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Better Days por midhiel

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Better Days

Sherlock Holmes pertenece a Sir Arthur Conan Doyle y sus herederos (y a John H. Watson, por supuesto), y la fabulosa serie de la BBC a Steven Moffat y a Mark Gatiss.

Los personajes de El Señor de los Anillos pertenecen al maestro J. J. Tolkien.

Piratas del Caribe pertenece a la compañía Disney.

Una aclaración, éste es un fic de Sherlock donde más adelante aparecerán personajes de los otros fandoms, pero los protagonistas serán Sherlock y John. También contiene mpreg, o sea, si no les agrada el tema, por favor no lo lean, que no quiero traumatizar a nadie.

Otra aclaración más, tiene menciones y personajes sacados de las obras de A.C.D., como el coronel Sebastian Moran.

El título del fic y los versos que acompañan el primer capítulo son creación del genial, maravilloso y admirado Eddie Vedder.

Por último, este fic va dedicado a una amiga que adora estos tres fandoms, y que me leyó y corrigió muchas veces, Prince Legolas.

Capítulo Uno: La Noticia

“Oh I'm soaring
Yeah and darlin'
You'll be the one
That I can need
Still, be free
Our futures paved
With better days”

Eddie Vedder, Better Days.

Sherlock Holmes estudió a la joven viuda con su mirada penetrante. La señora Meredith Beckett, viuda de Brent, estaba peinada con un rodete alto, que ampliaba las facciones de su rostro redondeado. Tenía ojos color café bañados de lágrimas y estaba vestida con un elegante traje verde musgo y un bolso negro. Sus manos pálidas y temblorosas estiraban la corta falda y no paraba de gemir. El detective se estaba impacientando. A su lado, John Watson podía notar como las cejas se le contraían hasta formar una “v”, señal de que la mujer lo estaba sacando de quicio con su llanto incesante.

-¿Quién pudo hacerle algo así a mi Pete? ¡Era un ángel! El miércoles viajó hasta aquel barranco en su coche para encontrarse con alguien. Él. . . él odiaba esos lugares, ¿saben? Agrestes. . . muchas piedras. . . ningún alma. ¡Y dicen que allí alguien le cortó los frenos del coche! – se cubrió la cara -. ¡Dios mío! ¡Desbarrancar y caer tantos metros! ¡Un espanto! ¿Qué haré yo ahora? ¿Qué será de mí ahora? Viuda sin haber llegado a los veinticinco. ¡Mi vida está arruinada! ¿Qué haré ahora?

-Ahora va a tranquilizarse y a responder a mis preguntas, señora – respondió Sherlock gélidamente.

John pasó a la mujer su pañuelo caballerosamente. Ella le agradeció y lo empapó con sus lágrimas.

-Ustedes. . . ustedes dicen que podrían determinar quién escribió esa carta – sollozaba la señora Brent -. Llegó esa mañana a su oficina. Deudas de juego. Pete se veía con acreedores. ¡Pero no tenían derecho a cortarle los frenos!

-Esa carta es extraña – comentó Sherlock, volviéndose hacia el Detective Inspector G. Lestrade, parado detrás de ellos, para que le pasara un formulario y un bolígrafo -. Una nota sencilla reclamando que se encontraran a los pies del barranco a las cuatro de la tarde. Me llama la atención que no se haya deshecho de ella. Es lo que hacen los jugadores compulsivos con pruebas de sus acreedores. Borran cualquier evidencia que los involucre con esa gente.

La viuda sonrió tristemente, mientras se pasaba el pañuelo por el rostro.

-Pero Pete no era así. Él no me guardaba secretos ni estaba avergonzado de sus deudas, señor Holmes. Y no podía arrojar ni un solo papel a la basura. Decía que cada notita hablaba de una parte de nuestras vidas. Si vieran nuestro sótano. Parecía el museo de los papeles de los últimos cinco años.

Lestrade y sus oficiales le sonrieron a modo de simpatía.

Sherlock comenzó a llenar el formulario.

-A ver, señora. Necesito llenar sus datos. Usted es Meredith Bellam, y su marido Peter. . .

-¿Qué está diciendo usted? – recriminó la joven ofendida -. Mi nombre es Meredith Calixta Beckett y el de mi marido era Peter Dean Brent. ¡Creí que tenía mis datos!

-Lo siento – se disculpó el detective sin saber cómo ocultar su confusión -. Los nombres se me habrán mezclado con otros casos recientes. En ese caso, le suplico, señora, tenga a bien llenar usted misma el formulario. Aquí lo tiene y aquí está el bolígrafo.

John intercambió una mirada perpleja con Lestrade. Los oficiales de Scotland Yard no parecían menos desconcertados, aunque por dentro disfrutaban que por una vez en la vida el perfecto y único detective consultor del mundo se hubiera equivocado.

Ofuscada, la joven le arrancó el papel y el bolígrafo y apoyándolos sobre un escritorio, garabateó los datos.

-Muchas gracias, señora – sonrió Sherlock cuando le devolvió el documento -. Sepa disculpar este contratiempo. A propósito, la segunda empresa de seguros que tienen, Sariam, según tengo entendido se mudó al continente en estos últimos meses, ¿cierto?

-No sé – respondió la joven, un poco perturbada -. Debe ser. Fue Peter quien la contrató. Creo que ahora está en Alemania.

-¿Sabía usted que tiene conexiones con una famosa empresa que ayudaba a morosos, asesinos y estafadores a eludir la Justicia? Janus Car.

John y Lestrade dieron un respingo.

-No lo sabía – contestó la viuda bruscamente.

Sherlock leyó el formulario y fijó en la joven su mirada sentenciosa.

-Meredith Calixta Beckett, viuda de Brent, se la acusa de conspirar en el asesinato de su esposo, el difunto abogado Peter Dean Brent.

La muchacha abrió la boca horrorizada. Sherlock le entregó el documento a Lestrade.

-La letra de este formulario coincide con la de la carta que recibió la víctima – explicó el detective -. Por la vacilación en el trazado de las líneas, se notó que aquella carta había sido escrita con letra falsa. Sin embargo, si la cotejan con ésta pasará la prueba caligráfica.

-Arréstenla – ordenó Lestrade a sus oficiales.

Furiosa, Meredith Beckett sacó una pistola de su bolso y la apuntó en dirección a Sherlock.

-¡Maldito bastardo! – gritó.

Pero John, con sus rápidos reflejos de combate, se le lanzó encima y en un parpadeo, le torció las muñecas hacia la espalda y se las apretó para que soltara el arma. La joven chilló mientras quedaba inmovilizada. Los oficiales corrieron y la esposaron.

Sherlock sonrió en dirección a John. Una vez más su esposo acababa de salvarle la vida.


…………


-¡Eso fue increíble! – exclamó John, mientras él y Sherlock abandonaban el edificio -. ¿Cómo se te ocurrió conectar a Sariam con Janus Car?

-Elemental – respondió Sherlock -. De plano, la vida fastuosa que llevaba esa mujer no encajaba con lo juerguista que era el marido. No eran una pareja con ingresos altos y sus familias pertenecían a la clase media. Sin embargo, se relacionaban con parejas de grandes recursos. El sujeto apostaba cada noche como si no existiera un mañana y no tenía reveces económicos, según sus cuentas. ¿De dónde salía el dinero? ¿Quién los patrocinaba? Encontré que tenían dos aseguradoras, una legal, con las oficinas aquí, en Londres, y otra que se había mudado hacía poco al extranjero. Recavé información de mis contactos en Alemania. La empresa no existía como aseguradora sino como organizadora de eventos. Primera mentira. Fue allí cuando asocié el apellido del director de Sariam con el de Janus Car, al que Lestrade nunca pudo arrestar.

-¿Y? – lo apremió John, dándole a entender que aún no captaba la idea.

-¿No lo recuerdas? – suspiró Sherlock -. Después te quejas de que yo no recuerdo el Sistema Solar – John rodó los ojos -. Vamos, John. A esto me refiero cuando te digo que mi cerebro funciona como un disco duro, que almacena datos significantes para mí. El director de Janus Car se llamaba Edward Sondanvi y el de Sariam, Andrew Davidson.

John le sonrió sin entender.

-¡John! – exclamó Sherlock exasperado -. Los nombres son anagramas. Se trata de la misma persona.

-¡Santo Dios! – exclamó John y mentalmente repasó las letras de ambos -. ¡Es cierto! Anagramas. Tenías razón, Sherlock.

-Siempre la tengo – sonrió el detective, orgulloso.

-Y no te cansas de afirmarlo – recriminó -. Parece que disfrutaras sorprendiéndome.

Sherlock, tan frío y arrogante, lo abrazó cálidamente en plena calle y le plantó un beso. En la intimidad con su John, él se había convertido en otra persona.

-Me excita sorprenderte – susurró el detective a su oído.

Su esposo le sonrió enigmático.

-Cuando lleguemos a Baker Street, seré yo el que te sorprenderé con mi noticia.

-¿En serio? – exclamó Sherlock. Lo que más adoraba, después de John por supuesto, era deducir mensajes crípticos y anticipar noticias -. A ver, dame una pista.

-No te la daré esta vez – rió John.

Sherlock se frotó el mentón en actitud reflexiva.

-Hoy saliste temprano, mientras yo dormía – recordó -. Supuestamente dormía, John, porque apenas dejaste la cama, abrí los ojos. Tomaste un taxi rumbo al norte y regresaste a las dos horas, antes del desayuno. Ayer, por ejemplo. . .

-Sherlock – suspiró John deteniéndose -. Te lo pediré por única vez en tu vida: no razones, por favor. Esta sorpresa es importante para mí y lo será para ti. No la arruines.

Sherlock exhaló un suspiro frustrante. John lo besó de cuenta nueva y extendió el brazo para detener un taxi.


…………..



Hacía tres años que Sherlock Holmes y John Watson se conocieron en la morgue del St. Barts. Apenas mudados al 221b de Baker Street, se enredaron juntos en el primer caso, que John había bautizado en su blog como “Estudio en Rosa”. Compartieron varias aventuras más hasta que se cruzaron en una piscina con Jim Moriarty. Allí ocurrió un hecho que cambió su relación para siempre: John arriesgó su vida para que Sherlock huyera. Tenía a un tirador, el coronel Sebastian Moran, apuntándole en la frente y atrapó a Moriarty para que su amigo pudiera escapar.

No le importó recibir el tiro, no le importó que Sherlock lo abandonara allí y que luego, en represalia o por simple placer, Moriarty y sus secuaces lo torturaran hasta matarlo. Sólo pensó en poner a Sherlock Holmes a salvo.

Claro que el detective no huyó. El francotirador apuntó a la frente de Sherlock y John se vio obligado a regresar a su posición para que el asesino volviera a ponerlo como blanco a él y olvidara a su amigo. En pocas palabras, arriesgó dos veces su pellejo por el de Holmes.

Sherlock había quedado sin palabras ante este gesto. Cuando después de la explosión fueron rescatados dentro de la piscina (allí se habían arrojado para amortiguar el efecto de la bomba), el detective unió piezas y dedujo lo elemental: John estaba enamorado de él. Para el único detective consultor, arribar a tal hipótesis no fue complicado, pero el asunto se puso peliagudo cuando tuvo que sacar a flote sus propios sentimientos. ¿Y qué sentía él por John?

Lo quería y mucho. Eso era cierto. Pero además sentía emociones más intensas. Lo buscaba, lo necesitaba, lo deseaba. Y no fue hasta tres semanas después del episodio en la piscina, que John bautizó en su blog como “El Problema Acuático Final”, que Sherlock llegó a otra conclusión: él también estaba enamorado.

Con semejante conclusión en mano, el detective encaró a su amigo e iniciaron una relación que fue creciendo intensamente hasta que seis meses después, John, a quien ni los horrores de la guerra ni las peligrosas aventuras le habían quitado lo romántico, le propuso matrimonio. Se casaron y ahora, tres años después, yacían desnudos, besándose apasionadamente. Los casos resueltos eran el mejor afrodisíaco para la pareja y haber puesto tras las rejas a la insufrible viudita los tumbó en la cama. También los excitaba el inicio de un caso, el proceso de un caso y cuando no había casos, Sherlock necesitaba su dosis de John para matar el aburrimiento. Si habría que ser sincero, se debería afirmar que para ellos el aire del otro ya constituía un afrodisíaco suficiente.

Aunque no todo había sido color de rosas. La familia de Sherlock se había opuesto rotundamente a la relación desde el inicio y rechazó la boda, no porque fuera con otro hombre sino porque para ellos, alguien de apellido Watson no tenía la alcurnia suficiente para salir con un Holmes. Sherlock los envió a todos (incluida su madre) a hundirse en la piscina con Moriarty.

Mycroft intentó chantajear a John en reiteradas ocasiones con dinero a cambio de información confidencial. Una vez llegó al punto de ofrecerle medio millón de libras a cambio de abandonar a Sherlock y mudarse a Australia.

Por supuesto que John no aceptó y cuando se hartó del acoso de su cuñado, sacó a flote su autoridad militar y le gritó verdades que Mycroft jamás imaginó que alguien tuviera el valor de espetárselas en la cara. Las frases más suaves fueron “manipulador arrogante” y “metiche obsesionado” entre otras florituras.

En cuanto a Harriet Watson, su hermana menor, se había reconciliado con Clara Southmpton y se habían mudado a Suecia por razones de trabajo.

Así que a modo de conclusión, Sherlock y John convivían en el 221B de Baker Street, casados y aislados de sus respectivas familias.

-Me excita verte resolver casos – jadeó John al oído de su cónyuge, mientras estaba apoyado sobre su cuerpo y, con su lengua, recorría golosamente el níveo cuello del detective -. Tu voz, tan grave, tan sexy, se me hace resistible. . . quiero que me hagas el amor. . . pero antes voy a disfrutar cada centímetro de ti, Sherlock. . . cada centímetro. . .

Sherlock rodó sobre el colchón para quedar encima de él y, asiendo las muñecas de su esposo, le atrapó la lengua con un beso.

-Antes hay una sorpresa para mí, doctor Watson – ronroneó el detective.

John abrió los ojos. ¡Cierto! La sorpresa. ¿Pero no podían dejarla para después de hacer el amor? Es que Sherlock era extremadamente apetecible y cuando comenzaban con los besos y caricias ya no podían detenerse.

-¿John? – reclamó recuperando su tono grave.

Su esposo suspiró.

-¿Podríamos dejarla para. . .?

-De ninguna manera.

-Es que estamos. . .

-John, quiero mi sorpresa. Desde que tomamos ese maldito taxi, me estoy conteniendo para hacer mi análisis.

-¡Sherlock! – exclamó John, e intentó incorporarse pero el detective lo mantenía bien asido -. ¿Estamos en medio de esto y estás conteniendo las ganas de analizar?

-Me conoces, John – sonrió Sherlock astutamente -. Sabes que nunca puedo dejar de analizar. Ahora quiero mi sorpresa, doctor Watson.

-Bien – carraspeó el médico y se sacudió para que lo liberara. Acto seguido se incorporó en el lecho. Su esposo lo imitó -. Sé que esto va a sorprenderte.

-Quiero que me sorprendas.

John sonrió y lo miró a los ojos de manera intrigante. Sherlock se impacientó.

-¿Qué es, John?

Su esposo tomó su anguloso rostro con ambas manos y murmuró.

-Vamos a tener un hijo.

El detective quedó en shock, sin dar fe a lo que oía.

-Dilo otra vez.

-Estoy esperando un hijo, Sherlock – sonrió -. Recibí los resultados esta mañana, por eso salí temprano antes de que te levantaras. Te conté que esta gracia existe en mi familia desde hace siglos. Tengo tatarabuelos del lado de mi padre que tuvieron este don, y yo no estoy exinto.

-Exento, John – corrigió el detective.

John volvió a sonreír.

-Tengo tres meses.

-¿Desde cuándo lo sabes? – interrogó Sherlock. Su mente analítica tenía que trabajar urgentemente y recavar datos, si no se desmayaría ahí mismo.

El médico sacó un papel del cajón de su mesa de cama. Eran los resultados del análisis. Se los pasó a su esposo y éste rápidamente leyó la palabra “positivo”.

-Hace un par de semanas comencé a sentirme enfermo. Había olores que no toleraba y sufría náuseas por las mañanas.

-Por eso corrías al baño antes de que me levantara – dedujo Sherlock.

John asintió.

-Después, bueno, no sé cómo explicarlo – suspiró, buscando las palabras -. Tuve esa intuición que supongo que tienen las mujeres cuando están encinta. Sentía que llevaba algo dentro. Era una sensación extraña y maravillosa a la vez. Pensé en la historia clínica de mi familia paterna y decidí hacerme análisis. Un colega me recomendó un laboratorio discreto y me permitieron llevar mi propia muestra, sin que tuviera que explicarles la procedencia. Tuve que usar un alias para no infartar al laboratorio – sonrió -. Les dije que pertenecía a una amiga mía.

Sherlock leyó los datos que encabezaban la hoja: Mrs. Cinthia Hudson.

-¡Por Dios, John! – exclamó -. ¿Usaste el nombre de la sobrina de la señora Hudson?

-Fue el primero que se me ocurrió. Espero que la chica no conozca a algunos de los bioquímicos o irán a felicitarla – rió.

Sherlock se mantuvo serio.

El médico le quitó el papel y volvió a guardarlo en su mesa. Después lo tomó de las manos y mirándolo fija y dulcemente a los ojos, preguntó.

-¿Qué te parece, Sherlock? No – pidió al reconocer su mirada deductiva -. No analices nada, por favor. No pienses, no razones. Tan sólo dime qué sientes.


Tarea difícil si la había para el detective. Sherlock pensó inmediatamente en pañales, en biberones, en juegos infantiles, en programas de televisión para niños y en leche. ¡Leche! Tendría que comprar leche todo el tiempo y él detestaba ir al supermercado. Sin embargo, su mente analítica también perfiló la imagen de una criatura con la mezcla perfecta de él y de John y el famoso detective consultor no pudo más que enternecerse y sonreír.

Apenas John descubrió su sonrisa, le echó los brazos al cuello y comenzó a devorarlo a besos. Pero Sherlock se resistió.

-Espera – lo apartó suavemente -. John, ¿qué haremos con esto? Esto es demasiado, aun para mí. No me malinterpretes, no estoy mal pero, ¿no es algo grave? Eres un hombre, tu cuerpo tal vez no esté preparado.

El médico suspiró.

-No sé, Sherlock. Pero supongo que si tengo un don así, tan precioso, quizás mi cuerpo se prepare para el embarazo. Hasta ahora no he sufrido más que los síntomas normales que sufriría cualquier mujer. No me siento enfermo, me siento feliz – sonrió -. No sé a ciencia cierta cómo les fue a mis antepasados. Sin embargo, pienso que el nacimiento de una vida no puede acarrear desgracias.

-Eso deberías habérselo dicho a los padres de Jim Moriarty – bromeó Sherlock sin sonreír. Era una broma seria y fría, como todas sus bromas -. Te veo optimista, me alegra que te sientas así, ¿pero no pensaste que esto puede ser peligroso?

John sí lo había pensado. Los cambios que tendría que soportar su cuerpo, y el peso y desarrollo de una criatura en un organismo que no estaba capacitado para gestar eran peligrosos. Sin embargo, él y Sherlock vivían del peligro.

-Estoy bien, Sherlock. Si más adelante se presentan dificultades, las afrontaremos. Además vivimos en pleno siglo XXI, la ciencia médica hizo grandes progresos en el área de la obstetricia.

-Eres un hombre – respondió el detective gravemente.

-Un hombre con la capacidad de gestar – aclaró -. Sherlock -lo tomó de las manos -. Por favor, disfruta de este momento.

Sherlock al fin sonrió, apenas, pero sonrió. John le echó los brazos al cuello y el detective lo empujó hacia atrás para yacer sobre su deseado cuerpo.


…………


Con una noticia así se debía ser discreto y como la pareja dominaba las artes de la discreción, sólo anunciaron la buena nueva a la señora Hudson, que quedó encantada de tener un nieto postizo. Dio mil recomendaciones a Sherlock para el cuidado de John, y a John lo llenó de mimos, sin recomendarle nada, ya que era un médico y sabía mejor que ella como lidiar con un embarazo.

Siguiendo la línea de la discreción, necesitaban un obstetra que fuera tan prudente como un ratón y Sherlock dio en la tecla.

Así, a los pocos días de saber que serían padres, visitaron a la doctora Amanda Cullen, una mujer bajita, menuda y muy amigable. Observando a John a través de los lentes redondos que se resbalaban de su respingada nariz, lo auscultó y le hizo una ecografía.

Ambos padres quedaron de una pieza al ver la manchita en la pantalla. A John se le empañaron los ojos y el poco emocional Sherlock no mostró reacción alguna, sólo apretó la mano de su esposo con fuerza y John supo que estaba luchando con todas sus emociones.

La obstetra quedó maravillada.

-¿Podrás supervisar el embarazo? – preguntó el detective cuando más tarde los tres se sentaron junto al escritorio de la médica -. Con total discreción, por supuesto. Lo último que queremos es a reporteros de “The Sun” acosando a nuestra casera. Detestamos la idea de hacer público esto, Amanda, por eso recurrí a ti. Además sé que eres de las mejores obstetras de Londres.

La mujer se sonrojó con el cumplido.

-Tendrán mi discreción y supervisaré el embarazo. No podría hacer menos por ti, Sherlock, después de que le salvaste la vida a mi tío – se volvió hacia John -. Me has dicho que eres un médico militar – el hombre asintió -. Tus conocimientos te serán de gran ayuda.

-Así lo creo – respondió John.

La obstetra se irguió.

-Bien – les pasó la mano -. De mi parte no queda más que felicitarlos. Tu peso es el adecuado, John, y los análisis están perfectos. El bebé, ya lo han visto ustedes mismos, se encuentra saludable. Nos veremos la semana próxima.

-¿Tan pronto? – preguntó Sherlock. Estaba entusiasmado con esto de ser padre y haber conocido a su hijo pero las visitas a una obstetra no eran lo suyo.

-Claro que lo haremos – contestó John a la médica, haciendo oídos sordos a su marido -. Entiendo que mi embarazo necesita un seguimiento más minucioso que el normal. Muchas gracias, doctora Cullen.

Sherlock notó que su comentario había quedado fuera de lugar y permaneció callado. La médica los despidió calurosamente. Ya en la calle, John, que no dejaba de mirar la foto de la ecografía, preguntó.

-La doctora dijo que le salvaste la vida de su tío.

-Una trivialidad – respondió Sherlock con falsa modestia -. Era un agente del MI6, al que acusaron de haber vendido información confidencial y con mis deducciones, descubrí al verdadero traidor y le salvé el pellejo.

-¡Dios mío! – se sorprendió John -. ¡No sabía que habías ayudado al Servicio Secreto!

-Hay muchas cosas de mí que aún no sabes – declaró el detective, alzando la ceja de una manera tan intrigante, que consiguió excitar a su esposo -. Volvamos a casa y démonos juntos una ducha caliente.

John sonrió y lo tomó de la mano. La propuesta sonaba estupenda.


………..

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