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Arrebatos de mocedad por sherry29

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Notas del fanfic:

Esta historia está ambientada en alguna colonia del Nuevo mundo. Los datos históricos y lugares que aquí señalo son tomados al azar, son sitios que conozco y he oído nombrar, pero no tiene una validez geográfica ni histórica estricta. Trataré en lo posible de apegarme a la época pero estoy segura que cometeré (muchos) más de un error ^^.


Es un mundo de puros hombres, donceles y varones. Algo así como la amatista.


 Teniendo en cuanta la época, la religión será muy parecida a la cristiana, Católica, pero no será esta. Las modificaciones y especificaciones sobre la religión se verán con el trascurso de la historia.


Padre se llama al varón, el hombre que engendra y papá la doncel, el padre que pare. Nada complicado.


La forma de hablar es también para poner un poquito más de “realismo” a la ambientación.


Vues arced corresponde a Vuestra merced, solo que los esclavos con su mala dicción lo han ido deformando a través de los años.


Esto creo que es todo por este capítulo… espero les haya gustado. No estamos leyendo.


Besitos gigantes.

 

Capitulo 1

Deshonra.

La colonia de Cartago estaba ubicada en el Nuevo mundo, entre la llanura de Córdoba y el mar Caribe. Era la colonia más privilegiada por su acceso al mar, la fertilidad del suelo y la estricta vigilancia que ejercía sobre ella la corona. Era un tesoro codiciado por muchos, pero defendido con ahínco por el ejército conquistador.

Cartago llevaba ciento cincuenta años de dominación. Los reyes sucreños se habían negado a venderla en sin fin de oportunidades, a pesar de los precios exorbitantes que otros monarcas habían ofrecido por ella. Era por ese motivo que  los piratas la tenían en la mira; algunos patrocinados por uno que otro de esos reyes que habían sido despreciados.

La ciudad principal Barú, había crecido mucho en aquellos años. Estaba asentada sobre el nivel del mar y sus defensores la habían amurallado para protegerla de los enemigos que en su mayoría atacaban por el mar. Las fortificaciones estaban todas detrás de esas murallas para seguridad de los nobles, el pueblo en general y hasta los esclavos.

Uno de esos nobles era el marqués de Montespan, pero este no vivía en ninguna fortificación. Su casa grande de tres pisos estaba ubicada en todo el centro de la cuidad, muy cerca de la catedral. Arturo era su nombre de pila, y no había en toda la cuidad quien no lo conociese, pues manejaba en su totalidad el comercio de esclavos y de harina; incluso tenía cuatro enormes embarcaciones que llegaban cada mes proveniente de las costas de Chipre, en el mar Borgonés, cargado de hombres para la venta y harina de la mejor calidad.

Era un hombre culto y de gran respetabilidad, que gozaba del favor de sus vecinos y de una amistad de larga data con el mismísimo comendador, uno de los hombres más importantes de Barú e incluso de todo Cartago.

Arturo de Montespan podía entonces considerarse un hombre bendecido por el todopoderoso, un hombre amado por la vida. Hasta aquel día…

 

Aquella mañana muy temprano, había partido con su cochero hacia el muelle. Aun no cantaban los gallos ni despuntaba el sol, cuando las velas de “Candelaria” su más grande embarcación, se inflaron sopladas por el viento con rumbo a Chipre. Ese día tenía pocas actividades, por lo que volvió a casa temprano, dos horas antes de la cena, y se puso a escribir.

No sabía que ya desde hacía varias horas, los demás habitantes de la casa conocían la nefasta noticia que el médico de la familia les había dado.

Solo fue, cuando se esposo finalmente reunió el valor para interrumpirle en su despacho, que Arturo se enteró que la deshonra y el deshonor habían caído como langostas sobre su casa. El ilustre apellido que tres generaciones atrás ennobleciera su bisabuelo, recibiendo el título por su gran valentía durante la batalla que protegió la colonia de las  manos de los piratas Alerquies, estaba manchado, arrastrado…  ¡Como un tapete!

Cuando recibió la noticia, se encontraba redactando un epitafio. Se sentía inspirado, y vaya que su inspiración aumentó cuando le refirieron aquel exabrupto. ¡Su hijo preñado! Aquel niño que había alimentado con su corazón por dieciséis años, le escupía en la cara, mostrando tan disipada conducta.

El marqués Arturo Montespan era un hombre culto como ya se anotó, pero también de casta brava. Los ligues de sangre con hombres de alta cuna, durante las tres generaciones que le siguieron al primero de ellos, no habían logrado dormir en los machos de la familia, los ímpetus salvajes de los hombres salvajes del campo. Eran agresivos y temerarios, agiles con la espada, agudos en el pensar, un tanto burdos en el trato y hambrientos en el amor.

Por lo tanto aquella ofensa, era un asunto de honor; una deshonra que él, personalmente, se encargaría de lavar con sangre. En ese mismo instante, ese insensato que tenía por vástago, iba a decirle el nombre de aquel con quien se echó. ¡Por las cenizas del primer Montespan que lo haría!

- ¡Clodoveo! ¡Agustino! ¡Seguidme!... ¡Alumbradme! – Convocó a sus esclavos. Estos, armados con candiles se apresuraron a iluminarle la escalera de la antigua casa. Rápidamente llegaron a la planta alta, donde los retratos de sus antepasados decoraban el pasillo, y en la puerta de la recamara de su hijo, esperando aquel momento con zozobra… estaba parado su esposo, Federico de Montespan.

- ¡Señor Montespan! – Exclamó este lleno de horror al verle llegar. Conocía muy buen el carácter de su marido y se echaba a temblar pensando en que pudiese repudiar a su amado Gregorio, su hijo adorado – Os suplico no actuéis con la cabeza acalorada… la ira es mala consejera. Por favor dejadme a mí hablar con vuestro hijo primero. Os lo ruego, mi señor.

- Es imposible lo que me pedís, Señor de Montespan. He de hablar ipso facto con ese pequeño inconsciente. Ha de decirme el nombre de aquél, que ha osado burlarse de mi nombre. – Exclamó empujando la gruesa puerta de madera que no estaba clausurada.

Gregorio estaba tirado sobre el lecho pero no dormía. Al escuchar el estrepito se incorporó a toda prisa. Los esclavos se apresuraron en encender las lámparas de gas iluminando la alcoba.

Arturo miró a su hijo, quien envolvía su cuerpo con las cobijas porque estaba en prendas interiores en presencia de su padre. Era demasiado bello, pensó el marqués. ¿Por qué no había previsto que aquel desastre pasaría? Un muchacho tan hermoso no podía más que invitar a la concupiscencia. Con ese cabello rubio tan brillante hasta las caderas, esos ojos negros hechizantes, el cuerpo delgado y firme que se adivinaba provocativo cuando se ponía aquellos trajes ceñidos para cabalgar. ¡Y la boca! Esa boca era lo peor, la más tentadora. Esos labios rosados y sobresalientes que siempre parecían recién besados, húmedos. ¡Oh esos labios que había heredado de Federico! Y ya sabía él cuan delicioso resultaba besar ese tipo de labios.

Gregorio también miró a su padre. Los cordones de su camisa estaban desatados, lo que significaba que estaba furioso, dispuesto a batirse. El marqués siempre se soltaba los cordones de su camisa cuando estaba dispuesto a retar a alguien a duelo. Se estremeció, mirando los claveles de su ventana. No podía decir el nombre del padre del hijo que esperaba. Podía ser repudiado, lo aceptaría si ese era su castigo… pero nunca diría el nombre de quién lo embarazó.

- ¿Para qué cubrís ahora ese cuerpo mancillado? – Vociferó su padre parado frente a su cama - ¿Por qué no tuvisteis el mismo pudor con aquel malandrín que te desfloró?

- Padre…

- ¡Callad! – Replicó ofuscado Arturo avanzando un poco mas hasta el lado de su hijo – Abrase visto semejante insolencia que con tanta desvergüenza os atrevéis a replicarme. No deseo oíros decirme nada que no sea el nombre de aquel con quien debo batirme.

Aquella insinuación de duelo sobresaltó a Gregorio, quien ya se lo presentía. Alarmado se puso de rodillas sobre la lona de su cama y sus ojos se llenaron de lagrimas. Miró de soslayo a su papá Federico, quien en una esquina junto a los esclavos sollozaba en silencio, con la cabeza gacha. Sintió mucha pena por él. No soportaría pensar en que su padre llegase a culparlo por lo sucedido y también le despreciara. ¡Oh, eso jamás! ¡Que la muerte se lo llevara antes de ver a su querido papá deshonrado también!

- Padre – Susurró en voz baja apretando fuerte su camisón de dormir – No puedo daros esa información. Por lo que más queráis, no me obliguéis a revelar ese nombre. Si queréis, podéis repudiarme – en ese momento Federico sollozó audiblemente –… pero no me pidáis que hable.

Arturo se puso lívido. Apretó fuerte la mandíbula y lleno de ira levantó su mano diestra descargando una bofetada sobre la mejilla pálida de Gregorio.

- ¡Insolente criajo! – Escupió furioso haciendo que los tres hombres de la esquina se crisparan - ¿Os atrevéis a retarme? ¿Queréis proteger a ese bellaco?

- No padre… no es eso – Lloraba a lagrima viva Gregorio negando con la cabeza. ¿Cómo hacerle comprender a su padre que no era cuestión de querer sino de poder?

- Pues bien… entonces decidme quien es, no tenéis ninguna razón para proteger a ese infame.

Arturo esperó por dos minutos, los cuales contabilizó estrictamente en su reloj de bolsillo… Gregorio no habló.

- Muy bien – Suspiró al cabo del plazo – Si no vais a decírmelo entonces no me dejáis más opción que repudiaros.

- Mi señor… os lo suplico mi señor, no hagáis eso - Federico no pudo más y se abalanzó sobre su esposo tirándose a sus pies. Se aferró con ambos brazos a la bota derecha de su marido preso de un llanto incontrolable – He pensado que podría embarazarme yo también y a Gregorio esconderlo mientras en un convento. Cuando ambos demos a luz diremos que he tenido mellizos. Criaré al niño como si fuese mío. Esto tiene solución mi señor… estoy dispuesto a hacer lo que os digo.

- Estáis loco – Replicó Arturo escandalizado – No puedo permitir que cometáis semejante despropósito. ¿Es que acaso no recordáis que estuvisteis a punto de morir hace tres meses por un aborto? Aun te encontráis muy débil para concebir.

Federico se sonrojó. Era cierto. Arturo había quedado tan afectado por aquello que durante esos tres meses no lo había tocado en el lecho. Era Agustino ahora quien gozaba de los favores de su marido. Se echo a llorar más fuerte. ¡Oh se sentía tan desgraciado!

- ¿Veis lo que habéis conseguido con tu acérrima desobediencia? – Riñó Arturo a su hijo. Su rostro varonil de poblada barba y profundos ojos negros estaba muy contraído. El llanto de Federico siempre había sido su debilidad. Lo ayudó a ponerse de pie sentándolo en la cama junto a Gregorio.

- Hijo mío… por favor hablad – Suplicó Federico acogiendo entre sus brazos al más pequeño de sus vástagos. Siempre había sido un niño tan dócil y obediente. No tenía idea como había caído en los brazos del pecado. Tenía que haber sido bajo los infames engaños de un canalla disfrazado de caballero. ¡Que un rayo partiese a aquel infeliz que había sido capaz de seducir con engaños a su pequeño!

Después de varios minutos más, cuando abajo se escuchaba el ajetreo de los esclavos en la cocina, Arturo decidió jugarse su última carta. Si aquello no lograba hacer hablar a su hijo, entonces francamente no sabía si algo lo haría.

- Escuchadme Gregorio – Dijo acariciando el cabello azabache de Federico. Como lo amaba, le iba a doler hacer eso – Si en tres días… escuchadme bien, tres días, no me habéis dicho aun el nombre de ese bellaco, os juro que no solo os repudiaré a vuestra merced… - Miró el rostro ovalado y tierno de su esposo – También repudiare a vuestro papá.

Gregorio quedó con una réplica atrancada en la garganta y Federico no pudo hacer otra cosa que desmayarse. Clodoveo y Agustino se apresuraron en buscar las sales y prepararle una infusión muy caliente, mientras que Arturo salía de la habitación para que nadie le viese llorando.

 

 

 

En un viejo castillo, ubicado sobre el cerro de Forimont, vivía Enrique De Bocio, conde de los Laures. Vivía como un excéntrico aristócrata en medio de apabullante lujo. Era un hombre de poco salir y la mayor parte de las reuniones sociales a las que asistía eran las que el mismo organizaba. La nobleza lo veía con recelo y algunos hasta le tenían miedo. Las lenguas más osadas no tenían reparos en afirmar que tenía pacto con el mal y que realmente tenía mil años y no los veinte que aparentaba. Decían que su bisabuelo, abuelo y padre, realmente eran él mismo, rejuveneciendo una y otra vez, gracias a un  oscuro trato donde había intercambiado su alma a cambio de juventud y belleza.

¡Y si que era bello! Nada más había que verlo. Tenía un cabello negro espléndidamente cuidado. Los aceites de aguacate y coco servían, y mucho, porque su brillo no parecía natural. Su piel era blanca y suave, como de porcelana; con un lunar sobre el labio superior que parecía falso pero no lo era. Algunos cortesanos podían afirmarlo. Tenía también uno ojos verdes grandes y melancólicos, escondidos tras unas pestañas largas y abundantes. No usaba barba, ni bigote pero si tenía un porte muy viril. Sus espaladas eran anchas, sus brazos musculosos y su tórax fuerte y firme. Era muy alto también, y ya en regiones menos accesibles a la vista de la mayoría, se comentaba que estaba bien dotado.

Justamente acababa de cenar cuando Filiberto, su paje, le avisó que tenía visita. Ya la esperaba por eso no le fastidio. No había nada que lo enojara más que una visita inoportuna. Era una grosería imperdonable.

Terminó de beber su copa de vino y se secó con su servilleta. Eructo antes de pararse como era la costumbre entre sus antepasados extranjeros y finalmente se levantó.

Atravesó el vestíbulo junto a Filiberto, llegando hasta uno de los salones de su castillo. El que usaba para recibir las visitas importantes. Y esa era una visita importante… porque venía a hablarle de él, de Gregorio.

El viejo facultativo estaba de pie junto a la ventana aferrando con fuerza su maletín de boticario. No había dejado que el mayordomo del castillo se lo asegurase al entrar. El anciano médico era una de aquellas personas que tenían miedo del hermoso conde. Había sido más por ese temor que por dinero que había aceptado aquel soborno.

Era el médico de cabecera del marqués de Chaterson y  su familia, lo había sido por años, desde que su barba era negra del todo. Conocía los mínimos detalles acerca de la vida de aquellos personajes a fuerza de costumbre, más que de pericia profesional. Gracias a ello  era también, desde hacía dos meses, el espía de aquel excéntrico conde.

- Que magnifica esta la noche. ¿Verdad mi docto amigo? – Saludo Enrique entrando al salón. Su visitante dio un respingo al escucharlo y casi deja caer el bolso.

- A… Así, así es Excelencia – Convino el viejo rascándose la barba blanca por las canas. – He… he hecho lo que me habéis pedido.

El marqués sonrió con desdén mientras se acomodaba un poco su sombrero de ala ancha. La gente patética le producía asco, pero si le servían como había pasado en este caso, podía tolerarlas un poco.

- Por favor sentaos  – Suspiró señalándole a su invitado el mueble de roble con acolchado en gamuza color vino tinto. Magnifico presente de parte del mismísimo rey. – Hacer negocios de pie es de pésima educación.

El médico se arrebujo en sus ropas tomando asiento, mientras Enrique hacía lo propio frente a él. El noble llamó con una seña al joven paje y este se acercó complaciente. Por un momento el galeno creyó verle sonreír mientras el conde le hablaba al oído, así que fue bastante difícil para él tomarse con confianza el té de rosas que luego el pícaro mocito le sirvió.

- Ahora si os escucho doctor – Dijo finalmente Enrique dejando a un lado la taza de la que el también había bebido té. Mientras esperaba por la información, jugueteaba con el guardapelo que asomaba entre los encajes de su cuello.

El médico dio un sorbo largo a su bebida antes de hablar.

- Efectivamente… - Dijo - el muchacho esta embarazado Excelencia. Tal como vuestra merced sospechaba.

Enrique quiso evitarlo pero no pudo. Apretó tanto su guardapelo que la cadena con la que lo colgaba de su cuello se rompió. El médico volvió a respingar en su asiento.

- ¿Cuánto tiempo tiene? – Preguntó entre dientes lleno de una ira que no podía ocultar. Habría dado toda su fortuna a cambio de que eso no ocurriese pero se había enterado demasiado tarde. ¡Maldito fuera ese malnacido! Por ahora no podía hacer nada pero cuando lo tuviera entre la espada y la pared lo haría derramar lágrimas de sangre. ¡Atreverse a tocar a Gregorio! … eso jamás lo perdonaría.

- Está a punto de cumplir el segundo mes, pero aun no se le nota nada. Aun está a tiempo de…

Calló cuando sintió esos ojos verdes clavarse como puñales sobre él.

- ¿El os ha pedido que hagáis eso? ¿Es lo que él desea? ¿Os ha pedido él o su padre que le limpiéis el vientre? – Inquirió turbándose tanto que terminó por ponerse de pie.

El médico se escurrió en su asiento despavorido.

- N… No… no me han… pedido nada.

- ¡Entonces no os atreváis ni siquiera a sugerirlo! Es su hijo… y yo solo necesito eso para amarlo – Susurró eso último en voz baja, como si lo dijera solo para sí. Luego suspiró profundamente llevándose pulgar e índice a las sienes, apartándose del galeno y volviéndose a sentar.

- ¿Cuánto habéis cobrado al conde? – Preguntó entonces a modo de despedida. Le empezaba a dar jaqueca y ya no quería ni necesitaba seguir perdiendo su tiempo con ese viejo miserable y pusilánime.

- Trescientos ducados mi señor – Respondió el facultativo pasando saliva – Pero no es necesario que me paguéis la misma suma, si queréis darme menos…

- ¡Callad! – Ordenó Enrique perdiendo la paciencia. Se levantó de nuevo de su asiento, esta vez dispuesto a marcharse no sin antes ordenar una última cosa a su paje.

– Acompañadlo a la puerta – Le dijo señalando a su invitado – Y pagadle novecientos ducados.

Filiberto asintió abriéndole la puerta a su señor. Mientras en el salón el viejo doctor se quedaba de piedra… con esa suma de dinero, podría comprarse su barco.

 

 

 

Enrique entró a la recamara de su papá. El hombre viejo y enfermo que se hallaba sobre la cama era su única familia, todo lo que le quedaba… y estaba a punto de morir.

Tenía tuberculosis en los pulmones y en los riñones y el reumatismo había deformado sus manos y sus pies. Hacía más de dos años que no abandonada aquel oscuro cuarto pues ya no quería ver la luz, ni ver el mundo. A sus cincuenta y siete años ya había visto todo lo que tenía por ver y quizás un poco más. No sentía que le quedara más por conocer, ni por sufrir… excepto por una cosa, y esa era justamente aquella por la que Enrique había llegado con esa sonrisa a visitarle.

Con cuidado se sentó en el lecho, tomando entre sus manos el brazo rígido y huesudo. Los ojos hundidos se abrieron lentamente, eran oscuros, negros como los de Gregorio y tan amargos… ¡Oh eran tan amargos!

- Enrique… hijo mío, estáis sonriendo – Susurró José De Bocio. Su voz era cavernosa por culpa de sus alveolos podridos. No podía hablar largo y tendido porque de hacerlo, le sobrevenía la tos - ¿Habéis venido a darme una buena nueva?

El conde le acarició el cabello largo y cenizo asintiendo.

- He venido por el anillo, amantísimo papá. He encontrado a aquel que merece llevarlo.

Los ojos de José parecieron iluminarse ligeramente al oír aquello. Pero luego, volvieron a apagarse con temor.

- Enrique… - Apretó como pudo la mano de su hijo - ¿No estaréis haciendo esto solo por mi regocijo, verdad? Deseo veros casado para vuestra complacencia no para la mía.

- Vuestra complacencia es mi complacencia mi respetado señor – Le contestó sintiendo el olor a eucalipto que manaba de aquel cuarto – No obstante, puedo aseguraros que este enlace es mas para mi propia complacencia que para la vuestra. Amo con locura a aquel que deseo desposar.

José enternecido exhaló un suspiro. ¡Amor! ¡Oh, sentimiento tan peligroso!

- ¿Y sois correspondido, caro hijo? – Quiso saber el agonizante - ¿Estáis seguro de que aquel qué desposaréis desea más desposar a vuestra merced que a vuestras riquezas?

Enrique asintió pensando en Gregorio. Estaba seguro que no se bajaría las calzas cuando le hablara de sus quince coches. Había quienes si lo hacían. ¡Oh si! Pero Gregorio no.

- Entonces, os daré el anillo… - José calló porque le sobrevino la tos. Enrique le sirvió un poco de agua y le ayudó a beberla. Le limpio luego con un pañuelo que quedó impregnado de gotitas de sangre. ¡Vida infame! Debía darse prisa con la boda.

 

 

 

 

Su padre estaba de nuevo en la casa, supo Gregorio cuando escucho la llegada de su coche. Faltaban menos de doce horas para que se venciera el plazo impuesto dos noches atrás. Si no hablaba antes del crepúsculo, él y su papá quedarían sin honra ni apellido.

Se miró las manos, las tenía horribles. Tenía la asquerosa y vulgar manía de comerse las uñas. ¡Qué horror! Se las había dejado al pegue de la carne. ¿Qué iba a hacer? No le importaba su suerte, pero no podía permitir que su papá cayese con él. El pobre no tenía la culpa de nada y ese aborto lo había dejado tan débil como una palomilla. ¡Oh, si su padre no fuese tan loable y valiente! Si fuera un pusilánime, lo encerraría en un convento y le dejaría allí abandonado a su suerte. Pero para su orgullo y desgracia a la vez, su progenitor era un honorable caballero y aun lo amaba lo suficiente como para querer vengar su honra.

¡Y si se suicidaba! Pensó de repente sobresaltándose. Era un pecado mortal, sí. Pero…  ¿No era su otro pecado ya suficientemente malo también?

Sí, resolvió. Se suicidaría… sin un reo, el verdugo no tenía razón de ser. Y no podía arriesgar a su papá por soñar con un cielo que para él estaba prohibido.

Se quitó la colcha bajándose de la cama. Llegó hasta la ventana donde se hallaban los claveles y vio a su padre hablando con el amo de llaves. ¿Cómo iba a hacer aquello? Si lo que quería era salvaguardar a su familia de la vergüenza, con un suicidio confirmado no ayudaría en lo absoluto. Su muerte tenía que ser parecer un accidente… ¡Un crimen! Así podrían sepultarlo en tierra bendita y no tener que tirarlo en una fosa como si fuese un animal.

Suspiró tirándose de nuevo sobre el lecho. Encogió sus piernas sobre su regazo quedando su pie a la vista. La tobillera de oro que llevaba en uno de estos  le dio una brillante idea. Sonrió con el corazón a mil… mataría dos pájaros de un solo tiro.

 

 

 

Los carbones calientes estaban listos. Agustino los metió dentro de la tina de piedra comenzando a tibiar el agua. Con delicadeza ayudó a Gregorio a sujetar su cabello por encima de la nuca. Primero se lo trenzó para que fuera más fácil recogerlo y luego se lo sostuvo con una malla de seda.

Gregorio metió su mano por un hueco que atravesaba de lado a lado el grueso muro de piedra del patio de baño, indicándole al esclavo Silvio que necesitaba más agua. El corpulento hombre que se hallaba detrás de aquella pared, buscó entonces otro cubo y lo vació en el embudo de  cáñamo; el cual, conectado a una suerte de tubos del mismo material conducía el agua hasta la tina. Lo más interesante de todo aquello, era que las cadenas que ataban los pies del esclavo, le hacían imposible acercarse hasta el hueco del muro, si es que se le ocurría la mala idea de ver desnudo a alguno de sus amos.

- Agustino – Dijo Gregorio sentado en el borde de la tina probando el agua. El esclavo que preparaba las esencias del baño lo miró cuando este le llamo.

- ¿Desea algo vues arced? ¿Acaso esta el agua muy caliente? – Preguntó soltando el aceite de manzanilla. Era el primero que sacaba, aun cuando el cabello era lo último que Gregorio se lavaba.

- Agustino… acercaos, debo pediros un favor.

El jovencito asintió peinándose con los dedos el largo cabello ocre, enmarañado y piojoso. Pese a esto era bello como un tulipán. Esbelto, de nalgas abundantes y sexo firme. Un jovencito delicioso, provocativo. Su naricita respingada daba ganas de morderla, tenía los pómulos sobresalientes y las orejas pequeñas. Gregorio sabía que el muchacho no tenía la culpa de que a su padre Arturo, le gustara desahogarse con él, aliviar entre esas piernas elásticas sus ansias de macho. Pero aun así, le fastidiaba saber que su papá sufría por ello.

Se lo había pensado bien y decidió que era lo mejor. Si Agustino lo mataba, su padre lo vendería. No lo mataría porque Agustino era un esclavo y los esclavos solo obedecían, no tenían voluntad. Su padre no mataba seres sin voluntad, no era su estilo.

- Escuchadme con atención – Le dijo tomándolo de la mano llena de callos – Necesito que me ayudéis a hacer algo.

- Lo que ordene vues arced Agustino lo hará –Se apresuró a contestar aquél rascándose un pie con otro.

- Dentro de un momento me meteré a la tina ¿Comprendéis? – Preguntó Gregorio viendo como el esclavo asentía con la boca entre abierta – Lo que haréis será que cuando yo entre y me sumerja, vuestra merced me mantendrá sumergido y evitará que yo salga.- Soltó sin ningún tipo de escrúpulo, como si estuviese hablando de realizar alguna travesura infantil.

Agustino abrió mucho más la boca y retrocedió ante esas palabras negando con la cabeza con rostro despavorido.

- ¡No! – Chilló como un ratón mientras Gregorio le hacía señas para que bajara la voz, pues jamás esperó esa reacción en el esclavo. Solían hacer las cosas sin rechistar, fuese lo que fuese, incluido matar o robar. – Agustino no puede hacer lo que vues arced quiere que Agustino haga. ¡No, no, no!

- ¡Callad insolente! – Exigió Gregorio quitándose la sábana con que cubría su desnudez para usarla de fusta contra los brazos desnudos del esclavo – Os juro que vais a ser azotado sin no me obedecéis. Abrase visto esta insolencia. ¡Decidme! ¿He preguntado yo acaso la opinión de vuestra merced?

- No… pe… pero. ¡No! - Comenzó a saltar por el patio pedregoso en medio de exclamaciones en su lengua natal. Gregorio salió detrás de él correteándolo sin pudor pues solo se hallaban ellos dos en el patio de baño.

¡Por las animas benditas! ¿A qué horas se le había ocurrido confiar en ese tontuelo? Era obvio que alguien que quemaba hasta el agua y que un día había tratado de cortar la leche usando un cuchillo no iba a serle de mucha ayuda. Ahora entendía porque su padre lo había sacado de la cocina. ¡Cielo santo! Alguien tan imbécil en una cocina resultaba tan peligroso como barbero ciego.

- Esta bien, está bien – Se rindió Gregorio resoplando después de seguirlo por el patio durante casi quince minutos. ¡Por lo menos era ágil el muy infeliz! – No lo haremos de esta forma…miraremos otra forma de resolverlo.

- ¡¿Ya no se matará vues arced?! – Exclamó mostrando toda su hilera de dientes careados.

Fastidiado con su escándalo, Gregorio probó su puntería lanzándole un carbón al rojo vivo. Agustino gritó más fuerte cuando el objeto caliente le dio en la cara.

- Os azotaré. Lo juro. Te estáis propasando Agustino.

- Oh… Eso mismo me dice el señor marqués cuando… - De inmediato llevó sus manos a la boca, como si hubiera estado a punto de soltar un improperio.

Gregorio entrecerró sus ojos acercándose a él envuelto en su magnífica desnudez.

- ¡Aja! – Le señalo con su índice – Habéis estado a punto de confesar vuestras fechorías con mi padre. ¿Acaso vuestra merced y él pensabais que mi papa y yo no lo sabíamos? Sois unos descarados. Debería venderos a los mineros.

Agustino cayó de rodillas apresando el muslo desnudo de Gregorio.

- ¡No mi señor, no! – Lloriqueaba besándole los gastrocnemios – A las minas no. El pobre Agustino moriría en las minas.

- No lo dudo… Y ahora soltadme atrevido, no seáis atrevido. Más bien ayudadme a bañar a ver si el agua me ayuda a pensar en otra idea.

El esclavo le dio la mano y Gregorio se sumergió en el agua. Estaba tibia y relajante. Justo lo que necesitaba. Llevaba casi una hora en el baño perdiendo el tiempo con el estúpido de Agustino y no tenía nada concreto para resolver su problema. Suspiró, ya pensaría en ello más tarde, ahora se dedicaría a disfrutar su baño, quizás el último que se diera en aquella casa.

Se echó hacia delante para que Agustino le frotara la espalda con el estropajo. Pensó entonces en su familia, en esa casa que le había visto crecer. Todo lo que había vivido en ella. Eran demasiadas cosas, demasiado que perder. Quería ser un niño otra vez, bueno, más niño de lo que era; volver a tener inocencia y serenidad… especialmente la primera.

Sacudió la cabeza porque todos esos recuerdos le ponían demasiado triste. Ahora necesitaba fortaleza. No tenía más opción que morir y de paso llevarse a ese niño consigo.

- ¿Le paso la piedra pome, señorito? – Preguntó Agustino examinándole los pies.

No había empezado a lijarle los cayos, cuando ambos se percataron en que la silueta tímida y recatada de Federico se iba acercando con lentitud.

- Papá querido – Exclamó Gregorio viéndole sorprendido. ¿Habría tomado ya su padre una decisión? - ¿Me buscáis para comunicarme los deseos de mi padre? ¿Siente tanta aversión hacia mí que ya no querrá mirarme de nuevo a la cara?

Federico negó con la cabeza.

- No habléis tan atropelladamente – Pidió haciéndose espacio en un borde de la tina. Estiró su mano acomodando la malla que cubría el cabello de su hijo y de la cual se escaba un mechón dorado - ¿Por qué no me habíais dicho que era él el padre de tu hijo? – Preguntó de repente.

Gregorio dejó de respirar.

- ¿Acaso? – Susurró con un hilo de voz. Sintiendo que se quedaba sin vida, se aferró fuerte a los brazos de Agustino - ¿Sabe vuestra merced quien es el padre de mi hijo?

Federico miró extrañado su reacción. ¿Tanto amaba a ese hombre para arriesgarlos así a ambos? Amaba a Gregorio pero una parte de él se sentía avergonzado de su hijo menor.

- Por supuesto – Afirmó Federico – Ya todos lo sabemos… porque el padre de vuestro hijo está allí afuera. Se ha presentado ante vuestro padre.

Poniéndose muy pálido, Gregorio sacó su cabeza de la tina. Federico se puso de pie al oírle aquella fuerte arcada y Agustino se apresuró a sostenerle la cabeza mientras vomitó.

- Hijo… - Susurró Federico ayudándole a salir del agua. Su hijo temblaba con violencia, sus piernas apenas lo sostenían en pie.

- Papa – Sollozaba Gregorio mientras el esclavo lo secaba - ¿Cómo podéis estar tan tranquilo? Es que no sabéis que mi padre va a matarlo de todas formas. No le importara nada, lo matará.

- No estoy tranquilo – Replicó este –Y  por supuesto que vuestro padre va a matarlo; justamente están concretando la hora del duelo.

- ¡¿Qué?! … ¡Hay que detener esta desgracia!

Federico lo miró desdeñoso.

- Que poca confianza le tenéis a vuestro padre – Le riñó –… O debe ser el amor que sentís por ese bellaco el que os hace veros ya como un viudo.

Gregorio lo miró confundido pero reaccionado a prisa decidió ir el mismo a comprobar todo con sus ojos.

- Agustino, vestidme. ¡A prisa! – Exigió.

Cinco minutos después, corría con rumbo al salón principal. Ni siquiera había dado tiempo a que lo peinasen. Seguía con esa horrorosa malla de baño en la cabeza y en su cuerpo lucía a medio colocar un impúdico camisón de dormir.

- Padre mío… padre mío – Gritaba haciendo sonar la maqueta con sus pies descalzos.

Cuando tuvo de frente la puerta de madera del salón, todo el miedo que había sentido antes pareció diluirse, y en su lugar una extraña valentía le inundaba.

- Padre mío – Volvió a gritar mientras atropelladamente entraba al recinto.

Se quedó de una pieza ante lo que vio…

Frente a su padre, el cuál copiaba al dictado el nombre de los padrinos de duelo, se encontraba el hombre más elegante, fascinante y apuesto que Gregorio hubiese visto jamás.

Arturo arrugó el ceño al ver a su hijo mirando a aquel malandrín. No cabía duda que era la mirada que un enamorado le obsequia a su amado.

- Pero… ¿Qué estasis haciendo aquí? – Vociferó Arturo viendo la falta de pudor de su hijo - ¡Y en semejantes fachas! Iros a vuestra habitación. Vuestra merced no tenéis ningún asunto aquí.

Gregorio escuchaba cada orden dada por su padre pero sus pies parecían emplomados. Miraba sin reparos a Enrique De Bocio, el cual también recorría su cuerpo adivinándolo detrás de la tela un tanto trasparente.

-¡Gregorio! ¡¿Es que no me escucháis?! – Volvió a gritar su padre, esta vez tomándolo del brazo para sacarlo del salón. En ese mismo momento Federico y Agustino llegaron con sendas mantas que tiraron sobre Gregorio como si estuviesen sofocando las llamas de algún incendio.

Federico tomó celosamente entre sus brazos a su pequeño vástago, no sin antes dirigir una mirada de desprecio a aquel que había convertido tan infamemente a su niño en hombre. Gregorio se dejó cargar por su papá sin dejar de mirar ni por un solo instante aquellos ojos verdes. ¿Por qué decía aquel hombre que era el padre de su hijo? ¡Oh, por las ánimas benditas! Si nunca antes lo había visto…

 

Continuará…

 

 

 

 


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