No había podido evitarlo. Lo cierto era que tú mirada rebasaba los límites de lo creíble y podía traspasar hasta el fondo de cualquier persona. Aquella misma tarde no vi más que inocencia en tus ojos, una inocencia infantil que logró enternecerme y ablandó algo dentro de mi persona. Había evitado aquél momento durante los últimos meses, pero el sentirme tan desnudo, tan vulnerable a tu inocente mirada removió algo en mi interior y me hizo dudar por un segundo.
No tenía intenciones de andar por ese desconocido camino.
Pero una vez más volviste a sorprenderme mientras pensaba en lo extraño de todo eso. Cuando un efusivo saludo salió de tus labios pensé en retirarme y hacer de cuenta que nada había ocurrido. Irme sin más ni esperar respuesta a las estúpidas preguntas que me formulé mientras meditaba en mi silencio. Pero de nueva cuenta, con aquella bella y sincera sonrisa, hicimos contacto visual y, cuando algo parecido a una agradable conversación entre extraños se hizo presente, sentí de pronto que había vuelto a perder la noción de las cosas.
Por que por extraño que sonase, hablar contigo en aquél momento me resultó tan agradable y conciliador que no era capaz de entenderlo a la perfección.
No perdía detalle de tus movimientos, tus palabras o tus gestos. Había creído en un principio que tal vez y solo tal vez, aquella inocencia que desbordabas, aquél buen humor y esa sonrisa tuya era tan solo un reflejo, tan solo una forma superficial de fingir alguien que no eras. Me sorprendí a mi mismo al darme cuenta, por la forma en la que hablabas, que no fingías. Que aquella sonrisa resplandeciente que me dedicaste por segunda vez había sido tan real como la primera.
Pero no quería llegar a ese punto.
Eras lo más parecido a un niño pequeño en un cuerpo de adolescente que jamás podría imaginar. Tenías ese aire a juventud que tienen todos los niños, pero había una madurez innata en ti mismo que contradecía un poco tu inocencia. ¿Podías ser un niño y alguien maduro al mismo tiempo? Nunca me había planteado la prerrogativa hasta conocerte. Por que en aquél momento te vi tan especial que supe que como tú no había igual.
Y caí en aquella magia seductora que tenías en tus formas de ser. No era una seducción sensual o apantallante, era esa seducción mágica con la que me generabas mucha confianza, simpatía, esa seducción que pronto generó un pequeño lazo afectivo entre nosotros. Algo que había sido imposible hasta ahora, con mi estoica frialdad y mí desconsiderada indiferencia.
Era tan opuesto a ti que no lo entendía.
Y por más que me esforzaba, no lograba entenderte a ti tampoco.
Decidí que sería la única vez que te vería en mi vida. No deseaba volver a verte ni pensar en ti de la forma en la que, tras nuestra primera conversación, ya lo hacía. Tu sonrisa de despedida, aquella dulce mirada, tu mano agitándose en el aire… fue imposible no pensar en ti cuando me alejé y te perdí de vista.
De esa misma manera, era implacable la cantidad de veces que mi mente evocaba tu imagen cuando debía centrarme en cuestiones más importantes. Y no pude evitar caer en el hechizo que sin saberlo habías lanzado sobre mí. Deseé volver a verte una vez más. No eran más que charlas efímeras y demasiado informales las que manteníamos. Tú hablabas sin parar y yo solo escuchaba, memorizando cada uno de tus gestos o tus sonrisas, complaciéndote cuando querías ser escuchado, por más insulso o vano que fuera aquello que quisieras decir.
Pero aquello de cierta forma iba cambiando poco a poco. Al menos para mí. Eras tan ingenuo que no podías darte cuenta de las sutiles indirectas que en vano había lanzado para que notaras que para mí, aquello era diferente. No obstante, me negaba rotundamente a decirlo honesta y directamente. Tenía miedo, ¿Por qué mentir? Me sentía inseguro a tu lado y no lograba encontrar ese punto medio en el que habría podido ser capaz de decirlo con palabras más claras: me interesabas más allá de lo que tu amistad me podía brindar.
De pronto había momentos en los que pensaba en ti y no podía remediarlo, estabas tan presente en mis pensamientos que te odiaba. Había momentos en los que no sabía nada de ti por días, a veces semanas, y me desesperaba saber que no estaba seguro de tu bienestar, de cómo estarías, de que pensarías cuando no estabas conmigo. Me asustaba, de pronto, que no respondieras a mis mensajes de texto. Me asustaba, de pronto, pensar que después de todo no me veías de la misma forma en la que te veía a ti.
Algo me decía que sabías de todo esto. Algo me decía, en tu forma de hablar, que sabías lo que sentía por ti. Pero a pesar de que lo sabías, evitabas completamente hablar de ello. Me agradaba eso y al mismo tiempo me dolía. Me agradaba no tener que enfrentar la verdad directamente, frente a frente contigo. Pero me dolía por que, al evitar el tema, solo demostrabas que el cariño no era reciproco. Que el amor que en mí estaba latente era solo un vano sentimiento unilateral.
No podía entenderlo. No reconocía que era lo que estaba mal en mí.
Pero no era yo el del problema, lo supe un poco después. La inseguridad y la confusión me invadían por grandes lapsos de tiempo, pero al final era tuya la decisión, no dependía de mí. Aquél día lloraste como todo un niño en mi regazo, tratando de murmurar múltiples «lo siento» entre tus sollozos y tus temblores. Te aferrabas a mí por que dolía tu pecho, dentro de ti algo ardía y no eras capaz de mitigar ese dolor irreparable. Entonces comprendí lo que nunca había comprendido, entendí lo que no había visto en el trasfondo de tus actitudes a veces inseguras y ambivalentes conmigo.
No era que hubiera algo de malo en mí, dijiste. Lo que comprendí después fue que eras incapaz de amar. Mirabas a quién no te correspondía con todo el amor que nunca serías capaz de sentir por alguien que estaba dispuesto a corresponderte y a brindarte todo el amor que tanta falta te hacía. Era una situación desesperante en la que te encontrabas, incapaz de pensar en algo más que simple amistad conmigo. Eras incapaz, como un niño, de afrontar aquél hecho tu solo.
Intenté consolar tus cristalinas lágrimas, pero eso solo empeoró la situación. Te dolía que te tratase bien, por que no podías brindarme nada a cambio. No podías corresponderme de la misma manera y mi amabilidad, esas ganas indeseables de ser dulce contigo, completamente contraria a mi forma de ser tan sombría y amargada, te dolía más que nada en el mundo. Suplicabas por mi odio, deseabas a toda costa que te aborreciera por el resto de mi vida y me alejase lo más pronto posible de ti, por que, creías tú, era justamente lo que merecías. Era el precio justo a pagar por no amarme como yo lo hacía.
Hoy solo quiero hacerte saber con esta carta, Naruto, que si no puedo reaccionar de la mala manera en la que esperas, es simple y sencillamente por que te amo. Te amo y no puedo evitarlo, te amo tanto que la esperanza no ha muerto aún y, así pasen años, yo seguiré esperando por ti. Por que creo conscientemente que, si tan solo me esfuerzo un poco más, si tan solo te espero un poco más, podrás ser capaz de amarme de la misma manera.
Por que te amo y solo la esperanza es lo que me da fuerzas para continuar.
Nunca lo olvides…