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Calores de una noche de verano por Aome1565

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Notas del capitulo:

Se suponía que derrochara mi sábado en escribir algo productivo en lo que estoy trabajando, pero las ganas me pudieron y en un solo día lo terminé, cosa que no hago hace mucho, así que no puedo dejar de llevarlo hacia la luz.

 

Ojala les guste tanto como a mí escribirlo, porque omg, lo amé *-*

 

 

 

Calores de una noche de verano

 

Las llaves en la puerta, las zapatillas sucias, el portazo. El odioso de Santiago volvía del colegio con la camisa fuera de los pantalones, la mochila llena de papelitos abollados y la cabeza vacía de cualquier conocimiento servible. Uno de sus puños salvajes golpeó con estruendo la puerta que explotaba de calcomanías al final del pasillo. Y ahí iba otra vez, Santiago con su irrupción sin permiso, Santiago con sus pleitos porque estaba aburrido, Santiago con la excusa de que no tenía tarea y quería la PC.

Pero no pasó.

-¡Llegamos! -gritó su voz todavía de inmaduro nene de diecisiete años, y su sonrisa caminó hasta su propio cuarto.

-¿Vos y quién más?

Víctor se asomó a la oscuridad del corredor, porque era más cómodo no encender ninguna luz, y no necesitó respuesta.

-Y yo -le dijo ese muchachito con cabello negro tan lacio como la noche que caía sobre ese viernes tibio, hipnotizantes ojos celestes y una sonrisa que hacía hoyitos en las mejillas que resguardaban las mil y un pecas. Era Daniel, y Víctor sintió cómo el correr por sus venas aumentaba su frenetismo.

-Ah. -Se encerró en su cuarto y, con la escusa de que estaba leyendo algo que no les importaba, exigió que no lo molestasen, que no los quería ni ver. Con un nudo en la garganta evitó comer en la cocina con su hermano y el amigo que hacía una semana que no llevaba a la casa.

 

-¿Y mamá?

Contento como una mariposa, Santiago internó su presencia en la habitación en penumbras donde, bajo una lamparita, Víctor intentaba leer.

-Salió con papá. No vuelven hasta el lunes, así que ya sabés. -Despegó los ojos de las líneas que una máquina de escribir había arrastrado hacía décadas sobre ese papel ajado, y se fijó en su hermano, que con el cabello revuelto y el pijama al revés, porque podía verle las etiquetas, husmeaba bajo el mueble de la computadora.

-Sí, Vic -le dijo, incorporándose sobre sus rodillas. Poniéndose de pie, se calzó las pantuflas que había encontrado. Antes de salir, se giró hacia su hermano y le recordó que Daniel iba a quedarse a dormir, entonces Víctor no pudo volver a meterse entre los vestidos vaporosos y las lentejuelas de las aristocráticas fiestas venecianas, su cabeza empezó a dar vueltas y sus ojos cerrados le revelaron lo ocurrido el viernes anterior, cuando, después de unas horas de la misma advertencia, después de que todos se pusieran los pijamas, mucho más allá de la medianoche, saliendo del baño se encontró con ese muchachito al que conocía desde que lo vio llegar de la mano de un Santiago de cinco años. Él tenía cinco más, iba a la escuela primaria y no se juntaba con los nenes del jardín de infantes, tampoco les convidaba la merienda, y así de lejos se mantuvo de ellos todo el tiempo en que llegaron después del colegio con la excusa de hacer juntos la tarea, aunque después terminasen "descansando de los deberes" en la PlayStation.

Pero esa noche, cuando todos, Santiago incluido, dormían, Daniel y Víctor, dos conocidos que nunca se dieron ni la hora, coincidieron en un pasillo que hervía por el calor de una noche de verano recién estrenado y las hormonas de un adolescente urgido. Víctor lo saludó con un desinteresado movimiento de su cabeza adormecida, pero el chico no respondió, sólo se le quedó mirando, temblando, y los ojos enceguecidos por un sueño interrumpido del mayor no llegaron a enfocar correctamente el momento en que Daniel trepó por la camiseta de su pijama viejo y descargó sobre sus labios el calor que lo sofocaba. Turbados, se habían dejado llevar, y contra una de las paredes blancas se tironearon del cabello, se mordieron la lengua, se besaron y se dejaron ir.

Rememorando, Víctor se sintió arder. Con las mejillas encendidas, las manos sudorosas y el estómago dado vuelta, abrió la ventana porque empezó a sentir que se asfixiaría con el calor que él mismo desprendía. Sentado en el filo del colchón con las sábanas todavía estiradas y la luz de la lamparita apuntando hacia otro lado, esperó. No sabía qué, tampoco le importaba, pero igualmente se mantuvo en silencio, casi sin respirar, como escondido de las sensaciones que su imaginación abandonaba sobre su piel.

Escuchó risas, chistes sobre sexo, peleas y canciones en formato .midi, teclas y luchas de almohadas, un verdad o consecuencia muy largo y las típicas preguntas de quién te gusta. Intentó conciliar el sueño, quedarse dormido a la intemperie de los delirios del ensueño, o al menos lograr un estado de sopor y duermevela que lo llevara a un nivel onírico importante y lo sacara de la consciencia de saberse a un pasillo del objeto de su deseo más carnal, pero la madrugada lo sorprendió con los ojos a medio abrir y un bostezo colgando de sus labios serios. Cuando quiso darse cuenta, había cerrado el libro sin ponerle el marcador, y la casa entera dormía. Todo era silencio, como si Santiago durmiese solo en su habitación al otro lado de un par de paredes, pero, arrebujado entre las sábanas, sabía que no era así, y sus instintos le decían que saliese por lo menos al pasillo, que se asomara a buscar lo que le estaba vedado al otro lado de una puerta que tenía prohibida.

Quiso decirse basta, pero no se animó, y menos dejó de comerse la cabeza. De tanto pensar y acordarse de la boca de ese nene, porque para Víctor, Daniel era aun un nene; de sus manos de dedos largos y suaves de escritor, de sus ojos celestes como el cielo al mediodía, de su boca otra vez, cayó en la cuenta de que el subir y bajar de su pecho agitado no se iba con intentar poner la cabeza en frío.

Sigiloso, salió al pasillo oscuro, frío a comparación del aire caliente que se respiraba en su habitación. Con una bocanada de aire fresco se aclaró los pensamientos enredados, pero aun así caminó el cuarto de Santiago y se atrevió a abrir apenas la puerta, a mirar con un solo ojo, a adivinar cuál era Daniel entre las frazadas tiradas y la basura regada por el suelo de ese mugroso espacio que no podía llamarse dormitorio. Al encontrarlo, su corazón dio un vuelco. Podía delinear apenas, en la penumbra, los brazos pálidos distendidos en el suelo, la cara de ensoñación y la cama improvisada en la que no estaba acostado, pero, como en las peores películas, la puerta se abrió un poquito más, el haz de luz se estiró, y el odioso rechinar despertó al blanco de su mirada.

Huyó, corrió, se tragó los pasos que lo separaban de su guarida, de la oscuridad tibia que envolvía su seguridad, pero no llegó a cerrar la puerta, se olvidó, el apuro y el corazón latiéndole a varias revoluciones más de las debidas no se lo permitieron. Víctor sólo se arrinconó junto a la lamparita y volvió a tratar de internarse entre las líneas del libro del que se había olvidado. Recorriendo las letras, las palabras, los espacios y las tildes, no leía, no pensaba, temblaba de ansiedad. Se sobresaltó con susto cuando oyó que su puerta hizo clic, y para nada se esperó verse cara a cara con esos ojos, con esas pecas, con esa boca.

-¿Necesitás algo? -le preguntó a Daniel, que apoyado de espaldas en la puerta, escondía sus manos y sonreía apenas.

-Sí -respondió, pícaro, el muchachito, y se fijó en los lentes sin montura que Víctor estaba usando, en cómo le quedaban, en cómo se los quitó, en que dejó a un lado el libro que sabía que no estaba leyendo, en que se masajeó el entrecejo y el puente de la nariz, y se congeló en su lugar cuando lo miró a los ojos.

-Decime... -Suspiró, bajó los pies al suelo y paseó la mirada por las paredes para evitar quemarse con el calor que irradiaban los torbellinos celestes que se clavaron en él.

-Vos sabés -sugirió con interés, balanceando el desequilibrio de su cuerpo recostado por la puerta que no dejaba escapar sus ganas y la adrenalina que corría y resbalaba por su piel sudada y que lo hacía sonreír de esa manera tan suplicante, tentadora, insinuante.

-No me jodas. -De un salto se levantó de la cama, enfadado consigo mismo, histérico, y presto intentó abrir la puerta de un tirón, pero no pudo. Por más que se resistió, su mirada bajó las dos cabezas de distancia que lo separaban de los ojos de Daniel que, encerrado a propósito entre la puerta y el candente cuerpo de Víctor, le sonreía y le decía con la mirada que dejara el circo, que soltara la puerta, que permitiera a sus instintos correr.

-Yo sé que querés que te joda -susurró el demonio en que Daniel se convirtió, y con lujuria contenida, seducción innegable, tironeó de la camiseta de Víctor hasta que éste encogió la distancia. Haciéndose rogar, estiró de a poco las puntas de sus pies y enterró ambas manos en la mata de cabello castaño, desordenado y limpio. Su respiración agitada y fresca se condensó contra una de las mejillas encendidas del mayor y, con una sonrisa que no podía disimular, arrastró sus labios por los ajenos con tal de hacerle cosquillas que lo obligaran a desear más de lo que le llegaba a cuentagotas.

-Y vos también.

Ansioso, con la mente nublada y las manos calientes, Víctor besó la boca que iba a volverlo loco, devoró los labios húmedos, y dejó escurrir su tacto por el rostro anguloso hasta la nuca transpirada. Daniel ronroneó apenas y dejó su cuerpo pender del cuello del más alto. Paladeando las bocas ajenas, no les alcanzó con mordisquear los labios que resbalaban, rozar las lenguas que se colaban, hacer chocar los dientes, tironear del cabello, de la ropa, jadear y exigir más. Con una mano atrevida y una necesidad urgida, Daniel apretó una de las nalgas desnudas bajo los pantalones del pijama de Víctor para acercarlo más, sentir el agitamiento entero de su cuerpo ardiente. El mayor, incómodo y encorvado, pateando mentalmente su altura, arrastró ambas manos por el cuerpecito pálido que temblaba contra su pecho y de las nalgas lo aupó, incitándolo a que le rodease las caderas con las piernas. Una vez lo tuvo totalmente a su merced, lo apretó todo lo que quería, todo lo que le pedía y más contra la puerta.

Cuando las ganas les pudieron, cuando la saliva no les dio más, cuando sus cuerpos se volvieron insostenibles, cuando la excitación llegó al punto de que había un riesgo que corrían, las sábanas estiradas de una cama con olor a limpio les sirvieron de refugio. Sudados y jadeantes le contagiaron el calor al colchón, y uno encima del otro trataban de saciar con besos un hambre que no se conformaba limosnas. Pero si a los besos se habían conocido, con besos seguirían. Sus labios húmedos eran un pacto a no romper, una decisión inconsciente a no dar un paso más, por más que el cuerpo lo pidiese.

Pero el calor hizo hervir las ganas y, con la ropa cubriendo la desnudez que ninguno se animaba a revelar aun a los ojos, las manos dieron rienda suelta a caricias que ardían sobre la transpiración, sobre la adrenalina que se evaporaba y pesaba sobre las cabezas de las que tironeaban los cabellos. Respirando por la nariz, el aire olía a los jadeos que no soltaban, a lo que nunca se dijeron porque a la boca la usaban para otra cosa, a las miradas que quedaron encerradas tras los párpados para evitar ver el escándalo de saliva que explotaba entre los labios.

La cercanía de los cuerpos que se aplastaban, que se besaban, que se manoseaban sin pudor alguno, los llevó a querer más, a generar movimientos desacompasados y cortos con el único fin de fregarse, de restregar otras partes de su anatomía que se habían olvidado que tenían. Pero el vaivén pronto se acompasó, se volvió inconsciente, un instinto más al que responder, y enredados entre las sábanas, la ropa que todavía llevaban puesta y los labios que no se cansaban de repartir besos, Víctor se dejó llevar por sus manos impacientes que se dirigieron hacia la libertad dentro del claustro de sus pantalones para liberar algo de la tensión que su cuerpo llevaba hasta una sola parte de su cuerpo sudado. Daniel se dio cuenta y, queriendo esas manos para él, buscó la posición perfecta en que sólo su cuerpo imitara los movimientos que tenían esas manos grandes y calientes. Rodeando las caderas del mayor con las piernas, imprimió sobre su cuerpo un vaivén que presionaba los miembros de ambos. Víctor tenía la frente incrustada en la deliciosa curvatura de ese cuello pálido y terso, y los dientes apretados, y Daniel hundía el rostro en la cabellera con olor a hombre que lo volvía loco cada que lo sentía en el aire.

-Daniel. -A pesar de los esfuerzos, de haber arrebujado la palabra contra cualquiera de los músculos de su garganta, el nombre del jovencito que estaba sacándolo de sus cabales, que estaba llevándolo al límite, se derritió sobre sus lengua y cayó en los oídos entumecidos de su dueño, que soltó un jadeo y aumentó la presión y las ganas con las que intentaba calmar lo carnal de ese deseo que quemaba en cada poro sudado, en cada gosta de saliva gastada y seca.

En la orgásmica oscuridad que la lamparita de lectura no lograba romper, en el frenetismo de olvidar en dónde estaban, en el calor de una habitación que olía a besos, rodeados del calor que ellos mismos emanaban y en el que se sentían derretir, alcanzaron un clímax que sólo les dio más calor. Tironeándose del cabello, adueñándose de la boca que ya reclamaban como suya, se vieron víctimas de los pantalones húmedos y el incómodo ¿y ahora qué?

Agitados, transpirados, soñolientos, temblando con los escalofríos que les provocaba dejar el calor y que los recibiera el fresco de la noche más allá de la ventana abierta, se miraron a los ojos y rieron. Daniel se desperezó como un gato y enroscó ambos brazos en el cuello del mayor, que se acercó a su nariz y le sonrió, le dio un beso corto, otro, y se incorporó.

-Ahora, andá. -Serio de repente, húmedo hasta las rodillas, colorado hasta las orejas, se incorporó en la cama y se sentó a sus pies, viendo cómo, confundido y turbado, Daniel se ponía de pie en el piso frío y se arreglaba el pijama.

-¿Eso es todo? -preguntó en un susurro. Víctor pasó a su lado y abrió la puerta contra la que se besaron hasta el cansancio. Apoyado en ella, esperó y observó cada uno de los pasos que el más chico dio hasta salir al pasillo en penumbras.

-¿Todo de qué?

Con una sonrisa traviesa, cerró la puerta y le quitó al corredor el haz de luz que iluminaba la entrada al cuarto de Santiago. En la negrura del pasillo frío, ciegos, Víctor sintió el miedo de Daniel y, tomándolo de la nuca, lo abrazó, lo rodeó con ambos brazos, lo pegó a su pecho y no lo dejó ir. Adivinando sus rasgos a tientas con la punta de un dedo tibio, encontró los labios que atrapó y besó lentamente, y el chico entre sus brazos quedó derretido. Se besaron hasta que los calores volvieron, las ganas se renovaron, y de repente se encontraron apretujándose contra una de las paredes.

-No me estás dejando dormir -fue el buenas noches del mayor, que con un último beso que cortó enseguida se despidió de Daniel y se internó en su habitación. Dormido al instante, en sueños regresó al calor de su habitación, a la agitación de la boca que sacudía sus razones y las mandaba a volar.

Daniel entró sigiloso en el cuarto donde se suponía que estuvo durmiendo toda la noche, pero fue sorprendido por un llamado de atención inconsciente, de ensueños.

-¿Dónde estabas? -se quejó Santiago, rascándose la cara mientras se volteaba. De piedra, Daniel esperó a que su amigo lo mirara, lo reprendiera, pero luego de cinco minutos sin respuesta, se dio cuenta de que ese que estaba enredado en las sábanas hablaba dormido.

-Estuve manoseándome con tu hermano -dijo Daniel con malicia, tragándose la risa, sosteniendo la sonrisa, cayendo sus párpados sobre el recuerdo de esa calurosa noche de verano que quería volver a repetir.

 

Notas finales:

Muchas gracias por llegar hasta acá, aprecio muchísimo que lean :D y si les gustó y no se lo pueden callar, ya saben a quién se lo pueden decir (;

 

Y deséenme suerte, así termino el proyecto en el plazo estimado y soy feliz :3

 

Saludos! (:


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