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Requiem por starsdust

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Después de que su pueblo hubiera sido masacrado ante sus ojos, Manigoldo creía haberlo visto todo. No importaba que ahora viviera en un nuevo lugar, donde cada día aprendía algo nuevo y se volvía más fuerte. Aún lo perseguían el olor a sangre, el sonido lúgubre de los lamentos, el sabor de sus propias lágrimas, la impotencia por no haber podido hacer nada, la culpa de haber sobrevivido. Por las noches lo despertaban los ecos de gritos que seguían resonando en sus oídos.

Nada podía ser peor, creía Manigoldo. Y nadie hubiera podido convencerlo de lo contrario hasta el día en que su maestro Sage lo llevó a visitar la antesala del infierno. En aquel lugar, las almas de los muertos caían en un pozo sin retorno, en el fondo del cual no había más que sufrimiento.

Aunque solo su alma hubiera visitado el inframundo, había vuelto a la superficie trayendo de vuelta consigo la hedionda fetidez de la muerte. Quizás no era más que su imaginación, el recuerdo de un olor que se había impregnado a su mismo espíritu. Intentó recordar las palabras de Sage acerca de no ceder a la desesperanza. Llevarlo hasta aquel lugar había sido la retorcida manera del viejo de querer enseñarle el valor de la vida, al parecer.

Nunca había sido demasiado amigo del agua, pero ahora llevaba ya un buen rato metido en un arroyo que corría dentro del terreno del santuario, frotando su piel con desesperación, intentando deshacerse de la persistente sensación de suciedad que lo asqueaba, cuando la brisa le trajo una fragancia agradable.

Su primer reflejo fue olerse a sí mismo, pero pronto se dio cuenta de que el aroma llegaba desde otra parte. Sus espaldas. Se dio vuelta en dirección al lugar de donde venía el viento, y quedó petrificado al encontrarse con que había alguien observándolo a unos metros de la orilla. Era un chico aparentemente menor que él, vestido con ropas sencillas, que lo miraba con insistencia. Pero lo que impactó en primer lugar a Manigoldo acerca de aquella persona fue que no lo había escuchado llegar. Lo único que había delatado su presencia era el dulce perfume que se desprendía de él.

Al mirarlo con atención, Manigoldo tuvo la impresión de estar frente a un espejo mágico que reflejaba todo lo que él no era. El chico tenía una piel muy blanca, unos rasgos ridículamente simétricos y delicados, y los ojos de un celeste pálido y puro. Su cabello largo le caía sobre los hombros en ondas muy suaves.

En suma, se veía muy diferente a todos los que había conocido alguna vez en su pueblo natal... e incluso en el santuario. Y no solamente se veía diferente, sino que olía diferente. Ahora no cabía duda de que el grato aroma que había percibido antes venía de él. Parecía nacer en su interior y emanar con cada respiro.

Al darse cuenta de esto, Manigoldo olfateó instintivamente su propio antebrazo, preguntándose inconscientemente qué tan mal olía él en comparación. En ese momento, el otro chico retrocedió un poco, haciendo una mueca de ligero disgusto. El gesto hizo salir a Manigoldo de su estado meditativo, encendiendo su rabia.

-¿Qué carajo estás mirando, cara de muñequita? -gritó, sin molestarse en medir sus palabras o detenerse a pensar en ellas. Esperaba generar miedo, pero para su decepción, el otro reaccionó con inesperada altivez, en lugar de dejarse intimidar.

-¿Quién te crees que eres para hablarme así? -respondió, utilizando un tono igual de soberbio que el de Manigoldo, aunque sus palabras fueran mucho más suaves.

-¿Eh? -Manigoldo quedó desconcertado por la actitud confiada del visitante, pero no tardó en recuperarse y volver al ataque-. ¡Oye! ¡Tú eres el que está parado ahí mirándome como si fuera un animal de circo!

El desconocido apretó los labios en un mohín de niño ofendido.

-¡Es que no deberías estar en esta parte del arroyo!

-¿Qué dices? -exclamó Manigoldo-. ¿Desde cuándo tienes tú derecho a decidir quién se baña en el arroyo y quién no?

En realidad, Manigoldo estaba admirado con el atrevimiento del otro. No se había imaginado que alguien de apariencia tan tierna, casi frágil, pudiera hacerle frente sin pestañear. Y sin embargo, allí estaba ese alguien. Aunque ahora poco quedaba en él de fragilidad, y la resolución que mostraba le daba una nueva dimensión a su belleza.

-Allí crece un tipo especial de flor subacuática -explicó el recién llegado-. No te conviene toparte con ella. Es venenosa.

-¿Una flor submarina? ¿Venenosa...?

Aquello fue el colmo. Manigoldo nunca había escuchado sobre flores que crecieran bajo el agua, y mucho menos que fueran venenosas. Sonaba como la excusa más absurda que había escuchado jamás. Comenzó a reír de solo pensarlo, y no pudo parar hasta que se le saltaron las lágrimas.

-¿Qué es tan gracioso? -preguntó el otro, confundido.

-No hablas en serio, ¿no? He visto el infierno con mis propios ojos y tú vienes a advertirme que tenga cuidado con unas pobres flores.

-Claro que hablo en serio. No bromearía con algo así.

La solemnidad con la que el chico habló impresionó a Manigoldo. Se miró las manos y las encontró arrugadas por la humedad. Llevaba ya bastante tiempo dentro el agua, así que tampoco necesitaba quedarse más.

-Lo hago para que dejes de molestar, no te confundas -dijo, mientras se acercaba a la orilla. Buscó la ropa que había dejado en las ramas de un árbol, y para cuando se volvió, se encontró con que el otro chico había entrado al agua él mismo, y estaba recogiendo algunas flores que crecían sobre las plantas acuáticas del arroyo-. Hey... ¿qué haces? -atinó a preguntar Manigoldo, demasiado perplejo como para enojarse o sentirse burlado.

-A mi maestro le gusta el té que se prepara con las flores de estos nenúfares -dijo el otro. Por primera vez, parecía sonreír-. He venido a conseguir algunas.

-Eres un sirviente, entonces... -dijo Manigoldo. Ciertamente no se veía como un sirviente tradicional, pero entre quienes servían al viejo había unos cuantos de apariencia muy refinada, aunque probablemente fueran un montón de inútiles.

-No exactamente.

-¿Y a qué persona estás no-exactamente-sirviendo?

-Lugonis de Piscis es mi maestro -respondió el chico, deleitándose en cada una de las sílabas de la frase, a las que pronunció con orgullo y reverencia.

Lugonis. Ese era el nombre el nombre del guardián de la doceava casa, la última antes de llegar a la residencia del patriarca. Tenía sentido, ahora que pensaba, que aquel chico estuviera oliera a rosas, porque el templo estaba plagado de ellas. Lugonis era uno de los pocos santos dorados que había en el santuario.

Sage había dicho que muy pronto, una nueva generación tomaría el lugar de los anteriores, para luchar contra Hades, y ahora más que nunca, Manigoldo estaba dispuesto a formar parte de ella. Al recordar esto, una idea que no había tomado en cuenta hasta ese momento cruzó de pronto por su cabeza.

-Un momento... ¿eres el aspirante a caballero de Piscis?

-¿Aspirante...? Solo aspiro a aprender lo que mi maestro tenga para enseñarme. Eso es suficiente para mí -dijo el chico, y salió del agua cargando algunas flores con el mismo cuidado que si fueran piedras preciosas.

-¿Y es él quien te enseña sobre plantas? Espera, ¿no dijiste que había plantas venenosas bajo el agua? ¿Qué hacías tú allí entonces?

-Venenosas para ti, no para mí -habló con toda tranquilidad, y lo que a Manigoldo le pareció ser un cierto dejo de jactancia. Manigoldo no se decidía entre si sentirse interesado o detestar su actitud por momentos presuntuosa, pero esto último había sido indudablemente irritante.

-¿Te estás burlando? ¿Sabes con quién estás hablando? -Si ese era el aspirante a Piscis, entonces podría ser interesante ver qué tan fuerte era. Aún cuando el niñato fuera alumno de un caballero dorado, Manigoldo tenía como mentor al patriarca, y a la hora de pelear no iba a tener ningún tipo de consideración por su cara, por más bonita que fuera.

Sin embargo, una vez más, la respuesta del otro lo dejó mudo.

-Tú eres el alumno del patriarca, ¿verdad? Te he visto cruzar Piscis alguna vez.

Molesto, Manigoldo escupió a un costado para ventilar su frustración. No le gustaba la idea de no haberse dado cuenta de que estaba siendo observado.

-¿Ahora me vas a decir que sabes mi nombre, también? -vociferó Manigoldo, avanzando.

-No... -respondió el otro, retrocediendo unos pasos al encontrar que Manigoldo se acercaba demasiado.

Satisfecho por considerar que había logrado al fin marcar un poco de terreno, Manigoldo se detuvo, cruzándose de brazos y mirando hacia otra parte.

-Manigoldo -masculló, intentando sonar casual.

-Albafica -murmuró el otro.

-¿Alba qué?

-Albafica... -repitió el chico-. Es mi nombre.

-Ah. Ya veo.

Albafica murmuró algo más, que pretendía probablemente ser una especie de despedida, y luego se escabulló entre los arbustos. Manigoldo repitió su nombre un par de veces. "Albafica". Sonaba como el nombre de una flor. Definitivamente iba con él. Podía ser un poco insufrible, pero había dejado un aroma delicioso detrás. Uno que le había hecho olvidar por el momento la sofocante pestilencia de las puertas del infierno.

Continuará :P

Notas finales:

Probablemente aparezca algún otro dorado en el capítulo siguiente...
Este primer capítulo está ambientado en la época en que Manigoldo era un aprendiz, luego de la primera vez que va al Yomotsu Hirasaka, de la mano de Sage (capítulo 18 del anime).

Lugonis de Piscis no es un personaje inventado por mí, sino que fue creado por la autora de Lost Canvas para el drama CD que cuenta la historia del pasado de Albafica. Allí parecería que el gran trauma de Albafica surgió a partir de la muerte de su maestro. Antes era una persona bastante feliz, aunque también da a entender que no era muy sociable. No se sabe cuándo murió el maestro de Albafica, pero 10 años atrás (cuando Albafica tenía 13) ya no estaba. Probablemente haya muerto por esa época.

Entonces, en esta primera parte del fic, Albafica tiene... menos de 13 años. Manigoldo tiene dos años más. En la siguiente parte estarán más grandes, así que la actitud de Albafica va a haber cambiado.

Gracias por leer.


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