se vio obligado a sacar su licencia de conducir (que iba con él a todas partes a pesar de no tener vehículo propio) para que al fin le creyera; admitió que siempre era subestimado por esas actitudes de infante que tenía cuando se mostraba en público, y le aseguró ser una persona muy madura a pesar de sus veinticinco años.

Frederich lo escuchó hablar durante horas seguidas, fascinado con esas conversaciones largas y tendidas que nunca fue capaz de mantener con nadie; porque sabía que eso era sólo un problema suyo.

 

El miércoles por la tarde, cuando se suponía que Brendon estuviera saliendo de casa para disfrutar de una larga caminata sin rumbo hasta terminar en la puerta trasera del Hospital Pediátrico, el teléfono sonó y sacudió la calma que hacía meses no había en ese pequeño departamento. Brendon, que estaba entretenido con la limpieza de su primera flauta, hizo caso omiso a los pitidos que el aparato largaba.

Con cuidado introducía una franela en cada uno de los hoyitos cuando oyó a la contestadora tomar la llamada.

«Brendon no está, deje su mensaje» dijo su propia voz antes del pitido.

«Hola cielo. Supongo que a esta hora ya debés estar en el hospital, perdoná por no haber llamado antes. En un par de horas sale mi vuelo hasta allá. Llego mañana por la mañana. Te quiero» fue el mensaje que Lior se atrevió a dejar, el muy hipócrita.

Entonces Brendon dejó todo lo que sus manos hacían para cubrirse la cara y ocultarle a la nada su llanto desesperado.

Mientras más tiempo se olvidaba de que alguna vez Lior vivió y durmió con él, profesándole un amor que realmente no le significaba nada, más dolor le causaba el recuerdo que surgía, punzando intensamente en su pecho. El llanto era un acto reflejo a su nombre, y la taquicardia un síntoma hipocondríaco que señalaba al sufrimiento real que ese hombre le había causado a su corazón.

En ese momento Brendon se dio cuenta de que realmente había llegado la hora de cerrar ese capítulo, si es que no podía borrarlo.

 

La valija grande, esa que Lior se había comprado «para sus viajes largos» y que nunca usaba, se llenó de la ropa que Brendon normalmente usaba, de las cosas que más a mano tenía y de esas que siempre fueron totalmente suyas. En la heladera dejó garabateada una nota que rezaba «...y yo tampoco voy a estar para cuando vuelvas», junto a la que su ex-novio le dejaba por lo menos una vez al mes. El placard quedó casi vacío, la estantería del baño terminó revuelta, la cama sin hacer y las plantas sin regar. En la contestadora se mantuvo la parpadeante lucecita roja que indicaba un mensaje nuevo.

Brendon cerró la puerta de ese apartamento, que siempre fue completamente suyo pero al que no quería volver; y, arrastrando la valija con una mano y cargando el maletín de su flauta en la otra, emprendió camino por esas calles frías en un invierno tan vacío.

Cuando llegó a la esquina, dispuesto a cruzar la calle, se le ocurrió que no tenía a dónde ir.

Fue entonces que lenta y resignadamente caminó hacia el hospital y pidió en la entrada hablar urgentemente con el doctor Fulk.

-¿Qué ocurrió, Brendon? -le preguntó el susodicho ni bien se abrieron las puertas del elevador. La maleta enorme y los surcos de las lágrimas en sus mejillas hablaban por sí solos, mas prefirió que el muchacho le contase.

-¿Tenés un ratito? Hay algo que no te conté... y necesito que me ayudes.

El llanto volvió, y con él llegaron los brazos de Frederich, que le rodearon la espalda. Una mano se apoderó de la valija y, abrazándolo por los hombros, el médico se llevó a Brendon a la cafetería de siempre.

 

-Hacía meses que las cosas entre nosotros no estaban bien, pero de algún tiempo a esta parte empezaron a ponerse peor. …l y yo éramos dos extraños viviendo en el mismo lugar. Sus viajes de improvisto se incrementaron y... -Se cubrió la cara, roja de vergüenza y lágrimas. -... ya no hacíamos el amor -susurró por entre sus dedos y no levantó la vista hasta que el silencio se le hizo insoportable-. Hoy... hace un rato recibí una llamada suya diciendo que llegaría mañana... pero para mí no ya no hay mañana con él; no quiero estar ahí cuando él regrese, no quiero estar ahí con él nunca más...

Brendon suspiró y tomó con ambas manos la taza de café que humeaba frente a él mientras las lágrimas seguían resbalando de sus ojos. Frederich no dijo nada, parecía estar pensando, pero lo cierto era que siquiera se había planteado la idea de ofrecerle al chico un lugar en su casa, sino que directamente iba llevárselo con él.

-Hoy me toca hacer guardia, pero igualmente tengo un tiempo para llevarte a casa. -Sonrió a un Brendon que no lo miraba directamente y que había empezado a llorar con más fuerza.

-Gracias -susurró y se cubrió la boca, ahogando un gemido.

 

A las siete de la tarde, cuando todavía no terminaba de atardecer mas la oscuridad ya se arrastraba por las calles húmedas, Frederich se despidió de Brendon en la puerta de su casa, disculpándose por no poder mostrarle el interior y deseándole buenas noches.

El muchacho jugó a adivinar cuál de las llaves era la de la puerta del frente y, una vez adentro, se ocupó de guiarse por toda la casa de una planta. El recibidor no era muy grande, mas sí lo era la cocina-comedor, separada del ambiente anterior por una barra americana y con una salida a un patio no muy pequeño. El pasillo del fondo a la izquierda llevaba a la habitación, espaciosa y con una gran cama; la puerta del frente era el baño y contiguo al mismo había un pequeño cuarto vacío.

Brendon no pudo evitar dejarse caer de espaldas sobre la cama, tan blanca y bien tendida que parecía un pastel de bodas, pero recordó que allí él era el invitado, y para colmo también un refugiado, por lo que fue a probar suerte en el sillón, el lugar que, pensó, sería su cama durante algún tiempo hasta que encontrara un nuevo departamento y vendiera el anterior.

«Podría ponerlo en venta uno de estos días... Lior se llevaría una sorpresa» pensó Brendon, emulando una sonrisa que se rompió cuando sus ojos volvieron a soltar lágrimas. Pero se serenó cuando la voz de su conciencia retumbó en su cabeza diciéndole que ya eran suficientes lágrimas por alguien como su ex-pareja.

Se limpió las lágrimas con una manga de la camiseta que llevaba y se acomodó en el sillón, mirando a su alrededor, buscando algo con qué entretenerse. Sus ojos hallaron el teléfono en la mesita redonda junto al perchero y con un cable rizado suficientemente largo como para hablar desde el lugar en donde estaba sentado.

Hacía muchísimo que no hablaba con Maddie, su amiga de casi toda la vida y con quien había cortado una relación de, prácticamente, hermanos por unos celos estúpidos.

Cuando la chica atendió el teléfono ahogando un bostezo, el corazón de Brendon dio un vuelco. Y cuando dijo quién hablaba, oyó a su mejor amiga llorar y balbucear por unos cinco minutos.

-Te extrañé, Brennie.

-Y yo a vos... es más, extrañé todo el mundo afuera de mi casa, a toda la gente que no fuera Lior... -Suspiró, resopló y sacudió la cabeza, pensando en alguna buena nueva novedad para cambiar de tema.

-Como ya se que si te pregunto qué pasó te vas a poner a llorar, y como te conozco bien como para saber que saliste corriendo... ¿dónde estás ahora? -le preguntó. Y tenía razón, lo conocía demasiado bien-. Es seguro que desamparado en medio de la calle o en la puerta de mi casa no estás.

-En... en la casa de un amigo de Lior... -contestó Brendon, alejando el tubo del teléfono para esperar alguna exclamación de sorpresa por parte de la gritona de su amiga.

Entonces se dio a la tarea de explicar hasta con el más mínimo detalle (porque sino para Maddie no era una explicación) de cómo se dio contra una pared esa noche cuando descubrió por completo su desencanto hacia Lior; de cuando se encontró con Frederich y cómo entablaron una amistad que nada tenía que ver con su ex-novio, y lo que lo llevó a terminar llorando como una magdalena, pidiéndole asilo.

Madeleine rió un buen rato ante la última parte del relato y Brendon, en lugar de reprenderla, rió con ella.

-Ay, basta -susurró ella ahogadamente, intentando apagar su risa después de alrededor de quince minutos de carcajadas-. Tené cuidado, Bren; no vayas a enamorarte sólo por el hecho de que él está siendo bueno con vos... yo sé bien de lo que es capaz un corazón partido.

-Pero no por nada él es cardiólogo, ¿no?

Intentó volver a reír ante el chiste, pero no le salió. Del otro lado de la línea, Maddie suspiró.

-Me gustó volver a hablar con vos... llamame más seguido -le dijo la chica con un tono que denotaba su melancolía, después de un lapso de silencio.

-Yo necesitaba hablar con vos. -Brendon sonrió, y su sonrisa viajó por la línea telefónica junto con las palabras. Y después de darle el número de su nuevo móvil (bah, nuevo hacía algunos meses), se despidió de ella.

Cuando se dio cuenta, ya pasaban de las diez de la noche y el silencio y la oscuridad de la casa le aterraban. Prendió algunas luces, tomó un té para darse algo de calor y, sacando una manta del placard de la habitación de Frederich, se estiró sobre el sofá. Al instante cayó rendido ante el sueño con el pensamiento de que ya mañana sería otro día.

 

Estaba amaneciendo y lo despertó una pesadilla que se borró de su cabeza cuando abrió los ojos. Agitado y confundido, Brendon se giró varias veces en el sofá hasta que recordó que esa era la casa de Frederich y que la suya estaba vacía ahí donde la había dejado.

Intentó volver a dormirse, pero a sus recuerdos acudió la conversación de la noche anterior con Maddie.

«No vayas a enamorarte sólo por el hecho de que él está siendo bueno con vos...»

Y en ese momento conectó varios sentimientos que evocaba la figura de Frederich cada vez que pensaba en él. Su corazón dio un vuelco al ocurrírsele que quizás el médico empezaba a gustarle; tal vez sólo un poquito, pero debía admitir que era cierto.

Entre cavilaciones cada vez más profundas Brendon se quedó dormido nuevamente, no sin antes haber pensado en que quizás ese remolino de ideas y emociones era producto de la advertencia de Maddie, que logró confundirlo bastante, mezclada con esa depresión que le había abierto agujeritos en el pecho y que gritaba por un poco de cariño para sanar.

Sí, cabía la posibilidad de que todo fuera una gran confusión en su cabeza revuelta y en su corazón acribillado, pero le gustaba la idea de que fuese Frederich quien pusiera las banditas en los huequitos por los que se colaba el frío de la mañana y de la soledad.

 

Cuando Brendon despertó definitivamente después de varias pesadillas confusas, creyó que había dormido dos días seguidos; sin embargo, le parecieron dos días extremadamente cortos.

-Creí que no ibas a despertar más -dijo Frederich desde algún lugar de la sala. Brendon, todavía preso del estupor, se preguntó qué hacía él ahí si estaba de guardia-. Supuse que todavía no habrías comido e hice el almuerzo.

En la cocina Brendon veía un plato y un vaso sobre la mesa, pero todavía no encontraba al médico, que seguía hablando sin darse cuenta de que nadie lo escuchaba.

-Voy a darme una ducha. Buen provecho -oyó que sus palabras se perdían por el pasillo y el golpe de la puerta del baño al cerrarse, pero no reaccionó hasta que a su nariz llegó el olor a comida.

Como si tuviera resaca y sueño acumulado, se levantó del sillón y arrastró sus pies descalzos por el suelo frío. El reloj de pared marcaba las 13.17 y él estaba sentado a la mesa, intentando ingerir un almuerzo que estaba revolviéndole el estómago con sólo verlo. Mas el hambre pudo con él, y terminó comiéndoselo.

En ese ínterin Frederich se había duchado y alistado. Se sentó frente a Brendon y examinó su rostro ojeroso y pálido. Todavía le parecía poder ver las lágrimas marcadas en sus mejillas, y su boca aún hinchada formaba un puchero gracioso, pero no le dijo nada.

Los aires de fresca amistad que los rodearon esas tardes de charla, café y vendavales parecieron quedarse en el departamento que Brendon había dejado para siempre. Cada uno resopló, pensando en lo mismo y creyendo que existían las casualidades.

 

Un mes después de la mudanza Brendon estaba felizmente acomodado, sin ánimos como para todavía salir a buscarse un departamento nuevo, y completamente acostumbrado a la rutina de Frederich, que se levantaba muy temprano en la mañana, a eso de las siete y cuando todavía no salía el sol, y volvía cerca del mediodía, teniendo la mesa servida y el almuerzo listo. A las cuatro de la tarde Brendon y el médico salían juntos al Hospital Pediátrico, donde el chico daba mini-conciertos aplaudidos hasta por las amargadas enfermeras nuevas y por los padres que llegaban temprano, haciendo caso omiso del horario de visitas. Los miércoles y domingos Frederich hacía guardia toda la noche, y los jueves y lunes por la mañana Brendon tenía ensayos con la Orquesta Sinfónica.

Esa amistad que llevaban a flor de piel desde que se conocieron se reinstauró al día siguiente después de la abrupta mudanza, cuando ya Brendon hubo descargado toda su depresión con llantos y pataletas al teléfono y con una buena ducha de agua fría a los empujones. Entre ellos las cosas funcionaban como un reloj y las cosas no podían estar mejor; llevaban una relación increíble, por más de que la palabra relación se hilara con la de pareja en la cabeza del flautista y eso lo llevase a imaginar cómo sería si en realidad Frederich y él tuvieran algo más allá de la amistad que casi se vieron forzados a entablar cuando se re-conocieron.

Pero su imaginación siempre iba muy rápido y llegaba un punto donde ya no distinguía entre la fantasía creada en su cabeza y la que le golpeaba en el corazón. Cada vez que lo pensaba, se confundía más y los sermones de Maddie eran ya cuentos repetidos.

-Y anoche fuimos a cenar... -relataba Brendon en el teléfono.

Era lunes por la noche y Frederich estaba cumpliendo una guardia en el hospital que, por problemas familiares de un colega, le había cambiado todos los horarios de ese fin de semana. Solo en la casa oscura y fresca, Brendon hablaba con su mejor amiga sobre todo eso que tenía que ver con el médico, lo que hacía, lo que hizo y lo que iba a hacer.

-Cada vez que hablás de él y de lo que hacen juntos, me suena a que estuvieran saliendo. No están saliendo, ¿verdad, Brendon? -preguntó la chica, seria como cada vez que tocaba el tema de las fantasías de su amigo.

-No, Maddie... -Y se quedó callado, con la cabeza baja y el teléfono pegado a la oreja.

-¿Qué tal si unos de estos días nos juntamos a hablar con una taza de café de por medio? Últimamente sólo hablamos por teléfono -comentó ella, en tono alegre y dibujando entre el humo de sus pensamientos la cara que Brendon estaría poniendo en ese instante: escondida entre las sombras de la casa oscura, con la boca marchita y los ojos vacíos.

-Lo arreglamos mañana -susurró el chico y colgó el teléfono, demasiado abrumado por esa confusión que golpeaba en alguna parte de su ser, sin hacer diferencia entre el corazón o la razón.

Esa noche le costó dormir; pensaba demasiado como para que su mente tuviera la oportunidad de apagarse. Y a la mañana siguiente se despertó confundido con el ruido de las llaves de Frederich girando en la cerradura de la puerta del frente; su despertador no había sonado y se suponía que tenía ensayo con la orquesta.

-Puedo llevarte si estás retrasado -se ofreció el médico, pero Brendon lo esquivó diciendo que le vendría bien el aire fresco de la mañana.

Con el maletín de la flauta en la mano se encaminó por las calles soleadas y por fin respirando un aire cálido y renovador.

Hacía una semana había llegado la primavera y ya se sentía el cambio: de los árboles habían empezado a resurgir nuevos brotes verdes que brillaban bajo el sol, la brisa tibia que soplaba revolvía los cabellos de la gente y los jardines se habían llenado de colores. La gente que caminaba por la calle se reía más y los pajaritos trinaban desde todos lados.

Brendon entró al teatro por la parte trasera y subió hasta la sala de ensayos, donde no encontró a nadie. Entonces rodeó la manzana y se dirigió a la ventanilla de atención al público, donde el encargado lo recibió con un saludo y una mirada confundida.

-¿Ensayo? -preguntó-. La semana pasada quedaron en suspender el del martes y pasarlo al miércoles.

El muchacho suspiró, rodó los ojos y en su fuero interno deseó que se lo tragara la tierra. ¿Cómo pudo haber olvidado algo así?

-Supongo que te veo el miércoles, entonces. -Sonrió y se alejó caminando lentamente hacia el parque a dos cuadras de ahí.

Los árboles habían florecido el mismo día de inicio de la primavera y ahora las flores se esparcían por el suelo en una alfombra rosa y lila. Un asiento ubicado a la sombra de un grueso jacarandá sirvió de soporte para Brendon, que miraba absorto a las criaturas rodeando los senderos en sus bicicletas, a las personas trotando o paseando a sus perros; la gente que vivía en la cuadra del frente regaba las plantas y alimentaba a las palomas.

Y él no podía pensar en otra cosa que no fuera Frederich. Es que había pasado de ser el amigo de Lior, a quien lo rescató de vivir en la calle, a su amigo, a ese que ocupaba en tiempo y forma su cabeza. Ya no era confusión lo que sentía, sino un terrible miedo a lo que fuera a ocurrir después de habérselo confirmado. No lo negaba, pero tampoco quería terminar de asimilarlo.

En eso estaba cuando pasaba una mujer embarazada por la acera, acariciando su barrigota con una enorme felicidad, mientras tomaba con fuerza de la mano de su marido. La escena le pareció de lo más enternecedora hasta que sus ojos se enfocaron en la figura del hombre: sus cabellos rubios y su porte se le hicieron conocidos, tan conocidos como para asegurar que era Lior el que lo miraba desde una distancia considerada, aferrado a la mano de una mujer embarazada que lucía un brillante cintillo de matrimonio.

Con disimulo se levantó de su asiento y empezó a caminar hasta adentrarse en el parque. Sin quererlo terminó corriendo por calles poco concurridas, y en una ruta larga llena de lágrimas y frustración, llegó a casa de Frederich.

Pensaba que todo lo que con Lior tuviese que ver estaba ya superado, que para él ese hombre ya nada significaba, pero ahora caía en la cuenta de cuán equivocado y engañado estaba. Lo extrañaba y hasta quizás seguía queriéndolo, pero ya no quería seguir con eso, no podía.

Hecho un manojo de nervios entró en la sala y se encontró al médico viéndolo serio desde el sofá individual de la sala. Con todos sus sentimientos, los viejos resurgidos, los nuevos y los que siempre habían estado ahí a flor de piel, más el tire-y-afloje que ese hombre tenía entre su cabeza y su corazón, y la desesperación que le causaba el caer en la cuenta de lo destrozado de su corazón le hicieron caer rendido entre los brazos de ese que estaba dispuesto a consolarlo.

Entre balbuceos ahogados Brendon susurró un «perdoname» y se aferró a su cuello, descargando sobre sus labios la impotencia y la desazón que se apoderaban sin compasión de su ser.

Sin pensar ninguno de los dos, quisieron dejarse llevar, confundidos, pero la razón pudo con el médico, que alargó un brazo y puso distancia. Sin mediar palabra y con esa mirada acuosa e incrédula grabada a fuego en su mente, rodó hasta su habitación y suavemente cerró la puerta.

Sentado en el borde de la cama se agarraba la cabeza, pensando en qué había hecho, si había estado bien ser el contenedor de las emociones de un muchacho confundido. Aquellos labios despechados habían buscado en él sólo consuelo, pero al recordarlos salados por las lágrimas, tibios, suaves y urgidos, no pudo evitar sentir ese escalofrío que le recorría el cuerpo.

Se puso de pie, caminó alrededor de la cama y volvió a sentarse. Un contacto así, como no había tenido con nadie desde hacía tiempo, lo puso nervioso, sacó a flote todas esas sensaciones que lo volvían loco y que no lo dejaban dormir.

Y ahora debía hacer algo con respecto a lo que acababa de pasar, sino tampoco dormiría durante muchas otras noches.

Decidido, salió del cuarto y con paso firme llegó a la sala, cegado hasta que lo golpeó la totalidad de la soledad del ambiente. Brendon no estaba ya en la casa; seguramente había salido corriendo, más confundido de lo que había llegado, ahogado en sus lágrimas y sin saber a dónde ir.

Pero lo cierto era que Brendon estaba sentado en las escalinatas del frente de la casa, pasándose las manos por la cara para borrar las lágrimas que ya no caían. Podía oír a Frederich caminando en círculos dentro de la sala; no lo buscaba, no iba a hacerlo, pero muy en el fondo quería creer que en realidad estaba esperando a que vuelva.

De repente se le ocurrió que tenía que soltar ese remolino de emociones y sensaciones, dejar que destruyera otra cosa que no fuera su interior ya devastado.

Caminó solo hasta una casa que no sabía si seguía existiendo. Se paró en el umbral y sacó el teléfono celular, marcando ese número que se sabía de memoria.

Ella contestó con la voz tomada por el sueño, y él siquiera saludó, menos se disculpó por haberla despertado.

-¿Desde tu puerta podés ver las nubes? -le preguntó, con la voz neutra, vacía como si fuese un trozo del lejano oeste.

-No sé... -le dijo, extrañada. Maldijo por lo bajo y se puso en pie, aún con el teléfono pegado a la oreja. Atravesó toda la casa en una travesía que le pareció eterna y abrió la puerta. La luz que entró desde afuera la cegó por un minuto, hasta que sus ojos se acostumbraron y vieron a esa figura alta y delgada, sombría y desgastada por las lágrimas, parada frente a ella.

Ambos, incrédulos, cortaron la llamada y guardaron los teléfonos. Sin pensar casi, se abrazaron, y Brendon empezó a llorar nuevamente y durante unos largos diez minutos.

 

-No te entendí nada. Tomá -le pasó un pañuelo-, limpiate los mocos y empezá de nuevo.

Después de haber llorado y soltado en balbuceos todo eso que le hincaba desde adentro, Brendon se había calmado y ahora, sentado en el suelo del living junto a su mejor amiga, que aún estaba en pijamas pero con los dientes limpios, se disponía a empezar, una vez más, su relato.

-Esta mañana me sentía tan... feliz, que hasta los días se me mezclaron y terminé en el Teatro con la flauta en la mano, preguntando por el ensayo que en realidad es mañana. Me senté en la plaza a escuchar cantar a los pajaritos, pero lo único que vi fue a una hermosa mujer embarazada colgada del brazo del que alguna vez me juró amor eterno. -Hizo una pausa para ver la cara de asombro de su amiga. -Supongo que aquellos viajes sin destino aterrizaban en algún punto escondido de la cuidad, entre las sábanas de esa mujer que, secretamente, empezó a gestar en sus entrañas al hijo de ese que me dejaba mensajes en la contestadora diciéndome que regresaría en unos días. No quiero ni imaginarme cuánto tiempo estuve tan ciego...

-No te vayas por las ramas, Bren... -reprochó la chica, interrumpiendo el monólogo de su amigo.

-Es que... todo eso hizo que me diera cuenta de cuánto extraño a Lior, de que... todavía lo quiero. Y fueron tantas cosas juntas las que me pasaron por la cabeza, que corriendo y llorando llegué a la casa de Frederich. …l estaba ahí, me vio en ese estado completamente desastroso, creo que se preocupó y... -Se tapó la cara con ambas manos; estaba rojo de la vergüenza que le causaba repetir el suceso una y otra vez en su imaginación. -Y me lancé en sus brazos, lo besé y me quedé con las ganas de que me respondiera.

Hizo una pausa en su acelerado discurso, respiró profundo varias veces y trató de volver a la realidad.

-Apenas me vio a los ojos y en un solo segundo me enteré de la confusión que le causé, del gran lío en que me había metido por dejarme llevar por mis estúpidos impulsos. A estas horas él ya debe haber encajado todas las piezas del rompecabezas, debe de saber cuánto me gusta y cuánto yo no le gusto a él... y no me imagino de qué forma va a pedirme que me vaya; porque no creo que podamos seguir conviviendo, sabiendo lo que sabemos y haciendo de cuenta que nada pasó.

La cara de Maddie era un poema. Tenía extendidos cada uno de los hilos que tejían el problema en que Brendon se había enredado y comprendía su situación de desespero, mas no compartía esa locura que lo tenía al borde de una crisis nerviosa.

-Pensando así sólo vas a lograr convencerte de que no querés vivir más con él y yo voy a tener que hacerte un lugar en mi sillón. ¿Es eso lo que querés? -Brendon negó con la cabeza mientras se abrazaba las piernas. -Entonces andá esta noche a dormir donde siempre y hacé de cuenta que nada pasó. Olvidate de todo... y si tiene que pasar algo, va a pasar, pero dale tiempo.

Maddie sonrió y extendió una mano para acariciar la cabeza de su amigo justo en el momento en que éste se sobresaltó y cayó de costado cuando sintió el vibrar de su teléfono celular en el bolsillo trasero de sus pantalones, sobre el que estaba sentado. En la pantalla rezaba «Fred llamando a Bren», y el susodicho no hizo más que aceptar la llamada.

-¿Dónde...? ¿Dónde estás, Brendon? Hace horas saliste corriendo y, si te soy sincero, ya empecé a preocuparme -dijo el médico en un susurro que iba a parar sólo a los oídos del muchacho; pero se extrañó al no tener respuesta alguna-. ¿Estás ahí?

-Sí... -respondió Brendon, todavía sumido en ese estado de incredulidad que lo mantenía ido.

-Decime en dónde estás y te busco. -Y del otro lado de la línea pareció sonreír ante el pensamiento de que sonó a un padre hablando con su hija.

 

Entonces Brendon se tomó una taza de café, para reanimarse un poco, despejó de sus mejillas los rastros de las lágrimas, y ensayó una de sus mejores sonrisas. Cuando Frederich llegó en su motocicleta, se subió en la parte de atrás y, despidiéndose de Maddie con una mano, se aferró con piernas y brazos.

Apenas fueron capaces de verse a los ojos, y la verdad era que se sentían mucho mejor estando así, de espaldas.

Brendon cerraba los ojos y se entregaba al vértigo de la velocidad que deformaba todo a su alrededor. Sus brazos se ceñían a la figura de Frederich y sus sentidos se rendían ante el aroma que todo él desprendía y que lo golpeaba con la fuerza del viento que los rozaba. Tenía la nariz casi hundida entre la camisa y el cuello del médico, y los brazos apretados a su cintura, que dejaban en claro cuánta era su necesidad de no querer dejarlo ir, ya fuese por puro capricho o por ser la figura que encajaba perfectamente en el hueco que tenía en el pecho.

Con el cabello volando al viento, las piernas apretadas a la motocicleta y los sentidos embotados, Brendon no quiso darse cuenta de cuán corto se hizo el viaje a casa de Frederich, así como tampoco había notado que la tarde entera se le había ido entre lágrimas y corazones rotos, y que ahora el cielo se teñía de anaranjado a sus espaldas y por sobre las cabezas de ambos.

Y luego de unas horas de tener que verse a los ojos muy seguido, de toparse en el único pasillo de la pequeña casa, y de compartir obligadamente la cena en la misma mesa, desapareció la incomodidad que se paseaba entre Brendon y Frederich, y que les recordaba a aquel beso que nunca tuvo que haber ocurrido.

 

Al día siguiente, Brendon asistió a uno de los últimos ensayos de la orquesta para el concierto de inicio de la temporada estival el próximo sábado. Había ido muy temprano en la mañana y tanto se había extendido, que estuvo allí toda la tarde, y ya serían dos días seguidos que no iba al hospital a ver a los chicos, por lo que decidió pasar por la casa a darse un baño, cuando todavía el médico no llegaba. Una hora después, siendo las nueve de la noche y después de no haber encontrado una de sus camisetas favoritas, Brendon salía prácticamente corriendo, preguntándose por qué Frederich tardaría tanto en regresar a la casa, cuando en realidad él no regresaría en toda la noche, puesto que ese miércoles le tocaba hacer guardia.

El chico se encontró al cardiólogo en uno de los pasillos, en su caminata apresurada por el segundo piso, después de ver que el salón de recreación estaba vacío.

-¿Brendon? -preguntó, sorprendidísimo-. ¿Qué hacés acá?

-Hace días que no vengo a ver a los nenes, y seguro deben pensar, tan dramáticos como son todos ellos, que ya no los quiero más -dijo rápido y sin trabarse con las palabras-. ¿Hay guardias a esta hora de la noche?

-Los que quedan están en las entradas principales, así que los corredores están totalmente vacíos. -Frederich sonrió y siguió su caminata. Cuando Brendon susurró un «¡ah!», habiendo caído en la insinuación de que tenía el camino libre y toda la noche para irrumpir con su música en los pasillos, el médico le deseó suerte, mas no volteó a ver la forma en que el chico lo miraba alejarse, con la bata blanca ondeando y ese caminar tan seguro, tan de médico de película.

Y es que le encantaba, se le notaba, y pretendía no hacer nada para ocultarlo.

 

Suave y lentamente, el sonido de la flauta de Brendon se deslizó por los pasillos de los cuatro pisos habitacionales del hospital. Empezó por el último, bailoteando entre las camas de la UCI y tocando una nana dulce para esos niños cuyos ojitos apenas se abrían y que le partían el corazón; en los pisos posteriores se abrieron puertas y varias cabecitas curiosas se asomaron a ver. En media hora el salón de juegos del segundo piso estuvo totalmente ocupado por esos nenes que lo siguieron inclusive por las escaleras, más los que bajaron en el ascensor con el soporte para el suero o sus sillas de ruedas.

De vez en cuando el flautista pedía un descanso, que lo dejaran respirar, y los niños le gritaban que querían bis. Un bis que no tenía fin.

Desde afuera, médicos y enfermeras veían el espectáculo sin animarse a interrumpir y quitar de esas caritas las sonrisas y la alegría de olvidarse de los problemas que los aquejaban ya desde tan pequeños. Pero todo termina siempre, por lo que, después de dos horas de música a escondidas de un hospital entero que dormía pero no se quedaba quieto, una pediatra cortó el concierto y envió a los niños a sus camas, «porque mañana sería otro día».

 

-Me pareció genial que no te hayas olvidado de los nenes -comentaba Frederich sentado frente a Brendon en la cafetería interna del hospital. El chico revolvía su café y miraba atento cada uno de los gestos del médico al hablar-. Justamente el otro día una nena muy, muy chiquita me preguntó por vos. -Sonrió, y Brendon sintió que le temblaba el suelo. -Y a que no sabés cómo te llaman las enfermeras; como si fuera una clave para despistar a las autoridades...

-Decime... -susurró.

-Para todo el personal en el hospital sos «el flautista de Hamelín». -Brendon soltó un par de carcajadas disimuladas y se fijó en el médico, que apoyó los codos sobre la mesa y reposó el mentón sobre sus manos cruzadas, manteniendo la sonrisa y clavando la mirada en los ojos del más chico, haciéndolo temblar.

Brendon bebió un sorbo del café e intentó distraerse, pero no pudo.

-Me encanta esto que hacés -acotó Frederich luego de un corto silencio, sonriendo de lado, con los ojos brillantes; Brendon se limitó a desviar la mirada al piso.

-Cuando empecé a hacerlo, Maddie me dijo lo mismo. Y al poco tiempo cortamos nuestra relación por... los celos de Lior.

-Y ya veo por qué... -murmuró, ocultándose tras su propio vaso de café, pero Brendon lo oyó igualmente.

-¿Qué? -preguntó, estupefacto. Era como lo que le diría Lior para empezar una de sus escenas en medio de los pasillos del St. John's, dejándolo como un completo imbécil.

-Es sólo que me pareció algo... algo rara esa amistad que ustedes llevan. -Y enfatizó mucho en la palabra «amistad». -Cualquiera en el lugar de Lior se pondría a la defensiva con una cosa así.

Y con eso admitía que estaba celoso, que Maddie no le agradaba, que esa chica no tendría que ser amiga suya, que, nuevamente, estaba celoso. Exactamente igual a los griteríos de su ex-novio, la escena, mucho más pacífica, lo llevaba a esos momentos en los que quería salir corriendo de su propia casa.

Ahora también quería salir corriendo, sólo para evitar gritarle a Frederich en la cara que tenía ganas de volver a caer en sus brazos, de decirle que estaba perdidamente enamorado como una adolescente en primavera, de besarlo y que la vida se le fuera en ello, pero que no iría a hacer nada si esa llamarada de ganas se apagaría con un baldazo de celos.

-¿Sabés una cosa, Fred? -le dijo Brendon, viéndolo a los ojos, realmente afectado y con algo de bronca aflorando en lo más profundo de su pecho-. Hasta hace un par de minutos habías terminado de enamorarme con sonrisitas y miradas, pero hace muchísimo sufro por los celos de aquel que se diga mi pareja hacia alguien a quien considero mi hermana... y ya no lo soporto. -Suspiró, se puso de pie, y se animó a mirar a los ojos al médico que había quedado en un estado de angustiosa confusión. -Es muy tarde y mañana tengo ensayo otra vez. Nos vemos.

Se fue; con paso firme y decidido salió del hospital y caminó algunas cuadras respirando profundo, pensando que sus actos habían sido lo más maduro que había hecho en años. Pero esa noche, mientras se arropaba en el sillón de la sala de la casa de Frederich, no pudo evitar llorar en silencio, maldiciéndose por ser tan impulsivo, por no analizar y pensar bien las cosas, por haber sido el propio causante de que, entre todos los que ya tenía, se le abriera un nuevo agujerito en el pecho; aunque ese pequeño hoyito, por más repetido que estuviese, parecía doler más, porque era la ventanita a un departamento vacío y solitario, a una búsqueda desesperada de un alma que se compadeciera de su sufrida persona, a una vida que había imaginado junto a la persona de la que se había enamorado.

Y por más dolido que estuviese en ese momento, sabía que el enamoramiento esta vez era algo serio y que no se le pasaría.

Por eso, al día siguiente, un jueves en que, desvelado pero fingiendo estar dormido, esperó a que Frederich llegara a la casa cansado, dispuesto a dejarse caer en su cama y a no escuchar nada de lo que pasara a su alrededor, Brendon salió hacia el último ensayo general con la orquesta y se esmeró en conseguir una entrada a los palcos VIP del teatro como una forma de hacer las pases con el médico, pero jurándose que aquella era la última vez que lo hacía si no llegaba a dar resultado.

Llegó a la casa a media tarde, cuando Frederich ya otra vez había salido al hospital. Iba a pegar la entrada en la heladera, pero algo más se le había ocurrido, y al faltar todavía un par de días hasta el sábado, sintió que no iba a darle la cara si lo hacía; por lo que prefirió guardarla y esperar el momento adecuado. Luego, se instaló en la casa de Maddie un par de horas, contándole de los celos del médico y de lo que planeaba hacer para arriesgarse por primera y única vez a conquistarlo.

Cuando el cielo empezando a oscurecer le avisó que Frederich ya habría abandonado el trabajo, Brendon viajó por las calles tibias y silenciosas hasta el hospital, a inundar sus pasillos de música en un concierto sorpresivamente improvisado, que aparte de aflorar la alegría de los niños, tenía por objetivo hacerle olvidar lo obvio: estaba evitando al médico todo lo que podía. No quería fijarse en sus ojos y verse reflejado en ellos, no tenía que dejarse derretir por sus sonrisas, y no debía permitirse quererlo ni detestarlo hasta que él le diese pie a hacerlo.

Hasta cuando se cruzaban en el pasillo al baño evitaban mirarse. Quizás era vergüenza, quizás era algo más fuerte que empezaba a surgir ahí donde alguna vez un hubo más que gustarse de lejos.

 

Se esquivaron durante todo el viernes y esa noche, cuando la madrugada estaba ya bien avanzada, Brendon se despertó de una agitada pesadilla que se le olvidó al instante. La luz de la cocina se había apagado al instante en que abrió los ojos y, en la oscuridad, pudo distinguir la figura de Frederich. Quiso creer que estaba muy dormido para eso, pero se había dado cuenta de sus ojos cortando la oscuridad, calvándose en los suyos. Desde ese momento no pudo dormir normalmente en toda la noche, por lo que se dedicó a vagar por la pequeña casa, indeciso entre escaparse sin dejar rastro alguno o enfrentar el día que se acercaba.

Cuando el horizonte empezaba a desplegar su paleta de acuarelas por sobre los nubarrones grises que pretendían cubrir el cielo, Brendon se decidió a pegar con un tosco imán en la heladera la entrada para el concierto y una notita. En una mochila se apresuró a meter lo que creía necesario para el día, más el vestuario para esa noche y su flauta, y, saliendo cauteloso de la casa, tomó el celular y marcó el número de Maddie.

-Buenos días, señorita princesa -saludó sonriendo mientras se imaginaba la cara de odio de su amiga en ese mismo instante por despertarla a tan tempranas horas un sábado.

 

Terminó de encastrar las piezas de su flauta y la observó brillar bajo las luces que cambiaban de intensidad constantemente, buscando la tonalidad perfecta para la ocasión. El primer violín hacía vibrar un La al que todos los demás instrumentos respondían, pero él no podía prestarles atención, menos concentrarse y relajarse para empezar a tocar. Tenía los ojos fijos en el palco VIP, en la misma butaca que siempre lograba obtener para Lior y que siempre quedaba vacía.

El lugar era estratégico. Desde ahí se veía con perfecta precisión a todos los miembros de la orquesta, y desde el escenario podían verse todos y cada uno de los invitados. Es más, así fue como él y su ex-novio se habían conocido. En medio de un cambio de movimiento y un par de corcheas, durante un frío invierno hacía algunos años, un vistazo rápido por los balcones le mostró a Brendon un par de ojos grises que lo miraban atentos. Después ese hombre rubio y alto lo esperó en las escalinatas blancas del teatro y, sin miramientos, lo invitó a tomar un café.

 

Tras bambalinas hicieron una seña a los músicos para que se retirasen. Brendon se dio cuenta de ello cuando ya lo habían dejado solo y empezaba a oírse la impaciencia en el vestíbulo cuando abrieron las puertas a la sala. Trataba de, oculto en las sombras porque el telón nunca bajaba en los conciertos, enfocarse en el balcón que tan nervioso lo tenía, pero era casi imposible ver algo desde allí.

En ese momento Brendon se convenció de que si en algún momento debía ver a Frederich, iba a ser al final, fuera del teatro. Iba a resistirse las ganas de mirar hacia arriba durante el concierto y a empeñarse en interpretar perfectamente todas las obras de esa noche, como si fuese la última.

Durante el solo de flautas en la última obra, de pie ante un teatro lleno y entre los demás músicos, junto a su compañero de instrumento, Brendon se dejó llevar; brilló bajo las luces de colores que tenuemente iban cambiando, se meció apenas mientras sus dedos resbalaban por el metal frío, se sentó entre notas débiles y el sonido de su flauta se perdió entre los violines, mas su figura no se perdió de la mirada atenta del médico que sólo a él le prestaba atención desde su butaca aterciopelada.

 

Las escalinatas del teatro se llenaron de gente que en lugar de seguir su camino se quedaba ahí parada, esperando a que más gente siguiera saliendo. Confuso y ansioso, entre el tumulto, Frederich salió a la calle y se cruzó a la acera del frente, a esperar.

Después de larguísimos veinte minutos de felicitaciones e invitaciones rechazadas, Brendon salió del teatro por una de las salidas laterales, mas subió las escalinatas y desde allí arriba buscó con la vista entre las cabezas de la gente que se acumulaba a sus pies. Sintió que poco a poco se desilusionaba al buscar y no encontrar, pero el edificio antiguo del frente pareció iluminarse ante sus ojos azules, llamándole la atención. Inmediatamente reparó en la figura de Frederich, recostado en su motocicleta y con los brazos cruzados sobre el pecho.

Con el maletín de la flauta en la mano cruzó la calle al trote, sonriendo, y se acercó al médico, que también sonreía. Se miraron, incómodos, y desviaron la vista hacia algún otro lugar.

-¿Cómo estuvo? -preguntó Brendon, intentando cortar la tensión, pero no hubo más respuesta que un beso.

Frederich se inclinó lo suficiente como para aferrarse a la boca del flautista, y después de darle un segundo para el shock y otro para responderle, lo tomó de la cintura, le rodeó la espalda, se apretó más a él, a su boca, robándole la respiración. Brendon se dejó llevar y se relajó entre esos brazos; una de sus manos colgaba a un costado, cargando con la flauta, mientras la otra se atrevía, tímida, a acariciar por encima de la camisa el cuerpo que lo rodeaba.

Se permitieron un primer beso ahí en medio del tráfico dificultoso y de la aglomeración de gente. Les pareció eterno y quisieron hacer de cuenta que respirar no era necesario, pero no les salió.

-¿Qué te parece un helado? -invitó Frederich sin que Brendon pudiera aceptar al ser succionado por un abrazo posesivo a manos de una pelirroja elegantemente arreglada para la ocasión.

-¡Me encantó! -gritó ella con la emoción a flor de piel mientras el chico se desenredaba de entre sus brazos. Cuando se percató de la presencia del médico a espaldas de su amigo y fingiendo no conocerlo, pidió ser presentada.

-Maddie, él es Frederich -dijo, y pensó en que la parte de repetir los nombres estaba demás, por lo que se la salteó, y fue testigo de la mueca de sorpresa que el susodicho puso, aunque igualmente pudo ver en sus ojos la obviedad de sus celos y el miedo a la invasión del momento que soñaba perfecto.

-Gusto en conocerte. -Sonrió como una nena chiquita, evitando cualquier comentario que incrementara su mala fama con Frederich. -Bueno, me esperan. Nos vemos, Bren. -Se despidió de su amigo con un beso en la mejilla, y al mayor sólo le saludó con la mano. Se perdió entre la gente y dejó atrás a los otros dos.

Frederich se quedó incómodo, algo desilusionado. Había pensado en ser la única persona que Brendon viera esa noche, que fuera algo especial, pero se sintió usurpado. Y él no sabía que el flautista que lo miraba como a la cosa más dulce podía leer todo eso en él.

-¿Todavía sigue en pie lo del helado? -preguntó el chico, sonriendo, con el objetivo de distraer al médico. Y no quiso una respuesta, sólo se lo llevó de allí colgándose de su brazo, sorteando la gente que empezaba a disiparse.

Al rato de caminar por calles vacías, sólo faltando un cuarto de hora para la medianoche y con el cielo nocturno ocultando el brillo de las estrellas bajo un grueso manto de grises y rojizos, Brendon y Frederich se sentaron en una de las mesas que una heladería había instalado en la esquina de una plaza. Cada uno pidió una copa de helado que se encargaban de revolver sin mirar otra cosa que no fuera a quien tenían enfrente.

Pero en un determinado momento la mirada de Brendon se distanció mucho de los ojos del médico. Empezó a mirar un poco más lejos, allá cruzando la calle, donde un hombre rubio, de pie y muy serio lo observaba atento sonreír y coquetear con Frederich, que sólo era testigo de cómo la expresión del flautista se iba deformando hacia la angustia, la confusión y el miedo.

-¿Brendon? ¿Qué pasó? -le preguntó, intentando atraer su atención, mas no hubo respuesta. Lo tomó del mentón y suavemente lo obligó a verlo a los ojos-. ¿Brendon? -No se le ocurría otra cosa, algún otro cuestionamiento para hacer al chico volver en sí.

Brendon desvió la mirada hacia el suelo, sin contestar. Pero la curiosidad pudo más con él y, zafándose del tibio agarre del mayor, volvió a fijar la vista en Lior, que seguía ahí. Pudieron más con él la angustia y el miedo a aceptar que lo que había sentido por él había sido muy fuerte y todavía no podía olvidarlo; sintió los ojos llenárseles de lágrimas.

Frederich no se resistió a voltearse y descubrir la causa de la expresión de angustia y los ojos llorosos. Cuando vio a Lior allí, esperando de Brendon algo que ya no podía darle, sintió el impulso de partirle el rostro contra el asfalto, mientras esas mismas ganas se debatían entre abofetear o abrazar al flautista con cara de cordero a punto de ser degollado, al chico frente a él viéndolo como si fuese un dilema escrito en chino.

-Creo que mejor nos vamos... a menos de que quieras quedarte mirando.

Frederich se levantó de su asiento, dejó dinero bajo su copa de helado y empezó a caminar hacia su motocicleta. Serio, tragándose la furia, optó por no mirar atrás para asegurarse de que Brendon estaba tras él. Prefería calmarse, pensar en frío. Concentrado en olvidar ese vehemente cruce de miradas no se dio cuenta de que Brendon y la culpa que le remordía la consciencia sí lo seguían.

Culpa por seguir consigo mismo ese debate entre lo que fue su pasado con un Lior que mucho daño le había hecho, y un presente frente a un Frederich que le prometía una relación normal para el resto de su futuro.

Durante el corto momento en que vio a Lior, en lo único que había podido pensar era en que él jamás había ido a ver siquiera una de las presentaciones a las que lo había invitado, e inclusive hasta ahora seguía pensando en que lo hizo sólo para lastimarlo. Y ahora se aparecía ante él, recordándole todas sus ausencias, todos los dolores y toda la soledad que le faltaban cuando estaba con Frederich y que no quería que volvieran jamás.

Pero decir todo aquello le resultaba difícil cuando el médico caminaba una cuadra por delante de él, tan furioso como los relámpagos que iluminaban el cielo y cortaban las nubes. Inconscientemente, Brendon contaba hasta que sonaba el trueno y rogaba por que la tormenta no empezase hasta que llegaran a la casa. Mas había otra tormenta que había empezado mucho antes y que ahora era como la calma que antecede a la tempestad.

 

La lluvia se hizo esperar durante todo el viaje a casa de Frederich. Decir que hubo tensión es poco. Y la tormenta inevitable se hizo presente cuando aparcaron la motocicleta frente a la casa y la primera gota cayó sobre la nariz de Brendon.

-¿Sabés una cosa? -medio gritó el médico, asustando al más chico, que se quedó tieso, cubriendo su flauta y esperando el chaparrón de agua y reproches-. ¡Estoy indignado! Hacen años desde que me aferré a una persona y la dejé entrar a mi vida. A vos apenas te conocía cuando te abrí las puertas de mi casa y prácticamente te colaste en cada hueco de mí. Inevitablemente me enamoré, me gustó cada una de tus facetas y de tus caprichos... pero recién ahora me doy cuenta de que todos esos gestos que veía de vos hacia mí eran una obsesión más, y que yo no tengo el más mínimo lugar dentro tuyo.

Las lágrimas y las gotas de esa lluvia que lentamente había empezado a calar sobre los techos y sus cabezas se mezclaban en las mejillas de Frederich, que con esa altura de casi dos metros y ese porte elegante no parecía él mismo.

Y así, angustiado, llorando, mojado y sintiéndose más liviano por haber soltado todo aquello, aunque haya significado tirar sus sentimientos sobre el asfalto mojado para que Brendon los pisoteara, entró en la casa y permaneció de pie tras la puerta. Cuando menos se lo esperaba, un grito agudo y que parecía no tener fin lo sobresaltó.

Era Brendon, que en medio de la lluvia y con el maletín de su flauta en la mano pataleaba en los charcos de agua, se desgarraba la garganta y exprimía sus pulmones con el afán de dejar salir ese remolino de emociones y confusiones que lo azotaba desde hacía muchísimo rato. Por la cabeza le pasó la imagen de Lior y sintió ganas de escupirle.

En ese momento supo que ya no le importaba, que sólo quería volver el tiempo atrás, aunque fueran sólo cinco minutos, y detener el lastimero discurso de Frederich, callarlo con un beso y susurrarle cuánto lo amaba, de qué forma ocupaba su cabeza todo el tiempo, que durante muchísimo tiempo lo había confundido y que ahora estaba más seguro que nunca.

Mas no se sentía totalmente capaz; esa certidumbre tan de repente lo abrumaba y lo hacía dudar.

Su grito desesperado por un poco de atención parecía no detenerse jamás; y ese era el objetivo. Pero él no se daba cuenta de cuánta atención estaba recibiendo.

Frederich lo miraba entre las cortinas de gasa blanca del ventanal que correspondía al living, y Brendon no lo sabía, por lo que se sorprendió cuando la puerta del frente se abrió abruptamente, enseñando a un médico totalmente empapado y decidido a callar ese griterío. Caminó la mitad de la distancia, desafiante, cuando lo sorprendió esa exclamación que salía del medio del pecho del flautista como una nota aguda y que daría su final a la melodía:

-¡Yo te amo más de lo que podés imaginar!

Las palabras resonaron en su cabeza y todo cobró sentido: las miradas, las sonrisas, la forma en que se ofendió por sus celos; y su anterior discurso le pareció la forma más ridícula para deshacerse de alguien.

Entonces Frederich corrió y en pocos segundos acortó la distancia entre sus cuerpos fríos y mojados, deseosos de un contacto más profundo que el primero, aquel que duró mientras ese beso en mitad de la calle y entre un montón de gente.

Sus labios se unieron en un beso ardiente por más fríos que estuviesen, sus brazos estrujaron la ropa embebida en agua de lluvia e intentaron sentir la piel por debajo, que rogaba y gritaba por contacto.

Enredados como estaban caminaron a los tropezones hasta entrar en la casa, y desde el mismo momento en que cerraron la puerta, Brendon se entregó a los brazos del médico; dejó que lo elevara en los aires, que lo desnudara, que a los besos le quitara el agua que sobraba en su piel mientras también se dejaba hacer. Sus cuerpos desnudos cayeron en la cama suave y blanca, y fue como si una nube los elevara a un cielo hirviente, donde las ganas empezaron a hacerlos sudar.

Sus manos se convirtieron en ávidas exploradoras del cuerpo ajeno. Brendon podía sentir cada fibra del trabajado y dorado cuerpo del médico, mientras que éste se aventuraba en cada una de las curvas y recovecos de ese cuerpecito delgado, pálido y frío que temblaba contra su piel a cada caricia. Con cada beso parecía descubrir un poco más de la pasión que el flautista estaba dispuesto a darle, y atrapando esos labios entre los suyos no podía dejar de pensar en ellos como si fuesen una tierna fruta de verano, rosados, suaves y dulces. La forma en que sus cuerpos se rozaban los hacía temblar y jadear, ahogando los sonidos de la lluvia golpeando el tejado. En medio de su descubrimiento de aquella piel al médico se le ocurrió posar una de sus manos por sobre el corazón del chico y prestarle atención a su acelerado palpitar. Sonrió y clavó sus ojos en los azules de Brendon, que también le sonrió, con las mejillas sonrojadas y los ojos brillosos.

Con los oídos embotados, la cabeza dándole vueltas, el cuerpo sacudiéndosele en espasmos y la boca hinchada, Brendon soltó en los oídos del mayor un jadeo que le insinuaba y le rogaba que lo hiciera suyo.

Desde ese momento no hubo hilo de razón que permaneciera intacto y que los detuviera a dejarse llevar por eso que era amor e instinto mezclados.

Desde ese momento no hicieron más que palpar eso que parecía una fantasía, que los transportaba a dónde sólo ellos existían.

Desde ese momento sólo se dedicaron a amarse.

Y cuando el momento culmine no pudo evitarse más, ambos cerraron los ojos, hundieron la nariz en el cuello del otro, anclaron sus manos a la espalda ajena y sintieron correr por sus cuerpos esa sensación de bajar la cresta de una montaña rusa a toda velocidad. Brendon se sintió enloquecer; jamás le había pasado de sentir con tanta vehemencia, de que le fascinara y que no quisiera salir de entre los brazos y las sábanas de ese hombre que le sacudía hasta las pestañas.

Frederich se aferró a las delgadas curvas de ese cuerpo pálido y se juró jamás querer soltarlo, mas se sorprendió cuando Brendon, llevado por un impulso costumbrista y casi inconsciente, se giró en la cama y se deshizo del abrazo, deslizándose por el brazo que le rodeaba. No se había dado cuenta de ello hasta que el médico volvió a abrazarlo y lo dejó pegado a su pecho. Buscó su mirada y sólo con los ojos le preguntó qué era lo que hacía.

-No me sueltes -rogó el más chico, aovillándose entre los brazos de Frederich, enredando sus piernas con las de él, a lo que el médico apretó más su abrazo y, como una forma de consuelo, lo besó en la cabeza. Se le ocurrió observarlo cerrar los ojos, suspirar y relajarse entre sus brazos hasta quedar dormido, pero el sueño le ganó.

La lluvia siguió arreciando, rompiendo el silencio y la oscuridad de la noche hasta que con el amanecer las nubes empezaron a disiparse, y con el calor el agua a secarse. Para cuando el sol ya reinaba sobre el lienzo celeste en que se había convertido el cielo, ya casi no había agua acumulada en las calles y los pajaritos e insectos ya habían salido de sus escondites.

A eso de las diez de la mañana Brendon se despertó de un sueño vacío, del que no recordaba nada y no quería hacerlo. Pretendió estirar las piernas, pero se vio imposibilitado al estar completamente enredado al cuerpo del médico. Al instante le vino a la memoria el sonido de la lluvia, las manos expertas del mayor recorriendo su pecho y buscando su corazón; los besos, los susurros. Sonrió y se fijó en el dormido Frederich, que se reía en sueños y que lo mantenía tibio y seguro entre sus brazos.

Trató nuevamente de estirarse sin despertar al médico. Zafó sus brazos de la enredada posición en la que estaba y los metió, casi sin querer, bajo la almohada, donde palpó un par de cosas que sacó de allí abajo y reconoció al instante: esa camiseta blanca, con mangas cortas y un arco iris que una vez creyó perdida, y la nota que había dejado el día anterior junto al boleto para el teatro. La leyó y le causó gracia lo que había escrito:

«Estás cordialmente invitado al concierto.

Te quiero (:

Tu Flautista de Hamelín»

 

 

 

Notas finales:

Si les gustó, ya saben a quién decírselo (:

Que tengan un felizfeliz 2010 :D

y si les interesa, ya está disponible el pseudo-epílogo El año nuevo del flautista (:


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