Siempre me costó admitirlo. Nunca lo dije con honestidad y me guardaba todo sentimiento en aquellos momentos para mí. Me dominaba la imperiosa necesidad de jamás hacerte saber lo que sentía en momentos como ese. Tus ojos gentiles se volvían una tortura cuando me mirabas con ellos, y me sentía incapaz de mantener mi firme estoicidad. Te odiaba en aquellos momentos. Por que yo no admitía que verte a su lado me hacía rabiar de celos.
Me costaba admitir que yo era un tanto posesivo. Quizá demasiado, pero me empecinaba en no mostrarle mis defectos, me empeñaba en que tan solo vieras una parte de lo que en realidad era. Por que estaba seguro que no iba a agradarte del todo. Por que tan solo deseaba que me miraras con esos buenos ojos que, aunque lo negaran, internamente solo tenían halagos para mí.
Admito que sentí celos cuando te lo presenté. Al principio no había existido nada fuera de lo normal. Aunque acostumbrado a la seriedad y a la frivolidad con la que yo te trataba, tarde me di cuenta que existía una ligera diferencia entre él y yo. Cegado por la frustración, nunca me di el tiempo necesario para darme cuenta de muchas cosas que había pasado desapercibidas en un principio.
La primera vez que te vi hablando con él como si lo conocieras de toda la vida no sentí celos esta vez. Sentí que comenzaba a perder algo que yo reciamente trataba de calificar como de mi propiedad. Como si el simple hecho de haberte conocido primero me otorgara un derecho de antigüedad inexistente entre nuestra gran amistad. Sin embargo, todos esos sentimientos y emociones me las guardaba para no hacerte ver lo que dentro de mi corazón ocurría.
Lo comprendía perfectamente bien.
Comprendía los motivos del repentino cambio de actitud de mi amigo. No había sido nada radical, a decir verdad los cambios fueron imperceptibles, pero yo pude notarlos perfectamente. Por que había pasado por eso con anterioridad. Comprendía los motivos por los cuales sonreía ligeramente cuando se quedaba callado en algun punto de nuestra silenciosa convivencia y observaba el cielo como si su inmensa felicidad interior se debiera al vivo color azul que se reflejaba entre las nubes.
Le encontró sentido finalmente, tras años de fallidos intentos, al tatuaje que orgullosamente se había hecho en la frente años atrás. Su percepción sobre la vida se volvía paulatinamente menos bizarra y, si he de ser sincero, me asustaba el nuevo matiz con el que veía las cosas después de haberte conocido. Sus cambios me desconcertaban y al mismo tiempo me causaban un miedo irracional. ¿Qué le sucedía al chico al que yo había conocido?
Él no era como yo. Nuestras similitudes eran al mismo tiempo tan opuestas que resultaba obvio. Por que él era mucho más accesible que yo. Por que el era más comprensible que yo. Por que el era más cálido de lo que yo jamás sería. Por que él era mucho mejor que yo. Y por que tú lo preferías a él.
La única razón tangible por la que comprendía perfectamente bien a Gaara, Naruto, era por que te amaba con la misma intensidad con la que él lo hacía.
Aunque yo no fuera merecedor de tu amor…