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Those Strings por Aome1565

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Notas del capitulo:

Ya pasa de medianoche, por lo que ya es 27 de enero, lo que significa que es mi cumpleaños :D

Y, como acostumbro, siempre me escribo algo. Y mi cumpleaños número 17 no es excepción :3

Aaaah~, ya se volvió parte de mí, así que para no hacer trabajar tanto a sus perezosas cabecitas, les dejo las fotos de los personajes (;

Vic, Celestino, Allison

Ahora sí, espero disfruten al leerlo como yo al escribirlo (:

 

Those Strings

 

Apenas había empezado marzo, y ya todo el mundo estaba cansado del frío, de las goteras, de las aceras nevadas y húmedas, y de los abrigos pesados. Querían que el invierno se fuese ya de una buena vez.

Y así pensaba también Celestino ese lunes en que se despertó muerto de frío por haberse olvidado abierta la ventana, aunque no se acordase de haberla abierto. El reloj que tenía sobre la pequeña mesita de luz junto a la cama le enseñó que eran ya las 9.15 de la mañana, y como un baldazo del agua fría que se acumulaba allá abajo, en la calle, cayó en la realidad de que ese día empezaban los ensayos para el festival de fin de año de la academia, y él no estaba ahí.

A los saltos, sin desayunar y olvidándose completamente de todo lo que tuviese que llevar, Celestino salió a la calle con el abrigo colgándole de un brazo y enredado en una larga bufanda de lana tan celeste como sus ojos. Cuando llegó al Cooper’s Music Academy, se enredó en sus pasillos hasta encontrar la alborotada sala de ensayos, un inmenso auditorio sin butacas ni escenario por el que se esparcía un intento de orquesta. Ni bien se sentó junto a sus compañeros de instrumento, se sintió raro, como que algo le faltaba; mas recién cuando Allison, sentada junto a él, le llamó la atención, se dio cuenta:

—Celes... te olvidaste del cello —le dijo, estupefacta. Después, con una leve risita, agregó—: Y las partituras, y el atril.

Celestino se cubrió la cara sonrojada con las manos, se quedó quieto, maldiciéndose, y después de escuchar que Alison dejaba de reír, levantó la cabeza, buscando una solución, ya fuese en el aire o entre las sillas. Entonces vio abandonado y recostado contra una pared el instrumento que solía usar su profesor, que en ese momento no andaba por ahí, y pensó que no iba a molestarle prestárselo un rato.

Cuando se sentó con el violoncello entre las piernas y mientras ajustaba el arco, se dio cuenta de que ni él ni Allison tenían atril, y en ese momento entró el profesor encargado de la dirección de la orquesta, la cual se alborotó aún más buscando un orden, puesto que apenas con un pie en el salón, ese hombre comenzaba a dirigir. Entonces, presa de la desesperación, Celestino soltó un grito al aire que rogaba por un atril y alguien que lo oyese.

Y ese alguien, apenas entrando en el salón con el violín en su estuche azul colgado de un hombro y su eterna cámara de fotos enroscada en la muñeca, sacudió el atril que llevaba plegado en la mano y lo depositó al paso frente a Celestino.

—Me lo devolvés después —le dijo, guiñándole un ojo, y Celestino se quedó tieso en su sitio, con las cuerdas de su cello marcadas a fuego en su mano apretada al mástil.

 

Con una pausa de una hora al mediodía, ese primer ensayo duró todo el día. Los profesores presentaron las obras a interpretarse, se hicieron pequeños repasos personalizados, se suspendieron las clases, y salió a relucir el poco espíritu de orquesta que tenía aquella. Con un director frustrado y un montón de músicos agotados, la extensiva jornada terminó a eso de las ocho de la noche.

Apurado y prácticamente solo en medio del salón, lejos de los saludos de gente que apenas conocía y sus sonrisas superficiales, Celestino terminó de enfundar ese cello prestado en su negro estuche y su garganta en la bufanda de lana. Iba a juntar sus cosas cuando se dio cuenta de que no tenía nada, y que el atril plateado que lo miraba cansado, a un lado, no era suyo.

Entonces se acordó de ese que se lo había prestado, un compañero de clase desde que había ingresado a la academia, dos años atrás. Desde hacía más que eso sabía cuánto le gustaban los chicos, y cuando lo vio, supo cuánto le gustaba ese chico. Pero nunca le había hablado, sólo sabía que le gustaban sus manos rapidísimas sobre las cuerdas de su violín, su cabello rubio, sus dulces ojos marrones, sus piernas largas, y hasta un poco más arriba. Miró a su alrededor, a la poca gente que todavía quedaba dando vueltas dentro del auditorio, y se dio cuenta de que hasta sus amigos lo habían dejado allí, solo.

Con el atril plegado en una mano y haciendo oídos sordos a las invitaciones para «ir a tomar algo», Celestino salió corriendo del enorme edificio antiguo que era el Cooper’s y, sin pensar, dobló una esquina, viendo que a una cuadra de distancia ese rubio violinista iba a paso rápido, escondiéndose de las sombras y huyendo del silencio.

—¡Ey! —le gritó. Su tapado grueso y largo ondeaba con su apresurado correr y su respiración agitada era una helada nube blanca frente a su nariz colorada—. ¡Ey, esperá! —volvió a gritar, y el muchacho al que Celestino perseguía se detuvo; esperó de pie a mitad de cuadra, sin mirar, bajo un farol que iluminaba la calle húmeda, mientras el otro se cruzaba de acera al trote—. Esto es tuyo

Celestino, respirando profundamente y con el corazón golpeándole con fuerza el pecho, le devolvió el atril y le sonrió.

—Muchas gracias —le dijo, metiendo las manos en los bolsillos. Y por evitar esa mirada fuerte sobre sí, rodó los ojos por la calle, dándose cuenta de que estaba parado en la vereda del edificio en que vivía.

El chico frente a él estornudó, se sacudió en un escalofrío, y en la cabeza de Celestino la realidad se deformó como si fuera una película donde el frío sólo es un cómplice. Olvidándose de su vergüenza y excusándose con que era una forma de agradecerle, se atrevió a invitarlo a subir a tomar algo caliente, pero el otro se negó con una sonrisa de compromiso que apenas tiró de las comisuras de sus labios, y se marchó calle abajo, girando en una esquina.

Después de eso y todavía con el corazón en la boca, Celestino se metió al edificio, suspirando y encogiéndose de hombros.

 

Cuando el sol salió, Vic se incorporó, incómodo y con frío, en el enorme sofá-cama que tenía en el monoambiente en que vivía. El ventanal que tenía el frente del edificio daba justo al este, y la luz del sol que lo despertaba, desde que salía y hasta después de medio día, entibiaba el lugar durante el invierno, y hacía hervir las paredes en verano.

Era temprano, tempranísimo, cuando se dio cuenta de que ya no estaban los nubarrones que el día anterior habían amenazado con lanzarse sobre él mientras surcaban el cielo y que, por ende, ese día haría un poquito menos de frío. Era suficiente como para, todavía en pijama, desayunar e improvisar un buen rato, hasta que el reloj marcando casi las nueve de la mañana le dijera que guardara el violín y le deseara suerte para el segundo día de ensayo en la academia.

Se había despertado de buen humor, y así llegó al ensayo, teniendo frente a él el auditorio vacío y el reloj adelantado; pero eso no iba a arruinar su sonrisa y los ánimos que tenía ese día para tocar, así que, sin esperar a nadie, desenfundó su violín, que brillaba bajo los fluorescentes apagados y la luminosidad que entraba por las ventanas, y empezó a hacerlo vibrar mientras todo su cuerpo se movía en una lenta danza que le clavaba los pies al suelo.

Todo el que entraba dejaba su instrumento en el suelo y se sentaba a verlo, a ver la naturalidad con que movía los dedos sobre las cuerdas que soltaban destellos plateados, o la forma en que las cerdas de su arco se deslizaban en un delicado roce sobre éstas. Pero con la entrada de los percusionistas y un par de profesores, aquel concierto desinteresado fue interrumpido, las luces del salón se encendieron y el barullo empezó, para no terminar hasta el horario del almuerzo.

 

Esa misma mañana, Celestino había llegado al ensayo con el tiempo justo, el atril ya desarmado en la mano, y el pesado violoncello cargado sobre su espalda, haciendo flaquear su delgadez. No había tenido la oportunidad de ver al rubio violinista, a ese que le prestó el atril, al chico que le gustaba en su mágica interpretación de notas sueltas ahogadas en buen humor, y nadie le contó de él tampoco.

Durante el receso de mediodía se anunciaron los sorpresivos horarios fijos de las clases que se dictarían a medias, por la tarde, para no interrumpir los ensayos, que salían desastrosos y sin ánimos de mejorar.

Entonces, al apagarse las luces del auditorio y cerrarse las puertas, Celestino se cargó el cello a la espalda y subió varios pisos, dio varias vueltas y se dirigió a la única clase que tenía ese día: Teoría y solfeo. La puerta con llave y el piano a oscuras le decían que todavía no era hora, que él, seguramente, también tenía adelantado el reloj.

Por eso, se sentó en el suelo a esperar, a pensar, y a tararear. Y en eso estaba cuando ese par de piernas largas llevando con soltura un andar despreocupado le llamaron la atención. Era el mismo chico del día anterior, el mismo de todos los días, el que en clase se sentaba contra una pared y no decía una sola palabra; el mismo que se volteó a mirar sin ver a ese Celestino en un rincón, a ese rostro pálido que se iluminó al creerse observado, a ese que levantó una mano con el amague de saludar, pero que se sintió ignorado, invisible al percatarse de que, en realidad, nadie estaba fijándose en él.

 

Tardaron unos buenos diez minutos en entrar a clase. Vic arrastró con él las miradas que despertaba a su alrededor y se sentó donde siempre, atrás y a un lado, mientras que Celestino arrastraba su cello hasta el asiento más próximo a la puerta.

La clase duró dos horas enteras, sin un solo minuto de distracción para ninguno de los estudiantes en esa aula, exceptuando a Vic, que durante todo el rato tuvo los ojos pegados a la nuca de aquel delgado muchachito de cabello negro que se revolvía incómodo en su asiento y jugueteaba con la cremallera del estuche de su violoncello. Estaba seguro de saber quién era, de que era el mismo chico que la noche anterior lo había invitado sin escrúpulos a tomar algo, de que era el mismo al que no le había prestado ni un ápice de atención.

Al finalizar cada clase nunca sonaba campana alguna, nunca nadie se daba cuenta de que había terminado hasta que alguien se ponía de pie dispuesto a marcharse. Y esta vez fue Celestino quien, atento a la marcha del reloj, se puso de pie apenas hubieran dado las tres de la tarde; se llevó con él su cello y, dispuesto a desaparecer por el resto del día hasta que la noche lo llamara a los gritos, se encaminó hacia las escaleras; pero una mano tiró de su bufanda y él se plantó en su sitio para evitar ahorcarse.

—Esperá —le dijo alguien con una voz que se adivinaba a sonrisa.

Cuando Celestino se volteó, tragó en seco e intentó sonreír, a sabiendas de que la mueca que le salía en esas situaciones espantaba a cualquiera. El violinista rubio lo miraba divertido y con la bufanda todavía en la mano.

—¿Sos el chico del atril, no? —le preguntó como si fuese algo divertido.

—Eh... sí —respondió Celestino, incómodo—. Bueno, nos... vemos. —Se volteó, iba a irse. Ese chico podía gustarle, podía sentarse a verlo durante horas, pero no se sentía el tipo de persona de las que él esté rodeado.

—Ey, ¿te pasa algo? —Lo tomó del brazo, lo obligó a voltearse. Dejó de reírse y miró preocupado dentro de los ojos celestes que huían del contacto visual.

—No, nada. Sólo no entiendo por qué te esforzás en hablarme ahora, si antes no fuiste capaz de responder a un saludo. —Celestino sonrió de lado, algo afectado por tener que explicarse. Sus manos se revolvían nerviosas, y la vergüenza le pesaba más que el cello.

—¿Antes? —El chico frunció el entrecejo, intentando acordarse. Guardó una de sus manos en el bolsillo de la campera de jean y con la otra se acomodó mejor el violín que le colgaba del hombro. —Si me saludaste antes no me habré dado cuenta. No suelo prestar atención a lo que pase alrededor, y menos si no me llaman por mi nombre.

Sólo entonces Celestino se dio cuenta de que podía saber mucho de él, menos su nombre.

—Vic —le dijo, tendiéndole una mano y una sonrisa.

—Celestino —respondió el otro, sonrojándose y agachando la cabeza mientras aceptaba el apretón. Su nombre, así entero y salido de entre sus labios, le daba tanta vergüenza.

Vic trató de ocultar la sonrisa que se le ensanchó al escuchar tal nombre, pero a la vez no pudo evitar pensar lo acertado que estaba. Los ojos celestes de aquel chico hasta parecían de mentira.

—Dale, estoy esperando a que te rías; inclusive a mí me da risa —dijo Celestino levantando la mirada y viendo los labios apretados y los ojos sonrientes de Vic, que soltó una pequeña risa y la mano pálida que aún tenía en la suya—. Y no vayas a tratar de arreglarlo con que igual te gusta, porque no te voy a creer.

—¿Y tampoco vas a creerme si te digo lo bien que te queda?

Celestino se sonrojó, se mordió un labio, jugueteó con los tirantes del estuche de su cello en sus hombros, y miró hacia el piso. Vic se rió y se acordó de la noche anterior, del frío, del farol bajo el que se habían parado, y de la osadía del de ojos celestes al invitarlo a su apartamento sin saber siquiera su nombre.

—Ayer te dejé colgada la invitación a tomar algo. Hoy te invito yo, ¿qué me decís? —preguntó Vic, sorprendiendo a Celestino, que asintió con la cabeza, incapaz de levantar la mirada y clavarla en los ojos marrones que brillaban con la sonrisa que se exhibía sobre esos labios.

—Bueno —le dijo, e inmediatamente se dejó arrastrar por la vorágine que le trajo el que Vic le rodeara los hombros, a pesar del cello colgado en su espalda, y lo llevara con él a rodar por calles vacías hasta alguna cafetería abierta en donde sirvieran chocolate caliente.

 

Luego de esa, para Celestino, mágica tarde, se les hizo imposible a ambos no hablarse después de los ensayos, o durante las clases, o al terminar la jornada en la academia. Hubo tardes en que se encontraron a ellos mismos hablando hasta que los sorprendieron la oscuridad, el vacío y las puertas cerradas; algunas otras veces, entre charlas y tropezones, se pasaron de la entrada al edificio de alguno de los dos y, en medio de calles desconocidas, se sentaron en los cordones de las veredas a seguir hablando.

Y de esa forma Vic sintió haber encontrado un amigo. Porque, a pesar de su vivacidad, su talento y sus sonrisas encantadoras, Vic era una persona que solía andar sola, con las manos en los bolsillos, los labios apretados, la lengua seca de palabras, y los ojos barriendo el lugar en busca de un compañero. Nunca se había sentido a gusto en medio de un grupo donde él era el de la cara de pan, el que con sus acotaciones no aportaba nada, el que daba puntapiés a conversaciones que se perdían en el desinterés; y quizás se debía a que esperaba demasiado de las personas que lo rodeaban, o tal vez era exigente al pedir alguien que lo comprendiera... pero él prefería pensar que sólo era mala suerte para socializar. Una mala suerte que, esperaba, estuviera rota con la aparición de Celes, como se atrevió a empezar a llamarlo después de varias tardes de chocolate y bufandas al viento.

Es más, ese mismo día había surgido esa conversación sobre sobrenombres que a Celestino le dio tanta risa.

—Nunca oí a nadie llamarte Víctor, ¿por qué, eh? —le preguntó, sentado en el suelo de la terraza del edificio en que vivía Vic. Con las manos enfundadas en guantes rojos apretaba una taza de chocolate caliente con malvaviscos. Al instante, el dueño de casa empezó a reír y, dejando su taza a un lado, se rodeó el vientre con los brazos, casi descostillándose. Empezaron a brotarle lágrimas de los ojos y cayó de costado sobre las piernas estiradas de Celestino. Cuando se calmó, se vio reflejado en los grandes ojos celestes que no entendían de qué se reía. Aprovechando la distracción, manoteó la cámara de fotos que siempre llevaba consigo a todos lados y apretó el disparador.

—Porque no me llamo Víctor. —Soltó unas cuantas carcajadas más y volvió a fijarse en Celestino, aturdido por el flash. —En realidad, me llamo Vincent —dijo, sonrojado—. Y modifiqué un poquito mi sobrenombre porque... ay, la cosa viene desde hace mucho... —Se mordió un labio; no quería volver a contar la historia de Vincent y sus nombres.

—Contame, dale. Me encantan las historias —animó Celestino, colgando de sus labios una sonrisa ancha. Haciéndose el distraído, y con la mano fuera del guante y temblorosa por los nervios que le provocaba el tener a Vic tan cerca, empezó a acariciarle el cabello rubio, viéndolo cerrar apenas los ojos.

—Bien... Soy el último de una familia con cinco hijos, de los cuales cuatro son mujeres. Crecí entre ellas y sus sobrenombres empalagosos, como Lizzie o Kittie. Y cómo no buscarle uno de esos al juguete, al bebé, a la muñeca de carne y hueso. Terminaron llamándome Vinnie, Centy, y no me acuerdo de los otros; y en realidad, no me molestaban tanto como cuando, a coro, todas me llamaban Vin. Si había algo que odiaba era que me dijeran Vin, y a ellas les encantaba hacerme enojar. Cuando se fueron de casa, cada una a vivir por su cuenta, tuve sólo dos días de Vincent cuando a mí mamá se le escapó un Vin que me quedó grabado en la memoria. Después de eso, rara vez volvió a llamarme por mi nombre hasta que me dejaron volar lejos del nido a mí también. Apenas llegué acá me presenté como Vic, y nadie nunca dijo nada... hasta ahora.

Vic sonrió y se revolvió un poco sobre las piernas de Celestino. Ya le resultaba incómodo, pero esa mano jugueteando con sus cabellos le daba esa sensación de escalofríos, de estarse durmiendo, y le encantaba. Pero aquello no le pareció cosa de amigos, y se asustó del pensamiento que sabía le llegaría a la cabeza, por lo que se incorporó y, con mareo y todo, centró su vista en el horizonte colorado tragándose el sol.

—Entremos, que empieza a hacer frío —sugirió y, sin esperar respuesta, se puso de pie. Celestino lo siguió, algo descolocado pero entendiendo a la perfección esa reacción.

Porque él podía actuar muy bien, hacer del amigo perfecto y compenetrarse muy bien con ese rol, pero sus sentimientos eran muy distintos. …l quería a Vic más que como a un amigo; estaba enamorado de él y sabía que ya no podía hacer nada para impedirlo. Soñaba con que algún día le diera un beso, con saberse correspondido, mas entendía a la perfección esas pequeñas señas que, inconscientemente, Vic le mostraba, dejándole en claro que eran amigos. Igualmente, Celestino no iba a desaprovechar esa amistad que para él era tan bonita.

Un día, medio en joda, medio en serio, Celestino se colgó del cuello de Vic y le susurró un «te quiero» al oído. Vic no contestó, y Celestino no volvió a mencionar aquello nunca más, comprendiendo lo que significaba y dejando los riesgos estúpidos para cosas que no valieran tanto como para exponerlas.

Porque a Celestino le encantaba hacer cosas que no sabía en qué terminarían, como cuando gastó los ahorros de toda su vida en ese violoncello sin saber tocar, o cuando se atrevió a viajar a la ciudad y no regresar más a su casa, o cuando un impulso lo llevó a invitar a un desconocido Vic a subir a tomar algo caliente. Le encantaba hacer aquello, pero si intentar dar un paso que lo alejara de la amistad de Vic y lo llevara más allá significaba quedarse sin el pan y sin la torta, entonces se quedaría en donde estaba, con los pies clavado al suelo, los ojos celestes fijos en la figura de su amigo balanceándose frente a él, y sus sentimientos guardados muy en el fondo.

Pero para Celestino la peor de esas anécdotas que le daban ganas de llorar se remontaba a un lunes en que amanecieron hablando y delirando sobre temas sin sentido, tirados en el sofá-cama de Vic. Tanta era la cercanía, tanta la comodidad de estar ahí, así, que Celestino se sentía hasta culpable, hipócrita.

—La otra vez te conté de mi nombre, pero vos no me dijiste nada del tuyo —reclamó el rubio, con los ojos clavados en el techo. Celestino se giró, quedando de lado, observando el perfil de Vic iluminarse lentamente, brillando contra el amanecer que subía por el enorme ventanal de aquel monoambiente.

—¿Qué querés que te diga? No tiene mucho de especial y me da algo de vergüenza, inclusive —dijo casi en un murmullo, apenado, sonrojado.

—Un nombre así no se le ocurre a cualquiera... —musitó.

—Mi mamá me contó que tenía hasta una lista de nombres, pero que cuando me vio abrir los ojos por primera vez no pudo pensar en otro que no fuese el que me puso. No tengo hermanos ni sobrenombres vergonzosos —relató con voz de estar aburrido, suspirando al mencionar a su madre—. Pero sí recuerdo que en la escuela, cuando a alguien se le ocurrió llamarme Celes, el resto de mis compañeros empezó a tratarme como a una nena y a llamarme Celeste. Aún así, me sigue gustando el diminutivo. —Sonrió, arrugando la nariz y cerrando los ojos.

Cuando Vic se volteó, vio en los ojos de Celestino esa mirada profunda, seria y dulce sobre sí, y se asustó. Trató de alejarse un poco, con disimulación, sin saber que el chico a su lado ya conocía desde antes esa clase de reacciones y que, a pesar del dolor que le causaba, igualmente sonreía.

 

Así, entre cuentos, charlas, chocolates, y días cada vez más tibios, pasaron tres semanas que se resumían a ensayos, clases y palabreríos que, sin mucha importancia, quedarían rezagados al olvido, mas no dejarían de sumar puntos a esa amistad que crecía.

Que crecía y dejaba un hueco a la fantasía que se formaba en la cabecita soñadora de Celestino.

 

Un miércoles por la tarde, después de un largo y pesado ensayo, y un almuerzo que se desvaneció entre risas, Celestino y Vic se encontraron con el Cooper’s completamente vacío. Ni profesores, ni alumnos. Evidentemente, no había clases.

—¿Entonces? —preguntó Vic, acomodándose el tirante del estuche del violín.

—¿Entonces qué? —Estaban parados en la mitad de la calle, viendo el edificio cerrado y sombrío bajo el sol débil de un invierno que se iba evaporando. —Si querés, podemos ir a casa —ofreció Celestino, encogiéndose de hombros y esperando a que Vic se negara, que le dijera que prefiriera ir a la propia. Por eso se sorprendió cuando se giró hacia él y asintió con una sonrisa que brilló más que su cabello bajo el sol.

—Dale, vamos —le dijo.

 

Quince minutos después de haber llegado al pequeño departamento que Celestino alquilaba con esfuerzo, ambos estaban sentados en el suelo de la cocina, bebiendo de un par de altos vasos de leche y comiendo esas enormes galletas con chispas de chocolate que el dueño de casa tenía siempre en la alacena.

—¿De dónde las comprás? —preguntó de repente Vic con la boca llena—. Te juro que las busqué por todos lados, probé miles, y ninguna se parece a éstas.

—No las vas a encontrar en ningún otro lado —respondió Celestino, sacándole la lengua.

—Decime, Celes —ordenó Vic, enseriándose en broma.

—No,no —dijo el susodicho, riendo y negando con la cabeza.

Al ver tal negación, Vic fingió enojarse y, queriendo parecer amenazador, se subió sobre las piernas estiradas de Celestino y se aferró a su camiseta, con el seño fruncido y los ojos brillando en falsa furia. Celestino tragó en seco, aunque por la cercanía que tan nervioso lo ponía y que lo sacaba de sus casillas, llevándolo al borde de querer abalanzarse sobre ese amigo que parecía no darse cuenta de cuánto le gustaba.

—¿De dónde sacas las galletas, Celeste? —preguntó lentamente el rubio, intentando hacerlo enojar, que enloqueciera con aquel nombre.

Pero Celestino ni se mosqueó, siquiera escuchó. Tenía la cabeza perdida en otra dimensión y los ojos clavados en esos labios rosados y húmedos que le hablaban a diez centímetros de su nariz. Se le ocurrió que quizás podía besar a Vic y esperar que la suerte jugara de su lado, pero eligió girar la cabeza, distraerse con el plato de galletas a un lado.

—Las hago yo —terminó por admitir, bajando la mirada, sonrojado, llevándose una galleta a la boca sólo para ocuparla en algo.

Entonces el rostro de Vic se transformó en una mueca de sorpresa que luego pasó a ser una hermosa sonrisa que Celestino apreció de cerca e hizo flaquear sus fuerzas.

—... Pero no puedo —se dijo, y empujó a Vic hacia atrás, quitándoselo de encima.

 

Después de un rato, las galletas se terminaron, habiendo ido a parar la mayoría entre las costillas de un Vic que se carcajeaba en el suelo por una conversación que Celestino ya no recordaba. El sol había empezado a caer y la oscuridad empezaba a reinar. Seis pisos más abajo, en la calle, las luces de los faroles empezaban a encenderse.

—Ay, basta —gimió Vic rodeándose el vientre. Cuando iba a incorporarse, con un murmullo sordo y desanimado, las luces de todo el departamento se apagaron—. ¿Se fue la energía? —preguntó.

Celestino maldijo en voz alta y se puso de pie, tomó de la repisa junto a la puerta un par de papeles y se acercó a la ventana a leerlos.

—¿Qué pasa, Celes? —cuestionó Vic, buscando la mirada perdida del susodicho.

—Nada, me atrasé en el pago. Y mañana me cortan el gas. No más galletas para Vic. —Simuló un puchero, tratando de buscarle la gracia a la luz ausente, al dinero que le faltaba, a lo que le esperaba esa semana para poder juntar la cantidad necesaria para pagar las cuentas. Pero Vic no se rió; es más, lo miraba serio, pidiéndole una explicación. —Vení, te cuento —dijo entonces Celestino, volviendo a sentarse donde antes, invitando al rubio a hacer lo mismo.

Vic resopló, algo contrariado, mas se sentó junto a su amigo, que, sorpresivamente, apoyó la cabeza en su hombro y empezó a murmurar en ese oscuro silencio.

—Mis papás no tienen suficiente dinero como para ayudarme a mantenerme; lo que es peor, yo tengo que mantenerlos a ellos. —Suspiró, hizo una pausa, y luego siguió. —Nací y viví con ellos fuera del país hasta los diecisiete años, cuando me mudé hasta acá buscando un trabajo y una oportunidad en el Cooper’s. Me había comprado el cello, sin saber tocar, con los ahorros de toda mi vida, y una vez instalado en una pensión peor que ésta, conseguí un trabajo, el mismo que conservo hasta ahora. Dos años de sólo trabajar y con el cello lleno de polvo, sirvieron para sostenerlos a ellos y poder pagarme algo mejor. Cuando ingresé a la academia, las cosas se volvieron un poquito más pesadas... y fueron pesando cada vez más. Ahora ellos son más ancianos, ya siquiera pueden trabajar, y viven de medicamentos que yo tengo que pagar, aparte de mis cuentas. Ya es casi una costumbre que, mes de por medio, se corte la luz. Puedo vivir con eso —finalizó, intentando soltar una risita que se convirtió en un jadeo que terminó por quebrarlo—. Por más cruel que parezca —dijo, empezando a llorar sin hacer nada por detenerlo—, algunas veces se me ocurre desear que descansen en paz, para poder vivir un poco más holgadamente.

Escondió el rostro en la curva del cuello de Vic y, con un sollozo, dio rienda suelta al nudo que se le atoraba en la garganta, a las lágrimas que le dejaban saladas las mejillas.

En un intento de consolarlo, Vic rodeó el delgadísimo cuerpo de Celestino y empezó a frotar sutilmente sus manos por su espalda, sintiendo cada una de sus costillas, de las vértebras de su columna, todos esos huesitos que se marcaban a través de las camisetas y que tintineaban cuando le daban escalofríos.

Ante las caricias, Celestino se fue acomodando mejor entre los brazos de Vic, que lo apretaba cada vez más. Respiraba sobre su cuello y apretaba los labios mientras trataba de borrar de su cuerpo la sensación que le producía el saberse en un abrazo como ese, por más inocente que fueran las intenciones.

—¿Qué hora es, Celes? —preguntó Vic después de un rato de silencio. El departamento estaba totalmente a oscuras, las sombras proyectadas por la luz que llegaba desde las calles se extendían por el suelo, y ellos seguían todavía enredados en un abrazo.

—Las ocho —susurró Celestino. Desde donde estaba, sin mover un músculo y con los ojos trepando por la pared, podía ver las agujas brillantes del reloj y el péndulo moviéndose, haciendo un tic-tac que perforaba aquella parsimoniosa tranquilidad.

—Me tengo que ir —se sobresaltó Vic, poniéndose rápidamente de pie. Mientras buscaba con la vista su abrigo y se colgaba el violín al hombro, Celestino se levantaba del suelo, frotándose el rostro sonrojado con ambas manos. Demás estaba decir que se sentía horrible y que ya no tenía ganas de nada.

Vic se acercó a la puerta y la abrió de un tirón. Quedó parado bajo el marco, viendo a Celestino recostarse por el quicio y verlo con sus ojos celestes cansados y en compota.

—¿Vas a estar bien? Te veo mañana —se despidió, adornando su expresión preocupada con una sonrisa. Celestino se incorporó para abrazarlo, dejándolo atónito al posar sobre sus labios estirados un beso delicado, precavido, que esperaba por un empujón, mas no por ese par de manos que lo tomaron por el rostro y lo alejaron suavemente.

Confundido, serio, Vic salió de aquel edificio sin dirigir mirada alguna al Celestino que quedaba solo en una habitación oscura, pensando en que la silenciosa reacción de Vic había sido peor que un aventón acompañado de insultos. En ese momento no se sentía capaz de ver al rubio a los ojos, y creía que eso iría a durarle un rato bastante largo.

 

Por su parte, Vic caminaba por las calles oscuras y aún frías taladrándose la cabeza con eso que no se sentía capaz de admitir.

Desde que conoció a Celestino, siempre tuvo la impresión de que lo miraba con otros ojos, de que había segundas intenciones en esos gestos por demás cariñosos que nunca había visto entre un par de amigos. Pero lo que siempre supo y no quería aceptar, en lo que siquiera quería pensar, era esa seguridad que tenía sobre que a Celestino le gustaban los chicos... que él mismo le gustaba a Celestino.

Entonces en ese momento todo cobraba sentido, todos los cabos quedaban atados, y a él sólo le daba miedo partirle el corazón, que se pusiera a llorar delante suyo cuando le dijera que a él no le pasaba lo mismo.

Tragando en seco y negando con la cabeza, Vic terminó de subir las escalinatas de cemento sucio, oscuro, de aquel antiquísimo edificio a oscuras que se alzaba entre los demás como un fantasma viejo y raído. Esperaba poder olvidarse de aquel drama por un buen rato, hundiéndose entre los libros, la oscuridad y su violín haciendo vibrar la noche estrellada y las estanterías de madera.

 

Al día siguiente, en medio del barullo y los instrumentos desafinados, Celestino y Vic alternaban miradas, se sonrojaban, y se morían de vergüenza. Ninguno de los dos era capaz de acercarse a hablar, a pedir disculpas, una explicación, o lo que fuere necesario para zanjar aquel asunto que a ambos los tenía en suspenso, colgados entre una amistad y un frío espacio vacío.

Pero al día siguiente fue Celestino quien llegó a la academia dispuesto a enfrentarse a Vic, a plantarse frente a él, a verlo directo a los ojos. Aunque grande fue su sorpresa al ver que, ya habiendo pasado media hora de la habitual entrada de Vic al salón de ensayos, él aún no llegaba, y algo le decía que quizás ese día no lo viera.

—¿Te pasa algo? —le sorprendió Allison sentándose junto a él. Lo miraba con esos ojos claros escrutando cada una de sus expresiones. Ella era capaz de adivinarle los pensamientos sólo con fijarse en el temblar de sus labios, con oírle errar una nota, o con sonreír sin que la sonrisa se le reflejara en los ojos.

—El otro día... besé a Vic —dijo, subiendo los pies a la silla y rodeándose las rodillas—. Ahora creo que no quiere hablarme, y supongo que hasta asco debo darle. ¿Qué hago? —suspiró, girándose hacia la puerta.

—A la persona errónea le estas preguntando —contestó ella, que lo abrazó ligeramente, a lo que Celestino respondió acomodándose más entre sus brazos, rodeándole la espalda.

En ese momento Vic entró corriendo a la sala de ensayos, y se encontró con un Celestino encogido en una silla y hundido en un abrazo. Confundido y contrariado, se sintió celoso, afectado porque esa que lo abrazaba no era él. Lentamente se acercó, dispuesto a tocarle el hombro, a hablarle, cuando ella notó su presencia y clavó en él sus ojos claros y furiosos que hasta le dieron un escalofrío. Se quedó helado en su sitio, dudando entre salir corriendo o llevarse a Celestino con él, mas ella le hizo una seña de que se sentara en la silla de al lado y con suavidad se deshizo del esquelético abrazo del chico de los ojos celestes para girarlo hacia Vic, que se adueñó de su espalda tibia y temblorosa.

Celestino se abrazó a ese cuerpo esbelto y aspiró ese aroma a hombre que emanaba y que le llenaba los sentidos, dándole vueltas en la cabeza, y lo dejaba atontado. Tardó unos minutos en darse cuenta de que era realmente Vic quien lo abrazaba, quien le acariciaba la espalda y tenía la nariz hundida en su cabello. El corazón se le agitó de repente, y supo que tenía que hablar.

—Yo en realidad no quise... —«besarte», concluyó en su cabeza—. No me gustaría que te alejes porque yo... —«soy gay», afirmó en silencio, mordiéndose un labio. Suspiró, dejando las lágrimas para después—. No quiero que vos te--

—Nada de eso —cortó Vic con una media sonrisa—. No pasó nada. —Lo separó de él, no sin algo de esfuerzo, y se fijó en su mirada aguada, en su puchero, en su sonrojo, guiñándole un ojo.

Celestino sonrió y se quedó sin palabras; un «te quiero» quedaba fuera de lugar, decir «gracias» era estúpido, y el «pedón» ya estaba zanjado. Trató de solucionarlo con un efusivo abrazo de amigo, pero las ganas de quedarse ahí, pegado a Vic, le ganaron.

—¿Alguna vez oíste hablar del violinista de la biblioteca? Dicen que anda de noche, cuando la ciudad duerme y las luces parpadean —comentó Vic de repente. El profesor que dirigía la orquesta ya había entrado y no le quedaba tiempo para divagar sobre temas que terminaran en ese.

—Más o menos. Contame —pidió Celestino, soltándose del abrazo y rascándose la cabeza, por hacer algo. Justo en ese momento alguien palmeó sus manos, carraspeó, y golpeó la varilla de metal contra el atril del director.

—En el almuerzo —dijo Vic, apurado. Se puso de pie, tomando el estuche de su violín por la agarradera, y se alejó hacia el otro lado del semi-círculo que era la orquesta, en donde estaban los primeros violines, en donde las maderas barnizadas brillaban con la sola presencia de Vic entre todos esos que estaban sentados ahí.

 

Al finalizar el ensayo, que se alargó hasta las tres de la tarde, Vic y Celestino se sentaron a almorzar galletas caseras en las escalinatas de la academia. A sus espaldas estaban el cello y el violín recostados uno por el otro, y la cámara de fotos que a Vic se le había deslizado del bolsillo trasero de los pantalones.

—Cuentan los nenes —había empezado a decir Vic mordisqueando una galleta nueva mientras Celestino todavía jugueteaba con la suya—, que a la noche, en la biblioteca pública, pasan muchas cosas, como que se caen libros, estantes que se mueven, luces que se encienden y apagan... y, lo mejor de todo, un violín que suena durante horas con melodías largas y agradables, aunque tenebrosas también —relató Vic, ocultando la sonrisa que quería dejar salir ante los ojos asustados de Celestino.

—Bueno, basta —le dijo, sacudiendo la cabeza.

—¿No te da curiosidad? —preguntó, enseriándose, mirando al otro lado de la calle con aires de despreocupación e indiferencia. No se daba cuenta del sonrojo y la sonrisa de Celestino al ver fijamente su perfil casi perfecto, su piel apenas tocada por el sol brillando contra el asfalto borroso que se notaba en el fondo.

Entonces por la cabeza de Celestino pasó -y tomó- la idea de manotear la cámara de fotos y, cuidadosamente, retratar ese perfil que tanto le gustaba. Con el flash, Vic se sobresaltó y se giró supuestamente enojado hacia Celestino, que sonrió sacándole la lengua.

—A lo que iba, antes de que me atacaras desprevenido, era que nunca hicimos nada juntos aparte de lo que hacemos en los recesos de los ensayos. Entonces, ¿qué te parece una aventura a la biblioteca? —le preguntó, quitándole la cámara de entre las manos y viendo su fotografía en el visor. Arrugó la nariz; verse a sí mismo en fotografías no le agradaba.

Celestino, por su parte, asintió con energía y una gran sonrisa abierta. Mas se enserió y sus pálidas mejillas de Blancanieves se sonrojaron cuando apareció en su mente una pregunta que le aceleró el corazón:

«¿Como una cita?»

—Mañana, a eso de las once, nos encontramos en las escaleras de la biblioteca —dijo Vic para cortar el silencio en que Celestino se había sumido.

—Ahí nos vemos, entonces. —Intentó sonreír, queriendo sacarse esa idea de la cabeza, pero no pudo. Hasta que, esa noche muy tarde, llegando a casa con las botas en la mano, los pies adormecidos y el delineador mezclándose con sus ojeras, se dio cuenta de que para ir a la biblioteca con Vic iba a tener que faltar al trabajo ese sábado, y le iba a costar caro.

Sin embargo, ahí estuvo. A las once en punto, paseando por calles silenciosas y oscuras, temblando del miedo que le producía la brisa silbando en las ventanas de los edificios, tarareando canciones para niños con el afán de olvidarse del lugar en el que estaba, Celestino llegó a la biblioteca pública. Se paró frente a la escalinata de cemento oscurecido y miró hacia el enorme portón de gruesa madera, con todos esos arabescos tallados y las cabezas de león rugiendo, furiosas, viéndolo desde lo más alto.

En la quietud de esa noche que a Celestino se le antojaba tenebrosa, se oyó el chocar de un libro olvidado contra el suelo polvoriento. El chico se sobresaltó y se acercó a las puertas, buscando a Vic, a ese que lo había invitado, a ese que estaba por dejar que se muriera de un infarto en soledad.

—¿Vic? —preguntó al aire, temblando. Pero, obviamente, nadie respondió. Otro libro caído se oyó, y Celestino dio un respingo—. ¿Vic? —volvió a preguntar, subiendo el tono de voz.

Ahora sí tenia miedo realmente, y ya quería irse de allí, pero prefería esperar por lo menos un momento más. Quizás todo era producto de su imaginación y Vic ya estaba en camino. Se le ocurrió intentar entrar, por lo que probó empujando y sacudiendo un poco las puertas, pero nada. Entonces, éstas temblaron al principio y luego se sacudieron violentamente.

—¡Vic! —gritó Celestino—. ¡Vic! —Y se le desgarró la voz.

En ese instante empezó a oírse el legendario violín que sonaba por las noches. Un escalofrío recorrió el cuerpo del chico parado en las escalinatas de la biblioteca, se le metió bajo la ropa, le hizo cosquillas en la cabeza, y sacudió cada uno de sus huesos. Las notas graves, tanto como al instrumento le daban, retumbaban entre las paredes y los estantes, hacían vibrar el aire que se cumulaba en el pecho del de los ojos celestes, e iban subiendo de intensidad y tono. De un momento a otro parecieron salirse de control, alcanzando las estrellas con chillidos agudos y rápidos. Trazaban una melodía descabellada, desquiciada, tenebrosa, que a Celestino empezaba a ponerle los pelos de punta.

Iba a empezar a llorar en cualquier instante, cuando vio abrirse la pequeña puerta de emergencia, en el límite del edificio. Corrió hasta ahí, hasta que tuvo un pie adentro y le entró la duda de si hacía bien. Podría ser alguna trampa de Vic, pensó, pero cabía la posibilidad de que realmente hubiese seres viviendo allí.

Temblando como una hoja en pleno vendaval otoñal, Celestino ingresó a la biblioteca, donde la única y débil luz que entraba caía en diagonal desde las rendijas de las persianas. Allí dentro reinaba el olor a madera, a libros viejos, a misterio, aventuras, romance, policías y ladrones, naturaleza, música, y a olvido. Los estantes que doblaban su altura y el piso de mosaicos blancos y negros le produjeron una fuerte nostalgia, y sus ojos pasearon por los lomos de colores de los gruesos libros que veía desde ahí. Mientras, y sin que se diera cuenta, el violín oculto en las sombras y las cenizas seguía sonando, ahora con un ritmo lento y apacible, como una canción de cuna para el recién fallecido.

Otro libro tocó el suelo, ahora con un estrépito mucho mayor. Celestino se sobresaltó con un jadeo aterrorizado, y vio el polvo trepar por el aire hasta el techo, saliendo de detrás de uno de los estantes del otro lado de la gigantesca estancia; y, con el miedo clavado en el punto más tembloroso de su cuerpo, se acercó hasta ahí, para descubrir que no había nadie. No tuvo tiempo de pensar si eso era un alivio o para ponerse más nervioso, porque otro libro cayó... y el violín seguía sonando.

Celestino se internó entre las estanterías, susurrando el nombre de Vic en la oscuridad, arrastrando los pies, atento al vibrar de esas cuerdas que parecía viajar por el aire sobre su cabeza y que estaba volviéndolo loco. Iba buscando el libro caído, como si fuera una pista para encontrar al fantasma.

Pero de repente, sin que se lo esperara y dándole el susto de su vida, estando parado en la encrucijada de repisas y pasadizos, justo en el centro de toda la biblioteca, un libro se arrastró con rapidez hasta sus pies, chocó contra sus zapatillas con un gemido sordo, y Celestino empalideció, por más imposible que sonara.

Con los pelos de punta y la piel de gallina, sintiendo una presencia a unos buenos metros de él y con el violín sonando como loco nuevamente, levantó la cabeza, viendo una figura dibujarse débilmente en la oscuridad. Tembló, jadeó del susto, y al ver que eso se acercaba, empezó a caminar hacia atrás, con el corazón latiéndole en la garganta.

Grande fue su sorpresa cuando unas líneas de la luz que entraba de la calle se clavaron en el cuerpo esbelto que se fue materializando, dibujando con detalle una mano que se movía ágil por el mástil del violín, un codo que subía y bajaba, y un rostro que se notaba a la perfección.

—¡Vic! —gritó Celestino, sintiendo que el corazón le volvía al pecho y que el alma le regresaba al cuerpo. Suspiró en medio de un escalofrío, y sintió el sonido del violín apagarse sutilmente.

Luego, Vic se acercó al otro con una enorme sonrisa, riendo por dentro de la cara de asustado que Celestino todavía tenía grabada a fuego en sus facciones pálidas.

—Casi me matás del susto —se quejó, respirando profundo, intentando recuperarse.

—No era la intención —se disculpó Vic, aunque él se había divertido de lo lindo escondiéndose entre la estantería, asustando a ese de los ojos celestes que lo miraban todavía asustados—. Ahora... —dijo, para salvar el momento de silencio que se acercaba. Celestino miraba al suelo, algo afectado por temas que no venían al caso del fantasma de la biblioteca—, ¿me ayudás a levantar los libros? Tiré muchos en el intento de que escucharas desde afuera —se rió, dejando el violín en el estante que más cerca tenía y tomando a Celestino de una mano.

El contacto les quemó, les incomodó, mas no se soltaron.

Y mientras iban caminando por un sendero que Vic trazaba, éste iba pensando en lo que estaba a punto de hacer, en si estaba totalmente seguro de aquello. Se acordaba de ese beso tímido, de la vergüenza que le causó, de todas las sensaciones que más tarde despertó en él. Sintió ese mismo calor arrebolarle las mejillas, quemarle la mano que se aferraba a la de su amigo, que lo seguía silencioso, cabizbajo, incómodo.

—¿Qué hacés acá, Vic? Es decir, ¿cómo entraste? —preguntó Celestino cuando se detuvieron en uno de los pasillos del fondo, en el más oscuro.

—Adiviná —dijo Vic, con una sonrisa que el otro no pudo ver.

Pero Celestino no respondió, se quedó callado, como si fuera una sombra recostada por aquel mueble alto. Todavía sentía el daño de aquel silencioso rechazo hacía unos días, y no se creía capaz de fingir que nada había ocurrido.

—Yo trabajo acá —comentó Vic, queriendo reírse. En su mente se dibujó la cara de sorpresa que Celestino puso al escucharlo.

—¿Pero qué se supone que hagas acá? —Lo sintió moverse a lo largo del estante, tocando los lomos de los libros llenos de polvo.

—Limpio las telarañas, la mugre, ordeno los libros devueltos y me aseguro de que no haya alguno con retardo —dijo, tanteando el suelo para buscar el libro que sabía que había tirado por ahí.

—Entonces no hacés muy bien tu trabajo —se rió Celestino. Por un momento, sintió que Vic se alejaba y una sensación de miedo, de vacío, lo hizo temblar—. ¿Vic?

—Acá estoy —le dijo, acercándose... mucho.

Y esta vez Celestino volvió a temblar, pero ahora por la repentina cercanía de Vic que, apenas a unos diez centímetros de su cuerpo cada vez más encogido contra el mueble, se había puesto en puntillas para meter en un hueco mucho más grande el libro que había encontrado.

—A pesar de los regaños y las amenazas, me aseguré de no limpiar durante una semana para esta... sorpresita —susurró Vic, volviendo lentamente a pisar el suelo. Sentía Celestino vibrar contra su pecho, con la cabeza baja y, apenas, en la oscuridad, veía su pie dibujando garabatos en polvo.

Tenía las manos apoyadas contra el estante y la respiración de Celestino acariciándole la ropa. Tragaba en seco y se preguntaba si estaba haciendo lo correcto. Pero ya se había hecho la misma pregunta tantas veces, ya se había cuestionado tanto a él mismo, que estaba harto de dudar, de no querer admitir, aceptar que lo que sentía era mucho más fuerte que él.

—También me dejan usar la biblioteca como sala de ensayos, por eso lo del fantasma violinista... —decía Vic, apagando cada vez más su voz. Por un momento, Celestino había levantado la mirada, y había tenido a tan corta distancia esos ojos suplicantes, dolidos, y esos labios formando un dulce puchero, que por un momento sintió sus fuerzas flaquear y algo sacudirse en su interior. Apenas veía en medio de tan gruesa, profunda y polvorienta penumbra, pero quería tener la certeza de que esos grandes ojos celestes lo miraban, quería que lo miraran—. ¿Celes? —le dijo en un susurro que apenas cortó el silencio que los rodeaba. Celestino sólo respondió con un «¿Mh?»—. Mirame —le pidió, mas no esperó a que lo hiciera.

Vic levantó la cabeza gacha de Celestino tomándolo por el mentón en un delicado agarre y se acercó tanto que sus narices se rozaron. Sonrió y pestañeó, clavando sus ojos en los celestes, cortando la oscuridad. El corazón le latía con fuerza, y algo dentro de su cabeza le decía que se atreviera de una buena vez, por lo que tomó aire y suavemente dejó sus labios desfallecer sobre los de Celestino, que dio un respingo de sorpresa, pero inmediatamente y con el corazón sacudiéndose dentro de su pecho, haciéndole temblar las costillas, cerró los ojos y se dejó llevar.

La mano que Vic tenía en su mentón se deslizó por su nuca hasta enterrarse entre sus cabellos tan negros como el vacío que los rodeaba, y la otra se posó en su cintura, causándole escalofríos. …l apenas pudo poner ambas manos en el pecho del más alto, que tomó coraje y le acarició la espalda sólo con la intención de que sus manos resbalaran por esos bracitos y los obligaran a rodearle el cuello. Inmediatamente después se aferró a su cintura con ambos brazos, con el afán de no dejarlo ir, mientras se hundía más en ese beso que le quemaba los labios.

Sumido en esa fantasía que no quería que se terminase más, en ese estado de placentero sopor, en la vehemencia de aquel beso que le robaba el aire, en la calidez de aquel cuerpo abrazándolo, Celestino soltó un pequeño jadeo que murió ahogado en la garganta de Vic. Al instante el aire se les terminó y sus labios cortaron esa tibia fusión que les costó enfriar.

Celestino apretó más su abrazo en el cuello de Vic y apoyó la frente en su hombro.

—Ay, Vic —dijo en un suspiro—. ¿Qué somos?, ¿qué hacemos? —le preguntó—. Me tenés miedo, miedo a lo que siento por vos, a la forma en que trato de decírtelo. Huís... pero de repente regresás, me escondés en la penumbra, y me das el mejor beso de mi vida... y yo no sé qué hacer, porque de verdad me gustás, pero no creo soportar saber que esto es un juego.

Iba a empezar a llorar, pero prefirió escuchar esas palabras que a Vic se le atoraban en la garganta.

—Yo no juego... menos con vos. —Le acarició el cabello y se ajustó más a su cintura. —Y es cierto que tengo miedo, pero necesito que me ayudes a superarlo.

Entonces, en el silencio, en la oscuridad, entre los libros, y con otro beso, Vic se animó a decirle a Celestino que era su primer chico, que iba a precisar tiempo y pausas, ir despacio. Celestino le dijo que él no era un control remoto, pero que lo iba a intentar, y le dio un beso más.

 

—Mañana junto los que faltan —dijo Vic, refiriéndose a los libros abandonados en el suelo de la biblioteca, cuando ya iban de salida. Con una mano sujetaba el tirante del estuche del violín que llevaba colgando en un hombro, mientras a la otra la tenía enredada entre los dedos del de los ojos celestes.

Caminaron lento y a los besos hasta el departamento de Celestino, un edificio algo viejo que justificaba el alquiler barato, que no tenía timbre, y cuyas residencias eran pequeñísimas. Subieron seis pisos de escaleras enroscadas y puertas cerradas, y llegaron al oscuro comedor del de ojos celestes, que avergonzado, sonrojado, y en silencio, le dio a entender a Vic que todavía no tenía luz.

—Cuando junté el dinero para pagar, me amenazaron con un corte de agua. Y no soportaría no poder bañarme —se justificó, intentando sonar despreocupado y algo conforme con la situación, pero en realidad nada de aquello le gustaba.

—Yo te podría prestar mi baño —comentó Vic, sonriendo ante la idea.

—No hay lugar como el hogar —canturreó Celestino, perdiéndose tras la puerta de su habitación. Una habitación que Vic no conocía.

—Celes... —le llamó, poniéndose de pie y acercándose a la puerta abierta. El otro le respondió con «¿qué?» desde el baño—. Ahora que me doy cuenta, nunca me invitaste a conocer tu cuarto.

—Yo tampoco conozco el tuyo.

—Porque todo mi departamento es mi cuarto —se quejó, apoyándose en el marco. Por más que desde allí pudiera ver todos los ángulos de la pequeña habitación, la cama blanca bien tendida, el cello recostado contra un rincón, junto a la ventana, y la puerta del baño, no se atrevía a dar un paso más.

—Ponete cómodo, entonces —invitó Celestino con una sonrisa, cerrando la puerta. Vic entró, cauteloso, y se sentó en la cama, mas cuando lo hizo pateó una pequeña caja de zapatos que se abrió y quedó expuesta ante sus ojos: llena de papeles de colores, de facturas pagadas y a pagar. Curioso y preocupado, tomó las dos últimas, la de la luz y el gas, y vio que las deudas siquiera sumaban mucho dinero. Entonces se puso a pensar que quizás ahí donde Celestino trabajase no pagaran lo suficiente, o que tal vez la mayoría tenía como destino la casa de sus padres.

Con esa idea en la cabeza y las boletas en el bolsillo de los jeans, dejó la caja como estaba, a un lado de los pies de la cama, en el suelo, y se dedicó a mirar un poco más aquel sombrío lugar al que apenas llegaban las luces de las calles. Con la brisa, las persianas se mecían levemente, produciendo un leve chillido que, pensó, no dejaría dormir a nadie. El barniz del cello brillaba levemente, y las partituras sostenidas al atril con un broche temblaban. Vic se levantó y caminó hasta ese rincón que suponía para Celestino era sagrado, que parecía congelado en el tiempo. Se sentó en la pequeña silla y puso el instrumento entre sus piernas; no tenía ni idea de cómo hacerlo sonar, pero al instante el aroma a Celestino le llegó a la nariz, se le coló entre los huesos de la cabeza y le quitó el equilibrio. Por un momento, creyó tener en sus manos el mismo cuerpecito delgado y pálido de ese de ojos clarísimos que todavía no salía de baño.

Empezó a ver hacia todos lados, como si la habitación se hubiera agrandado. Entonces pudo comprender aunque sea un poquito de la visión que Celestino tenía del mundo, de su mundo, del mundo que ahora iban a compartir. Sonrió y clavó los ojos en las partituras, viéndolas tachonadas y retocadas con un lápiz, signo de cuán duro el chico estaba trabajando en esa obra que nada tenía que ver con el festival de fin de año; pero algo más le llamó la atención. Era, lo que vio más tarde, curioso como sólo él podía ser, una carta de los padres que le agradecían inmensamente por todo ese dinero que les había enviado, que él era más de lo que un par de pobres padres podían pedir, que no se daba una idea de cuán orgullosos estaban de su esfuerzo, que esperaban poder alguna vez oírlo, y que lo amaban.

A Vic le partió el alma leer aquello, y sintió como subían por su cuello las ganas de llorar, mas las guardó para otro momento.

Inmediatamente dejó la carta donde la había encontrado y continuó observando fijamente el instrumento entre sus piernas, acariciándole las cuerdas, sonriendo bobamente con la pensamiento de que las manitos de Celestino habían pasado por allí tantas veces.

—¿Qué hacés ahí? —lo sorprendió el susodicho, escandalizando. Ni aunque fuera el mismo Vic le gustaba que se metieran con su cello. Y Vic se dio cuenta de ello, por lo que cuidadosamente abandonó lo que hacía y se acercó al otro, abrazándolo con fuerza—. ¿No es muy tarde ya? —le preguntó, extrañándose por ese abrazo tan necesitado, por la desazón con que Vic se aferraba a su espalda y respiraba en su cuello.

—Mañana es domingo —susurró. Quería quedarse ahí, pegado a ese cuerpo, entre esos brazos, toda la noche. Toda la vida si era posible—. Pero sí, ya es tarde. —Aunque resignado, sonrió y se separó lentamente, dejando un tímido beso en la mejilla de Celestino, que lo acompañó hasta la puerta tomándolo de una mano.

—Buenas noches —le dijo, sonrojado. Todavía no se podía creer que aquello fuera cierto, que realmente haya sido Vic el de aquel beso y no su almohada, que ahora podría abrazarlo cuando quisiera y decirle al oído los te quiero que se había guardado durante tanto tiempo, viéndolo sentado al otro lado del salón de clases, a través de los atriles, y con ojos disimulados.

—Buenas noches —respondió Vic. Sonrió y se aferró a la cinturita de Celestino, clavando en sus labios un beso suave que los obligó a cerrar los ojos, a desear una estrella fugaz que convirtiera ese momento en uno eterno. Y sin que se dieran cuenta, de repente se encontraron en medio de un remolino de sensaciones y hormonas, dando vueltas en un beso que se llevaba sus pensamientos puros y sus intensiones de ir a dormir.

Atrapado entre esos brazos delgados y en esa boca de algodón de azúcar, con las manos enredadas en el cabello oscuro de Celestino, Vic se tropezó con las ganas de más, con un jadeo atorado en su nuez de Adán, y con el calor de sus mejillas ardiendo a más no poder. Cuando el beso se terminó, el brillo en los ojos celestes del más chico le pidió que cerrara la puerta, que no lo dejara irse.

—Buenas noches —repitió, y se alejó por las escaleras, mirando hacia atrás, sonriendo, con el rostro colorado y el violín colgándole de un hombro.

Después de un rato de estar solo, Celestino se calzó las botas, se empastó las pestañas en máscara negra, y se atrevió a aguantarse el «estás llegando tarde y sabés lo que significa». Pero peor es nada.

 

Al día siguiente no se vieron, se dedicaron a extrañarse mientras se dejaban acariciar por el vacío y el sonido de sus instrumentos retumbando entre las paredes de sus departamentos. Entonces, el lunes, cuando se encontraron solos, muy temprano como para que hubiera alguien despierto, en medio del salón de ensayos, se lanzaron a esos brazos que los transportaban a otro mundo, que los salvaban de cualquier cosa ajena a ellos mismos, y se hundieron en uno de esos besos que les devolvía la respiración.

Y así fue el resto de la semana, donde ya empezaba un abril caluroso y colorido que sólo logró enamorarlos más.

Y así fue hasta el viernes, que entre risas y rodeado de un montón de gente, Celestino llegó hasta las escalinatas de la academia, donde Vic esperaba, para invitarlo a salir con él y «los chicos», ya que ese sábado tendría franco y le iba a venir bien una noche de diversión.

A Celestino no le hizo mucha gracia que frente a sus amigos Vic tuviera vergüenza de tomarlo de la mano, mientras que a Vic le llamó la atención y hasta le dolió que dijera «noche de diversión» sin acordarse del sábado pasado, cuando él puso todo en juego y se atrevió a ese beso, a ese intento de declaración de amor.

—Nos vemos mañana, entonces —se despidió el de ojos celestes luego de un buen rato de risas y anécdotas que Vic no entendía, sumido en la poca atención de su novio y la indiferencia del resto—. ¿Te pasa algo? —le preguntó cuando se quedaron solos. Vic estaba encogido en las escaleras, con el mentón apoyado sobre sus brazos, que descansaban cruzados sobre sus rodillas elevadas. Tenía cara de aburrido, de cansado, de ignorado.

—Nada. Nos vemos mañana —le dijo, dándole un corto beso en los labios y caminando lejos de ahí, pensando en que quizás sí era un poco asocial, pero esa no era razón para que el mismo Celestino le diera la espalda.

 

El sábado por la noche, bajo un cielo estrellado y atravesando un agradable viento que los despeinaba, Celestino y Vic iban de la mano caminando por el paseo para peatonales en la costa del mar. A las caras largas del día anterior ya las habían olvidado, o eso creían, cuando, en medio de un jugueteo de manos y sonrisas, se toparon con un pequeño grupo de gente, entre los que estaban Allison y algunos chicos que Vic reconocía sólo de vista, y que se quejaron de que hacía rato que los esperaban.

Después de las disculpas aceptadas y algún chiste que Vic no llegó a escuchar, Celestino se encargó de las presentaciones:

—Vic, ellos son Martin, en el contrabajo, Kurt, en el piano, Brendon, nuestro flautista estrella, Ian y Allison, que también tocan el cello —enumeró, ocurriéndosele que parecía el líder de una banda presentando a sus miembros—. Chicos, él es Vic, mi novio —dijo, sonrojándose levemente, mientras el susodicho se había puesto prácticamente morado.

Celestino siempre había sido el tipo de chico en que la gente se fija por esa vivacidad, esas sonrisas, y la forma tan rápida en que entraba en confianza; no dudaba de abrirse y mostrarse ante los demás como era, dejándoles descubrir que no era como el resto de los estudiantes, que muchas veces debía dejar de comer para poder pagar sus cuentas, que le gustaban los chicos, y eso no le impedía estar rodeado de amigos que reían con él. También tenía ese don de conocer a tanta gente como si fuera una guía telefónica, de saberse sus nombres y en dónde ubicarlos; y aunque la mayoría de las veces eran sólo conocidos que lo saludaban con la mano preguntándose quién demonios era ese muchachito, o que le sonreían en los pasillos sin acordarse alguna vez de haberlo visto a los ojos, él era la envidia de Vic.

Y quizás por haber nacido rodeado de tanta gente que iba y venía, muy mayor, muy metida en sus cosas como para prestarle atención a un rubio enano y a sus dedos mágicos, Vic tenía la desgracia de no poder comunicarse con la gente como quería que ocurriese. Algunas veces soñaba con tener más amigos, o al menos conocidos que lo saludaran por la calle, y se imaginaba a él mismo dirigiendo grupos, metido en conversaciones interesantes con un montón de gente que lo apreciase por lo que era y no por lo que veían: un muchacho que presumía su talento, que se paseaba como un señor por la academia, y que se enorgullecía de vivir solo como si fuera una novedad. Pero sólo conseguía alejar más a la gente con su pesimismo al que él llamaba pies sobre la tierra, y su disposición a buscar amistades tampoco era mucha como para decir que al menos lo intentaba. Pero es que simplemente estaba abrumado de la indiferencia de la gente, cansado de chocar contra personalidades que terminaban aplastándolo, gritándole que no era nada y que lo que hacía no servía.

Y pensó que su mala racha para conseguir gente que lo quisiera se había terminado con Celestino, que era como mil personas en una sola, con tanto espacio para él que a veces se sentía perdido entre sus brazos, pero esa noche, junto al mar y rodeado de gente que lo hacía reír, entendió que tal vez no era tan así, que podía estar errado, y que seguía siendo tan asocial como siempre.

Las charlas que lo incluyeron, que lo cuestionaron, apenas duraron y se esfumaron como la espuma que flotaba en el azul del agua. Después de un rato, Vic se sintió un vaso vacío, a pesar de estar en la mitad de la ronda, abrazado a un risueño Celestino que no dejaba de beber lo que le pasaran.

—Ey, Vic, contanos un chiste —ironizó Ian, riendo y contagiando su risa a Allison, esa chica con tan malos ojos para él y el cabello morado.

Ya no tanto para su sorpresa, Celestino también se rió, sin ser capaz de, al menos, defenderlo.

—Están intentando integrarte, reíte un poquito más —le susurró al oído, dándole luego un beso en la mejilla. Después siguió riendo de algo que Martin había agregado al chiste anterior, pero Vic ya no escuchaba.

—Estoy algo cansado. Nos vemos, Celes —dijo, revolviéndole el cabello y alejándose del grupo. No creyó que si se despidiese alguien lo notara, y no se sintió capaz de besar a Celestino antes de levantarse y salir a caminar. Tenía la mínima esperanza que lo siguiera, de que lo detuviera y se diera cuenta de que a él no le gustaban del todo esas reuniones donde se reían de él y no con él, sobretodo si no conocía a nadie y quien lo había invitado no le prestaba la mínima atención.

Pero nadie lo siguió, y eso le dolió aún más. Le demostraba cuán invisible podía ser a veces, cuán poca importancia le daban a sus desesperadas formas de llamar la atención.

Sin quererlo, abrumado, triste y dolido, Vic empezó a lagrimear, intentando dejarlo en el camino a casa, siendo que el llanto empeoró apenas cerró con llave la puerta y vio por el ventanal la calle vacía, ventosa y oscura por la que nadie llegaba corriendo a reclamar su presencia o un beso de buenas noches.

 

Ofendido, Vic se encerró en su departamento por el resto del fin de semana. Se sentía mal y no creía poder hacer nada hasta que tuviera a Celestino entre sus brazos oyéndole pedir disculpas por no haberse integrado a su grupo de amigos como había querido en un principio. Aunque no estaba dispuesto a admitirlo, siquiera ese lunes que tanto había esperado para verlo, ese lunes que daba inicio a la última semana de un ensayo intensivo que ya salía a la perfección, ese lunes en que llegó a la academia fingiéndose indiferente a quienes estuvieran y a quienes entrasen a la sala, cuando en realidad esperó durante todo el día... pero Celestino no apareció.

Después de clases y, apurado por llegar a la biblioteca pues se le hacía tarde, pasó por el edificio del susodicho, esperando que lo dejaran subir. Pero no ocurrió; si no iba acompañado del dueño de alguno de los departamentos, era imposible que el conserje, plantado en el portal con la escoba en la mano y las cejas fruncidas, le dejara pasar, por lo que esperó ansioso al día siguiente.

El martes Celestino tampoco apareció. Vic se quedó esperándolo en el portal de su edificio, con la mirada del conserje malhumorado clavada en la espalda y el violín esperándolo a un lado, reclamándole que tenía trabajo por hacer y que no iban a pagarle si seguía sentado ahí.

Y esa noche, entre los libros y muchos recuerdos, Vic se acordó de una de esas conversaciones que tuvieron estando en la oscura casa de Celestino, sin luz y sin ganas de nada:

—Hay veces en que se me juntan tantas deudas que de algún lado tengo que sacar el dinero y hago horas extras en el trabajo, pero a causa de eso no puedo ir al Cooper’s al día siguiente —había dicho, tendido en el suelo frío de la cocina. Vic, a su lado, había tragado en seco, sintiendo algo de lástima y, por qué no, ganas de querer hacer algo por ayudarle. Después de eso, ambos se quedaron en silencio y no volvieron a hablar del tema.

Entonces, Vic pensó que Celestino jamás le había dicho de qué trabajaba, ni en dónde. Por lo que se dejó anotado en un pequeño post-it pegado a la heladera un recordatorio de que hiciera lo posible por saber en dónde se metía su novio todas las noches y, por lo que parecía, durante el día también.

Por eso, ese miércoles en que Celestino tampoco apareció en el ensayo y no avisó de su falta a clase, Vic se acercó decidido a Allison, esa chica de cabellos violetas y ojos claros que lo miraba despectiva, odiosa, y que tan amiga del susodicho era.

—¿Celestino? —preguntó, fingiendo sorpresa—. En estos momentos debe de estar haciendo esas horas extras que odia, mientras llora porque su novio lo dejó plantado. —Negó con la cabeza, ocupándose de hojear un libro como si buscara algo.

La cara de Vic se desfiguró en una mueca indescifrable. Estaba shockeado, incrédulo, y casi ofendido. Admitía que estuvo mal al haberse ido así, dejando a Celestino mal parado, pero en ese momento prefirió la soledad de caminar sin que lo siguieran, a sentirse solo en medio de tanta diversión, estorbando.

—Pero... —intentó discutir, mas se dio cuenta a tiempo de que era una batalla perdida. Tenía que encontrarlo y hablar con Celestino cuanto antes—. Como sea... ¿Vos tenés idea de dónde hace esas horas extras? —le preguntó, intentando sonar menos desesperado, ansioso.

—Ehm... —dudó ella. No sabía si haría bien, si Celestino quisiera que fuese ella quien se lo dijese, viendo que Vic aún no lo sabía—. Es un pub del centro —dijo, dándole vueltas al nombre, mas prefirió no decírselo—, pero ni yo se bien el nombre. No hay muchos en esa zona, así que no creo que tardes en encontrarlo. —Y era cierto, no iba a tardar en encontrarlo.

—Gracias —murmuró Vic, y se marchó. Sabía que ella sabía y no quería decirle, pero no podía hacer nada más que empezar a buscar.

Entonces, esa noche, saliendo apurado de la biblioteca a eso de la una de la madrugada, habiendo dejado el trabajo a la mitad, corrió hasta el centro, cruzando los dedos porque realmente no fueran muchos bares. Mas grande fue su decepción, y un poquito de desesperanza se halló en su pecho, al encontrarse en medio de la calle brillante, bajo todos esos carteles luminosos que bailaban ante sus ojos y que le decían que no iba a ser nada fácil.

—Estoy buscando a Celestino —le preguntó a uno de los bartender del primer lugar al que entró.

—No, cielo, acá no vas a encontrarlo —le respondió, guiñándole el ojo.

Confundido, alterado, y con el corazón en la boca, Vic volvió a salir a la calle.

 

Esa noche, Vic entró en cuatro lugares más, todos en la misma cuadra, a un lado y a otro de la calle, recibiendo el mismo tipo de respuesta. Todos le decían que estaba soñando si quería encontrar ahí a Celestino, que ojala fuera cierto, y que le deseaban suerte. Todos parecían saber algo de él, todos parecían conocerlo, mas no le decían dónde estaba, y eso lo frustraba.

Así fue también durante el jueves y el viernes. En los ensayos no se animó a acercarse a Allison a rogarle que lo ayudara a encontrar a Celestino, él iba a hacerlo solo; pero la búsqueda se le hacía cada vez más larga.

En uno de los bares a los que entró le dijeron que Celestino no estaba hecho para servir mesas, y le dieron a entender que no trabajaba en ningún bar, lo que redujo muchísimo su búsqueda, mas aumentó su preocupación casi tanto como su curiosidad. Si trabajaba en un pub, como le había dicho Allison, pero no servía mesas, ¿qué hacía?

Y le respondieron un viernes a eso de las cuatro, en el último lugar que iba a visitar esa noche, cansado de buscar y no encontrar, agotado de irse a dormir a tan altas horas y sin poder pegar un ojo con la duda y el terror clavados en su cabeza:

—¿Celestino?, ¿Que si Celestino trabaja acá? —le preguntó el dueño en un tono despectivo por su ignorancia y casi riéndose, haciendo mucho énfasis en el nombre que a Vic hacía temblar. Un brillo de ensoñación pasó los ojos del hombre, que en ese momento mientras cerraba la puerta del local—. Ya quisiera yo tener a ese Celestino bailando acá, ganaría millonadas. —Y se rió, alejándose.

Vic se quedó parado en medio de la acera, solo en el silencio de la noche y de letreros apagándose uno a uno. Estupefacto ante la idea de imaginarse a su novio bailando. Quizás, se le ocurrió, se estaban confundiendo de persona, y deseaba con todas sus fuerzas que así fuera.

De igual manera, el sábado se salteó los bares y se dirigió sólo a los locales donde las bailarinas rebosaban tanto o más que los viejos solos y aburridos, su dinero, y sus babas. Temeroso, se metió en todos esos lugares que había estado evitando desde que empezó a buscar, y a los que les tenía miedo.

Le tenía miedo a la sorpresa de encontrarse a Celestino dentro de alguno. Y no se animaba a imaginar más allá de la puerta por la que pudiese entrar.

Visitó todos y cada uno de esos locales bailables, pero en ninguno vio a su chico de ojos celestes, y en ninguno se animó a preguntar por él. No quería que de repente le señalasen una puerta, una escalinata, una pasarela.

Y después de muchas horas de pasear de un lado a otro, se encontró de frente a una enorme escalinata que terminaba en una puerta vidriada de doble hoja, sobre la que brillaba y parpadeaba, invitándolo, el nombre del lugar: Le Bleu Danseuse. En la calle se extendía la luz de esa bailarina de neón que se sacudía bajo las estrellas, colgada y excitada; le gritaba que entrase, que no iba a arrepentirse, y le guiñaba un ojo. A Vic le dio un escalofrío, y dudó de si entrar o no, pues sabía que ahí estaba lo que andaba buscando. Tuvo miedo, terror, pero igualmente puso ambos pies del otro lado de la puerta y lentamente abrió los ojos, viendo a su alrededor la luces rojas y azules trenzándose en el púrpura de las paredes, los tubos que descendían desde el techo hasta pequeñas plataformas circulares y por los que trepaban ávidas muchachitas voluptuosas, las butacas de terciopelo abolladas por los cuerpos de gordos empresarios que rebosaban de baba, la barra abarrotada de borrachos, los bartender con la mirada perdida en esas que subían y bajaban frente a un público numeroso, y una pasarela vacía que atravesaba el lugar. Pero en ninguno de los rincones, ni sumergido en las sombras de aquel antro, estaba su Celestino.

Con un suspiro de alivio, Vic estuvo a punto de retirarse cuando las luces se apagaron, la gente aplaudió, una luz azul apuntó a las gruesas cortinas de pana que cerraban la salida a la pasarela, y un mal presentimiento se instaló en su pecho. Se giró hacia donde todos apuntaban, y miró fijo cómo el cortinado se abría.

Tembló, y vio ese cuerpo delgado enfundado en un traje de cuero que brillaba, esos ojos celestes, y ese cabello negro en una gama de azules que se ajustaba a su cintura estrecha, a sus piernas largas, a sus botas altas de cuero y con enormes plataformas. Desconcertado, siguió con la vista cada uno de sus pasos por la alfombra de ese escenario que exponía sin pudor y con sensualidad todas y cada una de las curvas que Vic jamás había llegado a tocar así como lo hacían los ojos y las ganas de todos los que estaban sentados allí.

Sin esa vergüenza que a Celestino le agarraba cada vez que iba a darle un beso, sin esas mejillas coloradas y la mirada perdida, con la cabeza a reventarle con la música que sacaba de él todos esos movimientos de gato que sacudían cada una de sus curvas, Celestino se deshacía de la chaqueta de cuero lentamente, y Vic lo veía incrédulo, con al boca abierta y tragando en seco. Casi le entraron ganas de llorar cuando oyó que silbaban y gritaban su nombre acompañado de vulgaridades, y sintió ganas de vomitar al verlo acariciarse de aquel modo ante los ojos de todos, ciego del placer que eso le causaba, arrastrando por su piel ahora azulada todo ese aceite brilloso que soltaba destellos. Con una expresión de placer se arrancó los pantalones y se dejó observar así, casi desnudo y vistiendo sólo unos diminutos shorts negros que nada dejaban a la imaginación, y esas tortuosas botas.

Al final de la pasarela estaba ese caño plateado que era la envidia de todos los presentes, al cual Celestino trepaba sin dificultad y con gran erotismo, mordiéndose un labio, disparando miradas seductoras, simulando jadeos inaudibles.

Estaba teniendo sexo con el aire que lo rodeaba, con el humo de utilería que lo oprimía, con los ojos que lo devoraban, con las manos que colgaban dinero en el elástico de su ropa interior de cuero; y Vic lo miraba todo con asco, pasándose ambas manos por el rostro colorado de la vergüenza, evitando las ganas de llorar que sentía ante la mentira, ante la humillación que le llegaba de golpe.

Desvió la mirada cuando vio a Celestino colgado de cabeza, con las piernas enredadas en el caño y los silbidos en las bocas de todos esos hombres. Rodó la vista por el lugar, por esa postal a la depravación donde todos posaban para una foto donde la protagonista era la desvergüenza; y se encontró con la mayoría de esos camareros y los dueños de los lugares por donde se había arrastrado preguntando por ese que se abría de piernas y sacaba la lengua en medio del escenario.

Y de repente y sin que Vic tuviera la oportunidad de verlo, la música se cortó, las luces se apagaron, y Celestino quedó en medio de la pasarela, sentado sobre una silla que no sabía ni de dónde había salido, con las piernas abiertas y las manos apoyadas en sus rodillas, con una expresión inocente, una sonrisa de porcelana, la piel perlada en purpurina y sudor, y los ojos brillándole en la oscuridad. La gente aplaudía y tiraba dinero y alcohol al aire. El show había terminado y las luces se encendían lentamente para revelar la retirada de ese bailarín azul que conquistaba a todos.

Celestino caminaba lentamente hacia atrás, jadeando, despidiéndose con una sonrisa y viendo los rostros conocidos que se esparcían por el lugar, pero no contaba con esa cabellera rubia, esos tristes ojos color café, y esa expresión desfigurada que revelaba la repulsión y la tristeza de su novio al encontrarlo ahí, viendo ese espectáculo del que no estaba muy orgulloso.

Inmediatamente después de que Vic se hubo dado cuenta de la mirada de Celestino, de sus ojitos sorprendidos, de su cara de susto, se retiró; pero al pisar la calle, al golpearle el aire fresco y la realidad de lo que había pasado ahí adentro, no supo a dónde salir corriendo, no pudo por más que su cabeza le gritara que se fuera de allí.

Se quedó sentado en el cordón de la vereda, esperando. Se sostenía la cabeza con las manos, enredando los dedos en su cabello, resoplando de furia y ansiedad. Quería que Celestino saliera a la calle y gritarle, aunque no sabía muy bien qué iba a decirle, ni si iba a animarse a encararlo.

—Vic —susurró una vocecita ahogada a sus espaldas. Apenas se había puesto una camiseta y unos shorts normales, mas seguía usando las botas de plataforma.

—Me mentiste —dijo Vic, sin animarse a voltearse.

—No, no te mentí, Vic. —Y se puso a llorar. —Jamás te dije nada.

—Lo que es peor —sentenció Vic, empezando a sentirse furioso—. ¿Sabés, Celes? Yo podía imaginarte haciendo cualquier cosa para ayudar a tus papás con el dinero, menos esto... Te juro que... —Pero se tragó sus palabras, poniéndose de pie, saliendo a caminar. No aguantaba las ganas de derretir esa cara pálida, arrepentida, con un fósforo o un beso.

—¿Que qué, eh?, ¿qué cosa me jurarías? —preguntó a los gritos, con la voz partida y sin atinar a mover un pelo—. ¿Qué te doy asco?

—¡Es inhumano, Celestino! —gritó a la distancia, volteándose a ver ese rostro lloroso, con el delineador formando ríos negros sobre sus mejillas húmedas, y su boca, en un puchero, temblando de vergüenza—. ¡Hay trabajos más dignos!

—¡Pero en ninguno quieren a un inútil y afeminado extranjero desnutrido que rompe platos! —exclamó, presa de la impotencia. Sólo él podía entender lo que estaba sufriendo, sólo él sabía cuán denigrante le resultaba bailar ante todos esos tipos, que lo reconociesen a donde fuera; él podía saber cuánta aversión le tenía a la suciedad que salía de las bocas de esa gente, y los escalofríos que le causaban esa manos arrastrándose por su piel.

Vic casi corría por las calles vacías, enfrascado en la bronca que ahora tenía consigo mismo por ser impulsivo, por hablar demás. A sus espaldas podía escuchar los taconeos errantes de Celestino sobre el asfalto y sus hipidos, mientras lloraba desconsolado, pidiéndole que se detuviera. Le partía el alma, pero no se sentía capaz de perdonarlo.

—¡Pará, Vic! —le pidió Celestino—. ¡No puedo correr más con esto! —se quejó, tropezando y cayendo de rodillas. Con las manos se cubrió el rostro sonrojado, el maquillaje derretido sobre sus mejillas, y los ojos celestes en compota.

—Y yo no puedo seguir más con vos sabiendo por cuantas manos pasaste —dijo cruelmente y se alejó de aquella calle vacía, sucia, testigo de esas lágrimas, del grito de dolor y desesperación, de la vergüenza y la impotencia, de la derrota con la que Celestino se levantó y se dirigió a casa.

 

La semana que restaba para el festival de fin de año del Cooper’s Music Academy era la más agitada del año, donde más estudiantes daban vueltas en los pasillos del antiguo edificio, donde la música se mezclaba y nunca paraba, y donde los ensayos se volvían más exigentes, alcanzando casi la perfección, así como también dejaba un rastro de estrés en todos los músicos que participaban.

Pero, al fin y al cabo, era algo que todos disfrutaban aún más que la puesta en escena.

Todos menos Vic, que con el violín en el hombro y un nudo en la garganta, veía a ese Celestino que ya no era suyo hablar y reírse con esos amigos que tenía, reírse para distraerse, para olvidarse del dolor que Vic le había causado, de la humillación que ahora sentía cada vez que entraba en ese maldito club.

Ya siquiera se miraban, ni se sentaban juntos en clase, mas les daban escalofríos cuando se cruzaban en algún pasillo, y sus corazones se aceleraban al verse a los ojos. Los de Celestino rogaban por un perdón silencioso, y lloraban sobre un orgullo herido, ofendido; mientras que Vic dejaba ver cuán molesto estaba aún, cuando en realidad todas las tardes se encerraba varias horas en su casa a pensar en lo mal que había hecho, en cuánto podía llegar a extrañar a Celestino cuando no lo tenía con él; no podía pensar en cómo acercársele, cómo pedirle disculpas, así como tampoco se sentía seguro de querer perdonarlo.

Siempre era lo mismo, y nunca llegaba a ninguna conclusión.

Una mañana, cuando despertó muy temprano y ya no pudo volver a dormirse, y el violín despotricó en su contra, se sentó en medio de la sala, viendo hacia el ventanal. Desde donde estaba, podía ver las pelusas del piso de la cocina y las de debajo del sillón, bajo el que también vio su amada cámara, esa que tenía grabados un montón de momentos que no recordaría si no estuvieran congelados allí.

Ni bien la encendió, vio esa foto que Celestino le había tomado una tarde, sentados en la escalinata de la academia, y se sonrojó al verse a sí mismo; le daban vergüenza sus fotografías. Se acordó de que, en una de esas veces en que estuvieron solos y aburridos en el departamento, Celestino se quedó viendo esa foto largo rato, con una sonrisita en los labios y los ojos perdidos en las líneas que se dibujaban en la pequeña pantalla. Después, se volteó y le robó un beso fugaz. Ese mismo día, Vic disparó un flash invisible muchas veces, con los ojos de Celestino clavados en el objetivo, mas sin que se diera cuenta.

Todas esas fotos pasaron lentamente, una a una, por la pantalla, dándole a Vic ganas de llorar, y una fuerza cada vez más potente que le decía que eso que sintió por Celestino no había sido una confusión después de un beso atrevido, sino algo muchísimo más grande que todavía no se iba. Y le decía, lo persuadía con que se olvidase de lo visto; insistía en la inocencia de Celestino, en el daño que le había causado; lo torturaba con el recuerdo de su llanto y de sus miradas; e insistía en que todavía lo amaba más de lo que estuviera dispuesto a aceptar.

 

Era jueves por la tarde, el festival de fin de año sería al día siguiente. Las clases se habían suspendido, y Vic se había tomado un día libre con la excusa de que el concierto lo tenía muy atareado, pero lo cierto era que planeaba usar esa noche vacía y sin ganas para armarse de valor e ir a vagar por las calles hasta que, de repente y como quien no quiere la cosa, aburrido terminase en Le Bleu Danseuse, sentado en un oscuro rincón, rodeado de humo de cigarrillo, perfumes baratos y purpurina flotando en el aire viciado de aquel lugar inundado en un mar de raso y terciopelo púrpura. Esperó largo rato, viendo a esas bailarinas sin vergüenza sacudirse frente a él y ante toda la gente que abarrotaba el lugar, hasta que Celestino apareció tras las cortinas gruesas y se paseó casi desnudo por la pasarela, arrancándose la ropa con sensualidad, sonriendo divertido, moviéndose al ritmo del remix de un violín explotando en sus oídos.

Cuando el show terminó, y una sonrisa y un beso volador se esparcieron por la sala, Vic no supo qué sentir. Ya no eran esos escalofríos de repulsión que le daban, pero tampoco era un sincero perdón a ese cuerpo manoseado, sudado, y a esas sonrisas que había creído que eran sólo de él.

Luego de un rato sin bailarinas, mientras sonaba música neutral, como si ése fuese un pub cualquiera, Celestino apareció por el otro lado del salón, vistiendo jeans y una camiseta, y se acercó a una mesa cercana a la puerta. Inmediatamente, Vic vio que allí estaban sentados Ian, Martin y Allison, que se reían mientras pedían una cerveza para el recién llegado.

Unos inmensos celos se instalaron en alguna parte de Vic, que se juraba indiferente a la situación, pero que igualmente salió del local con la cabeza gacha, rechinando los dientes, apurado por llegar a casa para olvidarse entre sueños de ese Celestino, de que era la fantasía de muchos, de que él ya no lo tenía.

 

Al día siguiente, por la tarde y sin que el festival hubiera empezado aún, la academia entera se sacudía en nervios, ansiedad, y la locura de controlar cada detalle, cada nota, para que todo saliera perfecto.

El escenario por el que iban a pasar zapatos lustrados y brillantes instrumentos llenos de historia estaba armado en el patio trasero, esperando límpido a que empezase el show de varillas agitándose en el aire que temblaría con las composiciones elegidas para la velada que, se suponía, empezaría a las 20.00 horas.

La enorme orquesta que durante un mes de intensivos ensayos se había preparado era una sorpresa que aparecería al final, haciendo vibrar la escenografía y los asientos de todos los espectadores. Por eso, los estudiantes que no tuvieran a cargo otro número que no fuera su participación en la orquesta, vagaban por los pasillos, ayudando a cargar sillas, instrumentos, atriles.

Todos lo hacían, menos Celestino, que estaba sentado en el borde del escenario, viendo el patio vacío y su cello recostado en el suelo. Pensaba en esa figura alta que en un escape disimulado pasó a su lado la noche anterior y que lo había estado viendo fijo durante ese show que ahora le daba cada vez más vergüenza. Pensaba en Vic, en sus palabras dolidas y dolorosas, en su odio justificado, en su reciente indiferencia, y en esos labios capaces de arrancarle los mejores besos y la peor calentura.

En ese mismo momento se moría por hundirse entre sus brazos, sumergirse en su boca, llevarlo al delirio, y así hacerlo olvidar al bailarín que le corría por las venas y que mantenía a sus padres.

Cerró los ojos, tragó en seco, y tiró hacia atrás la cabeza, dejándose llevar por su imaginación. Esquivó las lágrimas, y deseó que nada hubiera ocurrido realmente.

 

El concierto empezó a las 20.00 horas, sin un minuto más, sin un minuto menos. Y después de cientos de composiciones y aplausos, apareció tras los cortinados la majestuosa orquesta que, sumergida en un blanco y negro interminable, coronaba la noche con broche oro.

Los arcos de los violines subieron y bajaron a la vez, como si hubieran sido uno solo, los bajos se hundieron y retumbaron entre las costillas de los espectadores, las flautas, de pie, brillaron bajo las luces de colores con una gama propia de sonidos, y la percusión hizo temblar las tablas del escenario; todo en una mágica combinación reunida bajo la majestuosidad de la varilla del director, que ante los aplausos sonrió orgulloso, y cuando el telón bajó aplaudió a sus talentosos músicos, otorgándoles el disfrute de la ovación.

Bajo las luces apagadas y el barullo de la gente retirándose, Vic aprovechó para no ver más a Celestino clavándole los ojos entre las pausas, para alejarse de él, y de sus propias de ganas de acercársele. Se escabulló entre la gente y corriendo llegó a su departamento, para encerrarse con sus propios pensamientos, con su sofá-cama, con su cámara de fotos.

Pero su encierro no surtió efecto al no trancar la puerta por la que entró un Celestino apurado, sonrojado, y dispuesto a poner las cosas en claro de una vez.

Porque él no era estúpido; podía leer en Vic todo eso que no le mostraba a nadie, ese odio contenido, el deseo de no haberse enterado, las ganas de volver a lanzarse a sus brazos, y la vergüenza que le daba exteriorizarlo. Y esas idas y vueltas, ese tironeo de sí y no, de acá o allá, de amor y asco, a Celestino ya no le gustaba.

—Yo pensé que sabía todo de vos —susurró Vic, sentado en el sillón con la cabeza gacha y la cámara en las manos.

—Entonces es hora de que sepas que uno nunca llega a conocer del todo a una persona. —No se movió de su lugar, viendo con cuidado a su alrededor oscuro y vacío.

—Pero una cosa es conocer, y otra muy distinta es saber que tu novio se deja manosear por desconocidos noche tras noche —se defendió Vic, sin distinguir entre el borde de la ira o del llanto. Celestino jadeó, sorprendido, ofendido. Se pasó ambas manos por el rostro y dio varios pasos inconscientes hacia el sillón.

—¿Cómo sos capaz de decir algo así? —le preguntó, afectado. Sentía las lágrimas querer escapar de sus ojos, y los labios temblarle.

—¡Porque lo vi! —explotó Vic, levantando la vista en el preciso momento en que veía una lágrima brillando en su escurridizo camino por una de las sonrojadas mejillas de Celestino. Abandonando la cámara que sus manos aprisionaban frenéticamente, se puso de pie y empezó a acercarse lentamente, sin saber si salir corriendo o volver a sentarse.

—¡Vos viste lo que querías ver! —gritó, retrocediendo temeroso ante el acercamiento de esa mirada que lo culpaba de todo y más—. ¿Cómo hago que entiendas que nadie jamás me tocó un pelo, que sigo siendo virgen, y que estaba dispuesto a entregarte todo? —Y a sus palabras ahogadas en llanto las clavó en Vic con un manotazo a su mejilla.

Vic quedó estupefacto, viendo cómo Celestino se cubría la cara con las manos, gemía ante un ataque masivo de lágrimas, sacudía la cabeza en una negación constante, y retrocedía con pasitos pequeños hasta chocar con el escritorio a sus espaldas.

De repente Celestino sintió que las piernas le temblaban, que no soportaba el daño que esos ojos, que esa boca le causaban, y sintió la necesidad de desaparecer. Pero lo más cercano a esfumarse fue darse la vuelta, darle la espalda a Vic, y apoyarse con ambas manos en el escritorio que tenía detrás. Sollozó un buen rato hasta que esas imperiosas ganas de un abrazo se evaporaron, y pudo abrir los ojos en compota, resistiéndose a los espasmos que todavía atacaban su cuerpo con pequeños hipidos. Paseó sus ojos por entre los papeles esparcidos por la superficie, buscando distraerse; porque si algo era cierto, era que, por más de que se estuviera quemando por dentro, de que tenía el orgullo herido y pisoteado, de que la sola presencia de Vic le hacía temblar de furia y de algo más, su mismo corazón palpitaba el presentimiento de que antes de que saliera por la puerta para nunca más regresar, había una cosa más que debía saber.

Y lo supo cuando su vista se topó con un par de facturas de servicios, su nombre, y el enorme sello de «pagado».

Entonces, se acordó de esa mañana en que, después de haber limpiado de arriba abajo el pub y llegando a casa con el sol en la espalda, al abrir la puerta, se encontró con todas las luces prendidas y el ventilador de techo de su cuarto andando a máxima velocidad. Su primera reacción había sido saltar de alegría, para luego preguntarse qué santo estaba de guardia y compadecido de él como para devolverle la luz que no tenía hace semanas.

Pero ahora todo encajaba. Vic había pagado esas cuentas. Vic le había devuelto la comodidad de su propia casa. Y por más de que todavía tuviera esa pizca de resentimiento hacia él, hacia sus palabras, hacia su impulsividad; entre lágrimas nuevas se lanzó a abrazarlo, a sumergirse en su cuello sin poder decir gracias. Vic rodeó su espalda con fuerza y también empezó a llorar.

—Perdoname, Celes —le dijo, acariciándole el cabello—. Perdoname —rogó, apretando más su abrazo, sacudiéndose en el escalofrío que le provocaron esos labios húmedos e hinchados en su cuello, boqueando por una palabra desconocida que se ahogaba en su llanto.

Derramaron lágrimas y penas, se torturaron juntos por un rato, confundiendo los papeles de víctima y victimario, culpándose mutuamente en silencio.

Celestino se dejó arrastrar por el cansancio que llorar requería. Al calmarse, se permitió hundirse, salir a flote, y naufragar entre los brazos de Vic, que mientras acariciaba la espalda del más bajo por sobre la ropa y como si ésta no existiera, pensaba en todo lo que había dicho, en todas las veces que gritó e insistió con que ese muchachito delgado entre sus brazos había pasado por los de tantos otros; pensaba en cuánto daño hacía con esa acusación, y en que él tenía absolutamente toda la culpa de esas lágrimas que ahora le mojaban la camisa, y de todo lo que los había llevado a esa situación.

Con una nueva reverencia ante el veredicto de culpable, y una sonrisa que le decía que Celestino había vuelto a sus brazos para que no lo dejara irse, Vic se atrevió a buscar con los ojos cerrados y las ganas a flor de piel, los labios salados que lo esperaban ansiosos, y que de igual manera respondieron a un beso suave, arrepentido, y que saltaba por encima del doloroso recuerdo de todo lo antes sucedido. Volvieron en el tiempo, se plantaron en la oscuridad con aroma a libros y repitieron ese primer beso y todos los siguientes.

Se hundieron en la boca ajena, dejaron que los roces y el manoseo desesperado los hiciera girar en un remolino de sensaciones donde las hormonas se apoderaban de la razón y el calor iba trepando por sus cuerpos lentamente. Cuando lo sintieron llegar a la cabeza, acumularse en sus mejillas y explotar en forma de jadeo que cortó el beso, se miraron a los ojos y supieron lo que querían, lo que deseaban, y no iban a hacerlo esperar.

Dando vueltas entre tirones de ropa y de cabello, Vic y Celestino cayeron con peso muerto sobre el sofá-cama a medio estirar, soltando pequeñas risas en medio de beso y beso. Cuando se acomodaron, Celestino quedó a ahorcajadas sobre las caderas de Vic, con la camisa a medio desabotonar y la boca ocupada. Inconscientemente, todo su cuerpo se movía en un vaivén incitante que distraía a esas manos que ávidas  trepaban por su cadera y sacaban de su ojal a cada botón que se interpusiera en su camino.

En una contemplación ciega, en su imaginación, y con las sensaciones arañándole la piel, Vic estaba perdido en la magia de la boquita de Celestino perdido en la suya, en la suavidad de su lengua devorándolo por dentro, en sus dedos largos y finitos acariciando el hilito de piel que se adivinaba en la oscuridad y entre la camisa desabotonada. Tembló cuando sintió una tibieza inmiscuirse después del borde de los pantalones, y cortó el beso para soltar un jadeo que cortase el aire e impulsase el movimiento de esa cadera sobre su pelvis.

—Celes... —gimió, cerrando los ojos antes de volver a hundirse en un beso que le robara el aire. Tenía las manos apretadas en la cadera de Celestino, clavadas en su piel y sintiendo la dureza de sus huesos. Estaba completamente tenso y no sabía hacia dónde seguir; mas sí podía seguir ese camino que las manos de Celestino trazaban sobre su piel por debajo de una camisa que de repente desapareció, podía sentirlas quemar, y él sólo se revolvía y temblaba bajo ese cuerpo que nada pesaba, con las manos en sus caderas y la boca en su boca.

Cuando menos se dieron cuenta, la desnudez no era problema, el pudor era una partitura amarillenta, y ambos se debatían en un manoseo constante, que ardía, y se ahogaban en besos que pedían por más.

Y aún en ese vaivén desesperado que no servía para menguar sus ganas, Celestino cortó la fusión que derretía sus labios y apoyó la frente en el hombro de Vic, incapaz de seguir aguantando. Se frotó contra él y llegó a su oído, rechinando los dientes.

—Vic... —susurró, jadeante—, por favor —le rogó, urgido. La excitación le dolía, que Vic todavía no se animara a tocarlo le exasperaba, mientras él dejaba que sus manos se sumergieran en el sudor de su piel, se perdieran en la línea de vellos rubios bajo el ombligo, y se detuvieran antes de intentar hacer que el más alto perdiera la cordura.

El pedido zumbó en los oídos y rebotó en el cerebro de Vic, lo llevó a enterarse del calor que corría por sus venas, y del vapor que emanaba el cuerpecito de Celestino, que se revolvía y enloquecía sentado sobre él.

Por eso, con un movimiento brusco, empujó el respaldo del sofá, para que terminase de convertirse en cama y así caer de espaldas con Celestino encima, temblando. Inmediatamente, y con un beso que no calmaba las ansias, se aferró a su espalda y giró para quedar acostado sobre él, enredado en sus piernas, respirando agitado sobre sus labios hinchados, y viéndolo fijo a los ojos con una mirada encendida en vehemencia e incertidumbre, con un ardor insoportable crispando cada una de sus fibras.

—Te quiero, Celes —susurró Vic atropelladamente sobre la oreja del susodicho, que se sacudió en un escalofrío y le tironeó del cabello, elevando las caderas para sentir el calor de las ajenas mientras jadeaba un «yo también».

Y no esperaron. Y no se detuvieron. Con un beso dieron inicio a la vorágine de sensaciones que les trajo el sentir la presión del otro cuerpo en ese punto donde la razón se perdía en un camino de placer ciego que no daba cabida a alguna otra cosa.

Sus bocas largando gemidos agudos mientras se ahogaban en sudor y saliva eran las cuerdas de un instrumento que sólo ellos podían hacer vibrar. Y esas cuerdas resonaban por todo el departamento con un staccato interminable, que derretía la tinta sobre los pentagramas, y dibujaba una gama de sonidos que ascendía en volumen y agilidad conforme pasaba el tiempo y aumentaba el frenetismo.

Como un escenario viejo y desgastado, la espalda de Vic se dejaba rasguñar por las manos de Celestino, que se deshacía entre su cuerpo y el colchón, y con ganas el rubio clavaba los dientes en toda la extensión de esa piel blanquísima que en la oscuridad le gritaba que no parara.

Y así fue hasta que los fuegos artificiales que coronaban la frenética composición de esa noche explotaron dentro de ambos con un estruendo magnífico que dejó zumbando en sus oídos el vibrar de esas cuerdas que ellos mismos hicieron sonar hasta que ya no se escucharon.

Tumbados en el sofá-cama, quedaron aferrados a la espalda del otro, boqueando en busca del aire que jugaba a las escondidas. El silencio era como tapones de oídos y les presionaba el pecho, mas no sabían si les gustaba o era necesario cortarlo.

Con el rostro oculto en la exquisita curvatura del cuello de Celestino, Vic fue el primero en sucumbir ante la tentación de hablar.

—¿Te lastimé? —le preguntó en un susurro serio y compungido. No se refería a ahora, no hablaba de su cuerpo sudado y tembloroso, pretendía que fuese una indirecta que hiciera un atajo al pasado; quería saber lo obvio, quería que Celestino le dijese que sí.

—Sí, Vic —respondió, mordiéndose un labio—, muchísimo. —Hizo una pausa larga en la que sólo se escuchó las respiraciones de ambos. Cuando iba a hablar, Celestino se revolvió, se apartó un poco, busco los ojos de Vic y clavó en ellos una mirada angustiada pero que brillaba en la oscuridad que los rodeaba y era mucho más bonita que la luna que se asomaba por el ventanal. —Pero dejá de pedirme perdón, por favor, porque me duele mucho más. Si algo quiero de vos, es que vuelvas a conquistarme con esas cuerdas —le dijo en un susurro que se adivinaba dulce como la sonrisa que adornó la penumbra de su piel pálida, y que Vic se animó a probar.

Con besos cada vez más cortos, se separaron lo justo como para que sus narices se rozaran en un cosquilleo gracioso. Y, sorprendiéndolos y asustándolos, desde un oscuro rincón de ese sofá, se disparó el flash de la cámara olvidada que capturó esas miradas desnudas que con fuerza vibraban.

 

 

Notas finales:

Si les gustó, ya saben en dónde decirlo (;

Y si mandan un saludo de cumpleaños, me van a hacer sentir mucho mejor :D

Saludos, y mil gracias por leer~ :3


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