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Streetlight People por Aome1565

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Notas del capitulo:

Tarde, pero seguro (: (Fui arrastrada a la playa, lejos de la tecnología y la posibilidad de publicar antes) D:


Y, como dice en el resumen, el relato forma parte del E-book de San Valentín del Grupo Origin eYaoiES y la Colección Homoerótica. Yay~!, es la primera vez que tengo ese privilegio, y no saben cuán feliz me hace :3 Pueden descargarlo gratis, u obtener la edición impresa (:


Tengo también las fotos de lo que son los personajes en mi imaginación, y debo decir que son casi un calco *-*


Emma, Adam y Delaney.


Ahora, sin más, a leer (;


 

 

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Streetlight People

 

—Hay algo que me olvidé en tu casa el otro día —dijo Emma apenas subiendo a tierra firme por las escaleras del subterráneo. Se reía y amagaba con escapar de las manos de Adam, que lo perseguían intentando colarse en los bolsillos traseros de sus jeans ajustados.

—Vamos, entonces —ordenó el otro con una sonrisa, enredándose en la cintura de Emma y obligándolo a quedarse a su lado.

El contacto tan directo y repentino con el altísimo y tibio cuerpo de Adam le dio un escalofrío. Últimamente no se sentía tan capaz, tan fuerte como para resistir los manoseos, los abrazos, los besos que esquivaban su boca, y que aún entraban en las características de esa amistad que ambos llevaban ahora, cada vez más costosamente.

Y es que, apenas se conocieron, supieron que no tenían madera ni disponibilidad para una relación amorosa, pero que tampoco servían para ser sólo amigos, por lo que optaron por pararse en medio de todo eso, dispuestos a los prejuicios de una novia celosa y de un montón de transeúntes nocturnos, con la inocencia a flor de piel, y a sabiendas de que todo tenía un límite.

 

Fue un jueves. Un cantante de blues en un bar casi vacío y atestado con humo de cigarrillos, olor a cerveza y a perfume barato; y un estudiante agobiado buscando una distracción. Uno estaba sentado en una banqueta alta, con las piernas cruzadas y aferrado al micrófono, sobre una pequeña plataforma; el otro había elegido la mesa del fondo, en el rincón oscuro donde sus cansados ojos celestes brillaban.

Con los ojitos cerrados y una mueca de inerte placer, la boca abierta, el cabello largo meciéndose levemente, y una voz suave y profunda que flotaba por sobre las cabezas de los presentes, el cantante no reparaba en esa mirada confusa sobre sí, y menos en esos pensamientos que lo dibujaban como si fuese una chica. Pero es que el estudiante, aquel joven que se escondía de los apuntes y de la presión de los exámenes en un bar de mala muerte, creía que ese solitario solista era una menuda mujercita aburrida y deprimida.

Y siguió pensándolo cuando vio su boina escurrirse entre la multitud que empujaba y rogaba poder entrar en el tren de esa fría medianoche en la atestada estación de subte. Entonces, a propósito, queriendo seguir a esa chica sólo por lo que creía era indiferente curiosidad, se metió tras ella en el mismo vagón, se apretujó contra su cuerpo fingiendo una falsa distracción; aprovechó el barullo, el impulso del tren al arrancar, la cantidad de manos en el pasamanos, para amagar un resbalón e intentar sostenerse de esos pechos pequeños que su imaginación dibujaba bajo la camiseta, pero que en realidad no existían.

Su rostro se desfiguró en una mueca de roja vergüenza, y no se sintió con el suficiente valor, ahora hundido hasta sus tobillos, como para levantar la vista y encontrarse con una mirada que esperaba despectiva y furibunda, mas estaba totalmente equivocado. Ese muchachito de cabellos rubios y largos lo miraba expectante y casi triste.

Se observaron durante un largo rato, en donde el túnel del subterráneo pasaba gris, monótono e interminable por las ventanillas de las puertas; la gente a su alrededor callaba en una charla agobiante y dormida, movía la cabeza al ritmo invisible que los auriculares les susurraban, intentaba esconder los extensos pestañeos tras un periódico vencido, o simplemente se perdía en una observación vacía de sus zapatos. Ellos no podían dejar de verse.

De repente, una voz mecánicamente femenina anunció la siguiente parada y el tren se detuvo con lentitud, pero la inercia del momento llevó a un nuevo manoseo esta vez inocente de culpa y cargo.

Sus cuerpos chocaron, sus piernas se enredaron, y el rubio cantante rió. Y aunque su sonrisa triste y su tono aburrido no convencerían a nadie, le pareció encantador a ese que todavía seguía profanando su cuerpo con intenciones inconscientes.

La gente pasaba a su lado, los empujaba, les pedía que se corrieran, se quejaba de que estaban estorbando en un lugar de paso sin bajarse, pero ellos no escuchaban.

—Perdón —dijo el ingenuo acechador de repente, acomodándose los tirantes de la mochila en los hombros y adentrándose en el vagón con la vista fija en un asiento libre. La vergüenza lo carcomía por dentro y las manos le quemaban; sentir esa mirada fija en su espalda le daba escalofríos. Iba a sentarse, cuando se dio cuenta de que el tren reiniciaba su marcha y el muchachito todavía seguía de pie tras él—. ¿Te querés sentar? —le preguntó, aferrándose al pasamanos con una fingida comodidad y señalando el asiento libre.

—No, está bien. Sentate vos —contestó, cohibido y con la cabeza gacha. Intentó no sonreír, no armar en su cabeza la ilusión de que esas manos buscando sobre su ropa y esas miradas tentadas de algo más se interesaban realmente en él.

Entonces, el otro se encogió de hombros y se sentó, viendo cómo patéticamente el jovencito rubio trataba de aferrarse al pasamanos. Estaba parado en puntas de pie, y apenas alcanzaba el barral con los dedos, pero no volvió a ofrecerle el asiento, porque en sus ojos vergonzosos podía ver el capricho de querer parecer alto, y el orgullo herido de alguien un poco más bajo que el resto.

—Soy Adam —le dijo sonriendo.

—Emma... —respondió el más bajo, rodando los ojos por el vagón, todavía algo lleno de gente muy metida en sus cosas—... nuel. —Sí, Emmanuel era su nombre, pero a él le gustaba tanto la cara que la gente ponía al escuchar el diminutivo, el nombre de nena, que no podía evitar el chiste cada vez que tenía la oportunidad. Pero, para su sorpresa, Adam no movió músculo alguno; aunque, haya sido su imaginación o no, sus ojos brillaron.

—Emma, entonces —susurró Adam, guiñó un ojo, y sonrió con tanto empeño que logró contagiar su sonrisa como si fuese una calcomanía a pegarse en esos labios marchitos, en esa expresión triste que quería reír bajo una deprimida máscara de porcelana, bajo algunas capas de monótono maquillaje.

Con las mejillas coloradas y la mirada perdida en los cordones desatados de sus zapatillas, Emma sentía, sabía que Adam tenía su atención clavada en él, y que seguramente había notado esos «retoques» de base y polvo compacto en su rostro. Cuando levantó la cabeza, se ruborizó aún más al verse en el reflejo de esos ojos celestes expectantes y descarados que se metían en todos los recovecos que tenía su cuerpo. Y lo peor de todo era que seguía sonriendo.

Emma tragó en seco y desvió la vista hacia el pasillo, por donde se acercaba al trote una muchachita con un gran morral y que pretendía ser la primera en bajar en la siguiente estación. Su afán y su apuro lograron que de un empujón el jovencito apenas aferrado al pasamanos cayera sentado sobre las rodillas de Adam, que no hacía más que reírse a las carcajadas, llamando la atención de los que subían, de los que se bajaban, de los que estaban sentados, y de los que no tenían idea.

Viéndole el lado divertido a la situación, e intentando reírse también, Emma se levantó como quien no quiere la cosa y se encogió de hombros, dirigiéndose a Adam:

—Vos empezaste —le dijo.

En ese momento, apurado se levantó el hombre que había estado dormitando en el asiento de junto, y Emma no perdió oportunidad para sentarse. Todavía a las carcajadas y cargando con él un aura de malestar que se esforzaba por opacar, se sintió con la confianza suficiente como para seguir ese inocente juego de manos y roces hasta que el viaje terminara para él.

Pero grande fue su sorpresa y olvidado quedó el desánimo de tener que bajarse solo, cuando Adam le comentó que él también se bajaba ahí, y que se ofrecía a acompañarlo a su casa.

—¿Por qué esa carita de desahuciado?, ¿a qué se debe tal depresión en esos cantores ánimos? —le soltó de golpe, fingiéndose un poeta romántico paseándose por calles vacías, bajo los balcones de mil Julietas, arrastrando con él a algún vástago dispuesto a seguirle.

—No me gusta estar solo. Hace meses que vivo acá y no tengo siquiera un amigo... —dijo Emma con aires distraídos, intentando seguir los pasos de Adam, que caminaba ágil bajo los faroles y entre las sombras, sin saber a dónde.

—Acabás de encontrar uno, amigo mío, colega, vaga penumbra andante que recorre las calles iluminadas de esta durmiente ciudad —poetizó Adam, rodeando los hombros del más bajo con una sonrisa embriagada en delirio y un par de pasos errantes.

—Que bien —fue lo único que Emma pudo susurrar antes de encontrarse frente al portal de edificio en que vivía—. Bueno, llegamos. Podés subir, si querés... —invitó, no sin algo de pena, sonrojándose e intentando zafarse de ese efusivo abrazo que le aceleraba los latidos y le cortaba la respiración. No podía evitar el sentirse atraído, que le gustara tanto una persona, cuando a su soledad la ocultaban tras una bandita que simulaba curarlo de las camas frías y las manos vacías.

—Lo dejamos para la próxima. —Adam le guiñó un ojo y se separó de él, mirando la hora en el teléfono celular. —Hace dos horas le avisé a Delaney que estaba regresando a casa, y aunque aún no me reclamó el que esté tardando tanto, yo sé que debe estar arañando las paredes. Quiere ser una mejor... —decía Adam con una sonrisa y las manos en los bolsillos de sus pantalones.

Pero Emma no escuchó más nada después de ese nombre.

—¿Delaney? —preguntó, interrumpiendo ese palabrerío que escapaba a sus oídos; tenía las llaves en las manos temblorosas y al frente, la puerta aún cerrada. Esperando la respuesta que ya sabía, se quedó tieso, pálido; respirar le costaba, y le quemaba los ojos esa sonrisa que se dibujaba en el rostro risueño y divertido de Adam.

—Mi novia —respondió, soltando una carcajada—. Pero estas manos siempre van a estar para vos —le dijo con tono seductor y un guiño, adivinando los pensamientos que se ahogaban en esa cabecita rubia y los sentimientos precipitados de ese corazón solitario. Puso ambas manos en las pequeñas caderas de Emma y se le acercó—. Nos vemos —se despidió.

Y se fue, dejando una invitación pendiente del tercer balcón, el número de su móvil en el de Emma con un «por las dudas», y en su frente un beso capaz de nublarle la vista, tirar al suelo sus llaves, y dejar su cuerpo temblando.

 

Después de un tiempo, un par de semanas, quizás, Emma aprendió a vivir con eso; se acostumbró, y hasta se volvió parte de ese juego donde nunca fueron amigos, pero en el que tampoco llegarían a algo más. Lograron pulir y ponerle barreras a una amistad que se les iba de las manos durante esas noches, donde coincidían en el mismo asiento del subte.

 Pero es que esos asientos ocupados por gente en duermevela, las luces de las calles que se perdían en oscuras contemplaciones del asfalto pisoteado, y las paredes de departamentos vacíos, eran los únicos que se deleitaban y se reían de esas manos que escarbaban sin querer encontrar nada en cuerpos ajenos, y de esos labios que buscaban contacto, pero que nunca llegarían a cumplir con un beso de verdad. Porque había una regla: «lejos de la boca, y siempre con ropa», y a la fuerza debían cumplirla.

Igualmente, aquello no les quitaba la diversión, que era como el pan de todas sus noches juntos. Y aunque nunca nada debía pasar de ser en joda, había veces en que salían a flote esas intenciones que iban en serio.

—Me gustás —susurró Emma con la nariz pegada al cuello de Adam una de esas noches oscuras de delirio y manos largas.

—A vos te gustan todos. —Quizá entendía que aquella era una directísima que no quería frenar, se hacía el tonto; o quizá era realmente inocente. En sus bolsillos, su móvil vibraba con una constante llamada entrante que no se cansaba de mostrar el nombre de Delaney.

—Es en serio... —se quejó Emma, con una risita, asomando su traviesa lengua.

—«En serio», mis pelotas —rió Adam, tambaleándose en un escalofrío ante el lengüetazo.

—¿Éstas? —Con un falso tono de inocencia rebosando de sus labios y unas manos rápidamente atrevidas, se animó a dejarlas escurrir dentro de esos jeans desgastados que, enormes, parecían flotar alrededor de las caderas de Adam.

—Uy, sí, esas —respondió en un fingido jadeo—. Pero no son para vos —susurró, divertido, alejando a Emma de un codazo que aplastó las maripositas que flotaban en su rubia cabeza.

Adam iba caminando por el medio de la calle vacía, cuando se dio cuenta de que el chico que como un imán siempre volvía a él después de esos cariñosos empujones, había desaparecido de su campo visual, se había quedado esperando a mitad de la cuadra, con los brazos cruzados, las llaves tintineando entre sus dedos, y el ceño fruncido en su mueca de ofendido.

—No te pongas así —le dijo, acercándose. Juguetonamente lo tomó de las caderas y se pegó a su cuerpo, viéndolo desde arriba, desde su distante altura—, sabés que éstas son todas tuyas —susurró, tentador, muy cerca de sus labios, y refiriéndose a esas manos que descaradamente se perdían en más que una caricia al par de redonditas nalgas que se dibujaba bajo los pantalones ajustados.

—Quiero más... —rogó Emma, parándose de puntitas para alcanzar esa oreja perforada y así acariciarla con algún murmullo que obligara a Adam a rendirse.

—No hay. —Le besó la frente y se alejó, despidiéndose con una mano.

Pero es que no podía darle más. Ese intento de amistad que llevaban para él era sólo un pretexto, un esfuerzo ajeno para sacar a ese consumido ser de la soledad de una puerta cerrada, un destierro forzado, una juventud pisoteada, y una vida por delante que se apagaba.

Porque una noche de peleas de novios y helado de consuelo, Emma confesó entre lágrimas y estrofas de voz gruesa, que sus padres lo habían echado de casa por haber pasado dos años sabáticos decidiendo que quería cantar como los grandes en algún lugar chico, sumándole a eso su condición de enamorarse tan fácil y platónicamente de todo muchachito que cruzara por el frente de su casa, y que a un par de conservadores adultos envejecidos aquello no les simpatizaba.

Por esas razones, fue que en Adam surgió eso que él llamaba «un poquito de cariño» y que, sumado a su relación con Delaney, le impedía soltarle las riendas, dejar que se enamorase sin límites, romperle el corazón sin pena. No quería dejarlo a la suerte de falsas esperanzas de las que él podía ser el culpable.

Pero Emma no entendía aquello, y por eso se quedó, se quedaba con las ganas, con ese «como siempre» que todas las noches de bocas frías y escenas repetidas, afloraba entre sus extremistas razones para, por cinco fatídicos minutos, hacer surgir en él una pepita de odio que se evaporaba al instante, como el quitaesmalte cuando dejaba el frasquito abierto.

Sin darse cuenta, se hacían daño, se dejaban pequeñas heridas que dolían durante los días aburridos y las madrugadas largas; mas, aún así, disimulaban. Emma podía actuar, fingir la superación de esas crisis de todas las noches, y Adam se esforzaba por creerle. Porque era la única manera de seguir jugando, de continuar con eso que no les hacía del todo bien, pero que tapaba agujeritos y los volvía invisibles.

 

De esa forma, entre risas sinceras y nudos en la garganta, ambos caminaban divertidos las calles de un trece de febrero, donde los faroles casi no alumbraban, las luces de los departamentos parpadeaban, y sus charlas rebotaban en los callejones. Con el pretexto de algo olvidado, iban directo al décimo piso de alguno de los edificios del lugar, ahí donde Adam vivía cuando no estaba vagando o divagando.

Subían en elevador, con el botón de emergencia fundido de tantos juegos, y la luz apagada, así como a Emma le encantaba.

—No lo hagas... —rogó Adam. Tenía a Emma atrapando su cuerpo con una obvia insinuación contra una de las paredes del ascensor, y un gemido atorado en sus cuerdas vocales.

—Yo sabía que en algún momento ibas a ceder —murmuró el rubio, con las manos trepando por debajo de la camisa de Adam, sin saber en dónde ponerlas, y la cadera fregándose con fuerza contra la del más alto.

—No es eso —le dijo, apartándolo mientras buscaba a tientas el interruptor de la luz—. Delaney tiene dolores de cabeza hace una semana, y ni Manuela me salva —rió, sabiendo que esa clase de detalles «hetero» a Emma no le gustaban nada, y que por eso se había rezagado al rincón más oscuro, sin decir más.

Cuando la luz se encendió, el elevador se detuvo con un fuerte sacudón que volteó sus estómagos acostumbrados, y las puertas se abrieron. A los empujones, Adam logró que Emma saliera al pasillo antes de que las puertas se cerraran, y con las llaves en la mano se quedó viéndolo fijo; tenía en sus facciones de nena esa mirada de querer salir corriendo.

—Emma... —dijo en un susurro reprobatorio con la intención de regañarlo, buscando verlo a los ojos, pero el chico esquivaba su mirada seria.

—¿Qué? —Se encogió de hombros, puso ambas manos en los bolsillos, como queriendo castigarlas, y empezó a caminar lento hacia la puerta del departamento de Adam.

—Venía acá —masculló, aferrándose de la nuca de Emma con una sola mano para atraerlo hasta sí y abrazarlo. Le revolvió el cabello, y le besó la frente, la nariz, la comisura de los labios.

Emma cerró los ojos, se dejó arrastrar por la sensación de vértigo, de que el suelo se despegaba de sus pies, como cada vez que Adam intentaba saltarse los momentos incómodos con esos besos mimosos que nunca se pasaban de la raya, para desgracia suya.

—Escuchá bien lo que te voy a decir, porque va a durar sólo un ratito así de chiquitito —decía Adam mientras caminaba aún abrazado a Emma y le mostraba que el ratito duraba sólo un centímetro de distancia entre sus dedos—. Soy todo tuyo. —Abrió los brazos, como queriendo mostrar la mercancía, posando una mano sobre el picaporte de la puerta blanca a un lado, y guiñándole un ojo a la confundida vergüenza que trepaba por los pómulos del rubio cantante aún pegado a su cuerpo.

Entonces, Emma, algo cohibido, pero sin querer desaprovechar, dejó a sus manos vagar por sobre la ropa de Adam, buscando esos lugares que le daban cosquillas, como ese bordecito de piel oculta tras la cinturilla de los pantalones, o dentro de los bolsillos de los pantalones. Y con las manos allí, y las ganas a flor de piel, se puso de puntillas y rozó su nariz con la del más alto, que se quedó quieto, respirando suave sobre esos labios que se acercaban peligrosamente.

Armándose de valor, Emma iba a tomar un impulso que terminara en un beso, mas sus labios y sus intenciones quedaron suspendidos en el aire cuando Adam se alejó, abriendo la puerta mientras se reía de su cara de mejillas arreboladas y puchero derretido.

Pero su risa cesó y el calor huyó de su cuerpo al ver en el sillón de la sala a su novia, con el entrecejo enojado, la boca color cereza fruncida, y los brazos cruzados. Miraba furibunda hacia la puerta, movía impaciente una pierna, y frente a ella, en la mesita ratona, estaba el cuarto cajón del chiffonnier de su habitación, ese que estaba lleno de las cosas que Emma se olvidaba.

Cuando el susodicho, el dueño, la causa de la tensión palpable en aquella habitación asomó la cabeza, inmediatamente salió disparado y se perdió en el pasillo con un «ahora te llamo» que no se creía capaz de cumplir.

—Del... —murmuró Adam, incrédulo, nervioso, mientras cerraba la puerta—. ¿Qué hacés por acá? —le preguntó, intentando acercarse, a lo que ella reaccionó lanzándole lo primero que cazó del cajón. Curiosamente, eran unos calzoncillos.

—¿Qué hago? —repitió, fingiendo la calma antes de la tormenta—. Vine a buscar ese inocente corpiño que me reclamaste tantas veces que dejé olvidado, porque a vos te molestan las cosas de otros tiradas por tu departamento. Pero resulta que me encontré con no uno, y no sólo en tu habitación, sino varios cajones de toda la casa llenos de las cosas de ¡ese puto! —gritó con furia, queriendo que Emma oyese, allá donde estuviera, sin saber que sus oídos atentos, en el silencio del edificio, la escuchaban desde las escaleras.

—Pará —le pidió Adam, esquivando un nuevo objeto con el blanco fijo en su cabeza—. Sus cosas no están tiradas, están en cajones, como bien dijiste, y justamente estábamos viniendo a vaciarlos —mintió a medias, temblando ante el escalofrío constante que le producía esa mirada clavada en él—. Y, por favor, respeto, que es mi amigo, y él a vos jamás te llamó puta. —Haciendo uso de toda su paciencia, volvió a esquivar un disparo que ya no tenía objetivo.

—¡Pero es que estoy harta de esa amistad que tienen! ¿En qué cabeza cabe que dos amigos se anden manoseando por la calle?, ¿en dónde viste que un hombre normal y con novia se ande besuqueando con un intento de nena? —gritaba, hacía temblar las paredes y la entereza de Adam, que, ante esa cantidad descomunal de insultos y realidad, tomó lo que tenía más a mano, lo que no vio que era una bonita azucarera, y lo aventó hacia una de las paredes con el único fin de causar miedo.

Desde las escaleras, Emma oía el revuelo, el golpear de objetos contra las paredes, el griterío constante, las lágrimas, los reproches, los insultos. Pero lo que más le dolía eran las palabras de Adam tratando a los alaridos de defenderse de los prejuicios de una novia frenéticamente celosa.

—¡Con él no tengo nada! —gritaba—. ¡Si lo saco a pasear es para que no se pudra solo y aburrido!, ¡y a él le toco todo lo que vos y tus pretextos idiotas no me dejan!

Y Emma, en silencio, lloraba.

 

Cuando la discusión se calló, el fuego cesó, y la puerta del departamento de Adam se abrió y se cerró de un portazo, Emma tembló y subió varios escalones, con el afán de esconderse de esos taconeos que frenéticos, furiosos, quemando el suelo, atravesaban el pasillo.

—¡Guardate el San Valentín en alguno de esos cajones! —gritó, apresurándose hacia el elevador—. Todo tuyo, nena —dijo Delaney cuando descubrió al rubio ahí, oculto, antes de que se cerrasen las puertas y lo dejaran solo con sus pensamientos fatalistas.

Cuando el ascensor comenzó a descender, Adam salió apurado al corredor vacío, mirando a ambos lados, correteando de un lado a otro, buscando.

—¿Emma? —articuló al aire. Sabía que estaba por ahí, escondido, lagrimeando; nunca se iba.

Y a pesar de que Emma no respondió, no tardó en encontrarlo aovillado en un par de escalones, hipando mientras trataba de apaciguar un llanto débil y escurridizo.

—¿Te pegó? —le preguntó, sabiendo que nunca hubiera ocurrido, y aguantando la risa que imaginarse la situación le traía. Se sentó junto a él y lo abrazó, esperando a que hablase, a que por lo menos levantara la cabeza.

—Ella no, pero vos sí —murmuró Emma, perdido en la avidez de limpiarse las lágrimas.

—Hay veces en que no puedo defenderte ni de mí mismo, ¿sabés? —Adam le acarició el cabello, y su mano se perdió en aquel suave pajar—. Pero es lo mejor.

Con eso, Emma se dio el lujo de caer en la cuenta de que Adam estaba ahí, con y para él, por lástima, y que para aquella amistad sin categorías no había más razones que la de encontrar el lugar exacto donde meter las manos para divertirse un rato. Y no le quedaba otra que aceptarlo, pero de a poco se le iba haciendo más difícil, así como quería cada vez más de esa relación que no daría nunca un paso adelante, mas quizás dos hacia atrás. Ya no alcanzaba a superarlo, lo sabía, pero al menos podía vivir con eso.

 

Silenciosamente se pidieron disculpas, aceptaron perdones, y se metieron en el departamento a intentar ordenar hasta que el cansancio de levantar unas pocas cosas los venciera al punto de dejarlos comiendo pochoclos de microondas, sentados en el suelo del living, recostados por el sofá, riendo de los recuerdos olvidados que ahora se esparcían por todo el suelo de la sala.

De repente, cansado de tanta risa, Emma se calló, enseriándose al instante. Sus ojos se clavaron tristes entre sus piernas, y el cabello largo disimulaba la expresión amarga que corría por sus facciones.

—Ey —le llamó Adam—. ¿Qué pasó?

—Quiero un novio —susurró Emma, pasándose ambas manos por la cara. Adam soltó al aire un par de carcajadas y desordenó los cabellos rubios que pendían y flotaban a su lado; después, se quedó callado, pensando una respuesta, meditando sobre esa soledad aburrida que llevaba a Emma a deprimirse en medio de tanta risa.

—Tenés un montón para elegir allá afuera —dijo al final, soltando un suspiro.

—Pero a ninguno le gusto, a ninguno le muevo un pelo, y siempre termino ilusionado —se quejó Emma, levantando la cabeza mientras despejaba sus mejillas de un par de valientes lágrimas.

Se fijó en Adam, que a su lado sonreía en silencio, mas no se atrevía a abrazarlo, a acariciarlo, a tocarlo siquiera. Sólo entonces pensó en acercársele hasta encarcelarlo, inmovilizarlo sentándose sobre sus piernas cruzadas, asfixiarlo con una mirada inquisidora que no pudiera esquivar.

—Vos sos hombre, vos sabés... —susurró Emma con pena, sonrojándose con fuerza—. ¿No te gusto? —le preguntó. Se hundió en sus ojos celestes y rozó apenas su nariz con la del más alto, que tragó en seco y le pidió en silencio que se detuviera.

—Y vos ya sabés que no te voy a contestar —respondió Adam con dulzura, acunando ese triste y vergonzoso rostro de ojitos cerrados entre sus manos, besándole delicadamente la nariz, la frente, el mentón, y la comisura de los labios, donde se detuvo a explorar la resistencia de Emma, como cada vez que se atrevía a hacerlo.

—No me lastimes más... —murmuró Emma en un ruego suplicante, apartando el rostro. Se puso de pie,  ni siquiera se atrevió a volverse a ver en esos ojos que trataban de conformarlo con las migajas de todo el amor que tenían para dar y que no era para él.

Dio unas vueltas por la sala, se hundió en el pasillo que llevaba a la habitación, y se encerró en el baño. Después de diez minutos, Adam se levantó a buscarlo, a rescatarlo de ese claustrofóbico encierro.

—¿Emma? —Golpeó la puerta con suavidad, temiéndole al silencio palpable ahí adentro. Iba a intentar de nuevo, luego de unos segundos sin respuesta, pero se quedó con la mano en el aire cuando Emma apreció con una destellante sonrisa.

—¿En qué fatídico puerto ibas a desembarcar para que tu Julieta pisara la tierra firme del día de los enamorados, Romeo? —le preguntó, zafándose del cuestionario que flotaba en la mirada celeste del más alto. Como si nada, se puso a recoger sus cosas desperdigadas por el suelo, bailoteando contento ante la obvia confusión.

—Pretendía llevarla a la feria —respondió Adam, intentando seguirle la corriente—. A ella le encantan esos clichés cursis y rosas... y como estuvimos un poco distantes durante casi una semana, me pareció buena idea ceder un poco. —Se rascó la nuca, nervioso, tímido. Nunca creyó posible el tener que revelar sus cursilerías, y menos a alguien como Emma, que evadía todo lo que tuviera que ver con las novias, con sus novias, con Delaney.

Emma le sonrió, radiante, diciéndose que Adam era muchísimo más tierno de lo que imaginaba, mientras se derretía de celos. Él quería ser a quien llevara a la feria, el dueño de todas esas dulces atenciones.

—Llevame a mí —soltó de repente, sin creer del todo que realmente lo hubiera dicho—. Yo no conozco la feria... —se excusó, viendo el letrero de «mala idea» en el sorprendido rostro de Adam. Se detuvo a pensar en cómo hacerlo aceptar—. Juro que es en plan de amigos despechados —le dijo al final, sonriendo mientras veía caer las comisuras de los labios de ese amigo suyo.

Se quedaron en silencio, sin mirarse, prácticamente sin sentirse estando ahí, de pie en medio de esa sala, testigo permanente de los besos que no se daban, de los abrazos que cada vez más los lastimaban.

—Dejá eso, lo levantamos en la mañana —susurró Adam después de un rato, con la voz cansada y los ánimos por el suelo—. Vos dormís ahí. —Señalando el sofá lleno de azúcar, se acercó a Emma y clavó en su frente un delicado beso. —Buenas noches —le dijo, y se encerró en su cuarto.

Solo y aturdido, Emma se dedicó a juntar todo eso que alguna vez fuera suyo, y lo guardó en los cajones correspondientes, con el pensamiento fijo de que tenía que conseguirse una caja, así como también debía quitarse de encima la manía de abandonar sus pertenencias en casas ajenas.

Muy tarde como para regresar a casa, obligado a conformarse con el sofá, con ganas de un abrazo, y con la culpa del desánimo de Adam clavada en su conciencia, decidió acostarse, mas dio tantas vueltas como la noria que esperaba conocer al día siguiente, y no pegó un solo ojo.

Con un suspiro largo, pesado, y decidido, Emma se levantó de entre los almohadones, las horas y el azúcar, y se escabulló en la amplia cama del más alto, se acurrucó entre sus brazos, de espaldas; pero después de un rato de prestar atención a esa respiración levemente arrebolada en su cuello, se dio cuenta de que Adam no dormía.

—Siempre hacés lo que querés —susurró contra su nuca, tamborileando con los dedos sobre su vientre.

—Porque te quiero —fue la respuesta de Emma, que al instante se quedó dormido.

 

Se despertaron muy tarde en la tarde ese día de los enamorados, y se encontraron con un soleado invierno quemando sus ojos todavía adormecidos. Se citaron en la feria cuando ya hubiera caído la noche, y se sentaron a esperar.

Porque durante la noche se cumplían las fantasías de rebuscar con sus manos sobre cuerpos ajenos, podían darse el lujo de cantar, gritar, bailar y fingir besos bajo las luces que se inclinaban sobre la calle, haciéndole una reverencia a esos cielos estrellados que daban miedo. Eran dos personas que estaban seguras de haber nacido para pasar sus vidas tomados de la mano, correteando la soledad y la penumbra, abandonándose al afán de intentar iluminar los caminos sólo con sonrisas. El hecho de hacerse daño con una relación seria incompleta, con una amistad que era sólo una etiqueta, quedaba sepultado bajo el asfalto húmedo que pisaban.

 

A las siete de la tarde ya no había más sol, a las siete de la tarde la gente empezaba a esconderse de la fría oscuridad de un invierno que acechaba tras las ventanas empañadas, a las siete de la tarde Adam y Emma se encontraron frente a la feria. Los ojitos del rubio cantante brillaban bajo las luces y las guirnaldas rosas, mientras que su alto acompañante sólo intentaba espantarle de la cabeza la idea de que aquel paseo era una cita.

Juntos y enfundados en gruesos abrigos, se internaron entre las atracciones, los puestitos de comida chatarra, y las lamparitas de colores. Emma compró algodón de azúcar repetidas veces, y de su bolsillo rebosaban las tiras de boletos para los juegos; subió dos veces al mismo carrusel, y con un grito en la montaña rusa desgarró su garganta de blues. Estaba encantado, sumergido en ese mar de risas, aromas dulces, senderos abarrotados, y colorida luminosidad; pero lo que más le gustaba, y que al mismo tiempo lo dejaba en las nubes, lo mareaba, era Adam caminando pegadito a su lado, sonriendo. Aunque su sonrisa era esa que rezaba «basta» mientras esquivaba la mano que intentaba enredarse entre sus dedos.

En medio del barullo y la diversión, Emma trataba de que Adam lo cogiese de la mano, que se atreviera a darle por lo menos ese gusto, pero todas las veces lo evadía con una sonrisita conciliadora mientras señalaba falsamente animado hacia alguna atracción gigantesca, para la que tuviesen que hacer largos minutos de cola.

Después de un rato, entusiasmados, con el cabello revuelto y el estómago lleno de nubes dulces, Emma y Adam salieron de los autitos chocadores pidiendo a la vez un descanso.

—¿Y si probamos suerte en alguno de esos? —preguntó el rubio, señalando hacia ninguno de los puestitos de juegos de azar.

—Les falta algo de emoción... —se quejó Adam, pero igualmente se dejó arrastrar. Emma se detuvo ante un pequeño corral, el único con menores posibilidades de fraude, y pagó por un par de argollas.

—Apostemos algo. —Toda su expresión se deformó en una brillante sonrisa, y en su cabeza afloró el premio para el ganador. Adam lo miró temeroso de lo que fuera a pedir, pero igualmente aceptó—. Si gano... —dijo, sonrojándose— me das un beso —se apuró a susurrar, con el corazón latiéndole con fuerza en la garganta, y los dedos crispados alrededor de la argolla de plástico.

—Pero si yo gano, no volvés a pedirme uno nunca más. —Cruzó los dedos y lanzó primero, logrando encestar en uno de los palillos incrustados en el suelo. —Ja, mejoralo —retó Adam, sonriendo con suficiencia, suspirando con alivio.

Emma vio desarmarse toda posibilidad de un beso esa noche, vio su premio caer de un altísimo estante, vio sus ilusiones desvanecerse, pero igualmente lanzó su argolla.

Y grande fue su sorpresa cuando, en un parpadeo, su argolla se enganchó y giró sobre otro palillo, muchísimo más próximo al centro, muchísimo más lejos que el de Adam, muchísimo más cerca de su premio.

—¡Te gané! —gritó, dando un pequeño salto que no se comparaba con la emoción que sentía oprimirle el pecho—. ¿Y mi premio? —preguntó, con las mejillas arreboladas en un fuerte sonrojo. Adam también se sonrojó, y desvió la vista de la euforia que eclipsaba los ojos de Emma.

—Ahora no —le dijo, e intentó sonreír.

—Pero lo voy a tener. —No era una pregunta, estaba afirmándolo, ordenándolo.

Después de eso, Emma no pudo contener el entusiasmo que vibraba y hervía en todo su cuerpo. Caminaba a los saltos, respiraba agitado, gritaba en lugar de hablar. Le era imposible suprimir las sonrisas, y menos se resistía a todo contacto que se le antojara.

Mil veces terminó metiendo los brazos por dentro del tapado de Adam, colándose dentro de sus pantalones, enredándose en sus dedos, sumergiéndose en sus ojos. Perdió la cuenta de los «te quiero» que escaparon de sus labios, y no veía la hora del «ahora sí» que le regalara un beso.

Y, aparte de todos esos manoseos que Adam dejaba correr sobre su cuerpo con una sonrisa, Emma intentó varias veces acercarse a esa boca, a ese dulce triunfo, pero su dueño se alejaba, se negaba, lo postergaba. En la fila de la última montaña rusa, bajando sobre una alfombra la cresta del tobogán, o dando una vuelta al mundo, con los pies flotando sobre las luces de una ciudad durmiente, Emma trataba disimuladamente de robar ese beso por el que se moría.

—Basta, Emma —pidió Adam, al borde del ruego. Se retrajo en el rincón del asiento y trató de no pensar en que se estaban moviendo por sobre las cabezas de toda ese gente, en que estaban llegando a la cima; pero cuando vio a su rubio amigo deformar su boca en un puchero, bajar la vista para evitar que lo viera a los ojos, suspiró, lo abrazó, y le acarició la cabeza—. Acá no. —Lo obligó a mirarlo a la cara, y le guiñó un ojo.

Emma había pensado en que ese era el lugar perfecto para el beso perfecto, pero qué más daba, si Adam acababa de darle un sí, un dónde, y un cuándo.

Muy tarde, cuando hubieran subido a todas las atracciones, cuando el parque estuviera casi vacío, cuando las luces empezaran a apagarse y los puestos de comida a cerrarse, cuando indirectamente los estaban echando, Adam y Emma salieron de la feria. Las calles heladas, sumergidas en silenciosa penumbra, los acunaron con sus risas delirantes hasta que llegaron al tibio departamento de Adam. Después de diez pisos en ascensor y manos atrevidas, se pararon frente a esa puerta blanca.

Adam no quería entrar; esperaba a que Emma se aburriera de ver cómo la llave en la cerradura no se atrevía a dar una vuelta entera. Pero el susodicho tenía una sola idea flotando en su cabeza llena de algodón dulce, brillando en sus ojos ilusionados, bailoteando en sus labios ansiosos.

—¿Y mi beso? —preguntó en un susurro que apenas traspasó el silencio de ese pasillo vacío. Avergonzado, con las mejillas rojas y un escalofrío recorriéndole el cuerpo, se acercó a Adam y le rodeó el cuello con ambos brazos, parándose de puntillas y acercándose a su rostro de ojos confundidos, ajustándose a su cuerpo tibio.

—Si te lo doy... —empezó, intentando desviar la vista hacia algún punto lejos de esa boca que exhalaba sobre su mentón—, vos vas a querer más... aparte de que la abstinencia me puede, y es probable que el asunto se me vaya de las manos, si besando movés la boca así como cuando cantás —susurró, intentando que su respiración agitada volviera a la normalidad, que la sangre que hervía en sus venas bajara algunos grados y no terminara por quemarlo vivo. Porque cuando Emma era así de insistente, todo él era un insinuación constante; y, en ese momento, su cuerpo delgadito fregándose contra el suyo, su respiración suave rozándole la piel, su lengua tibia humedeciéndole la oreja, sus dedos finitos enredándose en su cabello estaban volviéndolo loco.

—Te prometo que va a ser sólo uno —le dijo al oído, causándole un escalofrío.

—Sólo uno... —repitió Adam con una sonrisa, y se revolvió un poco hasta que sus labios dieron con los de Emma, que se sacudió en un temblor incontrolable ante el contacto que le quemó.

Entonces, se obligó a cerrar los ojos, y se apretó contra la boca del más alto, sufriendo con los pies de puntitas; pero Adam se dio cuenta de ello y le rodeó la cintura con fuerza, casi levantándolo del suelo, a la vez que dejaba su lengua tímidamente acariciar los urgidos labios ajenos que se abrieron, casi al borde del desespero.

Temblando, hirviendo, con la cabeza en las nubes y el estómago lleno de maripositas, Emma se hundió, se enredó en ese beso. Se olvidó de cualquier cosa y se dejó arrastrar por la respiración agitada que chocaba contra la suya propia, por esas manos nerviosas en su cintura, por esa boca contradictoria que lo seducía y lo sumergía en un torbellino de ganas del que ya no quería salir. Sentía la lengua de Adam acariciarlo por dentro con suavidad, animándolo a más con esa dulzura que afloraba en él cada vez que sabía que uno de los dos iba a salir lastimado.

Y más allá de lo que fuera a ocurrir después, de la tormenta de querer más que pudiera desatarse, aquel era el mejor beso que ellos jamás hubieran dado, ese que con sabor a algodón de azúcar y que no era más que un premio al amor que no compartían, estaba llevándolos al límite de una resistencia a los calores de un invierno solitario, de una abstención ya insoportable.

Conscientes de las reacciones en el cuerpo ajeno, de los escalofríos, de los pelos de punta, de las respiraciones agitadas, de los músculos crispados, de los despertares de sus pantalones, los responsables cortaron el beso con los ojos cerrados y las hormonas revolucionadas.

Emma apoyó los pies en el suelo y, con la vista clavada en sus zapatillas, se mordió un labio, sin molestarse en desacelerar su respiración; Adam sonrió y alargó una mano para acomodar el cabello rubio del otro tras su oreja.

Pero las cosas no quedaron así, no podían quedar así.

—No era uno, perdoname —soltó Emma a las apuradas, tragando en seco y volviendo a buscar en los labios del más alto ese pozo donde ahogarse a sus anchas, ese mar de agua dulce que sacaba de él sus peores locuras, sus mejores delirios.

Y Adam, al contrario de lo que hubiese querido hacer, se dejó llevar. El impacto del cuerpo de Emma contra el suyo lo llevó a toparse con la puerta de su departamento oscuro y vacío, y sin pensar la abrió, entró, y arrastró al más bajo con él, lo sumergió en la penumbra de luces apagadas y alfombras frías; lo recargó en la puerta y se olvidó de quién era.

Sofocados por un beso desesperadamente interminable, ahogándose en la vehemencia de la calentura que les oprimía los pantalones, con la mente en blanco y dejándose llevar por salvajes instintos, ese par de amigos perdió el límite, borró la frontera de esa relación que ya no tenía nombre ni lugar.

Los abrigos, las bufandas, los guantes, los zapatos, las camisetas cayeron al suelo en sepulcral silencio; en el calor del oscuro apartamento se dejaron manosear como si fuera el déjà vu de una de sus noches de blues y palabreríos sin sentido.

Semidesnudos, con las manos perdiéndose en pantalones forasteros, las bocas rebosantes de gemidos y los ojos cerrados, se guiaron en una ciega caminata que interfería con el ardiente sobeteo, que chocaba contra las paredes, y que terminó sobre un colchón frío que los despertó de esa fantasía jadeante.

Incrédulo, Adam se vio reflejado en los ojos nublados de Emma, que jadeaba sonrojado y casi desnudo entre su cuerpo y la cama. Entre las piernas tenía un torrente de sangre hirviendo, y la respiración acelerada y la cabeza turbia no le ayudaban a pensar, pero de cualquier manera la realidad lo golpeó.

—¿Qué estamos haciendo? —preguntó, escandalizado. Al instante, la calentura se le enfrió y la oscuridad le dio miedo.

Emma estaba mareado, no sabía a dónde había ido a parar, qué había ocurrido con la locura de hacía apenas un minuto. Todavía tenía la sensación de que un irrefrenable tren de calor corría por sus venas, la respiración agitada y las mejillas coloradísimas, sin contar que la excitación todavía no se le iba; y Adam estaba frente a él, viéndolo confundido, interrogante, buscando la respuesta a esa pregunta que nunca llegó a sus oídos embotados.

Por un rato, se quedaron en silencio. Lo único que se escuchó fue el descompás de sus respiraciones y el crujir del colchón. Acostados en la cama, decidieron darse la espalda, mirar cada uno hacia una pared distinta. Y mientras Adam trataba de concentrarse en echarse toda la culpa de lo que ocurrió, de lo que casi se les iba de las manos, de lo que nunca hubiera tenido que pasar de ser una apuesta estúpida, Emma no dejaba de rememorar esas imágenes que habían pasado por su cabeza de ojos cerrados, al sentir las manos de su alto amigo meterse por debajo de su ropa con más de esas intenciones inocentes de siempre, al saberse devorado por esos labios suaves y tibios que lo llevaron, por vez única, al borde de la locura.

De la nada, quebrando el tétrico silencio, soltó un gemido que vino acompañado por un torrente de lágrimas que no tardó en aplacar. Adam lo oyó llorar en silencio, sin atreverse a volver a tocarlo, hasta que no se sintió capaz de seguir sosteniendo esa facha de insensible. Se volteó en la cama y se pegó a la encorvada espalda de Emma, acariciándole el cabello con ausente parsimonia. El dueño de esa suave y brillante cabellera rubia, con la vista perdida en el pedacito de cielo nocturno que se colaba por la ventana, suspiró y se dejó hacer.

Animándose a más, quizás intentando que eso sirviera como premio de consuelo, como una compensación, Adam dejó a sus dedos largos pasear por el contorno de ese cuerpo de piel blanca y tersa que se había ovillado entre sus brazos; cuando llegó a la cintura, su mano vagó por el vientre y se perdió en el remolino de su ombligo, causándole escalofríos, arrancándole de la garganta un nuevo suspiro.

—Todavía no entiendo cómo podés meterme mano todo el tiempo y no quererme —dijo Emma con pena contenida, con la voz tomada por el silencio y las lágrimas que no quería seguir soltando.

—Pero si yo te quiero... —susurró Adam en el oído del más bajo, continuando con esas caricias que lo dejaban rendido a sus pies, a sus manos, a sus ojos... a la boca que no volvería a besar.

—No niego tu cariño —objetó, revolviéndose entre los brazos que lo apresaban, volteándose para encarar esa mirada celeste y compasiva que intentaba pedirle perdón por algo que no quiso hacer—. Y aunque me rendí ante la idea de gustarte, no sé cómo no podés al menos usarme para sacarte las ganas... sabés que yo me conformo. —Se tragó las ganas de llorar y se atrevió a acariciar ese rostro que se ofrecía tan cerca del suyo, pero al que no se atrevía a acercarse por miedo a otro rechazo.

Ante esos ojos tristes que le pedían más de lo que él podía darle, Adam suspiró con pesadez, con culpa.

—Esa sería la peor forma de lastimarte... —Le dio un beso lento, tibio, suave en la frente, y volvió a verlo a los ojos.

—¡Ésta es la peor forma de lastimarme! —gritó, al borde del llanto, incorporándose—. ¡Estás a un palmo de mi nariz y no puedo hacer nada! ¡Cualquier cosa que venga de vos me hace desearte cada vez más, o peor, enamorarme más!, ¡¿y vos tenés idea de cuán mal me hace sentir que sólo tengas para mí esta mierda de amistad?! —Golpeándose el pecho con el puño, gritaba, lloraba.

Verlo sollozar, soltar lágrimas y sacar de sí toda la desesperación que guardaba, todo a la vez, afloraba en Adam toda la pena que pudiera sentir por alguien, aunque él fuera el culpable. Porque él había empezado todo eso, él era el causante de esos juegos de manos, de ese cariño que creció demasiado, de esos ojos soñadores que lo veían cada vez con más amor, del enamoramiento inevitable que ahora sólo les estaba haciendo daño a ambos.

En un arranque de impotencia, de querer y no poder hacer algo por detener esas lágrimas, se acercó a Emma, intentó limpiarle las mejillas, correrle el cabello de la carita colorada y húmeda. Quería verlo a los ojos sin tener que ponerse a llorar él también, quería pedirle un perdón que no se atrevería siquiera a pensar.

—¡Es lo único que te puedo ofrecer! —le dijo, tragándose el nudo en la garganta

—¡Entonces no la quiero! —chilló Emma, soltándose de esas manos que ya ni en sueños pretendía ver, pero que no querían dejarlo ir. En un intento desahuciado por escapar, dejó en la mejilla de Adam una bofetada que quedó ardiéndole mientras por ella corría una lágrima.

—Pero yo sí te quiero a vos... —musitó, como último recurso para no dejar ir a ese rubio desastre de lágrimas y penas. Alargó una mano e intentó aferrarse a una de esas finísimas muñecas que amagaba con levantarse de la cama.

—Muy tarde —dijo Emma, y se zafó del delicado agarre.

Arrodillado y derrotado sobre la cama, Adam vio cómo Emma, aún sumido en ese abatido llanto, se retiraba de la habitación con las mejillas coloradas, el torso desnudo, la cara húmeda y los labios temblando. Sollozando, recogió su ropa del suelo y cerró la puerta con un suave «clic» que retumbó en los oídos del afligido dueño de los ojos celestes, que en la soledad de una habitación oscura se atrevieron a empezar a soltar las lágrimas.

Recién entonces Adam reaccionó y fue capaz de ir en busca del escurridizo Emma, que ya no estaba para cuando él salió al pasillo. El elevador descendía con lentitud, y ese que iba ahí adentro se abrigaba con la ropa que había dejado caer por todo el departamento del que se había escapado. Llorando, cerró los ojos para sentir el sacudón en su estómago por última vez, y se dispuso a salir al frío de las calles vacías en esa madrugada de amores y desamores.

Se aventuró a volver a sus solitarias caminatas, cobijado bajo las luces de los faroles, los únicos testigos de esos paseos desinteresados. Y desde ninguna de las ventanas del décimo piso nadie veía su figurita recortarse contra el asfalto húmedo, nadie oía su pisar errante y deprimido, nadie era testigo de sus lágrimas callejeras de gente que se hunde en la oscuridad, allá donde la vista ya no alcanza.

Emma y su garganta de blues se perdieron en las mismas calles por donde todas las noches pasa esa multitud que hace siempre lo mismo que él en ese mismo instante, y de ahí en adelante.

 

 

Notas finales:

Y?, qué tal? :3 Ya saben en dónde van los comentarios :D

Aaaah~ antes de irme, quería dejarle un inmenso gracias a Misa, que me dio el empujón que me faltaba para animarme a participar del E-book ;w;. Mil gracias, en serio :3

 

Saludos~ :D


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